Aria

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El amanecer anunciaba la ocupación de su cielo a nuestras espaldas. Los primeros rayos se colaban entre los árboles como espadas de fuego sentenciando el halo oscuro de la noche. Abrazada a su cuello, levantada por sus brazos, Cameron decidió alejarme de la frondosidad de aquel bosque para llevarme hasta un nuevo coche desconocido que esperaba mi recogimiento. Pero planeaba dejarme sola, abandonada en los asientos traseros. Le tomé por una muñeca antes de que el cierre de la puerta se interpusiera entre nosotros.

—La llave… —le dije muy debilitada, como presa de un sueño nebuloso y volátil.

—¿Qué?

—Un aparato electrónico, parecido a un iphone. Brandon se lo ha guardado en el bolsillo del pantalón. Cógelo. —Camerón asintió a mi requerimiento—. Escúchame… Debes traer también una carpeta negra… Búscala… Es muy importante…

Fuera, Cameron me dejó encerrada en un Chrysler todoterreno mediante el empleo del sensor de la llave de contacto en su mano. Volvió a alejarse y a introducirse en aquella boca de lobo sin darse cuenta de lo aterrada que estaba ante su no retorno, a que aquella imagen tan solo hubiera sido capricho del delirio y no la realidad libertadora que había sentido como mía.

Pasaron dos, tres minutos. Desde la ventanilla observé cómo otro hombre salía de la cabaña librándose del pasamontañas que le había cubierto la cabeza. Cameron salió de la casa un par de segundos después. Cerró la puerta de madera con la llave oxidada que yo había encontrado en la guantera de su antiguo Mercedes. Con paso firme, llegaron hasta el lateral de la casa y en línea recta sortearon ramas y arbustos hasta posicionarse frente al todoterreno que me había transportado a traición hasta esa parte de Catoctin Mountain. Mis dos libertadores sacaron sendas pistolas y agujerearon las ruedas de dos coches: el Chevrolet de Brandon y el Dodge color plata con el que Herta había llegado hasta allí en mitad de la noche. Los silenciadores incorporados a las armas les ofrecieron la discreción precisa que nos ayudara a la huida, sin demasiada carrera.

Los dos hombres, vestidos de negro de pies a cabeza, guardaron las pistolas en sus cinturones con cartuchera. Tomaron el camino hacia el gran Chrysler en el que me encontraba, preparados para abatir a cualquiera que osara cruzarse por ese camino inhóspito o por las mismas inmediaciones de la Casa Blanca, daba igual. Su caminar, firme y seguro, daba idea de cuán concienciados se sentían ambos por arriesgar la vida en mi rescate.

El desconocido, de cabello pelirrojo, de unos cuarenta y cinco años y un metro noventa de altura, montó en el asiento del piloto. Cameron en el del copiloto. La apariencia de este último, fría y distante, me descolocó por completo. Cerraron las puertas.

El coche arrancó, culeó y con violento giro tomamos Manahan Road en dirección sureste.

—Cameron… —murmuré desde los asientos traseros. Él giró la cabeza aparentando ser la réplica robótica del ser humano que había sido. Me dedicó una mirada seria, contenida. El verdor de sus ojos me conmovió al borde de las lágrimas. Era él. Y estaba vivo—. Creí que habías…

—Ya no importa lo que te hicieran creer. Estás a salvo —dijo con gesto indiferente.

—¿Cómo has podido venir hasta…?

—Al convertirme en tu principal causa de riesgo, metí en tu bolso un localizador de alta frecuencia. Al leer la carta de tu tía supe que escaparías hacia Broken Bow. Sería un lugar seguro para ti en estos días, más que el Majestic Warrior. Y acerté. —Recordé el pequeño cilindro metálico que destruí bajo mi zapato la tarde anterior. Cameron desvió los ojos al salpicadero del coche—. Desde la última vez que nos vimos, se ha reflejado en mi portátil el punto exacto de tus movimientos. No podía fiarme de tu palabra de permanecer alejada de esta mierda, y guardaba la certeza de que no ibas a estarte quieta. Me cercioré de tu estupidez en cuanto el localizador me dio tu señal atravesando la ruta setenta y siete, derecha a Catoctin Mountain. —Carraspeó. Continuó hablándole al aire, sin intención de arroparme con la mirada—. Desde que descubrimos la verdadera identidad de Herta Grubitz no hemos dejado de seguirla de forma paralela. Atamos cabos en cuanto vimos a Herta coger su coche saliendo desde Washington hasta el mismo lugar donde perdimos la señal de tu localizador.

—Lo aplasté. Aplasté ese aparato con mi zapato… Alguien que me creyera estúpida lo había metido en mi bolso sin mi permiso… No iba a dejar que me insultaran por más tiempo…

Cameron obvió mi comentario y continuó inexpresivo:

—Al perder tu señal me imaginé cualquier cosa, menos que te vieras acompañada por ese cabrón de Townsend. Se nos escapó el detalle de la implicación del marido de Grubitz. Esos dos, el matrimonio Townsend, son los protegidos del presidente, y a la par dirigen y componen el mayor campo de protección alrededor de Kent desde los tiempos de su nombramiento como vicepresidente del país. Los Townsend ingresaron en la CIA al día siguiente de la caída del Air Force One… —Cameron contuvo su lengua. El silencio marcó su culpa—. Brandon Townsend ha estado contigo todo este tiempo, ¿verdad? Nunca me hablaste de él, ¿por qué?

—Si el señor Collins se preocupara en estudiar la procedencia de los empleados que trabajan en su hotel, ahora no tendría por qué hablarle de Brandon Townsend, Taylor para la idiota de Madison, y para el despistado jefe del Majestic Warrior camarero infiltrado de la CIA tras la barra del Golden.

