Aria

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Las pupilas enfocaron poco a poco la nitidez de un ambiente desconocido, envuelto en una luz muy intensa proveniente de una lamparilla de techo, justo sobre la cabeza. Intenté mover un brazo. No pude. El otro. Tampoco. El cerebro dio orden de mover las piernas, pero también se hallaban impedidas.

Estaba atada. Atada de pies y manos. Me habían sentado en una silla y después la habían volcado en el suelo, de tal forma que el respaldo yacía pegado al piso, y mi cara, de frente, al servicio de mis opresores.

—¿Tienes hambre? —Yvonne apareció obstaculizando con la cabeza la insufrible luz que me cegaba los ojos—. Toma una uva. Las he traído del pueblo de al lado. Están deliciosas.

Me metió el fruto en la boca. Sostuve la uva sobre la lengua. La expulsé dejándola caer por la mejilla izquierda.

—No…, no… Tienes que comer algo… Hazlo por tu hijo…

—¡Que te jodan!

—¡Eh…!, intento ser amable contigo, Maddie. —El moño con horquillas en que recogía sus rubios rizos proporcionaba una hermosa largura al cuello: la hermosa longitud de la cobra—. ¿Acaso no he sido amable contigo en todo este tiempo? ¿Quién te ha transformado en la mujer que eres? Antes…, con esas gafotas de infarto y ese pelo de estropajo… Gracias a mí supiste aprovechar todas tus armas de mujer como Amanda, y ahora como Valentina. La verdad, me gustaba más el tinte rubio que te echaste para Amanda, el color tan oscuro que tienes ahora no te favorece. Con un cabello tan negro te hace el rostro más pálido…

—¿Dónde estoy…?

—En la misma asquerosa cabaña que te alquilaste para investigar e investigar…, hasta que la fastidiaste. —Yvonne sujetaba su racimo de uvas moradas, sentada a mi izquierda y con la pata de su silla rozándome la sien—. Cuando te hiciste llamar Amanda me comentaste algo de una casa de campo a la que ibas… Pero nunca me imaginé que fuera esta pocilga… ¿No te daban miedo las ratas o las cucarachas de por aquí? Se me ponen los pelos como escarpias solo de pensarlo… Y con esta oscuridad, en la noche… Aún quedan dos horas para que amanezca… Menos mal que Brandon acaba de encontrar un motor electrógeno en el granero de al lado. Así con la luz se ahuyenta a los bichos y podemos vernos mejor las caras…

—Suéltame…

—Todavía no me has devuelto el favor…

—¿El favor…?

Herta sacó un paquete Winston del interior de su chaquetón colgado en el respaldo de la silla. Se encendió un cigarrillo que aspiró con suma delicadeza.

—Sí, cariño. El favor de convertirte en la mujer más maravillosa del Golden para así acercarte a tu alter ego. Y creo que merezco algo a cambio… Confesiones de interés nacional, por ejemplo. He sido tu mejor amiga durante este tiempo. Lorena, la mejor amiga de Amanda. E Yvonne, la mejor amiga de Valentina. Lorena o Yvonne, Yvonne o Lorena. ¿Qué nombre te gusta más?

—¿Qué tal Herta Grubitz…?

—No. Es un nombre horrible, ¿no te parece?

—Fuisteis vosotros…

—¿El qué, cielo?

—La CIA os encargó matarnos en la carretera 77.

A mis palabras, Yvonne se levantó de la silla. Desde mi declive sobre el suelo podía percibirse afuera el traqueteo del motor electrógeno, pegado a una de las ventanas del salón. Herta echó una calada al cigarro. Su boca expulsó una sugerente neblina de humo que se le mantuvo concentrada un par de segundos frente a los ojos.

—¿Quién planeó nuestro asesinato? —insistí—. ¿Vuestro director?

—No exactamente. Aunque la dirección de la agencia nos dio el visto bueno nada más comentárselo, nos reservamos la libertad de proyectar el día y la hora de vuestra «caída libre». Pero la fortuna os sonrió, qué le vamos a hacer. Y deja ya de llamar a mi marido por su nombre en clave. ¿No te parece precioso su verdadero nombre? Brandon Townsend… Creo que me enamoré antes de su nombre que de él.

A mi alrededor intenté vislumbrar la presencia de Taylor, pero no conseguí ni tan siquiera sentirla. Herta se acercó a la mesa central y dejó allí el racimo de uvas. De una bolsa sacó una botella de agua mineral. Volvió a su asiento con la botella sobre su regazo. La cegadora luz de la lamparilla colgada del techo me limitaba por completo el campo de visión. Únicamente la presencia de la rubia espía me acercaba a una realidad palpable, convidándome a no confundir el haz de luz sobre los ojos con el túnel celestial más allá de la muerte.

