Armageddon

Armageddon


Capítulo XL

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CAPÍTULO XL

¡PRIMAVERA!

Ulrich Falkenstein había conducido a su pueblo a lo largo de todo el invierno. Ahora creía justo el aceptar invitaciones y recibir ovaciones dedicadas a su pueblo, en París, Londres, Nueva York y Washington.

En cuatro años exactamente desde que el último cañón ruso disparó por la Unter den Linden, se había producido la mayor paradoja del siglo. Berlín había cambiado por completo de significado a los ojos del mundo. En la resurrección de 1949, ocurrieron una serie de acontecimientos pasmosos que detuvieron la zapa comunista en el continente europeo.

La Europa Occidental, revitalizada ahora con la sangre del plan Marshall, se levantaba trabajosamente de sus ruinas, y la desesperación cedía el puesto a un dinámico resurgir nuevo. Volvía a oírse el trepidar de las tareas constructivas.

Al agarrarse la vida a ese nuevo asidero, las naciones occidentales declararon que se defenderían, unidas, de futuros atropellos de los soviets. Hija de la «Doctrina Truman», en la primavera de 1949, nació la NATO, la defensa común.

En la resurrección de 1949, se estaba constituyendo un nuevo Estado alemán, formado por las tres zonas occidentales. Se había redactado una constitución, y la humanidad confiaba que de ella saldría una Alemania nueva, diferente.

La Unión Soviética no había alcanzado sus fines. No había logrado impedir la formación de una Alemania orientada hacia el Oeste; no había conseguido expulsar al Oeste de Berlín. El Airlift derramaba dentro de Berlín seis y siete mil toneladas diarias de mercancías. El Oeste ya no se veía apremiado a negociar un acuerdo.

Los aviones trasladaron más generadores eléctricos. A medida que las reservas de carbón crecían, la capacidad de producción de fluido aumentaba. Transportaron asimismo materias primas, con lo cual empezó a mitigarse la falta de trabajo.

En la actualidad, el Airlift introducía en Berlín tanto tonelaje como entraba por los trenes y las carreteras antes del bloqueo.

Los artículos de consumo aparecieron poco a poco en los escaparates: ropas, jabón, mantas, libros, radios, zapatos, botes, cacerolas. Los marcos «B» fueron sustituidos por la misma moneda que circulaba en las zonas.

Los demonios que habían echado mano de la amenaza del hambre se encontraban ahora con que tal amenaza se volvía contra ellos. El contrabloqueo occidental hacía tambalear el Berlín y la Alemania soviéticos, creando un marasmo espantoso y cambiando las tornas. El tiempo, el aliado del cual la Unión Soviética se servía despiadadamente, se convertía ahora en un enemigo táctico…, ahora eran ellos los que querían concertar una paz.

Hiram Stonebraker ordenó a la Fuerza Aérea Combinada que organizase el asalto a todas las marcas de tonelaje registradas, mediante un plan bien estudiado. Como el tiempo se presentaba bueno, eligieron la medianoche del 16 de abril para dar comienzo a la jornada de veinticuatro horas. Woody Beaver aprovechó la ocasión para bautizarla con el nombre de «Desfile de Pascua».

A medianoche, salieron de Y-80 y de Fassberg los primeros grupos de aviones que se dirigían a Berlín. Y todas las demás bases estaban preparadas.

Martha Jane e Hiram desayunaban a las seis, como de costumbre. Mientras comía, Hiram telefoneó al Centro de Control. El jefe de personal estaba allí ya y contestó que durante la noche todo había funcionado según el esquema previsto.

Stonebraker sofocó su ansiedad. Sería un día largo, el plan era atrevido, y no enviaba a Berlín ni una condenada onza de queso.

—Ya sabes, Martha Jane —dijo en una rara manifestación de nostalgia—, ayer firmé la orden de que retiren el último «Gooney Birds» del Airlift. Continuamente estuve pensando en ello. Es un viejo aparato excelente. Quizá no tan complicado, ni mucho menos, como esos pájaros nuevos, pero conoce todas las tretas de la atmósfera. Cuando estábamos acorralados, de espaldas a la pared, y lo necesitábamos… el «Gooney Birds» vino en nuestro auxilio. Me han dicho que los retirarán todos, pero yo te apuesto a que dentro de diez años, en cualquier base aérea del mundo… encontrarás un «Gooney Bird».

