Arthur

Arthur


CAPÍTULO 23

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CAPÍTULO 23

 

 

 

Los dos primeros días de convivencia con Alison son complicados. A veces tengo la sensación de que lo que hace, ser una borde de tres pares de cojones, lo hace como método de protección. Como si hubiera trazado una línea que no quiere que yo cruce, o algo así.

Nunca me he visto en la tesitura de medir cada paso que doy, cada palabra que pronuncio.

Es frustrante tratar con una persona que igual te sonríe, como se echa a llorar, o te da un par de contestaciones que hacen que te apetezca mandarla a la mierda y que se quede allí para siempre.

En las últimas cuarenta y ocho horas, me he preguntado infinidad de veces qué huevos hago aguantando tanta tontería. Sólo tengo que mirar su tripita para dar con la respuesta.

¿Cómo puedo haber cambiado tanto en tan poco tiempo?

¿De verdad ser padre es tan radical?

«Por lo visto sí».

Luis, que es la única persona con la que me permito ser sincero, siempre me dice que tengo el cielo ganado por el simple hecho de haber tratado con tres de los James.

Luego, me anima asegurando que, si he sido capaz de sobrevivir, primero a Theodore, y luego a Adrien, también lo conseguiré con Alison.

«Mira la parte positiva, al menos las reconciliaciones con ella son más ardientes y placenteras», llegó a decirme con guasa. Tiene razón, lo malo es que ahora ya no mantenemos relaciones sexuales.

No porque no la desee, sería un hombre sin sangre en las venas si no lo hiciera; sino porque, aparte de que está haciendo reposo, sigo manteniéndome en mis trece de mantener las distancias.

Tarea que se complica a pasos agigantados al convivir con ella.

«Sí, joder, es una puta tortura…»

Sobre todo, cuando uno se levanta por las mañanas y la encuentra saliendo del baño con una toalla enrollada en el cuerpo y gotas de agua deslizándose por sus hombros y canalillo… O cuando se enfunda esas mallas ajustadas que le marcan el trasero y las estilizadas piernas… Cuando gime y se relame, al meterse una cucharada de helado de vainilla y nueces en la boca, y pone esa cara de placer… No, no es plato de buen gusto tener la polla como un garrote la mayor parte del día.

De hecho, empiezo a temer que un día de estos se me gangrene por la falta de riego, joder. Aun así, lo voy llevando. Lo consigo masturbándome en la ducha para aliviar la tensión de los testículos. Y sí, por supuesto, lo hago pensando en ella.

Aunque esos segundos de éxtasis no se asemejan, para nada, a lo que sentía cuando me enterraba en su cuerpo y me exprimía hasta dejarme seco.

Lo sé, soy consciente de que si estoy así es porque me da la gana y que la decisión de mantenerme alejado la he tomado yo solito, que podría ir a algún pub y follarme a cualquier mujer que estuviera dispuesta a pasar un buen rato en lugar de matarme a pajas.

El problema es que empiezo a creer que ya no me sirve cualquier otra. Sí, ese es el puto problema, y hasta que no tenga claro lo que quiero y lo que siento, seguiré dándome placer hasta que se me caiga la mano al suelo.

Punto.

Suspiro, cansado.

Llevo despierto media noche, joder.

Miro la hora en el teléfono móvil, son las ocho de la mañana y hoy no tengo que ir a trabajar porque es festivo. Lo que significa que estaré encerrado aquí en casa con ella todo el día. Y no es por nada, pero si se levanta en plan tocapelotas, no sé si seré capaz de soportarlo.

Más que nada porque, al llevar varias noches sin dormir y lidiando con sus cambios de humor, me noto irascible y con los nervios a punto de explotar. Me vendría de perlas tener un puñetero día de paz y tranquilidad. Algo de lo que no disfruto desde aquel día en el que me enteré de que iba a ser padre y todo cambió.

«Mierda de todo, joder».

Me levanto de la cama, abro la ventana y salgo de la habitación. Voy a la cocina, enciendo la cafetera y saco la tostadora de uno de los armarios. Hago zumo de naranja, tuesto pan y preparo la mesa del salón. Mientras el café se termina de hacer, hago la cama, recojo la habitación y preparo una colada. Estoy sirviéndome una taza de café cuando escucho sus pasos por el pasillo. Frotándose los ojos y somnolienta, entra en la cocina olfateando el aire.