—El día que Brandon decidió seguiros por esa carretera pasé un miedo espantoso —continuó Herta fingiéndose una mujer desvalida—. No hacía más que imaginar el coche de mi marido cayendo también al vacío, detrás de vosotros, y por esa pendiente —repuso con tono quejoso—. En cuanto llegó a casa sano y salvo, me lancé a abrazarle. La idea de perder algún día a Brandon me encrespa los nervios. No quiero pensar cómo habrás de sentirte tú ahora con la trágica pérdida de Collins. Al menos tienes a su bastardo en el vientre. Algo es algo…

Le mostré toda mi indiferencia, al contrario de la furia que ella deseaba provocarme con sus palabras.

—¿Cómo te adentraste en el Majestic…? —repuse con la tranquilidad cubriéndome el rostro, única parte de mi cuerpo capaz de disfrazar una tensión muscular al límite, bajo el nudo de las cuerdas que me ataban a la silla.

Herta dejó pasar unos segundos de indecisión. Si iban a acabar conmigo…, ¿qué importaba confesarle a la desgraciada de Madison Greenwood la misión de la CIA contra ella a tan solo una hora de su muerte?

Ella arrancó con un tono natural, casi agradable al oído:

—Me convertí en tu mayor aliada en el Majestic por gentileza del Patrick Cromwell, jefe de Operaciones Especiales en el Golfo Pérsico. Pocos saben de su parentesco con el que fue uno de los hombres más poderosos del mundo. Cromwell es el único sobrino del malogrado presidente Murray. En febrero de 2014 y ya nombrado presidente, John W. Kent me invitó a realizar junto a él una visita secreta a Bagdad. Allí conocí a Cromwell. Nos caímos bien. En el desierto iraquí me resultó fácil convidarle a la charla, rodeado como estaba por tanta testosterona

—¿Conociste a Cameron por mediación de Cromwell? —proseguí en mi indagación.

—¿Qué más te da saber eso? Ahora eres una mosca en mi puño. Conocer más del asunto que te ha convertido en un asqueroso insecto solo te llevará a estar furiosa contigo misma y con tu estúpida ingenuidad.

—Quiero saberlo…

—Está bien… —Tiró su cigarrillo consumado encima de uno de mis mechones esparcidos junto a la pata de su silla. Aplastó con su tacón el cigarrillo sobre mis cabellos. El olor a pelo quemado no se hizo esperar—. En las semanas posteriores al accidente del Air Force One descubrí movimientos en falso de Cromwell: viajes secretos desde Dubái hasta Washington de apenas tres días, utilización ilegal de la red militar interna de Internet desde Yemen con el fin de recabar datos acerca del personal de seguridad de Kent, cosas así. El jefecito se estaba metiendo en cosas muy serias, pero la inteligencia de Brandon evitó la amonestación de Cromwell desde la Central. Lo más acertado era continuar expiando a Cromwell desde la retaguardia. Conocer sus planes ocultos al margen de la agencia. Seguiríamos a la rata por el laberinto hasta cazarla en su salida. En cuanto nos metimos de lleno en la investigación, supimos de su secreta relación con Cameron Collins, casualmente pocos días después de la muerte de su tío Murray. Pasada una semana y en horas de madrugada asistimos por fin a las idas y venidas de Cromwell por el Majestic Warrior. Y fue cuando Brandon y yo convenimos en acercarnos a él lo máximo posible. Volví a entrar en la vida de Cromwell recordándole nuestra amistad en Bagdad. En una íntima conversación llegué a confesarle a Cromwell una total aversión hacia el nuevo presidente; el idiota no tenía ni idea de mi fidelidad a Kent. He de decirte que nadie de la agencia conoce la gran estima que Brandon y yo le profesamos a John desde hace años. «Sois como mis hijos», nos dijo una vez… Es un hombre encantador.

—Los Skull & Bones crearon vuestro vínculo generacional…

—¿De dónde sacaste la foto del curso de mil novecientos ochenta y uno?

—La compré en un mercado chino, a cuatro dólares con noventa y cinco —le soltó mi ironía—. Me pareció una ganga.

Herta me lanzó una de sus penetrantes miradas a la boca. Estaba segura de que volvería a pegarme. No lo hizo. Giró el cuello hacia la puerta de entrada a la cabaña. Cerrada. Era probable que la esposa esperara el regreso del marido.

—Así que te follaste a Cromwell para ganarte su confianza —pronuncié en una máxima provocación para que me rompiera los dientes.

Mi opresora quedó impávida. Luego, inclinó y blandió una voz baja, casi imperceptible:

—A diferencia de ti, una mujer de la CIA no utiliza el coño como arma de persuasión.

