Armageddon

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Capítulo XXXV

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CAPÍTULO XXXV

UNA criada acompañó a Gerd hasta el estudio de su tío Ulrich. A Gerd le sorprendió la austeridad con que vivía el alcalde de Berlín, aunque concordaba con la imagen política que de él se había hecho el pueblo.

Los idealistas como su tío eran necesarios para el período de transición que estaba atravesando Alemania, con el fin de tener contentas a las autoridades de ocupación. Gerd se decía que el pueblo alemán volvería los ojos, antes de mucho tiempo, hacia los hombres de empresa, como él mismo, que estaban reconstruyendo Alemania de sus mismas cenizas. Los Ulrich Falkenstein pasarían, y nadie vendría a sustituirlos.

—Hola, Gerd, ¿no quieres sentarte? —dijo Ernestine, entrando.

El muchacho se acomodó y encendió un cigarro americano.

—Mañana es la víspera de Navidad —dijo en tono seco. —Nos gustaría que fueseis a visitarnos.

—Comprendo.

—Ha sido una idea de papá, y yo estoy de acuerdo. Deberíamos intentar ser otra vez una familia unida.

—Lo siento —respondió su hermana. —Yo no volveré a vuestra casa hasta que Hilde sea bien recibida en ella.

—Erna, hemos de empezar de nuevo, como sea. Observarás un buen número de cambios en la actitud de nuestro padre.

Ernestine se había visto en secreto con su madre de vez en cuando y sabía que su padre estaba mal de salud. Durante tales entrevistas su madre se pasaba la mayor parte del tiempo repitiendo los lamentos de Bruno sobre la crueldad del hado. Sin embargo, éste era un buen momento. Ernestine había deseado siempre una reconciliación, y he ahí que ahora su padre daba el primer paso.

—Nuestros padres —dijo Gerd— deben acostumbrarse a una generación nueva que se rebela ante la clase de obediencia que nosotros tuvimos que observar. El tener a la señora Kirchner como alcalde de Berlín fue el preludio de cambios drásticos en la sociedad alemana.

Ernestine había hablado muchas veces con su tío de Hanna Kirchner y la generación nueva. Gerd, al igual que la mayoría de alemanes, abandonaba la hostilidad de la derrota, así como a sus amigos nazis, al ver que ya no podía sacarse de ellos provecho alguno. Su actitud, su arrogancia y sus ambiciones no habían cambiado, pero la única posibilidad que se le abría era la de los negocios. «Gerd es inteligente —pensaba Ernestine—, y los de su especie lograrán convencer al mundo, y especialmente a los americanos, de que ha surgido una Alemania “nueva”».

—¿Iréis? —preguntó otra vez Gerd.

—Debo discutirlo con tío Ulrich.

—Naturalmente. Espero que decidiréis que sí. Confío que tío Ulrich nos honrará con una visita —añadió precavidamente— y me gustará que conozcáis a mi novia.

Más tarde, en el estudio, donde habían pasado muchas horas juntos conversando, Ernestine habló a su tío de la visita de Gerd.

—No es nada propio del temperamento de mi padre el perdonar u olvidar a una persona que él crea que él ha ofendido —dijo Ernestine.

Ulrich movió la cabeza en señal de conformidad.

—Desde que le enviaron a usted al campo de concentración hasta que volvió a Berlín, estuvo prohibido pronunciar su nombre, lo mismo que el de tío Wolfgang.

—El tiempo nos ablanda a todos —respondió tío Ulrich. —Nos despoja de la fuerza de voluntad que se necesita para sostener una rencilla larga.

—Pero ¿cree usted de veras que esto le ha salido del corazón?

—Creo —dijo Ulrich— que el círculo se está cerrando.

—No sea místico, tío.

—Pues hemos de serlo. Los hombres como Bruno abundan mucho, en nuestro pueblo. Están seguros de que su vida la guía un hado misterioso, y no ellos mismos. El «hado» inevitable resulta una excusa automática para el fracaso. Un hombre como tu padre, que se ve a sí mismo como una víctima del destino, suele ser supersticioso y tener una mente poco clara. Bruno no puede confesarse a sí mismo que su vida ha sido una mentira. Se ha envuelto con el «destino» para ahorrarse la culpa y la vergüenza a la vez de la era nazi. Mas… todo hombre y toda mujer de nuestra generación que hayan vivido en la Alemania nazi tienen que buscar, al final, el perdón de Dios.

—Una vez recibí una carta de un muchacho de las SS —dijo Erna. —Era la última que escribía desde Stalingrado. Me decía entonces que iba a enfrentarse con su Hacedor, tenía mucho miedo por causa de cómo había obrado.

—Sí. Y lo mismo le pasa a Bruno. Lo mismo les pasará a sesenta millones de alemanes. Llegarán al punto aquel de su camino en que uno ya no puede esquivar los interrogantes.

