Ari

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Ari

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El señor Del Cid nos relató la misma historia, punto por punto, que había contado antes a los dos primeros agentes en llegar al lugar. Parecía desconcertado, como si él mismo no diera crédito a lo que nos narraba. A menudo esquivaba nuestras miradas o se perdía en la contemplación de algún minúsculo detalle del mobiliario. Otras veces giraba de improviso la cabeza en dirección a la ventana, como si hubiese oído algún ruido en el que solo él hubiese reparado. Se trataba de un tipo alto y delgado, algo desgarbado en sus gestos. No creo que tuviese más de treinta y cinco, tal vez cuarenta años. La verdad es que nunca me consideré muy bueno para acertar la edad de nadie, pese a que muchos me atribuyesen esa capacidad por el simple hecho de trabajar en la policía. El pelo lo llevaba engominado, aunque no tardaría mucho en no tener demasiado que peinar a juzgar por las entradas que le ensanchaban la frente de manera ostensible. No me pareció mala gente, la verdad. Aunque, claro, había conocido ya a tantos maltratadores, secuestradores, pederastas o asesinos que aparentaban normalidad, que había terminado por no fiarme de nadie. Incluso así consideré real su abatimiento, su perplejidad ante lo que le había sucedido, su, en cierto sentido, vergüenza por lo que nos estaba contando. Todo me pareció muy auténtico. Si actuaba, lo hacía muy bien; pero, por otra parte, si me paraba a juzgar lo que salía de su boca, no acudía a mí otro calificativo que el de «imposible».

Decidí ofrecerle un respiro para no agobiarlo, para que pudiese meditar un poco sobre los acontecimientos que nos relataba. No pretendía mostrarme hostil por el momento. Aquello no era un interrogatorio propiamente dicho, solo una charla informal, una primera toma de contacto para ir haciéndonos una idea de con qué piezas contábamos para construir los cimientos de aquel grotesco edificio que se perfilaba en el horizonte de la investigación. Quizás los vídeos de seguridad me obligasen a actuar de otra forma, pero por el momento prefería otorgarle una oportunidad. Quién sabe, puede que él no hubiese hecho nada malo. Se me ocurrió la posibilidad de un secuestro con móvil económico o una venganza personal, aunque en ese supuesto no me cuadraba del todo que hubiese acudido a la policía, y menos con tanta urgencia.

Le pregunté dónde quedaba el baño y me dirigí hacia allí por un amplio pasillo. La decoración me resultaba fría e impersonal, como copiada de una revista o un catálogo en el que los elementos encajaban entre sí a la perfección, pero formando un conjunto vacío, caro y algo recargado. Se percibía un exceso de gusto por las marcas, por los productos identificados con el lujo, como si solamente pretendieran apabullar al visitante con una demostración de poderío económico.

Apenas regresé al salón y tomé asiento sobre el magnifico sofá de piel, retomé la conversación.

—Necesito que se centre en el momento exacto de la desaparición. Vuelva a explicármelo.

Él suspiró profundamente, y me dio la impresión de que se le agotaban las fuerzas, que pronto ya no podría enfrentarse más a aquellos hechos.

—Habíamos bajado por las escaleras y, cuando estábamos a punto de salir a la calle, Ari recordó que había olvidado los patines. Se dio la vuelta y salió corriendo. Subió al ascensor. Yo regresé sobre mis pasos mientras miraba si había recibido algún mensaje nuevo en mi móvil, situándome frente a la puerta. Entonces, escuché un sonido metálico en el interior de la cabina. De repente, tuve miedo. No sé por qué, pero enseguida recordé que a mi mujer no le gusta que suba sola al ascensor. Pulsé sobre el botón de llamada. La puerta se abrió de inmediato, pero mi hija había desaparecido. Las llaves estaban en el suelo, pero de Ari no había ni rastro.

—¿Había notado algo raro en el comportamiento de la niña en los últimos días?

—¿Qué? —se extrañó.