—Oh, gracias. Me quitas de encima una gran duda… —le sonreí tan incisiva como fui capaz—. Entonces, Cromwell te incluiría en su equipo al confesarte enemiga de tu querido presidente…

—Fue una estrategia que me ayudaría a adentrarme en los planes ocultos del jefe del área del Golfo Pérsico. Una semana más tarde, el idiota de Cromwell me llamó al móvil. Siete días bastaron para que Cromwell me confesara su alianza secreta con el gerente del Majestic. Quería tenerme como fiel aliada en su misión con Collins. Pero me apartó de los detalles, además de engañarme. Por alguna razón, Collins y Cromwell habían decidido llevar en máximo secreto la identidad de a quién le robarías finalmente la información, aun habiéndose ganado ellos mi confianza como agente cómplice… Me contaron una jodida patraña. Su plan rondaba la idea de captar un nuevo grupo de prostitutas dentro del Golden a beneficio de la CIA. Mujeres espías alrededor de los altos dirigentes hospedados en el hotel con capacidad para sonsacarles información relevante entre copa y copa. La próxima en reclutar, una tal Madison Greenwood, de Oklahoma… Me hicieron creer en tu pasado como prostituta, me involucraron en una falsa misión encubierta: te enseñaría a cautivar a Paul H. Lambert, secretario de Defensa, uno de los clientes de honor del Golden. La supuesta misión consistía en robarle a Lambert unos papeles del Pentágono donde se evidenciaban sobornos a altos mandatarios por la retirada de nuestras tropas de Afganistán. Eso es lo que me aseguró Cromwell, y también tú. Pero cuando me quise dar cuenta ya le habíais robado la llave al presidente Kent. Nunca pensé que Collins te convertiría en su cebo esa noche. Pero tampoco imaginé que el presidente, en aquella madrugada, iba a ocultarnos, a mi marido y a mí, sus dos altos cargos de seguridad en la agencia, su escapadita al Majestic. Su chófer fue el único testigo. Ir de putas no es que le dé demasiado prestigio a la figura de un presidente, y menos delante de sus principales agentes de seguridad en la CIA. Pero hasta el hombre más poderoso del mundo tiene sus debilidades con putitas como tú.

—Es probable que Cameron también me engañase… y en la misma noche del robo me descubriera que el objetivo no iba a ser el secretario de Defensa, sino el presidente Kent.

—Eso es una estupidez. Collins tenía una confianza ciega en ti; te amaba. Sé leérselo en los hombres, en los ojos. Jamás te hubiera engañado si no fuera para verte respirar un día más. Además, tú nunca me lo desmentiste. «Iremos a por ese secretario. Esos papeles del Pentágono ya huelen a mis manos», me dijiste una vez. —Herta cruzó las piernas y se encendió un nuevo cigarrillo—. Con tu papel de Amanda estabas lanzada a convertirte en la mujer que ellos esperaban sacar de ti. Elegiste tu nombre en clave. Yo te elegí la forma de hablar, la formar de andar, los vestidos, el maquillaje… Collins, Cromwell y tú, los tres unidos en secreto para destruir la clave Ishtar y al gobierno de John W. Kent, a espaldas de mí y del resto de la agencia. Mi gran fallo: haber creído todo ese pasado de prostituta que te atribuyeron en cuanto te conocí. Que si venías de California, que si habías llegado a Washington con una mano delante y la otra detrás… Perdimos bastante tiempo buscando tu supuesto rastro por Los Ángeles… Todo mentira. —Herta se levantó incómoda de la silla—. En cuanto me dijeron que sobrevivisteis los dos a la misión encomendada a Brandon, no pude creerlo. Después, el personal médico amigado a Cromwell sería explícito en todo ese asunto relacionado con tu maldita amnesia. Nada de presionarte, de amenazarte o torturarte. Debíamos dejarte tranquila durante un buen tiempo; que tu mente prosiguiera con su curso natural de recuperación, hasta que vieras la luz por fin; la luz que nos llevara hasta la llave de Kent.

Tomó aire. Chasqueó la lengua. Su mente insistía en revolver el tiempo pasado en el Majestic, y sus labios encarnados volvieron a despegarse:

—Al menos evité que le entregaras a Collins la llave de Kent. El día anterior al robo intuí vuestro plan secreto a mis espaldas. No iba a convertirme en la «agente apartada» de Cromwell. Saqué el único as que tenía en mi manga. Me bastó decirte que el FBI andaba falto de pruebas para arrestar a Collins en un pasado aún por ajusticiarle. Te hice creer que el intachable gerente del Majestic se involucraba en la desaparición de casi una decena de mujeres utilizadas para su espionaje a altos mandatarios; que la lista de enamoradas asesinadas, convertidas en putas, era tan cuantiosa a sus espaldas como estúpida la idea de todas ellas de encandilar al guapo director. Por aquel entonces mi personaje de Lorena era tu mejor amiga, la única amiga de Amanda en el Majestic. Te aporté fotografías de la última y verdadera novia de Collins, Kate Mansfield, con la que había estado a punto de casarse. Tan ingenua…, creerías que con ella se cerraba mi falsa lista de seis desaparecidas, mujeres captadas para el plan de espionaje en el Majestic… Creíste que Cameron Collins llegó a provocar el accidente de su yate la noche del 17 de agosto de 2008 para después deshacerse de Kate, hundiendo su cuerpo en la bahía Delaware. Por supuesto, encontraste en tu ordenador evidencias del accidente. Me aseguré de que al meterte yo toda esa patraña en la cabeza, la agencia se encargase de rastrear la IP del ordenador de tu suite en el Majestic y eliminar las entradas en los buscadores relacionadas con el hallazgo del alcoholizado cadáver de Kate flotando en una bahía. Todo Washington conocía las fiestas desenfrenadas de esa abogada, y a nadie le extrañó que muriera en esas circunstancias. Pero «mi Lorena» te negó esos detalles. A cambio, la agencia me ayudó a mostrarte en mi portátil una vida inventada de Kate, nacida como tú en Oklahoma, agradable al mundo, amada por su familia, pero presa fácil a la seducción de Collins. No faltaron las fotografías de otras cinco víctimas, mujeres desaparecidas por otras cuestiones, pero angelitos apropiados para hacerte creer su vinculación con el Majestic. Cinco mujeres que una noche traspasarían la entrada del Majestic para nunca más salir por su propio pie. ¿Descuartizadas en el maletero de un coche…? Solo tú lo imaginaste.