Cameron se restregó ambas manos por el rostro. ¿Cuántas horas llevaría sin dormir? Decidió cambiar de tema ante su vergonzosa falta de atención hacia la infiltración de espías enemigos en su aparente fortaleza, derruida además por un atentado. Giró el cuello y la inquisición tomó el brillo de sus pupilas.

—Saliste del hotel, volaste para Oklahoma. ¿Por qué cojones no te quedaste en Broken Bow?

—Me engañaron… Brandon y Herta. Por medio de un mensaje a mi móvil se hicieron pasar por ti. Llamaron con tu mismo número… Fui una imbécil. Me hicieron creer que me necesitabas en Washington. Después vino la explosión en el hotel y creí que… —Lancé una bocanada de resignación—. Una sola llamada hubiera bastado para saber que estabas vivo. —En mis oídos rechinaron las últimas palabras pronunciadas. Corté tajante el declive sentimental por el que mi ánimo caía sin remedio—. Pero, qué idiota…, ¿qué estoy diciendo? ¿Qué me importa saber sobre la vida de un embustero, falso y cabrón…?

—Cualquier llamada a tu…

—No, Cameron. No me contestes —advertí—. No quiero oír más mentiras…

—Cualquier llamada a tu número o al mío es registrada por los controles informáticos de la CIA. Cualquier acceso de comunicación que utilicemos será transferido a la agencia, por lo que conocerían nuestra localización de inmediato. Solo con el portátil de Patt enganchado a la red encriptada exterior de la CIA podemos evitar el escáner localizador de la agencia y el rastreo de la NSA.

—¿Quién es Patt? ¿Otra de tus invenciones?

—Patrick Cromwell —respondió el conductor, quien me dedicó una sonrisa crepuscular desde el retrovisor—. Ha sido muy valiente, señorita. Pero déjeme decirle que este viaje al que acabamos de embarcarla carece, desde hoy, de billete de vuelta. O ellos o nosotros. De usted y de su recuerdo dependen ahora nuestras vidas y el futuro de la principal agencia de inteligencia de los Estados Unidos.

—¿Qué quiere decir?

—No es necesario que ahora le acerques a toda esa mierda, Patt… —interrumpió Cameron.

—Es de vital importancia que vaya digiriendo información… —repuso el otro.

—Dale un tiempo, ¿vale? Está confusa. No recuerda a Amanda, no sabe nada de la clave…

—Nos ha hecho llegar hasta la llave de Zharkov… —conjeturó Patrick.

—Sí, pero eso no significa que…

—Creo que todos tenemos muchas cosas que contarnos, señor Collins —le advertí.

Cameron viró el cuello hacia los asientos traseros. Volvió a buscar mi contacto visual. Le negué el acercamiento de mis ojos, muy a mi pesar. Un beso, un abrazo, un simple «te quiero» hubiera bastado para olvidar toda su traición y engaño; para confirmarse como un hombre de honor, bueno y honesto cuyos embustes hubieran sido forjados solo por su obsesión de alejarme de todo peligro. Pero allí, subidos en aquel coche, respirando el mismo aire estancado, la frialdad había creado un aura en torno a él, la misma que le rodeó la mañana en que dejamos de vernos. «Debemos seguir por caminos separados». Sus últimas palabras tronaron en mi cabeza. Cerré los ojos y simulé el cansancio que hizo recobrar la compostura del cuello de Cameron, al frente, donde debía estar.

Al no mostrárseme lo contrario, me hallaba ahora no sé si de vuelta «apresada» por otros dos agentes de la CIA cuyos objetivos rezumaban igual o mayor turbiedad que los de mis dos anteriores raptores del bando contrario de la agencia. Entonces, ¿a qué bando pertenecían Cromwell y Collins? ¿Al incorruptible de la agencia, o al menos corrupto? ¿Matarían a la confiada chica de provincias nada más acercarlos a la zona en la que había escondido la llave del presidente?

«Si tanto quiere Cameron la llave del presidente, que la busque en el maldito lugar donde él ya debía estar». Esa había sido la única revelación-pista que, según Herta, me había oído por teléfono poco después del robo de la llave. «Si tanto quiere Cameron la llave del presidente, que la busque en el maldito lugar donde él ya debía estar». ¿A qué lugar podría referirme?

Volví a hacer esfuerzos por recordar las horas posteriores a mi papel de prostituta de John W. Kent. Pero sin saber por qué, en cuanto le daba orden al cerebro para desenraizar la confusión en torno a la llave del presidente, la mente capturaba esas hipnóticas imágenes de margaritas amarillas. Mi brazo de niña, agachándose para hacerse un ramillete, mis pies colmados por el dorado intenso de los miles de pétalos a la vista. Siempre el maldito campo de flores, una y otra vez; una y otra vez.

Pasamos rozando la misma pendiente de tierra por la que mi memoria perdió la vida de Amanda. Levanté los ojos. No deseaba exponerme al lugar de mi tragedia por segunda vez en veinticuatro horas. Pestañeé, con las pupilas amoldándose a la luz de la mañana. El sol tomaba ya posesión de la cúpula celeste que alumbraba el nuevo día. Un nuevo día, quizá el último, sí, pero junto a Cameron. Junto al hombre que la duda aún convertía en próximo nuevo aspirante a mi asesinato. Solo que conmigo eran dos y no una la vidas que segaría, encontrándose, sin él saberlo, derramando la propia sangre.

* * *

Me llevaron hasta un motel llamado Red Roof Inn, en el 16001 de Shady Grove Road, una avenida medianera a la interestatal 270 y las afueras de Rockville. A cuarenta kilómetros de Washington, el continuo fluir del tráfico daba sus coletazos por esa comarca y era previsible pensar que desde aquella habitación —y por varias semanas— entraran y salieran los planes y operaciones de Cameron y Patrick. En esa habitación —la número 14 de aquel motel de carretera—, se respiraba la tensión de días pasados, aderezada con aire enviciado, sin permiso para que las cortinas que ocultaban la luz del día se desplazaran ni un centímetro en su sempiterna cubierta sobre las ventanas.

