Arturo

Arturo


Libro tres: Aneirin » 9

Página 62 de 70

9

Rhys lanzó el toque de victoria, y nosotros respondimos a él con un grito de júbilo que sacudió a las mismas colinas. Aullamos de alegría, golpeamos las lanzas contra los bordes de los escudos y arrojamos las armas al aire. Luego, de improviso, todos descendimos a gran velocidad de la colina para reunirnos con el Pandragón en el valle. Hombres que corrían, caballos que galopaban, todo el ejército precipitándose a abrazar a los vencedores.

Grité hasta perder la voz sin dejar de correr. La alegría y la satisfacción me daban renovadas energías. Lancé mi júbilo a los cuatro vientos: al cielo sobre mi cabeza, al gran río, al Redentor Todopoderoso que no nos había abandonado en manos de nuestros enemigos. Volé, más que corrí, por la empinada ladera mientras las lágrimas corrían a raudales por mis mejillas.

A mi alrededor todo eran camaradas que elevaban el grito de la victoria. La rebelión había sido aplastada. Medraut estaba muerto. Los pictos habían huido y ya no nos molestarían.

Llegué sin aliento a la cañada y atravesé el arroyo para llegar inmediatamente junto a un grupo de hombres amontonados en torno a alguien que yacía en el suelo. Junto a ellos había un caballo sin jinete. Me abrí paso entre los hombres, que ahora se habían quedado repentinamente silenciosos, y escuché una voz familiar que se quejaba.

—No es nada… ¡un arañazo! Dejad que me levante. Por el amor de Dios. Puedo ponerme en pie…

Me acerqué aún más y vislumbré un mechón de pelo rojo: Cai.

El Gran Jabalí Guerrero yacía recostado contra una roca, las piernas extendidas ante él. Parecía luchar por levantarse, pero nadie lo ayudaba. Esto me extrañó; fue entonces cuando vi la cuchillada de su muslo.

—Descansad un momento —dijo uno de los hombres—. El Emrys se ocupará de vos.

—¡Entonces, ayudadme a levantar! —repuso Cai—. No quiero que me encuentre estirado. Puedo levantarme.

—Vuestra pierna…

—Véndala con algo. ¡Rápido! Debo ir a ver a Arturo.

Uno de los hombres hacía ya un torniquete con un pedazo de tela. Retrocedí y corrí, dando traspiés sobre los cuerpos desperdigados por el campo de batalla, al encuentro del Emrys, a quien encontré por fin sujetando el brazo roto de un guerrero.

—¡Sabio Emrys! —llamé—. ¡Daos prisa! ¡Cai está herido! ¡Por favor!

Se dio la vuelta de inmediato.

—¡Llévame hasta él!

Lo conduje hasta el arroyo donde el grupo aguardaba con Cai. El Emrys corrió hasta el lugar; al llegar junto a ellos, los hombres se apartaron para dejarlo pasar y se agolparon de nuevo alrededor del herido. Me abrí paso detrás del Emrys y conseguí llegar a primera línea justo en el momento en que Myrddin se inclinaba sobre Cai, cuyo rostro estaba ahora pálido como la luna invernal.

—Puedo ponerme en pie. ¡Por el amor de Dios!

—Cai —lo tranquilizó el Emrys—, es una mala herida.

—No es más que un arañazo —protestó, pero su protesta fue más débil ahora—. Esos malditos golpeaban desordenadamente. Apenas si me rozó. —El gran guerrero hizo intención de incorporarse, se sujetó al Emrys, quien lo sostuvo. La sangre formaba un charco en el suelo.

—Tranquilo, amigo mío —dijo el Emrys en voz baja y firme. Apretó el pedazo de tela que rodeaba la pierna de Cai justo por encima de la rodilla.

—¿Me estás diciendo que estoy herido?

—La herida es más profunda de lo que piensas, Cai.

—Bien, pues véndala. Debo ir a ver a Arturo.

El Emrys levantó la cabeza rápidamente, me vio y dijo:

—Trae a Arturo enseguida. —Aturdido por el cambio efectuado en el aspecto de Cai, vacilé, pero sólo por un instante—. ¡Ve! —me instó Myrddin—. ¡Date prisa, por Dios!