—Hiciste que desconfiara de Cameron en el último momento…

—Llámalo suerte. Pero sin yo saber que ibais a robarle la llave al presidente, conseguí que se la negaras a Collins y a Cromwell. Al consumar tu robo no acudiste al garaje del hotel donde Collins te esperaba en su Mercedes, como habías planeado. Tu amorcito te habría llevado a un lugar seguro, a esta cabaña quizá. Le dejaste plantado en la cita más importante de vuestras vidas. ¿Y qué hiciste…? ¿O eso tampoco lo recuerdas?

Una imagen reveladora acudió a mi cabeza: el presidente de los Estados Unidos, durmiendo en una cama, desnudo; yo, saliendo de la habitación a oscuras, a hurtadillas con un artefacto en la mano: la llave, usurpada del bolsillo interior de la chaqueta de John W. Kent. Subo a uno de los ascensores del Majestic. La siguiente imagen: corriendo en mitad de la Connecticut Avenue. Me decido a sacar el móvil del bolso.

—Salí a la calle con la llave, y llamé a tu móvil… —le murmuré a Herta.

—Exacto… Llorabas, llorabas tanto que casi no podía entenderte. «No seré otra víctima de ese cabrón —me dijiste, y luego—: Tengo en mi bolso lo que han deseado siempre de mí. Y juro por Dios que no caerá en sus manos. Si tanto quiere Cameron la llave del presidente, que la busque en el maldito lugar donde él ya debía estar». Te pregunté lo que ibas a hacer con esa llave, dónde ibas a llevártela. No me lo dijiste. Solo me dedicaste un escueto: «Gracias, Lorena, gracias por ser mi amiga», y colgaste. —Me sonrió desde su privilegiada posición como represora—. Siempre se me ha dado bien la confianza con mujeres. En nuestros respectivos personajes hicimos buenas migas, ¿no crees?

Miré a Herta fijamente.

—Vais a matar también a Cromwell… —En ese momento, el tal Patrick Cromwell era mi único aliado en la tierra para desarticular al corrupto Gobierno de Kent.

—Desde la muerte del presidente William Murray, en la CIA unos viven para matar a Kent y otros moriríamos por verle vivir, es así de simple. Aquí no impera la ley del más fuerte, sino la del más rápido. Y así hice… Te ganas la confianza del enemigo antes de que él lo haga…, te creas un papel para infiltrarte en su refugio, en este caso el Majestic Warrior, y esperas a ver lo que ocurre… —Su atención recaló en la puerta, permanentemente cerrada. Retomó su discurso fingiéndose tranquila—. El lunes nos llegaron órdenes precisas para matar a Cromwell. Y razones no faltan, créeme. La operación Qubaisi en Dubái, una intervención no autorizada, encubierta, que le habría costado la vida a Collins si no hubiera sido por tu heroica intervención, de la que nadie sabía nada. Te felicito por ello, Maddie. No sé cómo lo hiciste, pero nos despistaste a todos con tu viajecito a Dubái. Mira que Brandon te insistió para que le confiaras tu misión secreta, pero chica, no soltaste prenda. —Dio una profunda calada a su cigarro—. ¿Y cuál fue el remate de la operación Qubaisi que ha condenado definitivamente a Cromwell? Difundir en televisión la falsa muerte de Collins en un improvisado intento por protegerle de los Zharkov, y de nosotros. Bien sabes que el infiltrado de los Zharkov en la CIA, el señor Leonard Burke, os iba a dar caza a las pocas horas… Que Cromwell diera las riendas de su operación Qubaisi al agente especial Burke, el sorprendente topo de los rusos, ha sido todo un hazmerreír en la agencia. Las operaciones secretas de Cromwell son ahora la comidilla de toda la CIA. De sus contados espías sublevados ante la presidencia de Kent, cuatro le hemos salido rana. Leonard Burke, los dos hombres que seguían a este y, por supuesto, yo. El pasado sábado, Adam Reynolds, el director de la agencia, destituyó a Cromwell de su cargo por tramar una misión de inteligencia sin su consentimiento previo, por lo que entenderás que Cromwell es ya considerado un peligro nacional desde la operación en Dubái. ¿No sabías que Cromwell planeó esa misión con el fin de arrebatarle a Alekséi Zharkov su llave de la clave? —Herta agudizó su atención en mí. Suspiró, y después dijo—: Para desviar la atención de la agencia hacia sus verdaderas intenciones, Cromwell se apoyó en la búsqueda de información relativa a los yihadistas asociados a los Zharkov. Metió además a otros interesados, al margen de la clave; como ese príncipe árabe al que los Zharkov comenzaban a comerle terreno inmobiliario en Indonesia. Todo hombre vinculado a la operación Qubaisi adaptaría su participación bajo rédito propio. Creo que estoy hablando demasiado… Te ofrecería una copa de champán y unas fresas, pero no me lo pones fácil con esta ubicación que elegiste en medio del bosque…

