Aria

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Domingo, 1 de febrero de 2015

7.05 a. m., Washington.

La mañana me ofreció un despertar agarrotado. Ni cuatro fueron las horas sumadas a la continuidad de mi sueño al cobijo del sofá tres plazas del salón. No sabía muy bien por qué, pero no me había atrevido a echarme en la fría cama de mi tía Gloria.

Con los primeros rayos de sol me vería deambulando por la

suite. Eché un ojo a la zona de dormitorios. Desde el pasillo avisté el desnudo de Cameron, desplegado en todo lo largo y ancho de mi cama.

No le desperté. No iba a ser yo quien le obligara a marcharse. No sería yo quien le lanzara a la locura de enfrentarse en solitario a todo el clan asesino de los Zharkov.

Le observé la perfecta línea de la espalda. Durante la noche, ni se le pasó por la cabeza llamarme desde la comodidad de mi cama. Ahora su cama. Como todas las del hotel. Su hotel.

¿Dormir juntos? No. Había sido mejor así, por separado. Sin decirnos ni una palabra desde las siete de la tarde anterior hasta que aconteció esa mañana. Cada uno en su sitio, en su lugar. A las ocho y media, Jimmy nos trajo la cena por separado, para después dejarnos a cada uno en nuestra habitación. Él en la mía. Yo en la de mi tía. Supuse que a Cameron le habría resultado igual de insufrible habernos tenido cuarenta minutos afanados en la caricia, para después convertir la nocturnidad restante de nuestra vida en el oscuro pasillo por el que arrastrar el fantasma de lo que pudo haber sido y no fue.

Me acerqué al marco de la puerta y retuve mi atención en su dormir. ¿Tanto luchar por salvarle la vida para ahora, sabiendo de su paternidad, dejarlo en la estacada?

Pero no era yo, sino él, el que deseaba apartarnos. Y dudé sobre si la verdadera causa iría aún pareja a mi protección o si, por el contrario, mi compañía, en esas últimas horas, le había supuesto al señor Collins algo más que un freno para el avance de su investigación. Fuera lo que fuese, Cameron no me quería a su lado. Y la mujer engañada no iba a insistirle ni una sola vez, por mucho que su corazón vislumbrara el arrepentimiento en cuanto abandonase a ese hombre a su suerte.

Entorné su puerta para asegurarle la continuidad del sueño.

A un escaso cuarto de hora para que dieran las ocho de esa primera mañana de febrero, entré en el cuarto de baño y me duché, no sin antes recoger todo lo que Cameron había dejado apartado en un gurruño a los pies de la bañera: su ropa manchada de barro y la mitad de la camisa-torniquete de Alekséi Zharkov, en su buena parte ensangrentada y hecha un ovillo. Aquel trozo de tela

by Armani con la mezcla de sangres de Alekséi y Cameron se mostraba como una evidente prueba incriminatoria. Pensé en deshacerme de ella. La conciencia todavía se manifestaba en contra de mi consabida criminalidad. ¿Tirarla a la basura? No. Era arriesgado: un mendigo malintencionado o el propio personal de basuras del hotel podrían dar la voz de alarma. ¿Quemarla? Probablemente, ese sería el mejor y único método para no dejar rastro. Ya me encargaría de eso en los próximos días. Por lo pronto, una bolsa de basura recogida de la cocina me sirvió para introducir todo el ropaje y ocultarlo a la vista con un doble nudo. Duchada y ataviada con mi albornoz blanco, caminé descalza cargando la bolsa hasta el dormitorio de mi tía. Abrí una de las hojas del armario. Saqué de allí una gruesa manta verde. Introduje bajo su pliegue la bolsa de plástico. Cargué de nuevo con la manta, levantándola por encima de la cabeza, y la empujé al fondo de la balda más alta. Cerré el armario.