—Dios, huele de maravilla, Arthur.

—Esperemos que sepa mejor. ¿Cómo te encuentras? —indago observando su rostro.

—Bien, he dormido como un lirón.

«Suerte la tuya…»

—¿Sigues sintiendo esa molestia en el vientre?

Lleva las manos a la barriga y la acaricia.

—Sí, pero es más leve, casi ni la noto.

—Eso es bueno.

—Sí.

—Anda, ve al salón, enseguida llevo el desayuno.

Me mira durante unos segundos, como si quisiera decirme algo y no se atreviera.

—¿Qué ocurre, Alison? —inquiero a la defensiva.

Traga saliva antes de hablar.

—He sido una grosera contigo. Una auténtica bruja y, en lugar de marcharte, sigues aquí, lidiando conmigo cada día. Preparándome el desayuno, la comida y la cena. Encargándote de todo y procurando que no me falte nada.

Cumpliendo la promesa de no invadir mi intimidad encerrándote en la habitación… ¿Por qué lo haces? ¿Por qué sigues aquí si no lo merezco?

—Porque soy el padre del bebé y es lo mínimo que puedo hacer.

—Sí, pero ambos sabemos que tú no quieres eso, quedó claro cuando lo hablamos en Clover House. No quieres ser padre y yo estoy tratando de ponerte las cosas fáciles para que te vayas y no tengas remordimientos. No quiero que sientas que estás obligado a nada Arthur, ¿entiendes?

—¿Me estás diciendo que eres así de borde y arpía por mí? ¿Para que me canse y me largue? ¿Es eso? ¿Crees que me haces un favor?

Asiente.

—Así es. Hace semanas que pasas todo el tiempo conmigo.

—Y piensas que lo hago por obligación…

—Sí.

Sonrío y me acerco a ella.

—Yo nunca hago nada por obligación, Alison, si estoy aquí contigo es porque quiero.

—Pero ¿por qué? —murmura con la mirada clavada en la mía

—Porque he cambiado de opinión y, a riesgo de que montes en cólera, quiero formar parte de la vida de mi hijo. Nuestro hijo.

Sus ojos se agrandan, sorprendidos. 

—¿Lo dices en serio? —pregunta incrédula.

—Totalmente.

—¿Cuándo…? ¿Cuándo…?

—¿Cuándo cambié de opinión? —hago la pregunta que a ella parece atascársele en la garganta. Asiente—. Fue cuando te quité el teléfono de las manos y hablé con la doctora Matthews. El miedo que sentí porque al bebé le pasara algo malo me abrió los ojos y lo supe, lo tuve claro. Fui un completo gilipollas por pensar y decir que no lo quería, también me di cuenta de eso—me encojo de hombros—.

Espero que no te moleste mi decisión.

—¿Molestarme? Para nada. Te dije que no te obligaría a hacer algo que no quisieras, Arthur, y lo decía en serio. Por eso llevo días comportándome fatal contigo. Pero si lo que realmente quieres es formar parte de la vida de nuestro hijo, entonces no hay más que decir.

—Gracias por no enfadarte.

—No podría hacerlo, aunque quisiera.

Rodea con sus brazos mi cintura, apoya la cabeza en mi pecho e inhala profundo.

—Ni se te ocurra ronronearme en el cuello—advierto con sorna.

Ríe sobre mi camiseta.

—Eres un buen tío, Arthur Preston.

Un cosquilleo me atiza las entrañas.

Alzo su barbilla con el dedo índice y me concentro en sus ojos.

—¿Lo soy?

—Sí.

—Pues hasta hace diez minutos yo creía que eras una maldita bruja y…

—¡Serás idiota! Has roto este precioso momento.

«Eso pretendía…»

—Vamos a desayunar, se enfría el café.

Llevo el resto de las cosas a la mesa del salón, donde me espera untando mantequilla y mermelada en una tostada, y me siento frente a ella.

—¿De verdad pensabas que era una bruja?

Suelto una carcajada.