—Pero siendo una mujer tan inteligente y capaz, no comprendo cómo dejaste que Cromwell ideara la operación Qubaisi sin que te enteraras… —le dije con el mismo siseo de una sibilante víbora—. Lograste engañarnos a todos durante muchos meses. Eras la ayudante perfecta de Cromwell…

—Desaparecisteis.

—¿Cómo?

—Desaparecisteis. Todos. Después de que Brandon intentara mataros en esa carretera, Cromwell se las ingenió para cambiarle la identidad a Collins esa misma tarde. Tu amorcito ya ingresó en el hospital como Isaak Shameel. Eso despistaría a los Zharkov, pero no a nosotros. Llegamos a los informes médicos del tal Shameel. Al parecer, los médicos, que después supimos amigos de Cromwell, le diagnosticaron amnesia postraumática. No sé por qué razón, pero el maldito Cromwell no me desmintió aquello. Esa patraña resultó una segunda capa de protección para Collins. A las veinticuatro horas, Cromwell decidió levantar a su protegido de la cama del hospital para llevárselo al lugar donde engendraron la operación Qubaisi. Intuirás que Patrick Cromwell era mi único contacto para localizar de nuevo a Collins y corroborar esa supuesta amnesia… Así que agradecí que volviera a contar conmigo para la misión que te convirtió en la que eres ahora. Sin embargo, no he sabido más de Collins hasta casi un año después, hasta esa noche en la que se presentó como señuelo de la operación Qubaisi en Dubái, con esa nueva identidad suya, Isaak Shameel. —La voz de Herta decaía a cada calada que le daba a su pitillo. Posó la punta de la lengua en el labio superior y prosiguió—: Respecto a ti, tampoco pudimos localizarte tras caer por el terraplén la tarde del 16 de marzo del año pasado. Sabemos que fuiste a parar al mismo hospital que Cameron. Te sumiste en un coma de tres días… En cuanto tu despertar llegó a nuestros oídos, Cromwell ya se las había ingeniado para hacerte desaparecer… Hasta hace unos meses; hasta el 30 de septiembre, día en el que Patrick volvió a contactar conmigo, después, eso sí, de engatusarle como buena gatita… No quería que se olvidase de mí, y menos cuando lo tenía a punto de caramelo…

—Buscaste seducir a Cromwell para rescatar la llave que le robamos al presidente… —imaginé.

—Armas de mujer, linda… Sin pretenderlo, fuiste una zorra muy astuta, y yo no me iba a quedar atrás. Nos desbaratarías los planes a todos: a Collins, a Cromwell, a mí…, al obrar por tu cuenta, con tu maldita ocultación de la llave; una «travesura» que creemos ahora perdida por tu cabeza. Con mi reincorporación en el papel de fiel aliada a vuestra misión, Patrick me encargó adoptar los mismos gestos, los mismos movimientos que habías testificado en mí, siendo tú Amanda y yo Lorena. De algún modo, el que volviéramos a vernos te ayudaría a recordar con mayor fluidez el tiempo anterior que habías vivido en el Majestic, y eso nos acercaría a todos a la llave. Y fue así como Lorena pasó a llamarse Yvonne. Con nuestro reencuentro, me di cuenta del farol que nos había metido Cromwell con la desmemoria de Collins. Eras tú y no él quien padecía amnesia. Y tú la única persona que sabía el lugar exacto en donde se encontraba la llave del presidente. Fue difícil sonreírle de nuevo a la puta que había echado por tierra todo mi trabajo por proteger a Kent. El director de la agencia me ordenó dejaros vivos a ti y a Cromwell, al menos hasta que te viera recordar con mayor precisión y mientras durara mi trabajada confianza con el sobrino del presidente muerto. Se me concedió otra oportunidad para acceder al Majestic y pensé que esa vez Cromwell no se me escaparía, ni él ni la consecución de sus planes contra la nación. Reforcé la operación introduciendo a mi marido tras la barra del Golden. Le presenté a tu tía. Nos hicimos buenos amigos de ella, y así nuestro acercamiento a su sobrina denotaría mayor naturalidad… La dirección de la CIA jamás imaginó las verdaderas pretensiones de Cromwell con esa operación secreta en Dubái, casi suicida con solo seis agentes de apoyo, ahora cuatro de ellos convertidos en fiambres. Imaginamos que Cromwell supo de la clave Ishtar por boca de su tío, el presidente Murray. Porque nadie, en sus seis años de existencia, excepto sus creadores en la NSA, los tres propietarios de las llaves y nosotros, ha podido tener conocimiento de la existencia de la clave.