Su esposa le dio unas palmaditas en la mano y le entregó un paquetito, diciendo:

—Ha llegado cuando ya estabas aquí. —Parecía uno más de los regalos que les enviaban los berlineses. Traía un billete sujeto.

—Esto es de Chip Hansen.

«Querido Crusty:

»Hemos convencido a este exfabricante berlinés de piezas pequeñas de armamento que reorientase su producción hacia cosas más útiles. La fábrica empezó ayer, en pequeña escala. Han querido que el Modelo 1.° de la Serie 1.º fuese para ti.

»Sinceramente tuyo,

»Chip»

La faz correosa de Stonebraker sonreía con ancha sonrisa al sacar un carrete de pescador de acero inmaculado.

—Míralo, Martha Jane. Hasta lo han construido adrede para un zurdo. —Hiram abrió el fardo, hizo rodar la manivela y jugueteó con el ajuste de la rastra.

—Quizá Chip Hansen intente decirnos con esto que nosotros también somos un par de «Gooney Birds» viejos. ¿Por qué no te pones a mirar las revistas y los catálogos de pesca que has enviado a buscar continuamente para luego esconderlos? Te he puesto unos cuantos en la cartera de mano.

Hiram refunfuñó y decidió llevarse el carrete a la oficina disimuladamente.

Al entrar en el 11 de Taunusstrasse, el general se fue directamente al Centro de Control. Casi todos se habían reunido allí; la intrigada ansiedad iba en aumento.

Ahora el Desfile de Pascua cruzaba a través de la luz del día, después de emerger de las tinieblas de la noche. El tiempo continuaba bueno. Los rusos no hostigaban y no se producía ninguna interrupción.

Durante la noche, los aviones habían aterrizado en Berlín a intervalos de un minuto. Faltando todavía diecisiete horas de la jornada, habían depositado ya en tierra cuatro mil toneladas.

Clinton Loveless se encontraba en su oficina, garabateando dibujos sobre la mesa. Era una ironía, pensaba, que las dos cartas hubieran tenido que llegar el mismo día. Una procedía de J. Kenneth Whitcomb, escrita en papel con el membrete en oro de Whitcomb Associates.

«Clint:

»Me pongo en juego inmediatamente. El trato de que hablamos antes de que usted partiese hacia esa gran misión patriótica que realiza continúa en pie.

»Le necesitamos, niño. Permítame decirle que hemos pasado revista a la labor realizada por usted, y nos enorgullecemos de que forme parte de nuestro equipo. Nosotros los americanos sabemos marcar tantos en cualquier liga.

»Clint, acabo de coger la pelota en un partido de los grandes. Estamos lanzando al mercado la primera botella de América que se entrega sin depósito ni devolución. Revolucionará la industria…».

La segunda carta venía en un papel más bien austero, de una compañía minera de Utah. La escribía el presidente, hijo del fundador. Explicaba que a la vuelta del siglo, su padre había abierto a mano la primera pertenencia.

Era una compañía buena, con buenos productores y buena reputación. Empleaba a trescientas personas. La carta declaraba que no sabían adaptarse a los métodos modernos. Al presidente le habían dicho que tiempo atrás Clinton Loveless ayudaba a las compañías pequeñas a salir a flote y les permitía sobrevivir sin ser devoradas por las grandes.

«¿Querrán ayudarnos?», preguntaba la carta.

Judy leyó las dos. Luego cogió la de Pudge Whitcomb, la partió en un centenar de pedazos y la echó a la lumbre, acompañándola de un comentario final:

—¡Vaya idiota!

Stonebraker asomó la cabeza dentro de la oficina de Clint.

—Buenos días, señor.

—¿Cómo no está en el Centro de Control con los demás compatriotas?

—Siéntese, general, y eche una mirada a esto —respondió Clint en tono soñador, extendiendo una colección de dibujos.

Clint acariciaba la idea de colocar previamente la carga en cajas redondeadas, según la forma del fuselaje del avión. Unas correas de transmisión levantarían las cajas hasta el aeroplano y luego las dejarían descender hacia el fondo del aparato sobre cojinetes de bolas. Con ello no se perdería ni una pulgada de espacio.

Stonebraker se daba cuenta de que Clint tenía una idea muy brillante para la época en que el transporte por aviones a reacción se desarrollase hasta su mayor capacidad.

—Hoy, cuando terminemos, traiga todo eso a mi oficina. Parece interesante.

«Hoy, cuando terminemos» quería decir a medianoche. Nadie saldría de Taunusstrasse hasta que se supiera la cifra final del «Desfile de Pascua».

