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© Derechos de edición reservados.

Editorial Círculo Rojo.

www.editorialcirculorojo.com

info@editorialcirculorojo.com

Colección Relatos

© Luis Soler García

Edición: Editorial Círculo Rojo

Maquetación: Germán Fernández Martín

Fotografía de cubierta: © Fotolia.es

Diseño de portada: © Antonio López Galdeano

Producido por: Editorial Círculo Rojo.

ISBN: 978-84-9095-287-0

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna y por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor. Todos los derechos reservados. Editorial Círculo Rojo no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).»

Me gustaría dedicar esta novela a aquellos que ya no están:

A mi padre, Luis; que ayudó a educarme en libertad.

A mi primo, Manolo; que fue siempre el hermano que no tuve y que, sin saber por qué, decidió marcharse demasiado pronto.

A mi suegro, José; al que conocí lo suficiente como

para saber que era una gran persona.

Y también a los que, en los momentos difíciles,

me inspiran para continuar:

A mi mujer, Conchi; por su amor incondicional.

A mis dos hijos, Ainhoa y José Luis; por ser las luces que me guían.

A mi madre, María; por darme la vida y

preocuparse por mí cada minuto.

Y a mi suegra, Antoñi; por estar siempre ahí cuando la necesitamos.

El viaje será largo. Generaciones enteras se perderán en la noche de los tiempos, pero al fin, los grandes maestros nos conducirán de vuelta a la luz.

(Libro de Anses)

Libro primero: La desaparición

I

Aquel domingo yo había decidido comer en el Centro Asturiano de Torremolinos. Me encontraba de servicio, pero la jornada discurría de forma apacible y el tiempo invitaba a degustar un buen plato de fabada. Entonces nada hacía presagiar lo que me aguardaba. Por regla general, los fines de semana no había forma de encontrar una mesa allí —salvo que la reservases con tiempo suficiente—; pero si para algo servía mi profesión era para conseguir sitio en los restaurantes. A poco más que eso se reducían los privilegios de un policía. Antes, enseñar una placa equivalía a sacar una lámpara mágica y empezar a pedir deseos, pero en aquellos días resultaba tan inútil como un billete de metro en Venecia.

Ya en mi viejo Xsara celeste, decidí dar una vuelta. En el antiguo cruce de los bomberos, tomé dirección Arroyo de la Miel. Comenzó entonces a llover de forma débil, a chispear, como se dice por aquí. El clima invitaba a la añoranza, por lo menos a la mía. Mientras el limpiaparabrisas barría el cristal de lado a lado, recordé a Elena y a Sonia, y lo lejos que se encontraban de mí en ese momento. O lo lejos que me encontraba yo de ellas. Lo lejos que me encontraba de todo, en ese coche viejo, sobre un asfalto mojado y gris.

Encendí la radio para escuchar el fútbol. Me gustaba conducir mientras oía algo que me entretuviera un poco y, los domingos, a esa hora, los programas deportivos cumplían bien ese cometido. Antaño me consideraba un verdadero fanático del balompié; de casi todos los deportes, de hecho. Pero, en los últimos años, aquella pasión, quizás como todos los demás aspectos de mi vida, había perdido intensidad hasta casi extinguirse por completo.

Semáforo en rojo. Si en el cruce girara a la derecha, justo al pasar Carrefour, llegaría a la nueva comisaría de Torremolinos, mi lugar de trabajo, frente al nuevo parque de bomberos, a la entrada del parque empresarial El Pinillo.

Semáforo en verde. Sigo dirección Arroyo de la Miel, dejando a mi derecha el llamativo luminoso de uno de los clubes de alterne más famoso de la costa, que se anuncia con el poco modesto lema de Simply the best. Junto a él, una iglesia, supongo que para que los pecadores se arrepientan de sus actos y confiesen y purguen sus penas antes de que les dé tiempo a olvidar el sentimiento de culpa.

Mientras alcanzo el término municipal de Benalmádena, atravesando un pequeño arroyo, la lluvia se hace más intensa y no puedo desviar mi pensamiento de Elena; de su pelo sedoso, pero rebelde; de su boca apetecible, pero delicada; de su carácter tierno, pero vehemente. No puedo olvidar las conversaciones a media luz, entre susurros; ni su respiración contra mi pecho cuando se quedaba dormida sobre mí. No puedo olvidar las noches en hoteles de carretera, ni los viajes en avión junto a ella, con el brillo de su mirada antes de despegar, con su obsesión, casi enfermiza, por la seguridad. No puedo olvidar los amaneceres, el pan tierno, el olor a café y el chocolate con churros de la plaza. No puedo olvidar las tardes de lluvia, las películas repetidas, las mantas sobre el sofá y los besos a hurtadillas. No puedo olvidar nada. No quiero olvidar nada.