Al girar sobre mí me invadió por enésima vez la pesada calma de la habitación de mi tía. Oscura. Quieta. No pude obviar mi ridículo empeño en volver a inspeccionar el cuarto. Nada había sido revuelto, ni nada indicaba que hubiera habido al menos durante cuarenta y ocho horas alguna clase de vida aclimatando la frialdad adherida a la ausencia. Sucumbí ante la realidad. ¿Por qué mi tía no me había informado de su día de regreso a Washington, o al menos de la dirección exacta de su nuevo destino? ¿La casa de alguna antigua vecina, quizá?

Volví a expandir mi desconfianza sobre la cama de Gloria. Algo había cambiado en el ambiente, en la decoración. Detuve mi atención en las dos mesitas que a ambos lados escoltaban el cabecero de madera. Me extrañó el vacío de sus repisas, antes cubiertas por marcos fotográficos y recuerdos.

Exacto. Marcos. Fotografías.

Faltaban los dos retratos que las decoraban. En la mesilla de la izquierda, perenne en su posición, la foto enmarcada de mi primo Dwayne con su novia Valentina en Florida. En la otra mesilla, nuestra foto, yo subida a sus rodillas con doce años de edad, ella con cincuenta y tres. Sonreíamos felices sentadas en un campo de flores silvestres a orillas del lago Broken Bow. Aquella foto la había tomado mi tío Ben a los pocos días de la muerte de mi madre y de la habituación a mi nueva familia. En ausencia de ambos retratos, el dormitorio quedaba sumido en un ambiente vacuo, impersonal, del todo insufrible a mi vista.

Contuve en mi mente la idea de que en cualquiera de sus borracheras podría haber cogido las fotos y haberlas dejado en cualquier parte de la

suite. ¿Adónde se las iba a llevar si no?

A mi intento por desoír el inquietante despliegue de la imaginación en tiempos de incertidumbre, fui a la cocina a prepararme un chocolate. «Desayunar más para vivir mejor», esa era una de las frases preferidas de mi tía, oída hasta la saciedad en el despertar. No obstante, aquella mañana la echaría en falta de su boca. Muy en falta.

Al abrir la alacena no pude creer lo que vi. Cinco o seis cajas de chocolate a la taza (con diez sobres cada una) saturaban la balda con el peligro de vencerse contra la cara. Tanta caja de chocolate hacinada enturbió en mí la esperanza de reencontrarme esa semana con Gloria. ¿Para qué todo ese cargamento de chocolate en polvo? ¿Cuándo pretendía volver esa vieja de Broken Bow?

Y su móvil sobre la encimera, junto al fregadero. Apagado, sin batería. El no saber de ella, aunque fueran unas horas las transcurridas, me estaba provocando dolor de cabeza.

Se acabó. No había que darle más vueltas. Bastaba que una de nosotras hubiera dado el paso por el camino acertado para que la otra se convidara a seguirla hacia un destino común.

Era lo más acertado. En cuanto se fuera Cameron de la habitación, haría las maletas y abandonaría su hotel para siempre. Dirección: Broken Bow. Convencería a mi tía para quedarnos allí, alquilar una casa y solventar los gastos empleándome como camarera, ya fuera en el propio pueblo o en los aledaños. Pero ¿sería Broken Bow el mejor pueblo para echar raíces acompañando a mi tía en su vejez? ¿Seguirían sus habitantes maldiciendo el nombre de Gloria Greenwood, asesina confesa de Barbara Brennan y, a la vez, viuda del suicida Ben McGowan? Era evidente que sí. «¡Pues si no es en Broken Bow, será en otra parte! Pero en todo caso lejos, muy lejos de Cameron Collins».

Agarré el asa del frigorífico para sacar un cartón de leche… Abrí. Cerré.

La nota escrita de mi tía en la encimera. A la izquierda.

La volví a leer. Dos, tres veces.

¿A qué se refería con aquellos a los que más daño había causado? Si no iba a visitar a la hija de los Brennan, ¿a quién más frecuentaría mi tía en su periplo de perdones?