Me habían sentado en el extremo de una de las dos camas, frente a una mesa de madera en el centro de la habitación; Cameron de pie, apoyaba la espalda en un viejo mueble asimismo de madera frente a mí; el tal Cromwell, sentado en una silla a mi izquierda, palpaba el aparato que guardaba la llave de Zharkov sin saber muy bien cómo enfrentarse a su sistema o a su simple conexión. Tras varios intentos, lo dejó por imposible, abandonando el artilugio sobre la mesa. Sus dedos repiquetearon sobre la madera para después golpear la mesa en un ir y venir de conjeturas.

—¿Sabe? Es la primera vez que sostengo uno de estos cacharros en las manos.

—Poco le puede servir si ni siquiera conoce la contraseña de conexión —le dije.

—¿La conoce?

—Puede que sí, puede que no. Depende de su juego limpio conmigo. Estoy muy cansada de la gente que me cree idiota, ¿sabe? Dar todo para recibir una mentira tras otra. ¿De verdad que ahora funcionan así las cosas?

—La hemos salvado de una muerte segura en esa cabaña; ¿no es prueba de ganarse nuestra confianza?

—No me sirve. También Taylor me salvó del tiroteo en el Majestic y ya ve que ha sido el último en pactar con el diablo.

—Bien. Nos espera entonces un arduo trabajo… —El hombre se humedeció los labios, suspiró y me dijo—: No se acuerda de mí, ¿verdad?

Negué con la cabeza. Estaba claro que trataba de acercarme a lo que mi vida como Amanda había compartido con él. Un intento de aproximación que no hizo más que avivar mi desconfianza hacia el supuesto conocido.

—Y así, de primeras… —continuó—, ¿podría decirme dónde encontró esta llave, la llave de Zharkov? —repuso con estudiado tiento.

—En el bolsillo de su camisa —le contesté.

Cameron me arrojó toda su confusión desde el armario de madera en que se apoyaba.

—¿Puede ser más precisa? —me preguntó el agente.

—Sí. En un bolsillo exterior. La casualidad quiso que la llave se encontrara guardada en el mismo trozo de camisa que yo le arranqué al cadáver de Zharkov. La convertí en torniquete para detener la hemorragia en la pierna de Cameron. Si no cree en Dios, ya tiene la prueba de que existe y de que quizá Cameron y yo podamos caerle en gracia.

—Dejé esa tela tirada en el cuarto de baño… —recordó Cameron.

—Y a la mañana siguiente la metí yo en una bolsa con toda tu ropa manchada de sangre. Escondí la bolsa en el armario de mi tía. Luego vino la explosión en el hotel. Ayer tuve que ingeniármelas para subir hasta la planta veinte y rescatar la llave de las cenizas.

—¿Cómo llegó a pensar después que la llave podría estar en ese trozo de tela?

—Taylor…, o Brandon Townsend, como quiera llamarle, me habló de las características de ese aparato. Luego en Dubái, vi a Alekséi Zharkov guardárselo en el bolsillo exterior de su camisa. Supongo que al sacar el FBI el cadáver de Zharkov a la superficie, los aliados al presidente testificaron la ausencia de la llave en las ropas de Alekséi, además de que su camisa estaba rota. Se lo advertirían a Brandon, y él más tarde acudió a mí, la única mujer superviviente y la que quizá por cualquier motivo partió la camisa de Zharkov en dos. Y dio en el clavo. El señor Townsend tuvo suerte y acertó. Desde hacía tiempo tenía mi confianza ganada… Poco fue el esfuerzo que dedicó para oírme cantar como un pajarillo.

—Bien…, me hago a la idea —me cortó tajante. Aflojó la dureza de su mirada para invitarme a entrar en la cordialidad de su persona—. Son las siete de la mañana, ¿le apetece desayunar?

—¿Me está diciendo que he de coger fuerzas para el interrogatorio al que me va a someter? ¿Va a utilizar conmigo métodos de tortura o algo así? ¿Cómo lo llamó Herta? ¿Waterboarding?

—Créame, el waterboarding no goza de mi consentimiento en las misiones a mi cargo. Ética, moral…, llámelo como prefiera.

—Un jefe de la CIA en el Medio Oriente… Yihadistas… ¿Qué técnica utiliza entonces para que los presos le confiesen las conexiones con Al Qaeda? ¿Las cosquillas?

—No es el tema que nos compete en este momento, señorita Greenwood. —Cromwell lanzó un guiño a Collins, quien se mantenía al margen de la conversación, en ese momento recién tomado su asiento en una silla cercana a la puerta—. Cameron le preparará un buen desayuno…

El director del Majestic se dio por aludido a la orden del agente.

—Sí… Tenemos zumo, leche… —Cameron se levantó de la silla cual camarero contratado para su hotel. Le observé. Insistía en permanecer ausente, extraño a mi presencia, a nuestro reencuentro. Mi repulsa en el coche le había alejado aún más de mí, si cabía. A mi silencio él decidió improvisar—. Te pondré un chocolate…

—Vete al infierno —le dije. Salté de mi asiento en la cama y me perdí por un oscuro rincón de la habitación—. ¡Idos al infierno los dos!

—Debe comer algo, señorita Greenwood —calibró Cromwell—. La necesitamos lúcida, con fuerzas para acercarnos a todo lo que le haya contado Brandon Townsend sobre la clave; además de todo lo que haya podido recordar usted hasta el momento. He abierto la carpeta que nos ha hecho rescatar de esa cabaña. Creo que tiene mucho que explicarnos, Madison.

—¿Y qué me daréis a cambio, mi libertad?

—No vamos a retenerla —me dijo con facción adusta—. Salga fuera si lo desea. Nadie se lo va a impedir. Váyase a su casa o al Majestic. Pero tenga por seguro que una bala le atravesará la nuca en cuanto dé un paso en falso, porque siento decirle que ya no existe lugar en este mundo para que Madison Greenwood siga conservando su vida por más tiempo.