Yo tampoco tenía ni idea de para qué había lanzado esa pregunta, ni qué relación podría existir entre el comportamiento de la cría y su desaparición en aquellas circunstancias, pero, de todos modos, decidí insistir.

—Me gustaría saber si hubo algo que le llamase la atención en el comportamiento de su hija, eso es todo.

Asintió. De alguna forma, los dos, en nuestro desconcierto, conectamos, dando por hecho que la normalidad del procedimiento acabaría esclareciendo lo sucedido.

—Lleva unas semanas haciendo dibujos bastante extraños.

—¿Antes no dibujaba?

—Sí, pero no de la misma forma.

—¿A qué se refiere?

—Un momento, se lo enseñaré.

El señor Del Cid abandonó un instante el salón, pero enseguida reapareció con un par de láminas de dibujo, que me ofreció.

En verdad, la palabra «extraños» se ajustaba bastante a la descripción que cualquiera podría haber hecho de aquello. Representaba un entorno natural, una especie de claro en el bosque, pero llamaba la atención por el empeño en completar todo el papel, en colorear hasta el último milímetro disponible. El horizonte desprendía un color entre verde y azul, dotando al ambiente de un tono acuático, como si fuese un mundo escondido en las profundidades del océano, pero a la vez luminoso y feliz. Algo abierto dentro de un universo cerrado, oculto a la gran mayoría; un arcano protegido durante generaciones por una congregación de fieles. Sobra decir que la definición de las formas distaba mucho de resultar excelente, pues Ariadna carecía de la técnica precisa para retratar con perfección los detalles, pero a cambio, aquellos dibujos ofrecían algo hipnótico, una extravagancia que te dejaba sin aliento, asentándose para siempre en tu memoria hasta, en algún momento, convertirse en una obsesión.

Tras recuperarme del impacto provocado por los dibujos, José Alberto del Cid me contó que las notas de su hija eran extraordinarias; que nos encontrábamos ante una chiquilla inquieta, pero muy inteligente y locuaz, capaz de mantener una conversación de tú a tú con cualquier adulto.

Las primeras ideas sobre la personalidad de Ariadna del Cid comenzaron a formarse en mi mente, pero, por el momento, solo como una semilla que debía florecer. Tocaba seguir preguntando. Ya habría tiempo para el análisis más adelante.

—¿Tiene usted enemigos?

—¿Enemigos? —repitió él, perplejo.

—Alguien con quien haya tenido problemas últimamente, que lo haya amenazado o que usted considere peligroso o potencialmente violento. Alguien a quien haya agraviado o perjudicado en su trabajo; algún empleado, algún cliente.

—En absoluto.

—¿Y qué me dice de su mujer? ¿Ha tenido ella algún enfrentamiento personal? ¿Le ha transmitido algún temor en ese sentido? Los médicos son ahora objeto constante de amenazas y agresiones.

—No.

—¿Está seguro?

—Sí, ninguno de los dos hemos recibido nunca amenazas o coacciones ni tenemos enemigos personales.

No encontraba una manera clara de avanzar. Cualquier cuestión que se me ocurría plantear colisionaba con la historia del ascensor. Eso me bloqueaba y me impedía progresar en mis deducciones, levantando un gran muro de hormigón contra el que rebotaban una y otra vez las ideas que pudieran ocurrírseme. Impelí con la mirada a Corrales para que continuase con las preguntas.

—¿Cuánto pagaron por este piso?

—Eh... —titubeó sorprendido—, no sé qué relación tiene eso con mi hija.

—Intento determinar su nivel económico. No solo las motivaciones personales explican los delitos, también las económicas. Alguien puede haber secuestrado a su hija para obtener dinero a cambio de su libertad.

José Alberto del Cid comprendió al instante el razonamiento de Corrales. De hecho, alguna vez había imaginado que algo así sucediera. Con la crisis y el paro golpeando a una gran parte de la población, siempre había sentido cierto rubor por la ostentación que suponía vivir en una comunidad como aquella. En ocasiones había temido despertar la envidia de alguien y que su familia o él mismo pagaran las consecuencias de esa constante exhibición de riqueza en la que habían ido cayendo con el paso de los años. No obstante, no alcanzaba a imaginar cómo alguien podría haber secuestrado a Ariadna dentro del ascensor, pero, por supuesto, era una posibilidad nada desdeñable. Al menos resultaba más lógico que imaginar que hubiese desaparecido por arte de magia, sin la intervención de nadie.