Me di la vuelta y eché a correr sin pensar, vi el destello del estandarte con el dragón rojo y dorado, y me dirigí directamente a él, esquivando como pude los grupos de guerreros alborozados que ocupaban la cañada.

—Por favor, mi señor —jadeé, abriéndome paso por entre los que rodeaban a Arturo—. Cai está herido —farfullé—. El Emrys dice que vengáis al instante.

Arturo se volvió.

—¿Dónde está?

Indiqué al otro lado de la cañada.

—Allí, junto al arroyo. El Emrys está con él.

El rey montó sobre el primer caballo que encontró, lo azotó con las riendas, y salió al galope. Para cuando regresé al lugar donde estaba Cai, éste ya no podía alzar la cabeza. Yacía en brazos de Arturo, y el Pandragón de Inglaterra le acariciaba la frente.

—Soy demasiado mayor para esto, Oso.

—Ni hablar de ello, camarada —dijo Arturo con voz entrecortada.

—Vamos, no te lo tomes así. Paseamos por la Tierra como reyes, ¿no es así?

—Claro que sí, Cai.

—¿Qué hombre necesita más?

Las lágrimas brillaron en los ojos del Supremo Monarca.

—Adiós, Caius ap Ectorius —musitó con dulzura.

—Adiós —susurró Cai. Levantó una mano temblorosa y Arturo la sujetó contra él—. Que Dios sea bueno contigo, Oso. —Su voz era apenas un suspiro en el viento, y luego, también ésta, se desvaneció.

Arturo Pandragón permaneció mucho rato arrodillado junto al cuerpo de su amigo, las manos de ambos apretadas en una última promesa de lealtad. Cai levantó los ojos para mirar el rostro de su rey, mientras el color desaparecía de sus profundos ojos verdes. Una débil y satisfecha sonrisa asomaba todavía a sus labios.

—Adiós, hermano —murmuró Arturo—. Que tengas un buen viaje hasta allí.

Luego el Supremo Monarca depositó el cuerpo con cuidado sobre el suelo y se puso en pie.

—Traed una carreta. Lo elevaremos al santuario. No quiero verlo enterrado en este lugar.

El Pandragón ordenó que colocaran el cuerpo del Cai entre pieles de ciervo y luego las cosieran y lo depositaran en la carreta. Mientras lo hacían, apareció Bedwyr, el rostro pálido, conduciendo su caballo de las riendas. Atravesado sobre la silla había un cuerpo. Le dediqué una mirada y caí de rodillas al suelo.

Arturo se acercó a él y sin una palabra tomó el cuerpo destrozado de Gwalcmai de encima de la silla y lo bajó. El asta ensangrentada de una flecha rota sobresalía de su pecho justo por encima de la protectora cota de malla. Tenía el rostro manchado de sangre, al igual que las manos con las que había intentado en vano arrancarse la flecha, pero tan sólo consiguió romperla.

—¿Dónde está Gwalchavad? —preguntó Bedwyr con suavidad—. Se lo diré. —Entonces vio la carreta y a los hombres que colocaban el cuerpo en su interior—. ¡Jesucristo bendito! ¡Cai!

Bedwyr avanzó con dificultad hasta la carreta y se quedó allí un instante con los ojos cerrados ante ella. Luego tomó la fría mano de Cai en la suya y se la llevó al corazón. Al cabo de un buen rato, se dio la vuelta y se alejó.

Yo me quedé para ayudar con la carreta, y, al poco rato, Bedwyr regresó con el cuerpo de Gwalchavad atravesado sobre su caballo. Con mucho cuidado, Bedwyr levantó el cuerpo de su camarada y lo colocó junto al de Gwalcmai. Muy amargas resultaron las muertes de estos campeones que el odioso Medraut había reclamado como pago a su deuda de sangre.

Arturo permaneció allí contemplando con tristeza cómo envolvíamos los cadáveres en pieles de ciervo. Myrddin regresó, observó que el Pandragón tenía sangre en su cota de malla, y le dijo:

—Siéntate, Arturo. Estás herido. Deja que te eche un vistazo.

—Tranquilo —repuso Arturo—, no es nada. Ocúpate de los demás. —Volvió la vista de nuevo hacia el campo de batalla—. ¿Dónde está Gwenhwyvar?

Arturo encontró a la reina aferrada al cuerpo de su compatriota, Llenlleawg. Levantó unos ojos anegados por las lágrimas al acercarse su esposo.