—Pero ¿qué pretende papá de nosotros?

—Un camino de redención, una prueba de su inocencia. Algunos alemanes se erguirán delante del trono del Señor y dirán: «Mira, Dios, yo tenía un amigo judío, y no me gustó lo que le hicieron». Bruno Falkenstein está elaborando su defensa. Él dirá: «Dios, mi hermano estuvo en un campo de concentración y ha vuelto al seno de la familia. Mi hija abandonó el techo paterno, pero yo soy tan grande y generoso que la he perdonado. ¿No merezco el cielo?».

—¿Qué deberíamos hacer, tío?

—Es tu padre…, un hermano mío…, nuestra carga, nuestra cruz.

Bruno avanzó hacia su hija, la cogió de la mano y le dio unas palmaditas en ella.

—Has sido muy buena viniendo, Erna —le dijo, con la voz ahogada por la emoción.

Froeliche Weinachten Vater[23] —murmuró la joven.

Herta salió corriendo de la habitación para que no la vieran llorar.

—Siéntate, siéntate —dijo el padre.

Su viejo traje de etiqueta estaba raído, pero todavía conservaba un vestigio de distinción, aunque se le caía por todas partes. Incluso a la luz de la vela, Ernestine se impresionó al ver cuánto había envejecido su padre, cuya figura le hizo comprender de pronto que uno de sus progenitores se estaba marchando de este mundo.

Vivían en las mismas habitaciones, pero en las suyas había buena temperatura mientras en las demás del edificio hacía un frío glacial. Los candelabros eran de plata. Las ventanas no estaban cubiertas de láminas de hojalata y planchas de madera, sino por gruesas cortinas. El cuarto que antes ocupaban Hilde, y Erna era un pequeño alarde de lujo, con un sofá de cuero y una mesa escritorio para Gerd.

Mientras hablaban de cosas intrascendentes, Ernestine se dio cuenta de que la edad y las dolencias habían limado la cólera de su padre.

—Me dijeron que usted, padre, no estaba bien.

—Es el desgaste de la vida. El hado nos asestó golpes crueles.

—Gerd me dijo que ya no es preciso que usted trabaje. ¿Cómo pasa los días?

—Estoy envejeciendo. Me pongo en paz con Dios. —Bruno se frotó el dorso de la mano nerviosamente…, —tartamudeó. ¿Cómo va la salud de Hilde?

—Hilde es feliz. Vive en Wiesbaden, trabaja en casa de una familia americana.

—Los americanos no son demasiado malos. Han compensado buena parte de la destrucción que causaron en Berlín con sus bombas.

Gerd llegó con su novia, Renate Hessler. La muchacha sólo tenía diecinueve años, y Herta aseguró a su hija que era de una «buena» familia alemana.

Renate tenía la cara como de cera y se movía con los gestos forzados de una maniquí. Gerd la engalanaba pródigamente, hasta un extremo que desmentía las penalidades que se pasaban fuera de aquella vivienda. Renate tenía un conversación superficial, y casi no sabía hablar más que de vestidos.

Ernestine la veía como a un elemento decorativo, para que Gerd pudiera exhibirla en público. La educarían a la manera alemana, como una sirvienta de su marido. Los lujos que Gerd podría ofrecerle serían rescate suficiente para estar seguro de que se le permitiría tener innumerables queridas.

Después de un intercambio de variedades, Erna se sintió tentada de preguntar a Gerd si Renate pertenecía a la nueva Alemania o a la vieja.

—¿Vendrá Ulrich? —preguntó el padre por tercera vez.

—Sí, pero la Navidad es una época mala para el alcalde de Berlín. Tiene que visitar demasiados orfanatos y hospitales.

—Sí, sí, comprendo.

Como regalo de Navidad de los americanos, en el barrio de Steglitz conectaban la electricidad una hora antes. Herta se fue al hornillo a preparar la comida.

Por fin el coche del alcalde se detuvo delante del edificio. Un número de transeúntes se detuvo y le rodeó. Resistían el frío de la nieve para poder estrechar la mano de Ulrich Falkenstein…, su nuevo «padre».

Erna contemplaba el cuadro desde la ventana, miraba a Gerd y a su madre y a Renate, y se preguntaba si existía algo que hubiese cambiado lo más mínimo.

Cuando Ulrich, desapareció en el interior del edificio, Erna observó un aumento en la excitación de su padre. Bruno se puso en pie, se arregló el traje, echó los hombros para atrás, irguióse…, era una sombra de la vieja ostentación.

Gerd saludó a su tío en la puerta, con una reverencia como se le debía, y luego dos hermanos se encontraron cara a cara. Ulrich abrió los brazos, Bruno dio unos pasos adelante, y se abrazaron.

Froeliche Weinachten, Bruno.

Por primera vez en su recuerdo, Erna vio llorar a su padre.

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