—Pagamos novecientos mil euros por él —reveló al fin.

Corrales calculó cuántas nóminas tendría él que cobrar para alcanzar la formidable cantidad que acababa de escuchar, pero acabó desistiendo mientras concluía que, con toda probabilidad, no viviría lo suficiente para reunir semejante cifra de dinero ni aunque poseyera la habilidad para subsistir sin gastar un solo euro de aquí hasta el día de su entierro. Con frecuencia expresaba su convencimiento de que nadie podía llegar a ganar tanto dinero de una forma legal, y ese mismo convencimiento le hacía mostrarse en guardia frente a personas como el padre de Ariadna. El quid de la cuestión podría estar, de hecho, en cómo había conseguido su fortuna. Puede que su hija pagara las consecuencias de los turbios manejos del padre.

—¿La crisis no ha afectado a su empresa? Tengo entendido que muchos despachos de asesores y de abogados están cerrando o despidiendo gente porque el derrumbe del sector de la construcción ha hecho mucha mella, sobre todo aquí, en Málaga.

—En nuestro caso, no —respondió con un desconcertante brillo de orgullo en la mirada—. Desde que mis socios y yo montamos la asesoría, hará unos doce años, tuvimos el claro propósito de abrirnos al exterior. La mayoría de nuestros clientes son empresas del norte y este de Europa, además de algunas asiáticas. En esos lugares, por suerte, la crisis no ha golpeado tan duro, así que hemos podido mantener la cuenta de resultados practicando un mínimo ajuste en la plantilla.

Es decir, concluyó Corrales mentalmente, que habían enviado al desempleo a un par o tres de infelices para seguir llenándose los bolsillos a espuertas y, lo que consideraba aún peor, se mostraba ufano por ello. Su prioridad absoluta era el dinero y despreciaba todo lo demás, al menos en el ámbito empresarial. Quizás en el ámbito privado actuara de otra forma, pues a menudo había conocido gente capaz de separar su vida en compartimentos estancos y representar papeles diametralmente opuestos en cada uno de ellos. Podíamos encontrarnos, pues, ante un amantísimo marido, un padre cariñoso y protector, a la vez que un despiadado hombre de negocios que no dudaba en pisar a quien hiciese falta para mantener o elevar su statu quo.

—¿Se ha sentido observado en estas últimas semanas? ¿Le ha extrañado tropezarse repetidamente con alguien en el supermercado, en el gimnasio, en el ascensor?

—No creo. No, no he tenido esa sensación.

—De todas formas —intervine—, medite al respecto. Ahora se encuentra confundido, conmocionado por la desaparición de su hija, pero con seguridad, conforme vayan transcurriendo las horas podrá discurrir con mayor claridad, y es posible que entonces repare en detalles que ahora le pasan inadvertidos. Si así sucediese, no dude en ponerse en contacto con nosotros.

—De acuerdo, así lo haré.

—Un detalle más —añadí mientras me levantaba—. Me gustaría que le dejase a los compañeros las llaves de su coche, necesitarán buscar huellas de la niña también allí.

—Por supuesto.

—También le pido que nos avise ante cualquier novedad, incluyendo el regreso de su esposa. Nos gustaría hablar con ella lo más pronto posible.

El señor Del Cid asintió mientras estrechaba nuestras manos y agradecía nuestro interés. Lo contemplé entonces sumirse en sus pensamientos, desmoronarse de inmediato, como si todas las fuerzas de que disponía se hubieran evaporado de golpe con el final de la charla. Tal vez le asustaba la llamada que debía realizar. ¿Cómo comunicar a una madre que su hija había desaparecido? La verdad, no envidiaba su posición. Sentí una cierta simpatía por aquel hombre. ¿Por qué habría tenido que inventar un cuento como el del ascensor?