Reflexioné. No iba a dejarme amedrentar tan fácilmente.

—Así que estoy obligada a soportaros hasta que me maten… Bien. ¿También estaré forzada a creer todo lo que usted me cuente? Porque he de decirle que al señor Collins lo conozco lo suficiente como para no confiarle ni una hogaza de pan. Sus mentiras me han hecho más daño del que pueda creer. Su sola presencia en esta habitación hace que vuelva a sentirme utilizada. Dígame si usted va a seguir el mismo patrón, o si por el contrario podré escuchar de su boca las palabras que me inviten a serle sincera.

A mi declaración, Cameron abrió la puerta de la habitación, sin avisar, de repente.

El corazón se me encogió. Casi noté que el de nuestro hijo también.

—¿Adónde vas, Collins? —advirtió Cromwell.

—A echarme un cigarro. No voy a esperar a que la señorita decida cuándo tomar su café.

—Colócate la gorra, y no des ni dos pasos fuera del rellano, ¿has entendido? Los muertos no andan por los moteles fumando Chesterfield.

—Cosas más raras habrá visto la gente —le contestó. Cameron tomó de encima del televisor una gorra de los Lakers (la que yo le compré en la tienda de moda del Majestic) y se la encajó en la cabeza. Su andar era igual de pesaroso que su expresión: un amasijo de pestañeos condenado a un insomnio perpetuo.

—Lo digo muy en serio, Cameron —le advirtió Cromwell—. Si nos descubren, estamos jodidos.

—Vamos de culo como tu veintena de agentes sufran tu misma obsesión persecutoria. Al final me veo en la retaguardia acompañado de un grupo de rebeldes neuróticos…

—¡Que te jodan, Collins!

—Yo también te quiero, Patt —contestó su desaliento—. Avísame en cuanto se le levante el apetito a la invitada…

Cerró la puerta. Patrick Cromwell buscó mi interés nuevamente, como si nada hubiera ocurrido, como si la costumbre evidenciara las salidas de tono del director de hotel.

—Puede estar segura de que a partir de ahora solo oirá la verdad —apremió Cromwell—. Le adelanto que el señor Collins se vio forzado a mentirle en su deseo por protegerla. No le culpe por ello. Él es el primero que querría verla al margen de todo esto, se lo aseguro, en contra de todos mis objetivos destinados a la clave. Pero ya no hay vuelta atrás. Usted y Collins deben colaborar conmigo hasta el final.

—Si coopero no es por salvarle el culo a usted o a sus agentes amotinados contra Kent, sino por una cuestión de honor. Quiero que muerdan el polvo todos los que me han hecho la vida imposible en este último tiempo.

—En mí encontrará un aliado para que así sea. En mí y en Collins, quien para todo el planeta sigue muerto tras el atentado de Zharkov en Dubái. Aunque Zharkov al final haya llegado a saber de la supervivencia de Cameron, suponemos que por mediación de Brandon Townsend. Hace un par de días mis agentes rastrearon las conexiones encubiertas de ese cabrón con Viktor Zharkov. A la muerte de Alekséi, Townsend utilizó la sed de venganza de Viktor para quitarse de un plumazo a Collins. De ahí la ejecución del atentado en el Majestic del que milagrosamente nuestro director de hotel salió con vida.

—¿Cómo sobrevivió Cameron al atentado en Washington?

—Secuestraron la recepción antes de detonar la bomba. En la planta veintitrés, Collins permaneció durante un cuarto de hora ajeno al secuestro. Fue a las doce y veintisiete minutos cuando intuyó un extraño comportamiento en Jimmy. El botones apareció en su despacho serio, sin habla, con el sudor corriéndole por la frente. El chico acababa de dejarle a Collins una bandeja en su mesa. Pero no en la mesa de nogal macizo como era habitual, sino en una pequeña mesa auxiliar con un espejo en su base. Gracias a ese cambio en el protocolo, Jimmy pudo alertar a Collins sin abrir la boca y burlar así las órdenes de los hombres de Zharkov que lo esperaban a la salida del despacho. El chico volvió a salir por la puerta, tan mudo como había entrado. A Collins no le dio tiempo de levantar la cubierta de plata que ocultaba su supuesto almuerzo: nitrometano y nitrato de amonio. Una mezcla un tanto indigesta… La inteligencia de ese chico hizo que al momento Collins viera reflejado en el espejo inferior de la mesa un reloj digital pegado bajo la bandeja, con una cuenta atrás activada. Collins salió de su despacho por una puerta trasera, hacia una escalera contra incendios en el ala norte del edificio. Diez segundos más tarde la bomba explosionó.

—Mataron a Jimmy —dije.

—Lo sé. Las noticias difundieron su nombre.

—No. Yo no lo sé por la televisión. Ese chico cayó muerto en mis brazos. La bala era para mí…, pero él se interpuso.

—¿Se encontraba en la entrada del Majestic cuando abrieron fuego en la calle?

—Sí… Ese chico no tenía ni dieciocho años…

—Los hombres de Zharkov la buscaban en el interior del hotel. Sabían de memoria sus características físicas. Alguno de los rusos acertaría a verla a la entrada…

—Secuestraron el hotel para matarnos…, a Cameron y a mí…

Cromwell asintió. Enarcó sus cejas pelirrojas para después bajar la mirada.

—No quiero que siga muriendo más gente por nosotros —le dije.

—Sería un error echarse las culpas cuando lo único que todos hacemos es sobrevivir a esos malnacidos. No piense más en ello. Ahora, nuestra labor es otorgarle al asesinato de Jimmy, a todas las víctimas del Majestic, la justicia que merecen. Cameron no anda demasiado optimista después de perder a su chico de confianza, por lo que la necesito a usted para remontarle. Es vital que todos nos mantengamos con la fuerza y el ánimo en alza para cumplir el objetivo.