—Está muerto —musitó—. Murió protegiéndome.

Arturo se arrodilló junto a ella en el suelo y le rodeó los hombros con el brazo.

—Cai está muerto —le dijo—. Y Gwalcmai y Gwalchavad. —Contempló al campeón de la reina con pesar—. Y Llenlleawg.

Al escuchar estas tristes noticias, Gwenhwyvar hundió la cara entre las manos y se echó a llorar. Al cabo de un rato, aspiró con fuerza y recuperó un poco la calma para decir:

—Por sombrío que este día me parezca, lo habría sido mil veces más si te hubieran matado a ti. —Se detuvo, posó una mano sobre el rostro de Arturo y lo besó—. Sabía que vendrías a buscarme, amor mío.

—No debiera haberme ido —respondió el Supremo Monarca con una voz llena de pesar—. Mi orgullo y vanidad han provocado la muerte de la mayoría de mis nobles amigos. Llevaré para siempre sus muertes como un peso sobre mi corazón.

—No debes decir eso —lo reprendió Gwenhwyvar—. Medraut es el culpable y responderá ante Dios de sus crímenes.

Arturo asintió con la cabeza.

—Igual que yo responderé de los míos.

—¿Dónde está Cai? Y los otros… ¿dónde están?

—He ordenado que dispongan una carreta. Se los llevará a la rotonda y serán enterrados allí como les corresponde —contestó—. No puedo soportar la idea de dejarlos aquí.

—Es lo correcto —aprobó Gwenhwyvar, y entonces se dio cuenta por primera vez de la herida de Arturo—. ¡Arturo, mi amor, estás sangrando!

—Es sólo un rasguño —dijo—. Ven, debemos ocuparnos de nuestros muertos.

De los rehenes de Medraut, sólo yo mismo, el Emrys y Gwenhwyvar quedábamos con vida; los demás habían muerto en la lucha al atacar a Keldrych. A éstos se los llevó a un lugar en la ladera de la colina debajo de la fortaleza. Se cavó una única y enorme fosa y se colocaron en ella cuidadosamente los cuerpos de nuestros compañeros de armas. El Emrys oró y recitó unos salmos sagrados mientras alzábamos el

gorsedd, el monumento funerario hecho de piedras sueltas, sobre ellos.

Los cuerpos del enemigo los abandonamos a los lobos y los cuervos. Sus huesos quedarían desperdigados por los animales salvajes, sin que una sola roca indicara jamás el lugar donde habían caído.

Poco después del mediodía, el Pandragón reunió al ejército. Rhys lanzó el toque de marcha e iniciamos nuestro lento regreso a Caer Lial, avanzando en dirección oeste a lo largo de la Muralla, cada paso cargado de tristeza.

* * *

Los cuerpos de los renombrados jefes guerreros fueron transportados a Caer Lial, donde fueron colocados sobre andas iluminadas por antorchas en el centro de lo que quedaba de la sala del palacio del Pandragón. Gran parte de la querida ciudad de Arturo estaba en ruinas: los pictos jamás se reprimían en ninguna forma, sino que destruían sin más todo aquello que tocaban.

A la mañana siguiente, partimos en dirección a la Tabla Redonda. Por respeto a la santidad del monumento, y al secreto de su localización, sólo los señores de Inglaterra y los reyes vasallos de Arturo —los Nueve Patricios— fueron autorizados a asistir al funeral en el santuario. El Emrys me ordenó que le acompañara, aunque no por ningún mérito mío. Necesitaba de alguien que lo atendiera, y, puesto que yo conocía bien la localización de la rotonda, evitaría tener que confiar a otro su secreto.

El día amaneció soleado, el sol era un deslumbrante disco blanco mientras atravesábamos las puertas y salíamos al sendero. Los señores cabalgaban en grupos de dos; las cuatro carretas los seguían, cada una cubierta con una capa color carmesí a modo de manto mortuorio, y tirada por un caballo negro con una única pluma de cuervo colocada sobre un dorado casco de guerra.

No continué con la procesión funeraria, sino que una vez atravesadas las puertas la adelanté, conduciendo uno de los grandes carros de provisiones. Al llegar al santuario, descargué las tiendas y empecé a montarlas, de modo que, cuando los demás llegaran al campamento, todo estuviera listo. Realicé mi trabajo con rapidez y con la sensación de que ofrecía un buen regalo a mis amigos, de que mi labor era un acto de devoción.