—Si no se tratase de una historia tan absurda, afirmaría que nos ha dicho la verdad —le comenté a mi compañero mientras bajábamos las escaleras.

—No sé qué decir. La explicación más sencilla suele resultar la correcta, y eso significa que nadie puede desaparecer en un ascensor y, por tanto, que nuestro amigo miente.

—Pero... —mantuve el tono elevado adrede para hacerlo continuar.

—Pero me parece una persona demasiado inteligente para inventarse algo tan delirante.

—Sí, a mí también, pero habrá improvisado con demasiada prisa. Soltó lo primero que se le pasó por la cabeza, sin calibrar las consecuencias, y después no tuvo más remedio que mantener la mentira a toda costa.

—Puede ser —admitió Corrales, sin ningún convencimiento. Él presentía ya algo más oscuro detrás de aquello, pero yo no me sentía todavía capaz de apuntar en ninguna dirección. Lo veía todo borroso, gris. El señor Del Cid, excepción hecha del comportamiento que pudiésemos suponer que mantenía en los negocios, me había causado una buena impresión, y eso nublaba mi juicio y no me permitía ir más allá en mis razonamientos.

Había llegado el momento de acercarse hasta las instalaciones de la empresa de seguridad encargada de la videovigilancia de la urbanización y acabar con las especulaciones. Ambos resolvimos que cuanto antes sorteásemos aquella absurda fantasía sobre el ascensor antes podríamos concentrar nuestros esfuerzos en otros aspectos de la investigación. Debíamos avanzar con rapidez. Estas primeras horas resultaban con frecuencia decisivas en la resolución de cualquier caso. Era importante separar el grano de la paja para poder elegir la dirección correcta sin errores que más tarde pudieran convertirse en irreparables. El tiempo de sentar unas bases sólidas sobre las que avanzar había llegado.

También tendríamos que comenzar a investigar a fondo a las personas del entorno de la niña, empezando por el padre y la madre. Consideraba vital establecer si en sus biografías existía algún punto oscuro, algo que justificase una venganza de otra persona o pudiese sugerir algún tipo de orientación por su parte a la violencia. Desde luego, por las profesiones que ejercían, el tipo de vida que llevaban o su posición social, no resultaba probable que encontrásemos nada relevante, pero las sorpresas también existían en el trabajo policial.

Otro aspecto que preocupaba a Corrales guardaba relación con la importancia mediática que pudiera adquirir el caso. No me había dado tiempo a meditar sobre ello, pero enseguida comprendí que llevaba razón. El secuestro de cualquier menor siempre atraía todos los focos; y no quería ni imaginar lo que ocurriría si alguna vez salía a la luz la versión del padre sobre cómo había desaparecido su hija. Además, esa trascendencia en los medios de comunicación llevaría aparejada la presión de los políticos a los mandos para que el caso se resolviera con prontitud, para que, sobre todo, se transmitiera a la sociedad la sensación de que toda la estructura de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado se ponía a disposición de encontrar a la niña. De rebote, los mandos policiales presionarían hacia abajo y nosotros nos veríamos obligados a pasar más tiempo redactando informes y atendiendo a periodistas que desarrollando nuestro trabajo con la tranquilidad necesaria.

—Sí —admití—, esto se convertirá en un infierno si esa niña no aparece pronto.

Corrales sonrió. Conocía de primera mano lo bien que me caían los chicos de la prensa y lo mucho que admiraba su pasión por la exactitud, su lucha más allá de una foto, más allá de una frase, de un titular. Su denodada búsqueda de la verdad los había convertido en mis ídolos.

