Aria

Aria


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—Mantenerme al margen…, bien… ¿Y cuándo ibas a confesarme lo poco que me has contado? ¿O es que me ibas a tomar por una idiota ingenua para los restos?

—Estaba seguro de que, llegados a Washington, la televisión o la radio, o los propios trabajadores del hotel te expondrían mi vinculación real con el Majestic. Con esto quiero decirte que, al igual que tú, el noventa y nueve por ciento de la plantilla ha conocido hoy, por los boletines informativos, quién era y cómo se llamaba su jefe, ahora incluido en la lista de fallecidos en el atentado de Dubái. Cromwell lo ha decidido así por mi bien. Y yo debo acatar su orden, hasta que se le antoje resucitarme.

—¿Y se puede saber cómo diriges un hotel de estas características siendo un fantasma a quien nadie ve ni conoce?

—Durante los siete años de existencia del Majestic, y por mi expreso deseo, las competencias de la dirección, digamos, visibles han recaído en Margaret Newman, de sesenta años, discreta, precisa y fiable; y al igual que Jimmy y el señor Farrell, enterada de la existencia de mi apartamento, en el piso 23, bajo las dos plantas de la azotea. No busques su botón en el ascensor porque no lo encontrarás. Para toda persona adentrada en el Majestic, la planta 22 es el último de los pisos. Como podrás imaginar, no se me da demasiado bien eso de las relaciones públicas…

—Nadie lo creería siendo la CIA una de tus mejores amigas… —le rebatí mordaz.

—Esperaba contarte esto en el momento en el que Cameron Collins dejase de ser el punto de mira de los Zharkov. Pero por tu mala cabeza decidiste plantarte en el Burj Khalifa, mientras yo te creía a salvo en Washington; me salvas, y para colmo te adelantas a la emboscada de la CIA enfrentándote a esa puta de los Zharkov.

Mientras le escuchaba hablar, figuré el descenso de mi peso hasta alcanzar los trescientos gramos de una marioneta. Imaginé a Cameron sobre mi cabeza, con su cruceta atada a mis pies y manos, dirigiendo a su antojo cada uno de mis movimientos, desde el principio.

Lo que se había atrevido a contarme en esa tarde posiblemente sería todo, o nada.

Con rápida lógica, dilucidé que a Cameron Collins, desde su supuesto escondite en Canadá, pudiera haberle resultado imposible el manejo de la imprevisible Valentina Castro con la sola ayuda de Jimmy o de Norman Farrell. A mi mente acudió raudo el nombre de Craig Webster.

—Craig Webster… —al resonar en mi boca ese nombre, la mente fue encajando las piezas del maquiavélico puzle del que yo había sido motivo—. Él también ha participado en tu plan romántico por recuperarme…

El ambiente de confesión que habíamos construido se enrareció de súbito. Cameron se levantó del sofá para extraer un cigarrillo del paquete de tabaco traído, probablemente, por el joven Jimmy en mi ausencia. Se lo encendió con un mechero que volvió a dejar junto al tabaco. Con el cigarrillo en la mano derecha y el vaso de wiski en la izquierda, el director del Majestic se detuvo en mitad del salón para contestarme un tanto esquivo.

—Está bien… —me dijo incapaz de ocultarme lo que convendría no decirme aquella tarde—. Digamos que el señor Webster ha jugado un papel importante, sí…

—Sumamos tu cuarto aliado en el Majestic… —le dije cruzándome de brazos y viéndome por primera vez dominadora de la situación—. Vamos sacando cosas en claro, ¿no le parece, señor Collins?

Cameron se rascó la nuca, para concertar más tarde el tono adecuado que me ayudase a no perder la compostura.

—Webster no me conocía. Ni yo a él. Pero a tu llegada al club como Valentina Castro tuve que llamarle a mi despacho. Le hablé de ti. No me diste opción. No iba a permitir que fueras presa de la clientela del Golden. Ordené a Craig que te mantuviera a su cuidado, que no te dejara sola ni un momento, y que por supuesto resultases inalcanzable para cualquier tipo que se te acercara… Costeé tu sueldo y todo aquello que te compró Webster para aparentar ser la mejor de las chicas. Conseguiría retenerte dentro de esa burbuja de cristal que ayer llegaste a explotar a conciencia.