Y por supuesto, no vamos a permitir que su información llegue a más oídos. Como has visto, quien osa meter las narices en este asunto acaba tan despedazado como tu director de hotel.

—Imagino que esas órdenes de matar a diestro y siniestro a quien se acerca a la clave Ishtar vienen del presidente Kent.

—¿Acaso importa eso? Cromwell es ahora el enemigo número uno de la nación para la CIA. El numero dos murió en la explosión de su hotel. ¿Adivinas a quién hemos asignado el número tres?

—¿Vas a tatuármelo en la frente? —le lancé.

Herta levantó su precioso trasero de la silla. Quedó inclinada frente a mi desprecio.

—A día de hoy, el agente Cromwell se encuentra huido y parece que se lo haya tragado la tierra. Quizá tú puedas ayudarnos a encontrarle…

—El secuestro no creo que sea la mejor alternativa para restablecer nuestra amistad.

—Tiempo al tiempo, cariño… Tiempo al tiempo —repuso ella escudando la voz en un susurro amenazante—. ¿Sabes que con la creación de Valentina pude acercarme a tu aburrida vida de casada? A Larry, a tus suegros, a la tuerta de tu hermana…

Mi furia silente quedó expuesta a sus ojos. No debí dejar escapar tal debilidad.

Herta sonrió triunfante:

—Señoras y señores, acabamos de descubrir el único punto débil que le queda a la señorita Greenwood: su hermanita mayor.

—No se os ocurra tocarla.

—¿Y si ya lo hemos hecho? ¿Y si Brandon vuelve con Johanna a punta de pistola?

—¡Suéltame!

—¡¿Será esa la forma de ganarme tu confianza?!

Respiré y obstaculicé toda gana de apretarle el cuello a esa zorra. Aunque atada, no debía perder el control, ni adoptar bajo la desesperación un papel de víctima que, aunque evidente, no me traería ningún arreglo. Contraataqué sin miramientos:

—Intuyo que te obligaron a comer mierda para que ahora andes jodiendo a gente inocente. ¿Quién fue? ¿Tu abuelo nazi? ¿Tu padre? Mucha ira debes de esconder debajo de esa fachada de puta risueña.

—Yo no lo llamaría ira… Sino alto grado de justicia.

—¿Robarle la libertad a las personas y atarlas a una silla es para ti un grado de justicia?

—Recuerda que aquí la única ladrona eres tú, cielo…

—No sé dónde está la llave de Kent si es lo que quieres saber.

—No pretendo forzarte a recordar eso, por ahora, aunque tendrás que decírmelo tarde o temprano. —Yvonne se acuclilló y me levantó la cabeza para ofrecerme el filo de su botella de plástico llena de agua. Estaba sedienta, por lo que accedía a su gesto. Me volcó la botella en los labios, en controlado ascenso a medida que mi garganta agradecía la hidratación. Esperó unos segundos antes de hablar—: Lo que me gustaría saber en este instante es si vas a ser capaz de tragar y tragar agua sin que por ello llegues a ahogarte. Sería una pena perder a la madre y al hijo por un tonto atragantamiento…

No retuvo el ascenso de la botella. La laringe comenzó a lanzarme arcadas sin poder dosificar la cantidad de agua ingerida. Yvonne me apretó la botella contra los dientes y el agua comenzó a desparramarse por la cara. Tosí, sin aire, con la tráquea inundada de líquido. Me sentí desfallecer, ahogada sin remisión.

—¿Ves? A esto me refiero… —Me retiró la botella de la boca y dejó que el aire me entrara por la tráquea—. Te gustará saber que en Guantánamo esta técnica era todo un éxito. Los índices de confesión con el waterboarding eran tan altos que no podíamos creer que con una simple silla, papel celofán y una garrafa de agua los árabes relataran hasta las veces que habían llegado a fornicar entre ellos. Pero lo que acabas de experimentar es solo una pequeña muestra, cariño… ¿Y no querrás que te tratemos como a un sucio terrorista?

La puerta de la cabaña se abrió. Mis pulmones volvieron a tomar su aire con dificultad. Vi a Taylor entrar al salón. Al encontrarme tumbada en el suelo, soltó el hacha y la decena de troncos que traía consigo.

—Pero ¿qué coño estás haciendo? —increpó a su esposa arrebatándole la botella de agua que después estampó contra el suelo.

—¿Y tú dónde has estado todo este tiempo? —le gritó Herta.

—Cortando más leña, ya te lo he dicho… ¿Por qué coño has tumbado la silla?