—¿Y cuál es ese objetivo?

—Aniquilar el Gobierno de John W. Kent. Llevarle a él y a todos los que le siguen hasta el mismo Tribunal de La Haya. Creemos que en los dos últimos años la estabilización de la economía de este país no ha sido concebida tan limpiamente como puedan hacernos creer los medios de comunicación cercanos a Kent.

Sospechamos que el director de la CIA, Adam Reynolds, está confabulado desde casi una década con el presidente para extraer, mediante el uso de sangre inocente, la riqueza que los convierte en los actuales progenitores de la nación. Hasta este punto sabemos de la existencia de un emisor de fabricación clandestina ideada por el entorno de Kent. Una memoria base dividida en tres dispositivos cuya transacción de datos codificados debe de ser muy similar a la del sistema de seguridad de datos RASP utilizado por la agencia…

—La clave…

—Exacto. Ese ingenio podría darnos la información precisa relativa a los planes, operaciones, artimañas y métodos utilizados por Kent y sus socios desde su creación en 2009. La clave puede ser el detonante para mandar al infierno al presidente y a la actual dirección de la CIA.

—¿Y Zharkov? Él forma parte de la clave Ishtar, ¿lo apresarán también?

—El ruso ya no es problema. Mañana será detenido por orden del propio Kent en el Desayuno de la Oración. Un topo de Reynolds metido en la mafia de Zharkov, un tal Gustav…

—Gustav… Brandon lo conoce. Me habló de Gustav como un cómplice que le visitaba en la cárcel antes de que los Zharkov consiguieran sacarle de allí; que Gustav había sido para él un aliado fundamental para conocer las acciones de Viktor.

—Vaya… Para no ser usted una espía, que Townsend le confesara ese detalle es todo un logro… Pero eso de que un topo le haga visitas a un agente de la CIA encarcelado… y que los Zharkov a su vez lo liberasen…

—No irá a decirme ahora que la cárcel en la que estuve con Brandon fue también un decorado, un montaje…

—No, por supuesto que Townsend ha estado las últimas semanas en esa cárcel de Baltimore. Matar a un padre en estado vegetativo no es robarle el bolso a una anciana, y menos tratándose del viejo e inseparable asesor de Kent y además antiguo directivo de The Fellowship Foundation.

—Su padre le pidió que le ayudara a morir —añadí no muy segura de hacerlo.

—¿Cómo lo sabe?

—No me pida más explicaciones al respecto. —Las lágrimas de Taylor la noche en la que lo encontré en su apartamento, ebrio de dolor, quedarían afincadas por siempre en mi recuerdo.

—Fuera o no una muerte pactada entre el padre y el hijo, Kent ordenó la liberación de Brandon en contra de la nueva presidencia puritana de The Fellowship Foundation, quienes estaban dispuestos a pedir incluso la pena máxima del estado de Maryland para Brandon Townsend. Pero la CIA de Reynolds se las ingenió para acallar a los puritanos y por otro lado conseguir que la inaceptable puesta en libertad del parricida no saltara a los medios. En esa noche, la identidad de Brandon Townsend llegó por primera vez a mis oídos. Lástima que no diera tiempo a investigarle más a fondo y haber descubierto a tiempo su condición de agente máximo de la seguridad de Kent y, por otra parte, marido de Grubitz.

—¿El presidente Kent sacó de la cárcel a Taylor…?

—Sí… Ya puede descartar la idea de convertir a los Zharkov en libertadores del agente Townsend.

—Y ese infiltrado en la mafia de los Zharkov, Gustav…, ¿qué pinta entonces en la detención de Viktor Zharkov mañana en el Hilton?

—Cabe imaginar que Gustav, el amiguito de Townsend instruido para tal fin por la CIA de Reynolds, diera la voz de alarma hace un par de días en la agencia: el señor Zharkov, invitado de honor como todos los años al Desayuno de la Oración en el hotel Washington Hilton, planearía, junto a su secuaces, suponemos que infiltrados en el personal del hotel, matar al presidente como venganza por el asesinato del hermano. Un magnicidio más que improbable con la inclusión de ese Gustav, amigo de la CIA, en la mafia rusa. Zharkov dejará de ser mañana una amenaza también para nosotros. Reynolds, como director de la CIA, no va a permitir al ruso ni pisar el felpudo de bienvenida del hotel. Su detención en las puertas del Hilton significará su muerte, y en consecuencia la de su mafia, la mafia aliada a la Casa Blanca que ya comenzaba a serle incómoda a Kent al desbaratarse la clave con el robo de su llave.

—¿Puede explicarme eso de… incómoda?

—Desde que usted le robó la llave digital, es lógico pensar que el presidente ha urdido en secreto prescindir de sus dos socios en la clave por temor a chantajes o a la extorsión de la mafia de los Zharkov. El propio Kent ha llegado a desconfiar del sistema de la clave, y seamos francos, en la actualidad vive acojonado pensando que las tres llaves hayan podido caer en manos enemigas; o puestos en el peor de los casos, que su llave o las otras dos pudieran ser manipuladas de manera individual, algo que daría acceso a la utilización de la información guardada en la clave en sus seis años de uso. En la mente de Kent, tanto Zharkov como el otro tipo asociado a la clave, creemos que un magnate de las armas, podrían dar en cualquier momento la vuelta a la tortilla y transformar los secretos guardados en el disco duro de la clave en un arma arrojadiza contra su asiento en la Casa Blanca.

—Pero es de suponer que la clave solo funciona con la conexión física de sus tres llaves, ¿no?