—Acordaste con Webster el juego de que los clientes apostaran por mí… —murmuré arrastrando los pies hasta el metro cuadrado en el que se mantenía Cameron.

—Funcionó —tardó en decirme—. Me dio garantías para no verte bajo ningún cabrón que no fuera yo.

No pude aguantarme. Le propiné un puñetazo en la mandíbula causándome un daño horrible en los nudillos. El vaso de wiski saltó de su mano. El mullido de la moqueta evitó la rotura del vaso a mis pies.

—¡Hijo de puta! —grité—. ¡Pues tu previsión falló, malnacido!

Le había hecho daño de verdad. Las clases de

kickboxing con Taylor retomaban su sentido. Cameron se llevó las manos a la mandíbula. Apretó los labios para no gritar. El dolor le retorció el rostro. Se lo merecía, y él mismo lo sabía. No se le ocurrió lanzarme una voz más alta que la anterior.

—¿De qué coño estás hablando…? —espetó con la mano derecha atenuándole el dolor en la mandíbula.

—¡De tu genial plan con Webster para protegerme! ¡Falló, Cameron, vuestro plan falló! —clamé—. ¡Tuve que acostarme con Qubaisi para tener acceso a ti!

—¡No lo hiciste!

—¡¿Te atreves a negarme lo que tuve que sufrir por tu maldita culpa?!

—¡No lo hiciste!

—¡Es que acaso estabas tú allí para verlo!

—Sí…

—Qué…

—Era yo —me susurró—. Yo te hice el amor aquella noche.

Al instante, me pareció que el Majestic Warrior se había derrumbado. Y yo con él. Pero los techos, los suelos, las paredes seguían en su lugar, al contrario que mi razón.

—No… Estás mintiendo… —expelí sin aire.

—Regresé de Canadá esa misma noche, sobre las diez. A ninguno de mis cuatro confidentes en el hotel les había adelantado mi vuelta. Tan solo a Webster. El único que podría darme noticias frescas sobre ti. Tenía por delante ocho horas para descansar en mi apartamento. La CIA me había organizado el vuelo para Dubái a la mañana siguiente. A las once de esa noche pedí a Webster que subiera a verme. Me habló de los buenos resultados para con tu protección. Pero cuando se le ocurrió a Webster bajar de nuevo al Golden, te halló ya enfrascada en conversaciones con Muhammad. Nos habíamos distraído. Solo esa noche…

—Estás intentando volverme loca, ¿no es así…?

—Escúchame… Al verte marchar de los privados del brazo de Qubaisi y cuando se cerró el ascensor con vosotros dentro, Western observó el indicador de alturas de la cabina. Os detuvisteis en el piso veinte. Luego, una camarera de planta le indicaría a Webster que os había visto entrar en la 2002. Craig me avisó de inmediato y bajé. Al llegar le dije que se marchara… —Cameron tomó aliento. No le hizo falta escudarse en más intentos que reforzaran su verdad, mi credulidad—. En cuanto me quedé solo, os escuché hablar tras la puerta. No tardaste en meterte en el baño. Fue en ese momento cuando me arriesgué a entrar con mi llave maestra. La única del hotel que abre todas las puertas. En cuanto Muhammad me vio aparecer, me reconoció al instante. Llevábamos tiempo conociéndonos a través de videoconferencia. Hacía un par de meses que Patrick Cromwell me había presentado a él como su contacto interno dentro del Burj Khalifa. Isaak Shameel, el bróker judío con el que habría de aliarse en su noche de cumpleaños si quería cargarse así a los rusos que le hacían la competencia en su negocio hotelero en Indonesia. Le dije al príncipe que no hablase, y que saliera por donde había entrado. Que esa noche eras mía. Quizá imaginó que tú eras mi preferida del Club y que, al igual que a él, no me gustaba que otras manos tocasen lo que fuera de mi propiedad. Tenía entendido que Muhammad llevaba encaprichado con una chica del Club algún tiempo… El caso es que Qubaisi supo entenderlo.