El día seguía su curso. No se producían interrupciones en el ritmo de Airlift. El tonelaje alcanzó y dejó atrás las cinco mil…, seis…, siete…, ocho.

A las diez de aquella noche, Hiram Stonebraker concentraba su atención en un catálogo de artículos de pesca. Cuando vio a Woody Beaver que entraba y se ponía a balbucear, lo escondió en el cajón de la mesa.

—¡Hable de una vez, Beaver!

—Diez mil toneladas, general. ¡Cada sesenta y tres segundos aterriza un aparato!

—Bien, no eches los intestinos por la boca al dar un rugido. Todavía nos quedan dos horas.

Llamaron desde el Cuartel General inglés de Luneberg. El vicecomodoro del Aire, Rodman, estaba fuera de sí. Una llamada telefónica de Ulrich Falkenstein; otra de Chip Hansen. Finalmente, una llamada telefónica de la Casa Blanca.

En Taunusstrasse todo el mundo se amontonaba dentro del Centro de Control, mientras las líneas telefónicas directas de Gatow, Tegel y Tempelhof seguían elevando la cifra del tonelaje.

Hiram Stonebraker continuaba en su oficina, leyendo un artículo sobre las grandes esperanzas de que se registrase la llegada de un número nunca visto de albacoras a la altura de Catalina.

El reloj siguió andando hasta señalar las veinticuatro horas. Beaver fue el primero que llegó a la oficina del general.

—¡Doce mil novecientas toneladas!

Stonebraker profirió unos sonidos guturales de contento.

—Comunique al general Buff Morgan, nuestro primer comandante de la USAFE, la gran hazaña que ha llevado a cabo, y llame a los muchachos para que vengan a celebrarlo.

El general se levantó, anduvo unos pasos, hizo una mueca de dolor, abrió la boca… y tropezó.

—Beaver… —llamó con voz entrecortada—, una píldora del cajón superior…, agua…

Beaver acudió prestamente. El general permitió que le condujesen al sofá.

—Salga…, no deje entrar a nadie…, ni diga… nada…

Clint entró en la oficina del general antes de que Beaver pudiera oponerse.

—El general no quiere que…

—Salga, Beaver…, no deje entrar a nadie… Dese prisa, caramba. Esto lo he visto otras veces.

Y sacó a Beaver, casi empujándole hacia la puerta, cerró y cogió el teléfono.

—Deje eso.

—Esta vez no, general.

—Está usted de suerte —dijo el médico del Cuerpo de Aviación. —Esa bomba estaba a punto de estallar. La llamada de Loveless ha sido providencial.

—Le daré un puntapié en el trasero.

—De ningún modo. Le dará las gracias por haber tenido el buen sentido de hacer lo que hubiera debido hacer usted. Le ha salvado la vida, general.

—Bien…, dígale al muy granuja que entre.

—Todos hemos tenido una larga jornada. Mañana habrá tiempo de sobra.

—He dicho que le quiero aquí.

El médico sopesó las alternativas. Una negativa podía causarle una contrariedad más peligrosa que una corta visita de su lugarteniente.

Clint se acercó una silla a la cama.

—Hoy les hemos derrotado de verdad, general.

—¿Sabe por qué soy tan listo, Clint? Porque tengo la lucidez bastante como para poner bajo mi mando a personas como usted.

—Ahora sí creo que está enfermo de veras, general.

—Clint, todavía no hace un año que almorzamos juntos en Nueva York. Esta patria nuestra puede hacer todo lo que quiera. ¿Sabe por qué? Porque hay bastantes hombres como usted, con un sentido de los valores que les induce a socorrer a una pequeña compañía minera de Utah. Aquella hermosa mujercita que tiene usted me lo explicó y me dijo… cuán orgullosa estaba de ser la esposa de un americano.

—Por amor de Dios…, no siga.

—Doce mil novecientas toneladas… Ojalá Scott y los otros muchachos siguieran viviendo…, pero se fueron antes de terminar la operación, se fueron antes que nosotros…, como los viejos «Gooney Birds»… Y entretanto Buff Morgan andará por ahí recogiendo medallas que hemos conquistado los demás. Cuando esté usted en Utah… baje hasta Malibu, y podremos salir un rato a pescar.

Clint advirtió la significativa mirada del médico. El general también la vio.

—Tengo el deber de darle las gracias por haberme salvado la vida —dijo en tono fatigado. —Gracias.

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