Ni siquiera su enfermedad.

Ni siquiera su muerte.

Una lágrima resbala por mi mejilla como una gota de lluvia sobre el cristal. Yo no he visto «atacar naves en llamas más allá de Orión, ni rayos C brillar en la oscuridad cerca de la puerta Tannhäuser» y, aun así, cuando muera, todos esos recuerdos de lo que fuimos Elena y yo «se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia»; pero a nadie le importará. Un maldito replicante, que solo existió en la imaginación de alguien, permanecerá en la memoria durante décadas mientras personas reales sufriremos el más absoluto de los olvidos. Así funciona el mundo. Así ha funcionado desde el principio.

Me torturaba la certeza de que si ella pudiera observarme no se mostraría contenta conmigo, aunque tampoco con Sonia. No entendería que no nos llevásemos bien. Qué digo llevarnos bien, esa etapa quedó atrás hace mucho, ahora ni siquiera resultábamos capaces de encontrarnos, de conversar, de mantener el más leve contacto. Más que una hija se había convertido en un puñal clavado en mi corazón. A veces sentía como si mi soledad doliera más que la de otros precisamente por aquello, porque la mía no debía serlo, porque tenía una hija y eso la convertía en menos soportable.

Por un momento, dudo si apartarme de la carretera y llorar en el arcén, desahogarme, dejar que salga lo que llevo dentro, pero eso no resultaría propio de mí. Siempre dejo todo a medias; también las reflexiones, también los llantos. Así que decido continuar mi camino, el que pronto, pensaba entonces, me llevaría a reposar junto a mi mujer.

Respiro profundamente. Abro la guantera en busca de un CD que restañe mis heridas y escojo un potente antibiótico, el remedio de todos los males. En cuanto acaba el discurso de Winston Churchill y da paso a las primeras notas de Aces High, mi corazón vive de nuevo; vive después de la muerte. Soy capaz de tararear la letra y olvidar hasta lo que no sé olvidar. Cualquiera que me observase ahora se figuraría que soy una persona feliz, alguien que sabe cómo disfrutar de la vida, de los pequeños momentos, que sabe apreciar un buen punteo de guitarra de Dave Murray mientras permanece relajado al volante.

Cuando logré recomponerme me encontraba ya en la autovía, camino de Fuengirola, rodeado de urbanizaciones fantasma a uno y otro lado. Pisos que eligieron un mal momento para su construcción componían barrios deshabitados. Busqué un cambio de sentido y di la vuelta lo más pronto que pude. El trabajo me aguardaba con los brazos abiertos. Tenía unos cuantos asuntos pendientes, más que nada papeleo, burocracia. De eso cada vez teníamos más y el domingo constituía siempre una buena oportunidad para ponerme al día. A la mayoría de mis compañeros no les hacía ni pizca de gracia trabajar los domingos, pero claro, ellos tenían una familia con la que compartir el tiempo libre. A mí, en cambio, no me parecía mal, todo lo contrario. No le hacía ascos ni a domingos ni a festivos ni a turnos de noche. Solía encontrar más interesante trabajar en ese tipo de horarios. El mundo iba menos deprisa, te daba un respiro, un tiempo para reflexionar. Mis mejores ideas surgían sin la presión del día a día, lejos de los superiores jerárquicos y las malditas estadísticas que lo inundaban todo, camuflando la realidad según las conveniencias de los que mandaban.

El mundo en general, fuera de la policía, decía adiós a los días de vino y rosas. La palabra «crisis», de ser un tabú había pasado a ocupar la mayoría de los titulares de la prensa y las conversaciones de la calle. El estado de ánimo generalizado se desplomaba, a la vez que los indicadores económicos encendían todas las alarmas. Nada parecía escapar a la ruina generalizada. Las empresas cerraban por cientos. Los inmigrantes comenzaban a regresar a sus países de origen mientras miles de españoles se planteaban, por primera vez en cuarenta años, buscar nuevos horizontes más al norte. El desempleo crecía y crecía mientras los derechos de los trabajadores se recortaban a golpe de hacha por gobiernos de cualquier color. Pero, claro, la crisis no afectaba a todos por igual. Muy pronto iba a poder comprobarlo.