—¿Entenderlo? —le pregunté fuera de mí—. ¿Y qué se supone que debo entender yo ahora?

Me sentí desfallecer. ¿Cuántos golpes me tenía reservados el destino? ¿Era verdad lo que aquel miserable estaba intentando decirme? Él. ¿Su padre? ¿El verdadero padre?

Cameron acudió a sentarse de nuevo en el sofá. Se masajeó la parte del rostro que el puño le había dejado dolorida y alzó la vista al techo. A su mente acudió la imagen que tantas veces le había arrebatado el sueño:

—Me llevaron los demonios en cuanto te vi del brazo de otro hombre. Me negaba a pensar que te lo llevaras a la cama por dinero… Llegué a imaginar que el príncipe te atraía de algún modo y que…

—Haz el favor de callarte… —ordené al más que probable causante de mi embarazo.

—Pero ahora entiendo por qué lo hiciste…

—Pues yo jamás lo entenderé, Cameron…, jamás —solté con furia contenida.

—Qubaisi sería tu contacto para alojarte en Dubái, para colarte en su fiesta de cumpleaños, en el Burj Khalifa… Solo por llegar hasta mí… No sabes lo miserable que me siento al pensar que… —se interrumpió al verme incapaz de sostenerle por más tiempo la escucha.

Cameron podía estar apoyándose en una absoluta verdad. Aquella noche, en la cama con el supuesto príncipe. A la salida del cuarto de baño. Premeditada oscuridad. El wiski ingerido no me permitiría adentrarme en detalles de su físico, de su tacto cambiante. La barba, al reconocimiento de las manos, no sería ya tan tupida, tan escarpada y dura. Los brazos, las piernas, nada que ver con lo que mis ojos habían visto a la luz de la lámpara minutos antes. Aquel árabe cambió radicalmente de piel, de músculo, sin yo saberlo, sin yo preverlo. La angustia de la situación convino en apartarme de la mentira para hacerme partícipe de una realidad etílica. «Así que tengo tu hijo en mi vientre… ¿Mereces saberlo? No, mientras yo viva».

Sentado en el sofá, le vi cruzar las manos nervioso, o eso me pareció a mí. Falto de palabra o más explicaciones. Se acabó su confesión. Su verdad. ¿Debía creer yo entonces que ya todo quedaba dicho? ¿Comprendido?

No. Por supuesto que no. Mi entendimiento seguía sin llevar a la lógica lo enrevesado de su trama en relación con mi búsqueda, lo intrincado de su mentira para llevarme hasta donde él viera conveniente. ¿Y todo porque aún seguía enamorado de mí? ¿Qué tipo de maquiavélica estratagema era aquella? ¿Con qué fin? Estaba claro que no era por amor. ¿O sí?

Cameron se levantó del sofá para llenarse un nuevo vaso de wiski. Retornó al asiento tras varios segundos de silencio. Y habló:

—Bien…, pues dicho todo esto, ya puedes llamar a los rusos. En la bolsa que hemos traído del avión encontrarás mi cartera. Dentro hay una tarjeta con el teléfono de un concesionario de vehículos de lujo en Moscú. La CIA investigó esa empresa. Es de Viktor Zharkov. Diles que estoy vivo y que sabes dónde localizarme. Esta habitación será el único lugar en el que han de buscar. —Se llevó el vaso a los labios, tragó de un golpe el wiski. Coló el pensamiento en el vacío de su vaso—. Solo quería que supieras la falta que me has hecho durante estos años. Y por un impulso idiota te he metido en toda esta mierda. Lo último que deseaba en este mundo era ponerte en riesgo, que los Zharkov supieran de ti. Pero he fallado, y por ello te he perdido.

—No es de los Zharkov de los que debiste ocultarme, sino de ti, miserable cabrón… —arremetí conteniendo un nudo en la garganta.