—Sabemos muy poco del funcionamiento de la clave, pero esa conexión se me figura como la única posible. Por otro lado, la hipótesis de que el robo de la llave de Kent hubiera sido urdido por el propio presidente dio base al topo de la CIA, Gustav, para influenciar a Viktor Zharkov a tenor de esa creencia. Cierto es que, con la mediación del topo, Kent ha verificado la inocencia de los Zharkov en lo relativo al robo de su llave en el Majestic. Pero no quita que por esta razón haya planeado acabar con Viktor Zharkov en cuanto se le ha presentado la oportunidad, así Kent evitará próximas amenazas del clan ruso. Es de suponer que la influencia de Gustav ha resultado decisiva para afianzar con éxito el plan de captura del presidente contra Zharkov, pues creemos que al día siguiente del asesinato de Alekséi Zharkov, Gustav pudo convencer a un Viktor ciego de venganza de la posibilidad que catalogaba a Kent como receptor y amo absoluto de las tres llaves de la clave, con lo que el ruso vio peligrar su mafia. Y así, con el chivato de Gustav, es como la CIA de Reynolds ha ejercido influencias en el clan Zharkov, conocidos ambos hermanos por cierta impulsividad descontrolada en situaciones límite. Como también ahí radica el plan maestro de Reynolds: sumar mayor nivel de improvisación a la venganza del ruso y así facilitar su captura mañana con motivo de su asistencia al Desayuno de la Oración. Cazador cazado, así de simple.

—Townsend me habló también de esa cuestión; lo conocida que resultaba la impulsividad de Viktor Zharkov. De cómo ha planeado el asesinato del presidente sin apenas recursos, ni valoración de consecuencias. Brandon hablaba incluso de la pretensión de Zharkov de achacar la autoría del asesinato de Kent al Servicio de Inteligencia Ruso; desencadenar una guerra abierta entre Rusia y Estados Unidos o algo parecido…

—Claro, ¿y por qué no? Un conflicto bélico de ese tipo le aportaría a la mafia Zharkov infinitos ingresos con su venta de armas. Pero como ya le he comentado, la venganza improvisada de Viktor es lo que la CIA de Reynolds andaba buscando: por mediación de Gustav han conseguido impulsarle a la locura de urdir un magnicidio del que no saldrá vivo ni él ni los supuestos infiltrados en el Desayuno de la Oración a los que ya tendrán más que localizados.

—Cuénteme la causa de origen que ha dividido a la CIA en dos bandos. Herta me adelantó que usted y varios agentes se han convertido en los mayores enemigos del país.

—Desde la muerte del presidente Murray es una guerra abierta por el poder de la nación. Hace meses intenté comandar con mi grupo de agentes una investigación destinada a esclarecer el accidente del Air Force One. Pero Reynolds me negó todo permiso. Siento decirle, señorita Greenwood, que nosotros formamos el bando en desventaja de la agencia, el grupo de espías rebeldes a favor de derribar el Gobierno de Kent.

—Suena romántico pero nada esperanzador… —declaré.

—El noventa y ocho por ciento de la agencia defiende la nueva presidencia de Kent. Mientras el dos por ciento, que integramos veintitrés de mis agentes y yo, luchamos ahora por sobrevivir a resguardo del sistema. Junto con Collins llevo dos semanas operando desde esta habitación —repuso Cromwell con una mirada de hartazgo—. El día del atentado en el Majestic, el presidente Kent mandó a todos los niveles de la inteligencia nacional una orden de busca y captura contra nosotros… y contra usted.

—Lo sé. Herta me puso al tanto pensando que en breve me llevarían ante Kent.

—Bien… ¿Le habló de mí? ¿De cómo se las ingenió para engañarnos durante todo este tiempo?

—Sí. Al parecer la espía os salió rana. No paro de preguntarme cómo al agente Cromwell, jefe de Operaciones Especiales del Golfo Pérsico, pudieron escapársele esos detalles. Dejar que en el mismo Majestic se infiltrara, por un lado, Brandon Townsend tras la barra del Golden, seguido de su esposa interpretando el papel de su vida como ayudante para la causa contra Kent que usted defiende.

—Como ya le hemos dicho, el matrimonio Townsend ha resultado ser durante años la escolta secreta de John W. Kent, un grupo de protección oculta, creado por y para el presidente, al margen de la CIA o de cualquier otro ente estatal. Esta conexión, este grupo activo, lo descubrimos hace un par de días. —Cromwell unió las manos y las dejó caer sobre el borde de la nariz—. A pesar de tener un hijo semioculto de su primer matrimonio, Kent ha conservado su relación con los Townsend al borde de lo filial. Un pequeño círculo de Kent los ha protegido siempre en el anonimato. A la muerte del presidente Murray, el director Reynolds se encargó de introducir a Grubitz en la agencia por orden de John W. Kent. Su misión: desentrañar en la cúpula de la CIA posibles conspiraciones en contra de su nuevo mandato como presidente. Grubitz vendería a todo hombre sospechoso de traición.

—Como a usted —me adelanté. Me avergoncé al instante de mis palabras. Ya no era necesario hacer más leña del árbol caído.

Patrick proyectó su memoria más allá del intenso azul de sus ojos. Su voz grave, muy agradable al oído, me invitaba a seguirle con atención.

—Al margen de toda la CIA, el director Reynolds forjó una identidad falsa para el ingreso de Grubitz en la central de Langley: Barbara Hayden, soltera, buena espía en los quehaceres de la ONU y acreedora de conexiones con las embajadas europeas en Afganistán. Un disfraz que le sirvió para pasearse por los pasillos de la agencia y, dicho sea de paso…, por mi cama. A Brandon Townsend, su marido, jamás lo había visto… Nunca me llegaron referencias de su existencia, ni a mí ni a nadie que trabajase conmigo o con ella, hasta que lo enchironaron por asesinar a su padre. Ya ve que la realidad difiere bastante de lo que a ciencia cierta llegó a ser la falsa Hayden. Con mi confianza ganada y metida en mi despacho, Herta desbarató cualquier plan que proyectamos desde el Majestic y en beneficio de su oculta alianza con Reynolds y Kent. Aunque cuidé de no darle excesivos detalles, la hice partícipe en dos ocasiones en mis operaciones con Collins. —Patrick se mordió el labio inferior—. Puedo decirlo alto pero no más claro: Herta Grubitz es el gran error de toda mi carrera.

