Armageddon

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Capítulo XXXVI

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CAPÍTULO XXXVI

HILDEGAARD pensó que los americanos cometían una crueldad al sacar al coronel Loveless fuera de su casa el día de Nochebuena. Clint llegó por la tarde y dijo a la familia que tenía que irse a la base de Erding. Se había producido un atascamiento en los talleres de montaje de piezas pequeñas.

Hilde aceleró la preparación del ganso. Lo comieron de mala gana. Luego abrieron los regalos alrededor del árbol con aire confuso y desdichado. Clint se marchó tan pronto como el coche militar llegó a buscarle.

El día de Navidad telefoneó desde Erding. Judy lloraba, Lynn lloraba porque papá estaba solo. Los niños e Hilde pidieron encarecidamente a mamá que se fuese a Erding, al lado de Clint. Clint estaba triste, pero protestó ante la idea… débilmente.

Cuando todos le hubieron asegurado repetidamente que querían que hiciese el viaje, Judy preparó las maletas en unos minutos. Entretanto, Clint iba en coche a Munich a buscar una habitación del hotel.

Cuando Hilde y los niños hubieron despedido a Judy en la estación del ferrocarril, la Navidad volvió a ser buena para todos.

La carta de Erna llegó al día siguiente. Cuando los niños estuvieron acostados, Hilde atizó el fuego y la leyó por tercera vez.

Erna era una santa. Hilde sabía que ella no habría ido a ver a su padre, antes de que él la hubiera visitado a ella. Sin embargo, no le odiaba tan intensamente como en otro tiempo creía. En aquellos días, la piedad y una visión más madura mitigaban el odio. Además, el tiempo curaba muchas heridas. Quizá también curase ésta. Quizá Hilde volviese a ver a su familia.

Hilde escribió a Ernestine que la necia aventura con el aviador había terminado. Como era la primera vez que entregaba su corazón, le resultaba bastante penoso. Se reafirmaba en su idea de que el amor sólo podía traer pesares.

Más abajo expresaba el deseo de volver a Berlín. Quería estudiar y, con el tiempo, poder llevar el peso que le correspondía. Pero principalmente quería estar con Erna y ayudarla a cuidar a tío Ulrich.

Llegó una llamada telefónica de Munich. El coronel Loveless había conseguido una habitación en el Bayerischer Hof. Hilde oyó la risita de mistress Loveless junto al teléfono y entendió que susurraba:

—Clint, basta ya. —Lo pasaban estupendamente. Mistress Loveless dijo que el coronel tendría que permanecer en Erding hasta después de Año Nuevo.

Hilde le aseguró que en su casa todo estaría en orden e insistió en que se quedase con su marido. Entonces el coronel Loveless cogió el teléfono y le dijo:

—Hilde, la amo. —Terminada la conferencia, Hilde reanudó la redacción de la carta a Erna.

Sonó el timbre de la puerta. Scott Davidson apareció en el umbral, resistiendo el frío. Salvo en algunos raros momentos, Hilde había aprendido a dominarse perfectamente. Gracias a ello pudo volverse, dejando la puerta abierta. Scott entró, andando pausadamente con el sombrero en la mano.

—Hola.

Hilde le volvió la espalda para reunir fuerzas.

—¿Sabe una cosa? Por Navidad jamás me había sentido tan solo. Esta vez sí; me siento terriblemente solo.

—Los niños le han recordado mucho.

—¿Y usted?

—No puedo decir que haya sido feliz.

—Yo tampoco. No lo soy.

—Scott, le pedí que no me viera. Si insiste, me marcharé de aquí. Con ello la vida me resultará mucho más difícil.

—Yo tengo una idea mejor. ¿Por qué no nos casamos? —Scott se le acercó por detrás, pausadamente. —Te amo, Hilde.

Hilde miraba el fuego con unos ojos humedecidos. Scott se sentó en el cojín grande.

—Nos portamos como una pareja que estuviera delante de un pelotón de ejecución —dijo.

—En otro tiempo creí que casándome con un americano resolvería todos mis problemas. Quería un mundo que no existía. Después…, viví demasiado en otra clase de mundo. En algún punto, entre los dos extremos habrá un puesto en la vida, para mí…, allá en Berlín. En cuanto a lo nuestro, Scott… no marcharía bien.

—Hilde. Soy yo. En muchísimas cosas no cambiaré nunca, ni podría prometer que vaya a cambiar. Pero sé que usted es la única mujer a quien he querido de verdad en mi vida, y sé de sobra que haré todo lo necesario para que marche bien.

En los labios de Hilde apareció una sonrisa que subía del corazón. Le creía.

—Ambos habremos de aprender a ceder —dijo él. —Sé que usted cuidará de mí, Hilde…, hasta ahora jamás creí que nadie pudiera hacerlo. Y lo que quiero por encima de todo es cuidar yo de usted.

—No todo termina aquí, Scott; hay otras muchas cosas.

—No, no las hay. No hay otra cosa sino que hemos sido unos tontos de remate.

—No me comprende. Después de la guerra, el sobrevivir se pagó a muchos precios. Yo fui vana e irreflexiva…

—No me importa un comino lo que ocurriese en Berlín.

Hilde halló la fuerza necesaria para mirarle. Las sombras del fuego oscilaban sobre su cara.

—Yo no me acosté con usted porque lo único que usted podía ofrecerme era su respeto… Scott, yo fui una prostituta.

—Sé todo lo de Hilde Diehl y el cabaret de París.

Hilde escondió la cara entre las manos y lloró en silencio.

—¡Oh, Dios mío!… ¿Por qué ha vuelto?

Hilde notó la proximidad de Scott y el amor que la saturaba, y permitió que la abrazase y la consolase.

—He vuelto porque habría sido un loco condenado si hubiese permitido que te apartases de mí.

—¿Tenemos realmente alguna posibilidad?

—Cada uno de nosotros conoce lo peor de sí mismo y del otro y lo hemos mirado frente a frente. Yo creo que un par de personas como nosotros tienen las mejores posibilidades del mundo.

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