De forma imprevista, la fuerza que durante esa hora me había recompuesto la rectitud de la mente, de todo el cuerpo, se desvaneció por completo. Caí arrodillada en la moqueta, perdida por la confusión, sin fuerzas para dilucidar si aquel hombre había entrado en mi vida con el afán de destruirme sin más, o con la intención de amarme con la misma enajenación de la que yo era víctima.

Presa del dolor más irreprimible, a la altura de las rodillas de un hombre yacía una mujer a la que el orgullo había abandonado, redimida a la fuerza de una ventura cuyo control se manejaba imposible a sus manos. Porque, entrado Cameron Collins en mi vida, los planes que mi sentido común había reflotado a sus espaldas comenzaron de nuevo a hundirse como barcos sin timón. Nada quedaría a flote. Ni mi promesa interior de formar mi pequeña familia con mi hijo y mi tía, ni mi cambio de aires lejos de amores utópicos, para beneficio de la salud mental.

No existía alternativa posible. En esa habitación, Cameron Collins sintetizaría su existencia en aras de mi salvación o perdición. En sus manos, mi vida, o mi muerte.

—Mira lo que has hecho de mí… —mi voz no era más que un frágil expirar. Un susurro moribundo mermado por el desasosiego—. Yo… ya no sé ni quién soy… Ni por qué estoy aquí contigo. Escuchando tus explicaciones… ¡Ninguna da motivo para que te perdone tanta mentira! Eres un despreciable hijo de puta… —Cameron saltó del sofá y se arrodilló alineando el rostro a la altura de mis lágrimas. Esa vez consentí que sus fuertes manos blandieran mis hombros, porque ese hombre, sin él saberlo y en ese instante de quebranto humillante, podría haber hecho con ese despojo humano todo lo que hubiese querido—. Dime, ¿qué has ganado con todo esto, Cameron, sino apartarme de ti…? Yo ya no sé quién eres…

—Lo sé. Y pagaré por ello. Mañana no volverás a verme. Te alejaré de todo. Lo juro por lo que más amo en esta tierra, que eres tú. —Con furia animal, apretó las manos contra mis mejillas. Los ojos se le tornaron acuosos a lomos de una contenida desesperación—. Pero, por favor, dime qué debo hacer para deshacerme de esta culpa que me ahoga. Dime qué debo hacer para que no me abandones con el remordimiento de saber que el odio te consumirá cada vez que me recuerdes.

—Bésame… —Levanté la mirada rota por el llanto—. Bésame, y olvidemos mañana lo que ocurra esta tarde.

Si era verdad lo que sentía por mí, debía demostrármelo; con el fuego de la carne, con el aliento de su amor.

Con impulso arrollador abalanzó los labios contra los míos. Propagó su pasión sobre mi piel con la misma entrega con la que yo la recibía. Tomó suya mi boca, tomó suyo mi cuello, mi pecho. Decidió entonces levantarme del suelo con la fuerza heroica de los brazos. Por el camino hacia mi dormitorio se deslizó la toalla que le cubría su medio cuerpo. En volandas y arrimada a su pecho no dejó de besarme, de revelarme su ansia de poseerme, de hacerme suya a placer, al deseo de su virilidad.

A oscuras, caí sobre mi cama en la

suite, y él cayó sobre mí. Aún persistía la humedad de la ducha entre sus negros cabellos. No dejó que mi tacto se entretuviera en el pelo ni dos segundos. Me lanzó las manos contra el cabecero de la cama y me sacudió todo el cuerpo a fin de deshacerse de toda la ropa que le impedía saborear mis piernas, el vientre, el sexo.

Piel con piel, alma con alma, nos entregamos al placer sin demora. Primero él, convirtiendo los senos en elixir para la mordedura. Después yo, desatando mis ganas por estremecerle con el mejor arte de mi boca. Toda una entrega para ese malnacido, sin escrúpulos para la mentira, sin conciencia para quien lo amaba.