Frente a esa carta, toda hipótesis me pareció carente de cordura. Pero, efectivamente, estaba hablando de una mujer a la que la vejez y el alcohol comenzaban a mermarle la claridad de mente, manifiesta causa de mi preocupación, por otro lado.

Sin terminar de prepararme el desayuno, me marché al salón portando conmigo el misterioso mensaje escrito por Gloria. Me dejé caer en el sofá. Un terrible presentimiento comenzaría a agarrotarme los hombros. Me coloqué el papel encima de las rodillas. Sus letras comenzaron a tener cierto sentido a la cuarta, quinta lectura: «[…] temo olvidar a quienes más daño causé. Así que les visitaré el tiempo que me permitan para que no duden de que la Gloria siempre los tuvo presentes».

Su habitación, incompleta. Sin rastro de la fotografía de Dwayne y Valentina.

Las piernas me impulsaron del asiento. Lo que me acababa de pasar por la cabeza eliminó la creencia hacia cualquier motivo racional que hubiera llevado a mi tía a realizar aquel viaje.

La culpa de haber «provocado» el suicidio de su hijo en días posteriores al asesinato de Valentina era la causa, el motivo de ese extraño viaje hacia la redención. La fotografía más importante de su vida la acompañaría, allá donde fuera, allí donde se le diera su mayor sentido. «¿Qué has hecho, vieja idiota? ¿Qué has hecho…?».

La corazonada terminó por desbocarse en mi interior, y me rendí a la acción inmediata. Entré en mi habitación con idea de salir del hotel en cinco minutos. A mi deambular por la estancia, el objetivo principal se asentaba en no despertar a Cameron, entre otras cosas porque no quería que descubriese mi escapada de su fortaleza hotelera. «No volverás a controlarme. Nunca más».

Del armario saqué una bolsa de viaje y metí en ella lo necesario para pasar un par de días fuera de Washington. Regresaría más tarde para empaquetar el resto de las cosas y llevármelas al lugar donde iniciar mi nueva vida a miles de kilómetros del peligro que acechaba a Cameron.

Contemplé su dormir una vez. Solo otra vez.

Posiblemente no volvería a verlo jamás. Forcé los ojos a separarlos de su imagen plácida, durmiente. «Ten cuidado, Cameron. Mucho cuidado».

Salí de la

suite 2023. Y me sentí culpable. Miserable. Cobarde. Iban a matarle, estaba segura. Y esa vez yo no estaría allí para impedirlo.

* * *

El avión finalizó un afanoso aterrizaje sobre la pista del aeropuerto de Oklahoma. Descubrí una tierra sumida en la estampa del más crudo invierno. Esa mañana, una tormenta de nieve arreciaba con intensidad y el piloto tuvo que hacer buen uso de su experiencia para que los ciento cuarenta y tres pasajeros llegásemos a tierra de una sola pieza.

Cuatro horas habían dado su vuelta en mi reloj de pulsera desde que había abandonado a Cameron en el silencio de la

suite. Mi destino: el aeropuerto nacional Ronald Reagan de Washington. Allí constaté, aliviada, la existencia de plazas disponibles en el siguiente avión con destino a Oklahoma.

Tampoco se me presentarían serias dificultades para hacerme con una plaza dentro del pequeño avión que me trasladaría a pisar el suelo nevado de Broken Bow.

Tras diecisiete años de lejanías, las inmediaciones de su aeropuerto me resultaron un tanto irreconocibles, más si se sumaba el soterramiento de la siempre primaveral imagen del condado bajo la fuerza del temporal de viento y nieve que lo azotaba por aquellas fechas.