Decidíamos sobre qué coche utilizar para acudir juntos a la empresa de seguridad, cuando mi móvil comenzó a sonar. Supongo que, al identificar el nombre en la pantalla, mi cara cambió hasta de color. Lo noté en la expresión de Corrales como si me reflejara desnudo ante el mundo, indefenso ante las miradas acusadoras y repletas de preguntas que yo no podía detenerme a contestar. Al instante, imaginó que otra vez iba a marcharme, a dejarlo tirado, con la papeleta sin resolver. Yo nunca había actuado de ese modo en mis veinticinco años de policía, por eso aquellas escapadas que prodigaba en las últimas semanas, siempre iniciadas tras una llamada telefónica, estaban siendo tan comentadas entre mis compañeros.

Colgué antes de descolgar. No necesitaba hablar para saber qué debía hacer. Sentí un nudo en la garganta antes de excusarme. Él y yo sabíamos que no podía dejarlo en un momento como aquel, en un caso como aquel. Que estaba actuando de una manera irresponsable y jugándome el puesto de trabajo si algo grave sucedía en mi ausencia; pero no tenía alternativa: era mi vida la que corría peligro.

—Tengo que irme —le dije, sin ni siquiera molestarme en inventar un pretexto; ¿para qué?

—Está bien —respondió a la vez que negaba con la cabeza y se introducía en el coche, decepcionado.

Busqué el móvil y devolví la llamada.

—¿Dónde estás? —pregunté.

—No me gusta que me cuelguen —fue su cortante respuesta, pero afortunadamente la música de fondo me indicó el sitio al que acudir, si deseaba seguir viviendo.

III

José Alberto del Cid contempló desde su ventana cómo primero el subinspector Corrales, en un Ford Focus gris, y después yo, el inspector Van der Hayden, en un Citroën Xsara celeste, abandonábamos el lugar para continuar con nuestra labor. Componíamos una pareja dispar. Corrales tendría más o menos su edad, treinta y muchos; era alto, de pelo moreno muy corto y de complexión fuerte, aunque con una voz chillona que contrastaba con su aspecto atlético de galán de cine. Yo, por mi parte, estaba ya entrado en años, y en carnes, pero conservaba una tupida cabellera castaña y una intensidad poco habitual en la mirada de mis pequeños ojos marrones. Ambos le parecimos competentes y dispuestos. Deseaba con todas sus fuerzas que fuésemos capaces de traerle pronto de vuelta a su pequeña. Los minutos se alargaban cada vez más y su cabeza podía estallar de un momento a otro si la situación no se resolvía de forma rápida y favorable. No se encontraba capaz de resistir si las circunstancias se prolongaban. Por un instante se identificó con lo que podían llegar a sufrir las familias de personas que llevaban años desaparecidas; su incertidumbre, su pesar, el pecho aplastado por el peso de una vida extraviada, de un suceso traumático que, a partes iguales, les otorgaba el impulso que necesitaban para continuar viviendo, pero los mantenía malditos para siempre.

El clima seguía revuelto. No llovía, sin embargo, en la última hora había aparecido un desagradable viento de levante que provocaba que la humedad hubiese aumentado y que el frío calase hasta los huesos. Una bandada de pájaros se levantó de un árbol cercano. Adivinó que la lluvia no tardaría en regresar. Como correspondía a la jornada dominical y a esa hora de la tarde, el tráfico escaseaba. En cambio, no menos de una veintena de personas permanecían expectantes a las puertas de la urbanización, atraídas con toda probabilidad por los coches patrulla aparcados en la entrada y a la caza de noticias o rumores que poder comentar con sus vecinos o sus compañeros al día siguiente. En su mayoría, se trataba de gente que residía en las urbanizaciones cercanas, incluso en la suya propia, que se había visto sorprendida por la abundante presencia policial y había ido alimentando el runrún de lo que pudiera haber ocurrido para justificar semejante despliegue.

Se dejó caer sobre el sofá y encendió el televisor. Durante un rato zapeó por los diferentes canales e intentó olvidar, dejar la mente en blanco y descansar por un momento; escapar del infierno en el que había entrado de forma tan abrupta. Solo unas horas atrás su vida transcurría con la normalidad propia de un domingo casero, sin demasiado brillo, pero con la promesa de un día sin obligaciones, disfrutando de la falta de horarios y objetivos que cumplir. Ahora, por el contrario, el brillo le deslumbraba y amenazaba con detener su vida para siempre en aquel funesto instante. Si Ari no aparecía el tiempo dejaría de existir, de tener sentido; el invierno se quedaría para siempre.