Aquel culto a la carne incrementó al máximo nuestras ganas de hacernos uno. Con ansia de poseerme cuanto antes, Cameron propulsó el cuerpo dejando caer sobre mí todo el peso del músculo. Sentí su masculinidad emanando desde el ardor de la polla, a la entrada de mi bajo vientre. La plena gestación del hijo, unos centímetros más arriba, hizo que recuperara parte de la sensatez. Sin embargo, me vi impedida de resistirme a la dominación, al sometimiento del mismo dolor que abrió tiempo atrás la flor de mi fecundidad.

—Despacio… —le susurré al oído.

Cameron se transformó entonces en el amante que, aplacando la bestia que lo enajenaba, convertía el abrazo en un refugio para la comúnmente entregada. Cálido. Acogedor.

Me penetró sin esperas. Obtuvo de mi cuerpo una respuesta contradictoria, concebida en el fragor de la batalla donde el dolor y el placer manejaban su adversidad. Finalmente, el gozo ganaría su particular guerra.

El glorioso juego de las caderas de Cameron indujo a mis piernas a un mayor arco de apertura. Acerqué los labios al ancho de su cuello y lamí el sudor que se desprendía por aquel trozo de piel.

Lo amaba, con el mismo desencadenamiento y arraigo que la raíz del roble, hundida a perpetuidad bajo la roca milenaria. Ahora, sin el fantasma de Amanda nombrándose poseedor del amor de Cameron, me limité a disfrutar de mi propiedad, del hombre que en aquella vida me pertenecía, por signo propio. Lo disfruté, quizá por última vez.

Obtuvimos plenamente lo esperado del uno, del otro. Probó a darme la vuelta y evidenciar su deseo en la postura animal más ancestral. Después continuó volteándome, calibrando mi aguante en diversas direcciones y poses, azotándome los glúteos sin receso cual látigo desatado. En respuesta, mi sexo le respondía con lubricante paso.

No tardaron en florecer los orgasmos. La sangre me fluyó al son del éxtasis, glorioso e inimaginable. Él, sin embargo, decidió correrse dentro de mí, cerciorado de mi satisfacción y más allá del tiempo que saturaba nuestra ansia carnal.

Llegados al límite de nuestras fuerzas y tras cuarenta minutos de desenfreno ininterrumpido, sucumbimos al desgaste físico. Nos desplomamos en el colchón. Cameron me tomó en los brazos, yo me dejé querer en ese único instante de recogimiento mutuo, donde aún se podía respirar la fragancia del altruismo otorgado.

—Supongo que hasta aquí hemos llegado —le dije rompiendo un largo y costoso silencio.

—A partir de ahora cada uno ha de seguir por su camino —murmuró—. No quiero que sigas a mi lado. Es peligroso.

A tal vehemencia, la piel de su pecho se tornó áspera a mi cara. Me alejé de su tacto en la penumbra. Observé el reloj despertador en la mesilla: siete de la tarde.

Lo dejaría marchar, esa noche. O al amanecer.

Me levanté de la cama, desnuda.

Me detuve en el marco de la puerta del dormitorio.

Mi voz resonó más dura de lo que hubiera pretendido:

—Cuando mañana salgas por la puerta, no me avises. Márchate sin más. Tampoco me digas adónde vas. No quiero saberlo.

—Así lo haré —me contestó el hombre que desde esa noche hizo de mi vida un divagar sin sentido, un arrastre existencial en pos de su recuerdo opresor.

* * *

Esa tarde, probada y comparada la fortaleza de su sexo, confrontaría semejanzas. Y obviedades. Lo que mi tacto había comprobado, pero mis ojos no habían visto. Veintiocho eran los días transcurridos desde aquella noche en la que creí consumar mi papel de prostituta con aquel silente u oscuro cuerpo.

¿Fuiste tú en realidad? «Sí, Cameron. Tú eres su padre. Y esa es la única verdad a la que puedo atenerme contigo. Por lo demás, te deseo suerte. Mucha suerte. La misma que me robarás mañana con tu marcha. Porque mi suerte seguirá siendo eso. Lo que siempre fue y será. Tu suerte, mi amor. Tu suerte».

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