Armageddon

Armageddon


Capítulo XXXIX

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CAPÍTULO XXXIX

A Scott Davidson le dieron un nuevo juguete con que entretenerse.

A Rhin-Main llegó el primer «Boeing C-97», un transporte gigante para múltiples fines llamado el «Stratofreighter» (es decir, el Estratocargo). Con sus dos cubiertas, los cuatro poderosos motores «Pratt Whitney» podían darle una velocidad un cincuenta por ciento superior a la del «Douglas Skymaster», transportando veinticinco toneladas de carga útil.

La cola tenía un par de puertas herméticas y una grúa propia que podía correr a todo lo largo del aparato y cargar grandes piezas de maquinaria, camiones, cañones, y luego descargarlos sobre plataformas rodantes, en el suelo.

Era una nave magnífica destinada a servir al MATS como avión provisional hasta que se fabricasen otros todavía mayores y más rápidos. América sabía ahora que ya nunca volvería a encontrarse sin medios para los suministros por el aire.

La espaciosa cabina delantera de mando parecía un palacio de verano, en comparación a la de los reducidos espacios de los «Gooney Birds» y los «Skymasters». Scott probó el avión en compañía de los empleados de la «Boeing», seguro de que el amor que le inspiraba aquel inmenso pajarraco era un signo revelador de que iba entrando en la edad madura.

Aquello distaba mucho de los primeros tiempos del abastecimiento aéreo de Berlín, con unos «Gooney Birds» que transportaban ochenta toneladas diarias… Ahora, en cambio, los «Skymasters» trasladaban seis y siete mil toneladas. ¡Y, sin embargo, hacía menos de un año que había empezado la operación!

Con ocasión del vuelo a Berlín número doscientos, Hiram Stonebraker le entregó un juego de hojas de roble.

—Comandante —le dijo—, le hemos dado un empujón para arriba. —Le queremos en el Cuartel General como subjefe de Operaciones.

Scott sería el segundo piloto de todo el Airlift. Su primer trabajo consistiría en escribir un manual sobre las características y el empleo del «Stratofreighter» en la «Operación Vituallas».

Al terminar el invierno los empleados veteranos desempeñaban deberes nuevos. Llegaron nuevos aparatos y tripulaciones nuevas. La broma del Airlift, la ilusoria definición de «servicio temporal», tanto tiempo de boca en boca, quedaron explicadas por fin. Con la llegada de las nuevas tripulaciones de Great Walls, comenzó el relevo de los que estaban en Alemania.

Cuando Scott se trasladó al Cuartel General, Stan Kitchek se hallaba como perdido. Entonces le ascendieron a capitán, aceptó el «cambio permanente de situación», fue nombrado primer piloto y lo transfirieron a la base de Celle, que se había convertido en el modelo del Airlift, epítome de la precisión en los transportes aéreos.

El sargento primero Nick Papas recibió aviso de que los permisos acumulados sumaban ya un mes, y que ahora podía disfrutarlos todos a la vez. Nick telefoneó a Scott.

—¿Quieres decir adiós a un antiguo griego?

Un poco más tarde se encontraron en el bar del NCO Rocker «Club de Wiesbaden». Nick tenía las maletas preparadas y se disponía a partir.

—Entonces, ¿qué harás ahora?

—Ir a examinar los saldos bancarios de Chicago. Después ¿quién sabe? En setiembre habré cumplido veinte años de servicio. Quizá empiezo a ser ya un poco viejo para estas andanzas. Es posible que resuelva la cuestión al estilo auténticamente griego, pidiendo a mis parientes que me envíen una chica de mi vieja patria.

—¡Eh! Y de mí, ¿qué te parece?

—Yo nunca he dicho nada de ti y de Hilde. En estos veinte años he visto un montón de pilotos de caza. Muchos de ellos no llegan nunca a la mayoría de edad. Jamás imaginé que tú te dejases cortar las alas.

Scott rompió un huevo, lo echó en el jarro de cerveza negra y agitó el líquido.

—¿Sabes una cosa, Nick? Hoy me he mirado de cerca en el espejo. Tengo cuatro cabellos blancos. Cuando pienso en mi caso…, pienso en que soy el canalla más afortunado de este mundo. Resulta muy fácil descender de las nubes cuando uno ha encontrado una cosa mejor en el suelo.

—Me pesa el pensar que no podré defender tu causa. ¿Cuándo piensas casarte?

—Tengo muchísimo trabajo. Aguardamos a que uno de estos días nos quede un rato libre.

Nick miró el reloj y apuró la cerveza.

—Ha llegado la hora.

Scott le llevó en coche a Y-80, donde tenía pasaje en un «Skymasters» del MATS que partía para Estados Unidos.

En el último momento no encontraron palabras que reflejasen aquellos seis años de amistad íntima.

—Hasta la vista, comandante.

—Hasta la vista, Nick.

Scott aguardó hasta que el avión de Nick se hubo perdido en la distancia. Con Nick, una parte de su propia vida volaba lejos de allí.