Cuando terminé, las tiendas rodeaban el santuario y el campamento estaba listo. Mientras empezaba a descargar las provisiones, la procesión llegó, y enseguida me puse a prepararles la comida. Algunos de los señores me ayudaron en esta tarea, mientras que otros se ocuparon de preparar la rotonda donde los cuerpos de nuestros queridos camaradas estarían de cuerpo presente hasta la celebración del entierro a la mañana siguiente.

Cuando la comida estuvo preparada, llevé una ración a la tienda del Pandragón, donde el Supremo Monarca y la reina se habían retirado para descansar. Luego me senté en el suelo para comer. Pero al mirar a mi alrededor mientras lo hacía, comprobé que Myrddin no estaba entre nosotros, y recordé que no lo había visto salir de la rotonda. Dejé mi cuenco de comida sobre el suelo y subí rápidamente hacia el edificio.

Penetré en el fresco y oscuro interior. Un pequeño fuego ardía en el centro de la rotonda y una antorcha a la cabecera de cada catafalco. Vi que a los cuerpos los habían colocado cada uno en su catafalco debajo de la repisa que llevaba su nombre, y sus armas —espada, lanza y escudo— yacían sobre la repisa. El Emrys estaba arrodillado junto al cuerpo cubierto por una capa de Cai, desenvolviendo el fardo de cuero que contenía los útiles para esculpir la piedra.

—He preparado comida, Emrys —dije.

—No tengo hambre, Aneirin. —Tomó el cincel, se volvió hacia la repisa que tenía al lado y empezó a inscribir, con expertos golpes, la fecha de la muerte debajo del nombre de Cai. Me partió el corazón ver cómo el hierro mordía la piedra, ya que una vez escrito en la piedra no podría ser de otro modo.

—¿Os traigo algo de comer aquí?

—No comeré nada hasta haber terminado mi trabajo —respondió—. Déjame ahora.

Durante todo el resto del día, velamos entre oraciones. Cuando las primeras estrellas nocturnas aparecieron en el firmamento, el Emrys salió de la rotonda. Arturo y Gwenhwyvar se unieron a nosotros, y observé que la muerte de sus amigos había debilitado de forma visible al Pandragón. Tenía un aspecto macilento y fatigado, a pesar de no haberse movido de su tienda.

No fui yo el único en darme cuenta de esto, ya que vi a Bedwyr llevarse al Emrys aparte para decirle algo en privado. Y los ojos de Bedwyr permanecieron todo el tiempo fijos en Arturo.

Tomamos una comida sencilla alrededor del fuego, y escuchamos el canto de las alondras en el oscuro cielo sobre nuestras cabezas. La noche invadió el campamento y Arturo ordenó que se arrojara más leña al fuego y pidió una canción.

—Una canción, Myrddin —dijo—. Oigamos algo sobre el valor de hombres valientes…, en recuerdo de los amigos que enterraremos mañana.

El Emrys consintió y tomó su arpa para interpretar una elegía por los difuntos. Cantó «El Valiente de Inglaterra», que había interpretado por primera vez después de la victoria del Monte Baedun, y a la cual añadió el relato de las vidas de Cai, Gwalcmai, Gwalchavad y Llenlleawg en forma de canción. Si ha existido alguna vez un lamento más hermoso y sincero, yo no lo he escuchado.

Esa noche dormí a la entrada de la tienda del Pandragón sobre una piel de becerro roja: deseaba iniciar mis tareas antes de que nadie se despertara. Según esto, me levanté antes del amanecer y corrí al arroyo para beber y lavarme. Al pasar por el lado de la colina que daba al mar, vislumbré por casualidad una nave surgida de entre la bruma que flotaba sobre las aguas, y navegaba hacia la orilla.

Me detuve en seco. ¿Quién podría ser? Muy pocos de los que se habían quedado atrás en Caer Lial conocían la situación de la Tabla Redonda.

Observé con atención mientras el barco se acercaba más —sí, estaba claro que se dirigía al santuario— y luego di media vuelta y regresé al campamento. Como no deseaba molestar al Pandragón, corrí a la tienda del Emrys.