—Y de su vida —añadí.

—¿Cómo?

—Llegó usted a enamorarse de ella, ¿no es cierto?

—No me lo permití.

—No me lo permití… —repetí cazando al vuelo la única causa real que había llevado a Cromwell a ser el jefe de la CIA más despistado y absurdo de cuantos se nombraron—. ¿Me está diciendo que su corazón tiene un mando a distancia para encenderlo y apagarlo cuando a usted le conviene?

—¿Adónde quiere llegar?

—Estaba jodidamente enamorado de ella.

—No creo que sea hora de psicoanalizarme… —murmuró desviando la mirada al vacío, lugar donde se habían arrojado sus expectativas amorosas con Yvonne.

—¡Maldita sea, Cromwell! Herta le manejó a su antojo.

—¡Estoy pagando por ello, créame!

—Casi muero a manos de esa zorra, ¿lo entiende?

—Asumo la culpa.

—No es suficiente… Las cosas no se solucionan asumiendo las culpas, sino con hechos; hechos reales, acciones que no pongan más en riesgo la vida de otras personas.

—Pues dígame, cómo puedo enmendar mi error.

—Prométame que usted y sus agentes protegerán a mi hermana, Johanna Greenwood. Grubitz me amenazó con acercarse a ella. Saben dónde encontrarla…

—Informaré de ello a dos de mis agentes.

—No me basta. He de estar segura de que la protegerán.

—No tenga duda, señorita Greenwood; ¿desea alguna otra cosa?

—Prométame que no morirá nadie más.

—Haré todo lo posible.

—Prométame que me acercará a la verdad de la clave.

—Puede estar segura de ello.

—Bien. —Me recogí la melena y la solté sobre el hombro derecho. Analicé los restos de aflicción aún latentes en los ojos del agente. Su corazón había sido numerosas veces traicionado, al igual que el mío, y ese mal mayor le situaba a una altura pareja a mi modo de enfrentarme al mundo. Poco a poco, Patrick Cromwell, con su solo discurso, escarbaba hacia mi empatía, mostrándome una confianza firme, ausente en la servida por la mentira de Cameron, o en la felonía de Taylor o Yvonne. Claro que si, por algún casual, se delataba en el interior de Cromwell la ramificación de la maldad inherente a los Townsend, entonces podría estar frente al mejor actor-espía de todos los tiempos. Miré por primera vez a Cromwell con fijeza, y me lancé a probar la honestidad de su apariencia—. Acláreme entonces cómo llegó usted a descubrir que la tal Hayden era Herta Grubitz.

—Fue el día anterior al desastre de la operación Qubaisi en Dubái. Llámelo intuición o corazonada, pero ya se contaban por tres las veces que en esa semana yo había intentado acercarme a Grubitz con la consecuencia de verla poner fin a la llamada que había atendido en su móvil de agencia. Siempre cortaba la comunicación con la misma excusa: «maldita cobertura» o «ya te llamaré». Tres días antes de marcharme para Yemen con la operación Qubaisi en mente, se me ocurrió colocarle a Grubitz una escucha en el interior de su coche, justo bajo el reposacabezas del copiloto. Esa noche inventé un altercado con mi Chrysler, al empeñarse el motor en dejarme tirado en el aparcamiento del Majestic Warrior. Le pedí a Herta que me acercara en su coche hasta la parada de metro más cercana. Nos despedimos sin mucho esperar, como lo habíamos hecho en cualquiera de los últimos días. Así fue como Grubitz se incorporó al tráfico con su radiofrecuencia latiendo en mi receptor. Dos días después ya tenía una lista de buena parte de sus contactos: Volkmar Grubitz, su padre y además antiguo agente de la OSS muy amigado al entorno de la familia de Kent. Charles L. Townsend, actual asesor de la Presidencia y además padre de Brandon Townsend; y por supuesto su idolatrado John W. Kent… Conexiones y más conexiones… Grubitz no era ya solo un topo con el culo al aire, sino la mayor zorra que hubiera parido la CIA. Supongo, Madison, que alrededor de los días precedentes a su aterrizaje en Dubái, Yvonne desaparecía del Majestic Warrior sin justificación aparente.

—Así fue. No dejó rastro. Hasta ahora.

—No tiene ya que preocuparse por ella, ni de Townsend. Están en ese sótano esposados de pies y manos. Dos de mis agentes los recogerán mañana. Quiero tenerlos bajo control muy cerca de Washington. Los necesitaremos para un futuro enfrentamiento judicial con Kent.

—No les hagan daño… Pese a lo que puedan pensar, Taylor, o… Brandon Townsend, no es un mal hombre.

—¿No será usted víctima del síndrome de Estocolmo?

—No. Simplemente quiero que no les hagan daño. Townsend me protegió desde el principio. En realidad él siempre quiso alejarme de su entorno, de su mujer… Al menos eso quiero creer.

—No entiendo…

—Usted y sus hombres se limitarán a retenerle, ¿de acuerdo? Ni confesión bajo tortura ni nada que se le parezca. Solo limítense a llevarles ante un juez, como ya me ha aclarado, y que la ley les adjudique el castigo que merezcan.

—Me resulta difícil comprender tanta benevolencia por su parte… Ese hombre la ha engañado, la ha utilizado… No creo que merezca su…

—¿Hará lo que le digo? —le exigí con ganas de zanjar el tema.

Cromwell manifestó su confusión ante el rescoldo de amistad que pudiera haber resistido en mi interior tras sufrir el impacto letal de mentiras y traiciones por parte de los Townsend.