Eran millares las muchachas que probaban a casarse con militares americanos. Muchas lo querían sólo como una manera de huir de su mundo, asolado por la guerra.

Los muchachos americanos que no estaban habituados a las relaciones francas y libres con una mujer europea querían una para ellos exclusivamente.

Se hizo necesario que las autoridades americanas implantasen barreras y rígidas cribas para evitar una oleada de parejas mal emparejadas.

Scott fue a ver al coronel Loveless y señora y habló sinceramente con ellos del pasado de Hilde. Clint actuó de padrino de la joven y se encargó de los documentos con su pericia característica. La influencia que tenía Clint con el general Stonebraker, el afecto que éste sentía por Scott y, por añadidura, el apellido de Falkenstein eran circunstancias que contribuirían a facilitar el camino. Aun así, se encontraban en un largo trance de mucho trabajo burocrático.

Clint visitó, a la autoridad máxima, el capellán jefe de la USAFE, le consideró un verdadero sacerdote y decidió exponerle la cuestión con toda franqueza.

El capellán se sintió reconfortado por aquel caso. Encontrar a una mujer que confesara haber sido prostituta resultaba tan raro como encontrar a un hombre que confesara haber sido nazi. Después de repetir la historia de María Magdalena, como la más apropiada, indiscutiblemente, para la ocasión, se entrevistó con Hilde y le aseguró que podía ponerse de acuerdo con el comandante Davidson para señalar la fecha.

Clint y Judy solían decir que nunca habían visto a dos personas más enamoradas, ni que cada una agradeciera más que existiera la otra, ni más dispuestas a una generosidad, ni más deslumbradas por su tardío descubrimiento.

El coronel Matt Beck y su lugarteniente, comandante Scott Davidson, estaban sentados delante de Hiram Stonebraker. El general les soltaba una reprimenda.

Los incidentes causados por los aviones rusos, que se lanzaban fingiendo atacar a los aviones de transporte, o volaban demasiado cerca de ellos, iban en aumento. De este modo habían sacado fuera del pasillo a un «Skymaster», sobre el cual se echaron luego los cazas «Yak», obligándole a aterrizar en un campo de aviación soviético. Matt Beck quería escoltas de cazas para los aviones de transporte.

El general dijo que no tenía bases para tal petición. El Servicio Secreto y él personalmente estimaban que los rusos estaban representando una última comedia, probando a provocar unos cuantos aterrizajes forzosos más, con el fin de salvar su reputación.

—¿Qué gente tenemos? ¿Niños bonitos sin reaños? ¡No quiero que ninguno más se deje asustar y se salga de los pasillos!

Cuando Scott y el coronel Beck estuvieron solos, resumieron la situación en una frase lacónica:

—Demasiadas tripulaciones nuevas.

La mayor parte de las que iniciaron al Airlift habían volado en aviones de bombardeo durante la guerra y estaban entrenadas a conservar la formación en presencia de la metralla y los cazas enemigos. Si bien los rusos molestaban a los aviadores veteranos, jamás conseguían hacerles desviar de su ruta.

Los dos hombres procedieron entonces a una revisión de pilotos veteranos, con objeto de incluir el mayor número posible de ellos en cada caravana y en cada escuadrilla.

Al día siguiente, Scott entró, inquieto, en la oficina del coronel Beck. En Y-80 había de levantarse una caravana compuesta por las escuadrillas XII y CCCXXXIII de Transporte de Tropas y resultaba que el sesenta y cinco por ciento de las tripulaciones las formaban aviadores novatos que no habían sufrido nunca una pasada de aviones enemigos. Nueve de tales tripulaciones hacían su primer viaje a Berlín. Precisamente, la actividad rusa llegaba a un nuevo punto culminante.

—Creo será mejor que me vaya a Y-80 —dijo Scott—, y les acompañe un par de viajes.

El coronel estuvo de acuerdo.

Mientras el comandante Scott Davidson les daba instrucciones, los componentes del grupo le miraban sintiendo un profundo alivio y con la admiración que se concede a un viejo aviador de su categoría.

—No es más que un juego con el que intentan acobardaros —les decía Scott. —Son como cachorros que ladran. No les deis a entender que lo notáis siquiera. Y ahora, aprovechemos el tiempo.

Faltaban veinte minutos para la hora de partida. Scott telefoneó a Hilde.

—Hoy haré un par de viajes a Berlín —le dijo. —Hemos de entrenar a esos hombres hasta que dominen sus nervios.

Hilde disimuló su desilusión como de costumbre. Le preocupaba mucho que Scott volase y sufría angustias horribles hasta que regresaba. Sabía, no obstante, que no podía decirlo…, ni ahora ni nunca.

—Me iré al hotel y te esperaré —contestó.

—Es posible que llegue tarde.

—Aguardaré… Scott…, yo me voy a mi cuarto a mirar el anillo veinte veces al día. ¿Traería mala suerte si me lo colgase del cuello con una cadenita? De este modo me lo podría poner en el seno y nadie vería si lo llevo.