—Emrys —susurré por la abertura de la tienda.

Se despertó al momento y salió al exterior.

—¿Qué sucede, Aneirin?

—Se acerca un barco. Venid, os lo mostraré.

Juntos regresamos corriendo al lugar donde había visto la nave justo a tiempo de ver a seis más que surgían de la niebla. El primer barco estaba ya muy cerca de la orilla.

—Pertenece a la flota del Pandragón —dije al observar el rojo dragón pintado en sus velas.

—Temía esto —comentó el Emrys.

—¿Qué es lo que hacen?

—Han venido a la ceremonia funeraria.

Era cierto. Pensando sólo en honrar a sus compañeros muertos, los

cymbrogi y los ejércitos reunidos de Inglaterra se habían embarcado en los barcos del Pandragón para descubrir el lugar donde estaba el santuario. Y lo habían descubierto. El Emrys y yo observamos una nave tras otra penetrar en la bahía y a los guerreros vadear hasta la orilla.

Venían vestidos con sus atuendos de guerra, cada uno con el yelmo bien bruñido y el escudo recién pintado. Sus espadas estaban recién afiladas, y las puntas de sus lanzas relucían. Se reunieron todos en la playa y luego empezaron a avanzar en silencio colina arriba hacia nosotros.

—¿Qué vamos a hacer, Sabio Emrys?

—Nada —respondió—. No hay nada que hacer. Esos hombres han desafiado la cólera del Pandragón para venir aquí. No se les echará, ni debe hacerse.

—Pero el santuario…

—Bien —observó Myrddin Emrys—, la Tabla Redonda ya no será un secreto. Después de este día, el mundo conocerá su existencia. Es más fácil contener la marea con una de tus escobas, Aneirin, que intentar retirar una palabra una vez ha sido pronunciada.

Mientras aquellos hombres se reunían en la orilla, el Emrys me envió a buscar al Pandragón. Así lo hice y regresé con Arturo, Gwenhwyvar y Bedwyr para ver a diez mil guerreros. Todos los

cymbrogi, desde luego, y muchos otros habían venido a celebrar los ritos funerarios de sus jefes.

—Que el Señor les acompañe —dijo Arturo, contemplando la playa, poblada ahora de soldados dispuestos en filas y divisiones, y ataviados con relucientes trajes de batalla—. Su desobediencia es el mayor tributo del que podemos presumir. Que se reúnan con nosotros.

—Muy bien —respondió Bedwyr, y empezó a descender por el sendero de la colina en dirección a la orilla.

—¿Cómo habrán encontrado este lugar? —se preguntó Gwenhwyvar.

—Tegyr, supongo —dijo Myrddin, y recordé al intendente.

—O Barinthus —manifestó Arturo.

—¿Tu piloto? Jamás haría algo así —insistió la reina. Contempló las ordenadas filas de guerreros y sonrió—: Ojalá reciba yo tal homenaje cuando sea mi turno.

—Para mí —dijo el Pandragón—, prefiero un coro perpetuo establecido en una iglesia edificada sobre mi sepultura. Necesitaré de tales plegarias, creo.

Al escuchar estas palabras, el Emrys volvió la cabeza y observó al Supremo Monarca con atención.

—¿Te encuentras mal, Arturo?

—Estoy cansado esta mañana —admitió—. La batalla ha dejado su huella. Ya se me pasará.

—Deja que me ocupe de tu herida.

—Es un arañazo —repuso Arturo, dejando de lado la cuestión con un gesto—. No hay nada que ver.

Pero el Sabio Emrys no se dejó disuadir.

—Entonces también veré eso. Abre tu manto y acabemos de una vez.

El Pandragón vaciló, pero no hay hombre vivo que sea capaz de resistirse al Emrys durante mucho tiempo. Por fin Arturo se vio obligado a ceder y se echó hacia atrás la capa y se apartó el manto. La herida era, en realidad, nada más un largo e irregular arañazo, que rodeaba la base del cuello allí donde Medraut le había alcanzado con el cuchillo.

Pero el arañazo se había infectado y ahora era un inflamado verdugón rojo, visiblemente hinchado e, imagino, que muy doloroso. Los extremos de la herida estaban teñidos de un tono verdoso y una mezcla de agua con pus supuraba de diferentes lugares allí donde el movimiento había abierto de nuevo la cuchillada.