—¿Y por qué no iba a hacerlo? ¿No queremos que confiese? Sabes que con el waterboarding acabará hablando…

—¡Está embarazada, joder!

—¡Y qué coño nos importa! ¿No dices que ya comienza a recordar todo lo que hizo? Que calla más que habla, esas fueron tus palabras a John… —Herta se acercó a su marido con un índice levantado—. Escúchame bien, Brandon. Ya no hay vuelta atrás. Olvida todo lo que vivimos con esta mojigata. Fue todo un papel, ¿me oyes? Un teatro. —Herta ahora le acarició la mejilla—. Ya has visto lo que contiene su carpeta. Sabe demasiado, Brandon, de los Skull, de tu padre, de John, de ti, de mí. Es un peligro contra la nación, tú mismo me lo dijiste cuando nos involucramos en esto… Ahora no me jodas.

El marido apartó a su esposa de su lado. Me vi de pronto levantada en el aire. Los brazos de Taylor me llevaron a contemplarle de cerca, con su mirada tan esquiva como cobarde. Situó la silla en su posición natural con las cuatro patas pegadas al suelo. Sentí cierto mareo al recuperar la verticalidad. Liberados los ojos del impacto directo de la luz, contemplé al matrimonio enzarzado en una discusión acerca de mi destino, como si el motivo no fuera otro que el mal reparto de las tareas del hogar.

—Déjame tiempo para pensar… —pidió él caminando sin dirección por el salón.

—¿Tiempo para pensar? ¡¿Desde cuándo necesitas tú tiempo para pensar?! Escúchame, Brandon, fallaste al tirarlos por un barranco que resultó una inofensiva pendiente. ¿Esperas ahora volver a fallarle a John, a mí?

—¡Cállate! —bramó él con tanta fiereza que pareció quebrarse el techo de la cabaña.

El silencio contuvo nuestro aliento. Solo Herta se atrevió a romperlo:

—La agencia quiere resultados, Brandon.

—Lo sé.

—El presidente espera que seamos implacables. No permitirá más errores por nuestra parte.

—¡Lo sé! ¡Lo sé! —volvió a rugir sumido en un bloqueo constante.

Herta esperó cinco, diez segundos. Pero su marido era la viva imagen de la impotencia, de la cobardía. La esposa, sin crédito al desplante de su marido, se posicionó frente a mí. Me levantó la barbilla con una mano.

—¡Dónde escondiste la llave de Kent! ¡Habla, maldita zorra! —Me soltó una bofetada tan certera como dolorosa.

El hombre, antes impávido, corrió hacia su mujer y la agarró del cuello hasta estrellarla contra la pared a mi espalda.

—No vuelvas a tocarla, ¿me oyes? —le escupió a su esposa.

—Brandon… ¿Qué estás haciendo? Suéltame, animal… —rogó incrédula ante el envite de aquella musculatura sin control. La mano de él se apretaba contra el cuello de ella, con el propósito de obstaculizarle la yugular—. ¡Basta… Bran… don! Me haces daño…

—¿No sabe lo que le pasa a su propio marido, señora Townsend? —Ambos me miraron como si me hubiera vuelto loca—. Sé leer el amor en los ojos de los hombres… Es eso lo que acabas de decirme, ¿no? ¡Qué idiotez! ¿Leíste en los ojos de Cameron su amor por mí y no eres capaz de distinguir la misma lectura en los de tu marido? No…, no creo que seas tan estúpida para no darte cuenta…

La mano de Brandon descendió sin fuerza por el cuello de su mujer.

Los ojos de Herta quedaron tan abiertos como fijos en su hombre.

—Dime que no es cierto, Brandon…

Levanté el mentón y le dediqué a mis represores mi más conmovedora revelación:

—No vayas a negarle nuestra noche de amor, señor Townsend. Ahora que sabes que no me sentí víctima de tu violación. Te deseaba tanto como tú a mí. Así que podemos recordar esa noche salvaje como un momento para dedicar a tu querida esposa.

—El bastardo que lleva en su vientre es tuyo… —dilucidó Herta con el aliento de su marido agolpándose en la boca.

—No… —Taylor se apartó de ella con aire derrotado.

—Es tuyo…, maldito cabrón. Por eso la proteges…

—¡Es de Collins! —grito él.

—¡Es tu hijo, señor Townsend! —le grité a Brandon con la falsa certidumbre hacedora de la invención más absoluta—. Solo tú, Brandon Townsend, me follaste en ese tiempo. Estabas tan borracho que ni te enteraste de tu propia eyaculación… Al día siguiente no tomé las precauciones debidas… —Reí como avergonzada de mi exposición—. Qué estupidez…, creo que ahora sobran las explicaciones al respecto…

—Estás mintiendo… —La cara de Brandon palideció como nunca antes la había visto.

—No he tenido ninguna relación sexual con Collins. Te lo puedo asegurar…

Silencio.