Aislé mi cuerpo del frío intenso abrochándome por entero mi abrigo tres cuartos. Salí del aeropuerto. En poco más de dos minutos la veintena de pasajeros que habían acompañado mi vuelta a Broken Bow se dispersaron como ardillas a resguardo. Con suma rapidez encontraron refugio en los asientos de sus enormes vehículos aparcados y preparados —todos con sendas cadenas ajustadas a los neumáticos— para lanzarse al calor de sus guaridas. Anclada en la acera, no tardé en quedarme sola, sin más medio de transporte que las piernas para llegar hasta la parada de autobús, a unos cien metros de la puerta de salida. Con suerte, a esa hora del mediodía algún autocar pasaría como vía de transporte alternativa al centro de Broken Bow. Esperaba no equivocarme.

Con los pies hundidos y con la nieve a la altura del tobillo, apoyé mi costado en el poste de la parada del bus. Las copas de los abetos —doblegadas por el peso de la nieve que habían sostenido durante toda la noche— crujían peligrosamente sobre mi cabeza. No era ese buen sitio para esperar mi rescate. Observé el bosque a mi alrededor, absorbidos sus colores por el blanco de la nieve. No recordaba haber visto en mi vida una nevada tan copiosa. Ante tal reflexión comencé a dudar del mantenimiento del servicio de autobuses en esa mañana. Yo era la única persona apostada a la espera de cuatro ruedas caritativas.

El viento gélido acuciaba el congelamiento de mi cara, enrojeciéndola al sostén de mi esperanza. A los diez minutos de tiritera, la falta de guantes me provocó en las manos la pérdida de sensibilidad. Las resguardé en los bolsillos del abrigo. A diez grados bajo cero, no sería un remedio demasiado alentador para el resto del cuerpo.

—Morirá de frío como se quede ahí parada… —Un hombre de unos sesenta años, de porte granjero, detuvo su gran todoterreno frente a mi desangelada imagen—. Este cacharro es viejo, pero sigue siendo un rompehielos. Si lo desea, la puedo acercar al pueblo.

—¿Es usted de Broken Bow? —le dije un tanto desconfiada.

—Sí, si se refiere al mismo pueblo que me vio nacer —confirmó el hombre alzando su voz al intensificarse el viento—. Y por lo que tengo entendido los autobuses no pasarán por aquí hasta que el temporal dé tregua.

Subí al coche evitando ideas catastrofistas relativas al desafortunado encuentro de muchachas con viejos psicópatas en carreteras nevadas.

Le agradecí el favor. El viejo tomó la carretera como si el mostrenco de su Land Rover se desplazara sobre raíles encima de la nieve. Calculé unos diez minutos para que avistásemos las primeras casas del pueblo a orillas de aquella carretera hundida bajo placas de hielo y nieve.

El camino hacia Broken Bow se extendía a través de un tupido arbolado. Sentí un escalofrío al trasladar mi distracción hacia la espeluznante frondosidad a ambos lados del camino. Me obligué a retirar la mirada y enfocar la atención en un pequeño medallón con la imagen de Jesucristo pegado al salpicadero.

—Hacía décadas que no te veía por aquí, jovencita —me soltó el hombre con cuidada barba y ojos cansados. Me sobrecogió la gravedad de su voz, sacada como de ultratumba. Enseguida el desconocido apreció la confusión en mi rostro—. Sobrina de los McGowan…, ¿a que no me equivoco?

—Así es… —le contesté, no extrañada de su memoria de caballo. Como él, cientos de ancianos repartidos por todo el condado, sin otro ocio que el recuerdo de tiempos mejores—. Tiene usted una memoria prodigiosa —le alabé sin gana.

—Nunca olvido una cara criada en Broken Bow. Por mucho que te obligaras a llevar esas gafas horribles, hoy día te hubiera reconocido en cualquier parte. —Contuvo la respiración y prosiguió con el tema que mis oídos hubieran deseado evitar—. Sentí mucho lo ocurrido a tu familia. Todos adorábamos a Gloria Greenwood. Siempre fue una gran mujer para este pueblo. Nunca entendí cómo pudo perder la cabeza de esa forma…

—¿La ha visto usted por aquí en estos días? —aproveché a preguntar—. Quiero decir…, ¿ha oído que hubiera vuelto al pueblo?