Suspiró y se llevó las manos a la cabeza. Pronto la encontrarían. Todo esto tenía que tener una explicación, un motivo. Alguien marcaría su número y le contaría que había encontrado a su hija perdida y que se acercara a recogerla. Sí, exactamente eso sucedería. Solo era cuestión de horas, aunque le resultasen eternas. A Ari no podía haberle sucedido nada malo. No. Nunca. No a su pequeña. No podía ser y punto. Cualquier otra perspectiva, cualquier otro planteamiento o posibilidad la expulsaría de sus pensamientos como a un hereje del reino de los cielos.

De repente, un trueno sobrecogió la tarde. La lluvia se desató con una furia inusual y los relámpagos iluminaron el cielo de forma macabra. La tempestad inundó el mundo. Los policías corrieron a guarecerse, unos en la caseta del conserje, otros en el interior de su portal. Los curiosos se dispersaron blasfemando y los perros comenzaron a ladrar por doquier. La negrura lo cubría todo. El infierno, su infierno, se había materializado y amenazaba con destruir cualquier refugio, con socavar cualquier esperanza, con derribar cualquier muro, por maravilloso que hubiera podido parecer. Ya no había nadie en las calles; ni las ratas se atrevían a salir de sus madrigueras por miedo a que un rayo las fulminara sobre el mojado asfalto, estampando su silueta en él para siempre.

Miró el reloj y comprobó que acababan de dar las cinco. Eso significaba que la sesión de clausura estaría ya en marcha y no le resultaría sencillo contactar con Olivia.

En efecto, el móvil de su mujer se encontraba apagado o fuera de cobertura. Tendría que haberla llamado en cuanto sucedió todo. Esa manía suya de postergar lo impostergable, de retrasarlo hasta que no quedara más remedio, hasta el preciso instante en el que se convertía en un problema, le exasperaba; pero, a la vez, le resultaba imposible de corregir, parecía que fuera algo inherente a su personalidad, grabado en sus genes desde el momento mismo de su concepción.

Procuró recordar dónde había guardado el papel con el número de teléfono del hotel de Toledo, que su mujer le había dejado anotado. Al parecer, según le contó ella, en Internet los datos de contacto no figuraban actualizados. Se maldijo por no haberlo memorizado en la agenda de su móvil, como había pensado en varias ocasiones. Buscó sobre la mesa de su despacho, en el mueble del recibidor y en la cocina. Revolvió unos cuantos cajones repletos de papeles antiguos, folletos de publicidad, viejas facturas y otros elementos que deberían haber acabado en la basura hacía ya mucho tiempo; pero no encontró lo que necesitaba.

Se levantó nervioso y frustrado, y decidió utilizar su iPad. En unos segundos encontró la web del hotel en el que se celebraba el congreso al que había acudido su mujer, y en el que también se alojaba. Cabía la posibilidad de que la página se encontrase ya corregida, y si no probaría con algún servicio de información telefónica.

Marcó el número. Rápidamente atendieron su llamada.

—Me llamo José Alberto del Cid. Mi mujer participa en el congreso médico; su nombre es Olivia Madueño. Necesito comunicarme con ella de inmediato, por un asunto muy grave.

—Perdone —dijo el recepcionista—, ¿ha dicho que participa en el congreso médico?

—Exacto.

—Lo siento, señor, debe haberse confundido, aquí no hay ningún congreso médico.

—¿Cómo? ¿No hablo con el hotel Plaza, de Toledo?

—Sí; pero le repito que aquí no se celebra ningún congreso médico. De hecho, la sala habilitada para ese tipo de eventos lleva varias semanas cerrada por reformas.