Gwenhwyvar lanzó una exclamación ahogada.

—No me extraña que gritaras cuando te toqué… Es una fea herida.

—Es lenta en cicatrizar —concedió Arturo, echándose de nuevo la capa sobre el hombro—. Pero he sufrido peores.

El Emrys sacudió la cabeza.

—Regresaremos al campamento y la vendaré como es debido.

—La ceremonia del entierro —dijo Arturo, al tiempo que levantaba la mano para indicar a los guerreros reunidos en la orilla—. No debemos hacer esperar a los

cymbrogi.

—Después de la ceremonia pues —repuso Myrddin categórico—. Ya la he tenido descuidada demasiado tiempo.

* * *

Se cavaron cuatro fosas en la ladera de la colina mirando al oeste. Se excavaron muy profundas y se entibaron con piedras blancas que los

cymbrogi recogieron en las colinas cercanas. Cuando las sepulturas estuvieron listas y todos les hubieron rendido homenaje en el santuario, los Nueve Patricios, conducidos por el Emrys, subieron a la colina y penetraron en la rotonda. Al poco rato, salieron con el cuerpo de Cai, al que trasladaron en andas hasta el lugar donde estaba la sepultura.

Pero los

cymbrogi los vieron y, precipitándose hacia ellos, se apretujaron unos contra otros y obligaron a la procesión a detenerse. Luego, formando una larga hilera doble, algo parecido a la línea de batalla, los compañeros del gran guerrero se pasaron las andas unos a los otros, de mano en mano, bajándolas desde el santuario a la sepultura. Lo mismo se hizo con los cuerpos de Gwalcmai, Gwalchavad y Llenlleawg, de modo que fueron transportados a sus sepulturas por sus compañeros y amigos y depositados con toda suavidad para descansar eternamente en la ladera de la colina.

Arturo y Gwenhwyvar permanecían al pie de las sepulturas y, a medida que se depositaba cada cuerpo en su interior, la reina les colocaba una pequeña cruz de piedra sobre el pecho. La cruz estaba tallada en brillante piedra negra sobre la que estaba inscrito el nombre del difunto y las fechas de nacimiento y defunción en latín. Al lado de cada cruz, Arturo colocaba una delicada copa de oro, con la que pudieran brindar a la salud de cada cual en el palacio del Supremo Monarca Celestial, dijo.

Cuando cada cuerpo quedó colocado, el Emrys elevó un canto de lamentación al que todos nos unimos hasta que las colinas y los valles que nos rodeaban resonaron con aquel canto fúnebre, que aumentaba y aumentaba de volumen hasta llegar a su punto final en que se interrumpía de golpe. Esto significaba el desarrollo a través de la vida y la repentina y violenta muerte de aquellos a los que lloraban.

Tras la elegía, el Emrys entonó el salmo y elevó la oración «Jesús, Hijo del Dios Vivo», para que recibiera las almas de aquellos valientes en su reino. Tras esto, cada uno de nosotros tomó varias piedras y las colocó sobre las tumbas, alzando sobre ellos el

gorsedd. Todo esto se realizó bajo la mirada de Arturo, y, cuando el último de los túmulos funerarios quedó terminado, el Pandragón se volvió a su Sabio Emrys y dijo:

—Emrys y Wledig, me gustaría volver a escuchar la plegaria que tan menudo habéis entonado.

Myrddin asintió, alzando las manos a la manera de los bardos de la antigüedad cuando declamaban ante sus reyes. Pero en lugar de un panegírico pronunció esta plegaria:

—¡Luz Omnipotente, Motor de todo lo que se mueve y de lo que está quieto, sed mi Viaje y mi Lejano Destino, sed mi Necesidad y mi Realización, sed mi Siembra y mi Cosecha, sed mi alegre Canto y mi desolado Silencio. Sed mi Espada y mi sólido Escudo, sed mi Faro en mi oscura Noche, sed mi eterna Fuerza y mi piadosa Debilidad. Sed mi Saludo y mi Oración de despedida, sed mi refulgente Visión y mi Ceguera. Sed mi Alegría y mi profunda Tristeza, sed mi triste Muerte y mi segura Resurrección!

—¡Que así sea! —gritamos todos. ¡Que así sea!

Ir a la siguiente página

Report Page