—No. Por lo que yo sé, vuestra casa, la cafetería, siguen cerradas a cal y canto. La

casa de los suicidios la llaman los chavales de hoy. Han inventado leyendas con el fantasma de tu tío… No hagas caso…, tonterías de pueblo. Aunque son los padres al final los causantes de que sus hijos digan y hagan barbaridades. —Me miró con simulada preocupación—. Discúlpame, no debí contarte esos disparates.

—No importa —le contesté, no muy convencida del descuido de su boca.

El mundo se me vino abajo al corroborar que mi tía ni tan siquiera se había atrevido a pisar su casa de Broken Bow, el primer lugar al que mi olfato hubiera recurrido nada más llegar al pueblo.

A los cinco minutos de conducción, las primeras lápidas del cementerio Crow Hill comenzaron a salpicar de pintitas negras el lienzo blanco del temporal. Incansable, la ventisca se agolpaba contra el parabrisas a fuerza de infernales remolinos de nieve. Fue en ese instante cuando un sudor frío empezó a descompensarme la temperatura del cuerpo. La mirada taciturna me cambió de repente, asomándose al borde del pánico.

—¡Pare aquí! —le grité al hombre.

—¿Cómo? ¿En el cementerio? ¿Estás loca, niña?

—¡Pare, le digo!

El corazón se me agolpó en la garganta. Negué la conjetura venida a mi mente. Cualquier hipótesis me valdría para seguir adelante con mi vida. Cualquiera menos esa, por Dios, menos esa.

El viejo se vio obligado a reducir la velocidad del coche observando cómo abría mi puerta y saltaba al vendaval de nieve cual loca suicida.

—¡Vuelve, chica! ¡No puedes salir con la que está cayendo!

Corrí sin apenas tomar aire. Un frío capaz de helarme los pulmones se abrió paso por la nariz. Me tapé la mitad de la cara con el cuello del abrigo por mera cuestión de supervivencia.

La tormenta de nieve dificultaba la visión más allá de los dos metros de mi carrera. Era imposible averiguar si el camino tomado entre las lápidas era el correcto. En segundos, el manto blanco de la ventisca me sumió en el más trágico desconcierto. Estaba perdida.

Sin darme por vencida, reanudé el paso a mi izquierda. Corrí unos veinte metros. Después, casi a ciegas, giré a la derecha. Los infernales copos de nieve cayéndome sin descanso sobre los párpados optaron por darme unos segundos de tregua.

Me lancé a la desesperada. El oxígeno apenas se abría paso hacia el cerebro.

El último esfuerzo en mi recorrido y allí estaría, de nuevo.

Al llegar al lugar de mi presagio me detuve en seco.

Aparté la nieve de la cara. El vendaval, incesante, me golpeaba las piernas. El equilibrio se desestabilizaba. Pero ni el tornado más devastador se atrevería a derribarme o lanzarme un paso más atrás.

Logré clavar los pies en la nieve.

Ahí estaban, las dos, a nada de ser engullidas por el temporal: la cruz herrumbrosa clavada en la tierra que daba descanso al cuerpo de Valentina Castro, y la lápida de mi primo Dwayne, a la que solo le quedaba el ancho de un dedo para desaparecer de la vista.

Hinqué las rodillas en la nieve, frente a un extraño bulto caído sobre la tierra que cubría, dos metros más abajo, el féretro de mi primo.

La angustia sobrepasó en la garganta los límites del silencio y los jadeos no tardaron en unirse al gemido espasmódico del alma.

Clavé los dedos bajo la capa de nieve.

Removí.

Primero saqué la mano, la cálida mano que me había recordado que una madre no es aquella que pare, sino aquella que ama.

Después extraje el hombro, al que tantas veces mi penar le había llorado y que otras tantas me había confortado.