—Joder, sí, estos días has sido muy borde conmigo, estaba a punto de un colapso nervioso.

—Exagerado.

—Te lo juro.

—Lo siento, pensé que lo hacía por tu bien.

—No pasa nada, no hablemos más de ello y disfrutemos del desayuno.

Y lo hacemos.

Durante más de dos horas, permanecemos allí sentados degustando una taza de café tras otra, mientras hablamos de la organización que Theodore nos ha encargado. Los dos estamos de acuerdo en que el salón de actos del museo es el sitio idóneo para tal menester y enseguida empezamos a trazar planes e ideas en una hoja de papel. Joder, estoy tan a gusto que el tiempo me pasa volando.

—Hace un día precioso, ¿verdad? —se levanta y se acerca a la ventana—. Es una pena que yo esté en reposo y no podamos salir a pasear.

—No, no podemos, pero ¿qué te parece si hacemos un picnic en el jardín de atrás, junto a la piscina? Podemos seguir organizando Acción de Gracias tumbados en la hierba, ¿qué me dices?

—Es una idea fantástica, Arthur.

—Pues no se hable más.

Mientras ella se cambia de ropa y se pone algo más abrigado, estamos en otoño y la temperatura es muy traicionera, yo me encargo de preparar lo necesario para nuestro improvisado picnic y dejarlo todo junto a la puerta de entrada. Después, voy a mi habitación y me pongo unos vaqueros, una camiseta y un jersey.

Por último, cojo el par de mantas que hay perfectamente dobladas en el respaldo del sillón, y le digo a Alison que enseguida vuelvo a buscarla.

Bajo a la zona comunitaria de la urbanización, a la piscina, y extiendo las mantas al sol, en un lugar apartado del resto de vecinos que parecen haber tenido la misma idea que yo y a los que voy saludando al pasar. Luego, el resto de las cosas.

Cuando lo tengo todo preparado, subo a buscarla. La encuentro sentada en el sofá, esperándome ansiosa.

—¿Lista?

—Sí.

Bajamos en el ascensor y, una vez en el vestíbulo, la cojo en brazos.

—¿Qué haces? Bájame.

—Ni hablar, no quiero que camines y te canses.

—Pero si sólo son unos pasos de nada Arthur, por Dios…

—Estás en reposo, Ali, y te voy a llevar así lo quieras o no.

Deja de protestar cuando ve mi mirada de advertencia.

La gente sonríe al vernos pasar y ella se ruboriza, muerta de vergüenza.

«Joder, es adorable…»

—Ahora entiendo por qué las mujeres están locas por ti, Preston—dice una vez que se ha puesto cómoda.

—Las mujeres no están locas por mí, sólo quieren sexo conmigo. En realidad, no me conocen—suelto sin más.

—¿Y de quién es la culpa? —coge una uva y se la lleva a la boca—. ¿Tuya o de ellas?

—Mía—admito.

—¿A qué tienes miedo?

—A nada. Simplemente no quiero que se hagan ilusiones con algo que nunca podrá ser.

—Eso lo dices porque no te permites encontrar a la mujer adecuada. Una mujer que te vuelva loco y ponga tu mundo del revés.

—Tú me vuelves loco y has puesto mi mundo del revés, ¿significa eso que eres la mujer de mi vida? —suelto sin pensar.

Ríe.

—Tú y yo sólo somos amigos. Amigos con derecho a roce.

—También vamos a ser padres…

—Cierto.

—¿Y qué pasaría si ese roce se convirtiera en algo más para uno de los dos?

Se pone seria de repente.

«¿A qué mierda viene esa pregunta, tío?»

—Eso no pasará nunca.

—Pareces muy segura de ello.

—Lo estoy. Yo no soy la mujer de tu vida, Arthur, nunca podría serlo—sus ojos se llenan de lágrimas.

«No, no podrías porque sigues enamorada de él…»

Ese pensamiento duele como el demonio.

Como si me hubieran dado una patada en los putos cojones.

Y sé el motivo.

Estoy perdidamente enamorado de Alison James.

Y por extraño que pueda parecer, tratándose de mí, no estoy acojonado.

Todo lo contrario.  

 

 

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