IV

En pocos lugares el contraste entre el invierno y el verano se hacía tan patente como en el paseo marítimo de La Carihuela. En agosto iba repleto de gente, de ruido y color; de diferentes idiomas y de todas las edades; de niños que corrían y padres que charlaban animadamente mientras decidían en cuál de las cientos de terrazas o de las decenas de chiringuitos tomarían una copa frente a la maravillosa vista azul del Mediterráneo. En febrero, con el azote del viento de levante, resultaba un lugar inhóspito, por el que solo unos pocos temerarios nos atrevíamos a transitar. La mayoría de bares, por no decir todos, permanecían cerrados a la espera de que la Semana Santa les despertara de su periodo de hibernación; y en la playa, grupos dispersos de gaviotas ocupaban el lugar de los turistas tumbados sobre hamacas de madera blanca o plástico, incluso, en los últimos tiempos, de camas balinesas rodeadas de cortinas blancas para ofrecer intimidad a sus ocupantes; aunque, en mi opinión, desentonaban con el entorno playero y reflejaban el deseo de notoriedad tan propio de la estupidez humana.

Yo prefería aquella versión invernal y solitaria, por eso había aparcado deliberadamente lejos de mi destino y había elegido disfrutar de la mar rompiendo contra el rebalaje, en lugar de buscar el resguardo de las calles paralelas. Me gustaba el olor a salitre que transportaba el viento en días como ese. Me ayudaba a pensar. Me hacía sentir más libre, más insignificante, más consciente de mis limitaciones ante el rugido de la naturaleza y de mi ubicación real en el universo. En definitiva, más próximo a mí mismo.

Un grupo de surfistas, no más de ocho o diez, abandonaba la playa con sus trajes de neopreno y sus tablas mientras comentaban sus hazañas y señalaban con fastidio al cielo. Un viejo pescador, tal vez el último de aquel que un día se consideró un barrio de pescadores, se adentraba en la playa para echarle un vistazo a su chalana y comprobar que se encontrara a salvo del temporal. Dos parejas de guiris, de no menos de ochenta años cada uno, paseaban con chubasqueros amarillos y pantalones cortos mientras, supuse, se quejaban del tiempo, más propio de su país de origen que de la Costa del Sol. El cielo adquirió un color extraño, inquietante. Amenazaba tormenta, así que aceleré el paso.

El sitio al que me dirigía se encontraba en una estrecha calle en tercera línea de playa y muy cerca del hotel Lago Rojo. Allí, en una antigua casa de dos plantas, vivía Duende, la persona que me había llamado por teléfono hacía diez minutos y que consiguió que abandonara mi puesto de trabajo en el transcurso de una importante investigación policial. Supuse que necesitaba dinero, pero yo también lo necesitaba a él. Llevaba días sin noticias suyas y los picores iban empeorando hasta convertirse, a menudo, en dolor.

Unos pocos meses atrás, en los primeros días de octubre, empecé a sufrir molestias estomacales. Al principio no les concedí ninguna importancia, pero a medida que pasaban las semanas, fueron en aumento. Tenía una sensación muy rara dentro de mí y la clara conciencia de que algo no iba bien. Un mes y medio más tarde, decidí por fin acudir al médico. En un primer instante valoraron la posibilidad de que padeciese algún problema de próstata, sin embargo, tras unas pruebas que reflejaban una extraña y preocupante sombra, me diagnosticaron un tumor en el hígado y me ingresaron en el hospital para seguir haciéndome pruebas y determinar el tratamiento a seguir. Tras unos diez días, me comunicaron que el tumor era demasiado grande, y aunque no había signos de que se hubiera extendido a otros órganos, resultaba muy tarde para actuar.

—Tenemos un medicamento nuevo, en fase experimental, que podría incrementar tus expectativas de vida —me propuso una joven doctora de rostro angelical.

—¿De cuánto tiempo hablamos? ¿Cuánto me queda?

—De tres a seis meses —contestó ella con frialdad.

Supuse que, a pesar de su juventud, habría comunicado ya muchas noticias como aquella, y de ese modo había acabado por abstraerse del significado de las palabras que salían de su boca; de la condena que suponían para su interlocutor.

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