Mi móvil comenzó a sonar. Tras descolgar, escuché la chillona voz de mi compañero, el subinspector Iván Corrales. Siempre que hablaba con él por teléfono, transmitía la impresión de encontrarse alterado. No importaba si me llamaba para decirme que llegaría cinco minutos tarde porque se había quedado dormido o que lo hiciera para informarme del hallazgo de un cadáver en plena calle. Con el tiempo llegué a la conclusión de que odiaba hablar por teléfono, que necesitaba observar la cara de su interlocutor para asegurarse de que entendía sus palabras.

—Emilio, te espero en la urbanización Paraíso, ya sabes, en la calle Vicente Blanch Picot, pasando el parque empresarial. ¿Cuánto tardarás?

—Estoy en el coche. Llegaré en menos de cinco minutos. ¿Qué ha pasado?

—Te lo cuento cuando vengas —contestó Corrales, antes de colgar sin despedirse.

Aquella respuesta no me gustó ni un pelo. Mi compañero solía resultar bastante directo, así que el hecho de que no me adelantase nada del asunto, me hizo sospechar que sucedería algo grave. Sin darme cuenta, pisé el acelerador para llegar los más pronto posible. Abandoné la autovía a la altura del Palacio de Congresos de Torremolinos y me dirigí sin perder ni un instante hacia El Pinillo. Dejé a mi derecha el parque acuático y comprobé que, como casi todos los domingos durante el invierno, un grupo de hindúes utilizaba el enorme y desierto aparcamiento para jugar un partido de cricket.

Intenté hacer memoria, pero enseguida llegué a la conclusión de que nunca había acudido a una llamada de aquella urbanización; sí de algunas cercanas, pero aquellos bloques llamados «Paraíso» conformaban un oasis de lujo enclavado en una zona trabajadora. Los primeros vecinos se trasladaron allí haría un par de años como máximo. La empresa constructora era extranjera, no pude recordar con exactitud si suiza o alemana, y los pisos costaban una fortuna, al menos eso había oído comentar en alguna ocasión. No representaba el prototipo de lugar al que solía acudir la policía para resolver problemas; más bien al contrario. Parecía la típica burbuja protegida de la crisis y la delincuencia. Un mundo aparte de mi mundo. Un país rico dentro de otro en decadencia en el que sobrevivíamos, a duras penas, los demás.

Corrales me esperaba en la entrada principal del recinto, junto a un par de agentes de uniforme y otro tipo vestido con traje y corbata, que resultó ser uno de los conserjes. Pude observar cierto revuelo en la calle. La gente miraba con curiosidad o señalaba hacia uno de los edificios y comentaban entre ellos.

Reconocí a los agentes; eran Hidalgo, un veterano al que le encantaba la calle, y Suso, un gallego recién llegado cuyo principal mérito, hasta ese momento, había consistido en surtir de albariño a toda la comisaría.

—Una niña de nueve años ha desaparecido —me explicó Corrales mientras traspasábamos la puerta y accedíamos al inmenso recinto interior, lleno de jardines perfectamente cuidados, bancos, fuentes y, al fondo a la izquierda, en una zona algo más elevada, una enorme piscina.

—¿Cuándo ha ocurrido?

—Esta mañana, sobre las once más o menos. Se encontraba con el padre cuando sucedió.

—¿Algún otro detalle?

—Los hechos sucedieron en un ascensor. Según el padre, subió sola y nunca salió.

Me paré en seco. Corrales no se dio cuenta y avanzó unos metros más hasta que finalmente reparó en que ya no le seguía.

—¿Me tomas el pelo?

—Ya sé que suena raro.

—¿Raro? —lo interrumpí—. Suena a mentira del tamaño de una catedral.

Mi compañero no añadió nada más. Continuamos caminando hasta llegar al bloque situado justo frente a la entrada del recinto. Varios agentes más permanecían apostados en el portal, y lo mantenían acordonado. Los saludé apenas con un gesto y, ya en el rellano de la planta baja, comprobé que el ascensor había sido precintado.

—Ya hemos mirado en el hueco del ascensor. La niña no está ahí —dijo Corrales, adelantándose a mi posible pregunta—. Pronto llegarán los de la Científica y harán una inspección más a fondo.