—¿Qué pretendes conseguir con esto, Maddie? —murmuró Taylor—. Tú y yo sabemos la verdad de lo que pasó esa noche…

—Estaba dispuesta a confesártelo en cuanto amaneciera. Hubieras sido un padre maravilloso. Taylor hubiera sido un padre maravilloso. Pero esta noche le has matado. En la misma noche que comenzaba a…, a aprender a amarle. —Retorcí las manos atadas al respaldo—. Ya imaginaba nuestra vida en Broken Bow, juntos. Lejos de todo y de todos…

—¿Cómo has podido, Brandon…? —esgrimió Herta. Había encontrado el único punto débil de mi secuestradora, patente en sus lágrimas sin freno.

—¡Está mintiendo! —chilló él sin darse a sí mismo el suficiente crédito.

—¡Te la follaste, hijo de puta! —Herta solo tuvo que agacharse para blandir el hacha que portaba Taylor a su entrada en la cabaña. Fuera de control, se abalanzó sobre mí. El filo del hacha me dibujó un semicírculo sobre la cabeza—. ¡No tendrás a ese hijo! ¡No lo tendrás, puta!

El reflejo muscular de Brandon no llegaría a impedir el ataque. Herta apretó los dientes e impulsó el hacha directa a cercenarme el cuello. Fue un segundo, quizá dos. Suficientes para que mis talones reaccionaran para empujar la silla hacia atrás. El silbar del hacha me pasó a escasos centímetros por encima de la nariz. Caí de espaldas contra el suelo. La nuca se precipitó al dolor. Había evitado ese primer ataque, pero atada a ese respaldo ya no habría más posibilidad de escapar a los celos enloquecidos de Herta Grubitz.

El hacha volvía a levantarse sobre mí, esta vez con el objetivo puesto en el vientre, en mi hijo. La locura sádica inyectaba en sangre los ojos de mi antigua amiga. Blandió su arma alzándola más allá de su cabeza.

Era el fin.

Fuera, el grupo electrógeno dejó de funcionar.

El traqueteo de su motor, extinguido.

Cerré los ojos y la oscuridad se hizo. No ya bajo mis párpados, sino en toda la cabaña. No supe a ciencia cierta si aquella incidencia eléctrica detendría el ataque psicótico de Herta. Debió de hacerlo porque mi cuerpo, tras cinco segundos, siguió de una pieza.

—¿Brandon? —le oí decir a ella sobre mi figura desvalida.

—Han apagado el motor. Alguien ha cortado la luz de fuera —repuso él en la absoluta oscuridad.

—¿Qué quieres decir? —masculló su mujer.

No hubo más conversación entre el matrimonio.

Un impacto sonoro hizo retumbar el suelo.

Un forcejeo. Un pesado objeto lanzado contra un cuerpo. Un crujir de cristales.

El alarido de Brandon.

El grito de Herta.

Pataleos. Ahogos.

Arrastres contra el suelo en busca de desesperada liberación.

El sonar metálico de unas esposas. Una vez más. Y otra.

La apertura de una trampilla y el descenso plomizo de cuerpos por las escaleras directas al sótano.

Contuve un grito de horror, petrificada ante la violenta consecución de sonidos.

Intenté librarme de las cuerdas. No pude.

Volqué la silla hacia un lado, y quedé tumbada en el suelo, de costado.

Algo o alguien se acercó hasta mí.

Un repentino movimiento, una fuerza casi sobrehumana me levantó del suelo.

Desanudó las cuerdas que me ataban manos y pies.

La espalda, por fin, liberada del respaldo de astilla hiriente.

El tacto de la madera vieja sobre mi piel transformado en el calor de unos brazos materializados en el aire. Me dejé arrastrar por esa fuerza, por ese torrente de salvación. Abatida por la tensión nerviosa, incliné la cabeza sobre la confortabilidad de un hombro, mi aliento a escasos centímetros de un cuello que expedía el olor de mi vida, el olor de su piel.

Mi brazo derecho quedó sujeto alrededor de su cuello y comprobé que seguía siendo tan ancho y voluminoso como entonces. Sus cabellos cayeron sobre mis dedos como suave hierba mecida al viento. Me pareció volver a Broken Bow, diecisiete años atrás.

Había muerto. El empuje del hacha me había caído sobre el cuello, estaba convencida.

Herta se había convertido en mi asesina y yo en su enésima víctima.

Todo había acabado, y el más allá clamaba para sí mi realidad.

Mi muerte traía consigo el deseo más intenso, el sueño más esperado.

Aquel hombre dio una patada a la puerta de la cabaña. Sujeta por sus brazos inhalé el invierno bajo las copas de los árboles, miles de hojas contemplativas por el adorno luminoso de una luna redonda e intensa.

Él me miró. Advirtió la neblina acuosa en mis ojos.

—¿Eres tú…? —murmuré con la certeza de experimentar lo que habría de ser mi estancia en el más allá.

Su contestación, firme y terrenal, me devolvió a la tierra, a la vida.

—Sí. Soy yo.

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