Le siguió el cuello, la cabeza, ladeada al límite de la resistencia vertebral.

Contuve sobre el pecho el peso de su medio cuerpo. La abracé intentando emular el mismo amor que desprendieron sus brazos en el primer día de mi vida junto a ella.

Al incorporar el cuerpo, los montones de nieve de alrededor quebraron su lisa capa. De aquella particular trampilla de nieve resurgió un pequeño bote de plástico, vacío de tranquilizantes. Lo acompañaba una botella de wiski terminada a conciencia.

Mis cabellos sueltos se agitaron sobre el cerrar helado de sus ojos. Y grité. Grité hasta que mis cuerdas vocales quedaron diezmadas por el desgarro.

Refugié la cabeza inerte, sin conseguirlo, sobre el regazo. Y sin importarme una muerte por congelación, comencé a acariciarle el hoyito que tanto me gustaba bajo la mejilla izquierda, justo al iniciarse la curva de la barbilla.

Sus brazos se mostraban petrificados, cruzados en aspa sobre los pechos, como si necesitara proteger a ojos de la muerte los dos objetos que portaba consigo.

Me vi sin fortaleza para despegarle las manos, soldadas por la escarcha a su fino jersey azul cielo, mi regalo de cumpleaños hacía dos meses.

Me las ingenié para sacar los dos objetos por el hueco dejado en el antebrazo, a la altura del cuello.

Primero saqué uno, después el otro.

Los dos retratos desaparecidos.

Sostuve ambos marcos en las manos: en madera pintada, uno en tonos dorados —el que mostraba a mi primo Dwayne con su novia—, el otro, mucho más sencillo aunque más grueso por los laterales. Este último, donde había quedado inmortalizada mi sonrisa de niña junto a ella, calibraba un peso mayor en comparación con el del primer marco.

Dejé las fotografías en el suelo. La nieve amenazaba con volver a enterrarlas bajo su fulgurante sábana.

Un segundo abrazo al cuerpo de mi tía asentó mi enclave suicida junto a ella.

Le hablé de dolor, le hablé de abandono, le hablé de egoísmo y crueldad. Le hablé de todo lo que ella había provocado entre nosotras por su decisión de acercarle la mano a la muerte en aquel lugar y tiempo pactados. «No pudiste quedarte conmigo, vieja egoísta. No pudiste pensar un poco en mí…».

La piel sonrosada —llena de vida la última vez que la había visto— apenas se dejaba apuntar por el color violáceo que la envolvía.

El calor de su cuerpo, desprendido cual hoja marchita, habría arribado por fin al lugar donde Dwayne y Valentina pudieran aclimatar su eternidad.

El gesto, la cara, a veces tan pícara, otras tan ausente y preocupada, ahora no era más que un frágil lienzo de serenidad, liberada de la culpa por siempre y para siempre.

Calma helada, suave sonrisa de cristal tallada por el cincel de un inexorable invierno. Su invierno. Así debía ser. Enfrentada a la muerte como la alegre mujer que muchos dejamos que fuera. La verdadera Gloria Greenwood.

Al escalofrío le siguió un pausado, aunque intenso, entumecimiento del músculo. Primer indicio de congelación. Sentí las rodillas ancladas, los brazos asidos a su ángel azul.

No vería nunca el momento de alejarme de ella. Fueron los brazos del señor Harris los que nos libraron de morir congelados a mí y a mi hijo. Aquel hombre me obligó a desprenderme del cuerpo de mi tía para, seguidamente, alzarme en sus brazos, cruzar el cementerio y meterme en el todoterreno con el aire caliente de la calefacción irradiando su máxima potencia.

Harris me hablaba, pero su voz me reverberaba lejana a los oídos. Imposible darme al estímulo, a la reacción, atrapada como estaba por el

shock. El viejo me observó la mirada, desterrada de la realidad. Pensó que aquella mujer había perdido definitivamente la cabeza. Me palmeó las mejillas. No halló respuesta.