Intenté observar con detenimiento el lugar. Reparé de inmediato en una pequeña cámara situada en un ángulo que hacía el techo en su esquina izquierda. Le señalé el hallazgo a mi compañero, pero él ya la había descubierto con anterioridad.

—Hay cámaras en todas las plantas.

—Eso significa que muy pronto podremos demostrar que el padre miente.

—Ya he hablado con la compañía de seguridad. En un par de horas dispondremos de las grabaciones.

Iván Corrales se comportaba siempre con la misma diligencia y meticulosidad. Yo resultaba ocasionalmente más errático. A veces me gustaba seguir la ortodoxia del método policial puro y duro, pero otras podía comportarme de manera más anárquica, dejándome guiar por el instinto, aunque todas las pruebas señalasen en la dirección opuesta. Cuando eso ocurría, entraba en conflicto con él, que no aprobaba mi manera de actuar. Por suerte, yo ejercía como su superior, el que, por tanto, determinaba el camino a seguir. A pesar de todo, o precisamente por esas diferencias de carácter, formábamos un buen equipo. Después de seis años, nos respetábamos y nos conocíamos bastante. Cada uno sabía qué esperar del otro, sus debilidades y sus puntos fuertes, y ninguno de los dos había considerado nunca pedir un cambio de compañero. O, por lo menos, así había sido hasta que mi comportamiento profesional comenzó a cambiar, unos meses antes de que Ari se cruzase en nuestras vidas. Pero a eso ya llegaré más adelante, así como a las razones que me impedían compartir mis problemas con él, incluso a costa de parecer un insensato o destrozar el prestigio profesional que me había labrado durante años.

—¿Dónde se encuentra el padre? —pregunté, deseando echármelo a la cara para comprobar de qué manera sostenía una historia como aquella en mi presencia.

—En su casa. En el ático B.

—¿Alguien ha hablado ya con él?

Corrales negó con la cabeza.

—Solo los agentes que acudieron a la llamada. Explicó que ambos descendieron por la escalera, pero que, al llegar a la planta baja, justo cuando iban a acceder al aparcamiento, ella se dio cuenta de que había olvidado los patines. Le cogió las llaves, subió al ascensor y, paf, se esfumó.

—Bien, pues creo que ha llegado el momento de tener una primera charla con él.

II

—Mi compañero es el subinspector Corrales y yo, el inspector Van der Hayden. A continuación vamos a plantearle una serie de cuestiones que consideramos relevantes para la investigación. Puede que algunas ya las haya respondido a los agentes que acudieron a su llamada y otras le parecerán irrelevantes o fuera de lugar para descubrir el paradero de su hija, pero le aseguro que todas ellas nos ayudarán a hacernos una idea general que nos facilite la labor de encontrarla. ¿Comprende usted?

—Sí —asintió él.

—Dígame su nombre completo.

—José Alberto del Cid Dumas.

—¿Está usted casado, señor Del Cid?

—Sí.

—¿Y dónde se encuentra su mujer en este momento?

—De viaje. Es cirujana y ha acudido a un congreso que se celebra en Toledo y finaliza esta noche, por lo que no tenía previsto regresar hasta mañana al mediodía.

—¿Le ha comunicado ya la desaparición de la niña?

—No —respondió el padre, tragando saliva—. No he podido reunir el valor suficiente. Confiaba en que apareciera, pero en cuanto acabe de hablar con ustedes la telefonearé, sin más demora.

—¿A qué se dedica usted, señor Del Cid? —intervino Corrales, que hasta ese momento había permanecido en silencio, contemplando el inmenso salón con muebles de diseño, tarima flotante, focos incrustados en el techo y una pantalla LCD Loewe, de no menos de cincuenta pulgadas, que presidía, de forma obscena, el salón.

—Ejerzo de asesor fiscal en Málaga, en un despacho del que soy socio.

—¿Cómo se llama su hija y qué edad tiene?

—Se llama Ariadna, y tiene nueve años.

—Muy bien, cuéntenos ahora cómo sucedió todo esta mañana. Intente recordar todos los detalles, aunque tenga que detenerse a reflexionar. No tenemos ninguna prisa. No dude en decir todo lo que se le ocurra. Piense que cualquier aspecto que le pareciera poco habitual puede darnos alguna pista.

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