—Se hará lo que usted dice. —Cromwell se levantó y de la nevera portátil sacó una botella de agua. Se sirvió un vaso. Bebió de forma compulsiva. Recuperó su asiento tras dejar el vaso vacío sobre la mesita de noche—. Y ahora, por favor, acláreme ese nombre que ha pronunciado antes al mencionar la clave.

—¿Cómo?

—Cuando ha hablado sobre la implicación de Zharkov en la clave, ha pronunciado un nombre propio.

—¿Ishtar?

—Exacto. ¿Qué… qué significa?

—Es el nombre de la clave. Procede de una diosa de tiempos de Babilonia. Se la relacionaba con los ritos en honor a la lujuria y la guerra. Creo haber leído que se trata de la primera deidad conocida a la que dedicaron ritos paganos de índole sexual. Es una nota que encontré en la carpeta. Forma parte de toda esa información que recopilé bajo la piel de Amanda.

—¿Puede recordar su vida como Amanda…?

—No. Brandon Townsend fue quien ayer llegó a revelarme lo que fui y lo que hice, quizá para verme recordar con más facilidad el paradero de la llave de su presidente. ¿No es eso lo que todos quieren de mí?

—Forma parte de este juego contra su episodio de amnesia. Pero a diferencia de otros, nosotros abogamos por proteger no solo al contenido, sino al continente, que es usted.

Patrick Cromwell hablaba con contundencia y afirmación. Solo la verdad podría estar detrás de todo ese vocablo. Me vi despojada de toda coraza frente a ese hombre y deseé abrirle mi fuero interno, ahogado desde tiempo ha por la duda y la confusión.

—¿Por qué Cameron nunca me quiso aclarar lo de Amanda? —quise saber.

—Desde que todo empezó está obsesionado por protegerla. Todos quieren la cabeza de Amanda y él no iba a permitir que se la cortaran. Así que para Collins el hecho de ocultarle o simplemente silenciarle la verdad era una forma de alejarla de una muerte segura. Solo que le ha resultado difícil evitar lo inevitable, y menos tratándose de todo el gobierno de Kent poniendo precio a su preciosa cabellera.

Compartí mi atención entre los ojos de mi interlocutor y la puerta cerrada que obstruía mi ansia por recomponer mi relación con Cameron. Ante mi distracción, Cromwell aprovechó para acercarse al mueble del televisor. De una balda inferior rescató la carpeta negra que escondía el pasado y presente del actual presidente de los Estados Unidos. El agente volvió a sentarse frente a mí. Abrió la carpeta que había permanecido durante más de un año bajo la tierra de Catoctin Mountain.

—Creo que ya tendrá referencias sobre lo descubierto en esa carpeta —le adelanté—. Es de suponer que Cameron le habrá contado su experiencia conmigo, como Amanda, digo; todo lo que llegamos a investigar dentro de esa cabaña.

—No. Collins nunca tuvo idea de su alojamiento en el bosque de Catoctin. Lo que contiene esta carpeta lo investigó usted sin ninguna ayuda. Imagino que metida en el traje de Amanda no le resultó creíble nuestro triángulo de complicidad. Por algún motivo receló de mí y de Collins. A espaldas de la misión en el Majestic, decidió investigar por su cuenta. Créame que lo siento. Siento no haberle ofrecido la confianza esperada.

—Herta me llevó a desconfiar de la misión. Me habló de la desaparición de Kate, la anterior novia de Cameron. Inventó informes, fotografías…

—Kate era una yonqui. Cayó medio inconsciente del barco. No sabía nadar. En el juicio se demostró que Collins se hallaba en Nueva York la noche de la muerte de Kate. Todo Maryland conoce ese accidente y su resolución.

—Lo imaginaba. Pero, por lo visto, Grubitz me hizo creer que se trataba de la última víctima enamorada de Collins, la última novia asesinada de las muchas que utilizó para su captación de prostitutas-espías en el Majestic. La creí, eso es todo. Como usted ha dicho, sin saberlo, estábamos frente a la mayor zorra de la CIA. —Le pedí a Cromwell un poco de agua y bebí en un vaso a mi disposición. Después, sin despegar mi asiento del borde de la cama, el agente me vio fruncir el ceño. Había algo que no cuadraba—. Si dice que Cameron estaba al margen de mi investigación en esa cabaña, ¿por qué entonces me llevó en su Mercedes en dirección a Catoctin Mountain la tarde en que caímos por el terraplén?

—Ese día decidió revelarle a Collins su investigación privada en la cabaña. Usted estaba desesperada y nosotros desconcertados. La noche anterior usted se marchó del Majestic con la llave de Kent, traicionando todo nuestro plan. Al día siguiente, Collins la encontró en su casa de Washington. Su marido, Larry, se hallaba ausente. Collins se vio obligado a interrogarla. Pero usted no estaba dispuesta a justificar su deslealtad hacia la misión. Ahora sé que Grubitz metió las narices entre usted y nosotros. Fuera como fuese, se negó a confesarle a Cameron dónde había escondido la llave. —El agente frunció la frente al servicio de la incomprensión—. No sabemos si por miedo o por ganas de quitarse las dudas sobre la honestidad de Collins, pero lo que hablaran esa mañana valió para confiarle a Cameron la existencia de esa cabaña al noroeste de la capital. Finalmente, todo quedaría en un intento, por intromisión de los Zharkov y su tentativa de asesinato en la carretera 77, donde perdimos la memoria de Amanda.

—No fueron los Zharkov, sino Brandon Townsend. Dentro de la carpeta descubrirá más fotografías. Esas imágenes me han acercado al recuerdo de la cara de Townsend intentando echarnos de la carretera con su Chevrolet. Brandon volvió a reparar y pintar la puerta tras el impacto contra el Mercedes de Cameron. Anoche comprobé la diferencia de tono en la pintura del todoterreno, justo en la parte lateral con la que nos embistió esa tarde.

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