—Gran idea. Y después yo podría meter la mano para sacarlo.

—¡Scott!

—Luego… podrás colgármelo en la nariz.

—Hablo en serio. ¡Tengo tantas ganas de tenerlo junto a mí!

—Sin duda. Pero quizá valga la pena que lo luzcas un poco antes de que se ponga verde. Si tengo tiempo, telefonearé a tu hermana.

Aufwiederhesen…, te amo…

—Yo también…

Scott notó un temblor en la voz de Hilde. De sentimiento nada más…

Scott iba en cabeza, guiándolos sobre los montes de Fulda. La caravana penetró en el pasillo meridional. Con la llegada de la primavera, el suelo se veía desde las alturas verde y lozano.

Los aviones fueron situándose a los intervalos señalados para las ciento diez millas que faltaban hasta Berlín. Durante veinte minutos tuvieron vía libre, todo marchaba bien. Pronto se hallarían bajo el control del radar de Tempelhof.

El copiloto, un simpático mozo pelirrojo salido de la escuela de aviación hacía pocos meses, manejaba los mandos mientras Scott se desperezaba. Scott volvió la cabeza, vio al ingeniero de vuelo, otro chico joven…, y notó la falta del humo del cigarro de Nick.

—«Big Easy Catorce» llamando a todos los aparatos. Tres «Yaks» arriba y enfrente.

Scott volvió a coger los mandos rápidamente. Su copiloto descubrió a los cazas descendiendo en su dirección. A unos quinientos pies encima de ellos, los rusos se remontaban y volvieron a esconderse entre las nubes.

—Hoy se divierten haciendo el payaso, nada más —dijo Scott por el aparato de intercomunicación. —Aquí «Big Easy Uno» llamando a todos los aviones, Conserven el intervalo. Aquí «Big Easy Uno» llamando a Rutas Aéreas de Tempelhof. ¿Estamos bajo su control de radar? Cambio.

—Aquí Rutas Aéreas de Tempelhof. Están entrando en el control de radar. Cuidado. Vuelan doce cazas no identificados alrededor de su grupo.

Scott frunció el ceño… Doce…

En la Fuerza Aérea roja, Omar Kum Dag era un bicho raro. Era uno de los pocos aviadores de Ashkabad, perteneciente a la distante República de Turkman. Sus camaradas le consideraban un temerario. Podía darse por seguro que Kum Dag se expondría a riesgos anormales. A su jefe de escuadrilla le inquietaba el hecho de que, por culpa del color amarillo de su piel y de las pullas constantes de los demás, aquel muchacho experimentase el impulso de matarse, o de demostrar sus habilidades.

A ninguno le gustó que designaran a Kum Dag para tomar parte en aquella misión. Al fin y al cabo sólo les ordenaban que se divirtiesen un poco, de un modo inofensivo, con los pájaros americanos.

—Miradle al canalla estúpido describiendo un círculo de triunfo —bufó Scott mientras el «Yak» de Omar Kum Dag subía y rodaba en espiral delante mismo de su aparato.

El copiloto estaba pálido y nervioso. Cuando el ruso descendió de nuevo a una proximidad peligrosa, Scott rechinó los dientes, deseando por primera vez disponer de un avión dotado de las armas y la velocidad necesarias para perseguirle. La broma era broma, pero sólo un loco se lanzaba de aquel modo sobre un aparato sin defensas.

El capitán ruso al mando de la escuadrilla amonestó enojadamente a Kum Dag cuando el caza de éste se lanzó hacia las nubes y giró para efectuar otra pasada. El capitán le ordenó dejarlo, pero Kum Dag no le oía. Le aislaban de los demás cazas el ruido, el movimiento, la manía de acercarse tanto y tanto que ya nunca nadie más dudase de su valor.

—Aquí Tempelhof llamando a «Big Easy Uno». Un caza se echa sobre su cola…

A Hilde se le caía el cabello sobre los ojos al corretear por la cocina con aquella especie de furor que solía surgir en ella cuando guisaba. Hilde hablaba consigo misma, reprendiéndose por no haber condimentado bien la sopa.

De pronto se detuvo un momento, secóse las manos, tentó la blusa y tocó el anillo que reposaba entre sus pechos. Aquel contacto la hizo feliz, y se puso a cantar… Esta noche le amaría, y le amaría, y le amaría.

El coronel Loveless cerró la puerta de la cocina detrás de sí.

—¿Qué diablos hace usted en casa, coronel? No son más que las tres.

El coronel estaba pálido como un muerto y empezó a temblar, al mismo tiempo que un sonido ininteligible salía de su garganta. A Hilde se le cayeron los platos de la mano.

—¡No! —gritó en un alarido.

—Oh, Dios mío… —gimió Clint. —Oh, Dios…

—¡Scott! ¡Scott!

El coronel cogió a la convulsionada muchacha y la sostuvo hasta que la pobre Hilde perdió los sentidos.

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