Marcó en su móvil el número de la policía del condado. A la espera de un interlocutor, el señor Harris se convidó a pensar en cuán desafortunada era, y sería por siempre, la historia de la familia McGowan.

* * *

La tormenta de nieve se resistió a abandonar el cielo de Broken Bow hasta entrada la tarde. Remitió de improviso hacia las cinco, dejando en el aire el flotar de minúsculos copos, como pavesas surgidas tras la quema de todo lo amado. Aprovechando esa calma, se ofició, media hora después, el entierro de Gloria Greenwood. El sepelio, guiado por un joven sacerdote de la localidad, fue corto, impersonal e inapropiado para la homenajeada. Pero qué importaba, a quién importaba. Ni los sacerdotes ni su iglesia nunca habían sido santo de devoción de mi tía, por lo que presentí que las últimas palabras inducidas por la Biblia a su existencia le traerían sin cuidado.

Al bajar el ataúd de Gloria sostenido por las cuerdas, mi recuerdo aún yacería en lo acontecido esa tarde, resistiéndome a creer las palabras que verificaban la realidad del por qué mi tía Gloria había hecho lo que había hecho.

Fue a eso de las cuatro, en casa del señor Harris —nada más acabar de elegir su ataúd del catálogo a la carta proporcionado por un funerario llegado de Oklahoma— cuando recibí en mi móvil la llamada de un tal señor Henderson. Se presentó como el abogado y albacea de mi tía Gloria. Su llamada sirvió para sacar mi mente de su postración e interesarse por unas palabras algo más que reveladoras.

—Hace un par de días Gloria Greenwood me encargó realizar una llamada a este número —relató el abogado con suave voz—. Me negó los motivos y la identidad del destinatario. Fue concisa: llame usted a este número el 1 de febrero a las cuatro de la tarde. Conozco a Gloria desde hace poco más de seis meses y, bueno…, me insistió encarecidamente. —El hombre tomó aire—. Y ya me ve. Aunque pensaba que su enfermedad la había enajenado por completo, al final me he decidido a llamar. ¿Podría decirme con quién hablo?

—Soy su sobrina, Madison Greenwood —vocalicé.

El abogado enmudeció. Esperó, después habló:

—Bien… ¿Y su tía le ha dejado algún mensaje que hoy por hoy yo deba saber?

Le confesé la verdad de lo ocurrido. En su alargado mutismo, Henderson entendió entonces cómo la señora Greenwood le había utilizado como clave anticipadora a los movimientos legales que deberían ejercerse tras su suicidio. Así, Gloria se aseguraba de atar los cabos que la muerte no le permitía soterrar.

Confundido y titubeante, el abogado decidió tomarse un tiempo para estudiar a conciencia el legado que mi tía le había dejado en su despacho. Colgó y volvió a llamarme a los diez minutos. El albacea acabó descubriéndome como la única benefactora de la herencia de la señora Greenwood: la casa y la cafetería de Broken Bow, el viejo Cadillac de mi tío Ben y una cuenta bancaria con cuarenta y tres mil dólares, cifra de la que ya se habían descontado —por culpa de mi carísima transformación en Valentina Castro— los consabidos setenta y cinco mil dólares redentores de Jake Brennan, amante inconfeso de la asesina de su mujer. Del mismo modo, Henderson me informó acerca del deseo de mi tía por ser enterrada junto a su hijo Dwayne en un espacio de tierra anexo, y cuya pertenencia había sido llevada a trámite el 24 de octubre de 1987, dos meses después del fallecimiento de mi primo. Un contrato de compra que, durante más de veinticinco años, había mantenido en vigor mi tía Gloria con la administración del cementerio.

—Antes ha hablado de que mi tía padecía una enfermedad… —le acucié al abogado—. No tengo constancia de que tuviera nada importante…

Henderson carraspeó.

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