Ari

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La reunión del equipo se celebraría a las ocho en punto. Esta vez, el lugar elegido fue el despacho del comisario. En efecto, tras informar a última hora de la tarde a Palacios del avance de la investigación, este había decidido estar presente en la próxima reunión, para mantenerse así al corriente de todo y ayudar en la toma de decisiones.

Tras aparcar en el recinto de la comisaría, mientras me dirigía hacia la puerta, caí en la cuenta de algo que, de repente, me liberaba un tanto de ese doble juego en el que temía verme obligado a participar.

Olivia Madueño. Ella se convertiría en mi tabla de salvación, pues, en el fondo, tanto Duende como la policía necesitaban llegar hasta ella. El objetivo, pues, era el mismo y, aunque puede que con métodos y consecuencias diferentes, si al final la encontrábamos, el planteamiento inicial no tendría que suponer ningún conflicto de intereses. Podría, junto a mis compañeros, dar el máximo para localizar a la madre de Ariadna, pues en eso la investigación policial había obtenido la misma conclusión que Duende: ella era la responsable de la desaparición de su hija. Sin duda, ninguno de mis compañeros adivinaría jamás cómo había desaparecido realmente. El ascensor permanecería para siempre en la carpeta de los misterios sin resolver, pero tal vez, si conseguíamos dar con su paradero, yo podría plantearle que conocía la verdad, tomarla por sorpresa para, de ese modo, apelar a su condición de madre, volviéndola más vulnerable.

Cuando el secretario de Palacios me hizo pasar, solo Pat Santos no se encontraba presente. Sentados a una gran mesa redonda, aguardaban Mediavilla y Corrales, en silencio, mientras el comisario, sentado tras su mesa de trabajo, mantenía una conversación telefónica de índole privada, algo referente a sus hijas.

Un par de minutos más tarde, entró Santos, y casi al tiempo, Palacios colgó el teléfono y, tras un breve instante en el que pareció estar meditando sobre sus próximas acciones, se levantó de su elegante sillón de cuero y se sentó junto a nosotros. Como siempre, lucía impecable un traje oscuro con camisa blanca y corbata roja.

—Emilio, podemos empezar.

Tomé la palabra para resumir todo lo que habíamos hecho hasta ese momento. Todavía no se habían cumplido ni cuarenta y ocho horas de la desaparición de la niña y los progresos resultaban tan sorprendentes como la desaparición en sí misma. Habíamos visitado los centros de trabajo de los progenitores de Ariadna, e incluso, siguiendo las indicaciones de Palacios, yo mismo había viajado hasta un pueblo de Córdoba, La Carlota, para entrevistarme con Nuria Aguilar, una antigua compañera de trabajo de la madre. Podíamos, ciertamente, establecer a Olivia Madueño como sospechosa y, más allá de que se nos escaparan los detalles concretos que sucedieron en el interior del ascensor, y si tuvo o no la ayuda de otras personas, podíamos centrar todos nuestros esfuerzos en encontrarla. Esa fue la conclusión final de mi relato, la propuesta de que los cuatro nos centrásemos en la madre, aparcando, por el momento, cualquier otra vía de avance.

Palacios tomó entonces la palabra. Nos felicitó por la rapidez y la diligencia de nuestras actuaciones, a la vez que, sin ningún tipo de rubor, se atribuyó gran parte del mérito; pues, al principio, antes de que hubiésemos investigado nada, ya nos adelantó que la madre era una «hija de puta».

—¿Qué haremos ahora? —inquirió.

—Opino que lo primero debería ser controlar sus movimientos económicos, tanto de su cuentas bancarias como de sus tarjetas de crédito. Ahí podemos hallar alguna pista sobre lo que hizo en el último mes, en el que se encontraba de excedencia. Incluso, con un poco de suerte, también podríamos descubrir su paradero actual.

—Además —propuso Mediavilla, que esa mañana se mostraba especialmente radiante, como si la guiara un renovado optimismo que la hacía brillar—, deberíamos hablar de nuevo con el padre. Quizás, sabiendo que su mujer no había acudido a trabajar en el último mes, haya podido reflexionar y reparar en algún detalle que le sorprendiera en las últimas semanas y que, hasta ahora, pasara por alto.

—Tampoco sabemos nada de su círculo privado, aparte del marido, claro. Habría que saber si tenía amigos cercanos, ya fuera en el trabajo o no. Si tiene hermanos, padres, etc. A lo mejor alguno pueda darnos la clave para llegar hasta ella o, incluso, pueda haber actuado como cómplice —aventuró Corrales.

El ánimo de todos resultaba excelente. Persistía la preocupación por el paradero de la niña, pero haber podido dilucidar con tanta rapidez el nombre de la responsable insuflaba esperanza al equipo. Yo, por mi parte, confiaba en aprovechar el tiempo en el que nuestros caminos se cruzaran con un mismo objetivo para alejar de mi mente el sentimiento de culpabilidad, dejándolo por el momento aparcado hasta mejor ocasión.

Palacios me miró directamente a los ojos. Los suyos se encontraban rodeados por un anillo de arrugas que, sin embargo, dejaban escapar la astucia de su propietario como una auténtica seña de identidad.

El equipo aguardaba el momento en el que el comisario se decidiera a romper el silencio e iluminarnos con sus palabras. Pero, como de costumbre, Palacios hacía alarde de paciencia aun a costa de ponernos de los nervios. La pierna de Pat subía y bajaba sin parar, en un extraño frenesí que supuse que solo se detendría cuando pudiera al fin ponerse en marcha.

—Necesitaremos órdenes judiciales para acceder a las cuentas y a las tarjetas de crédito de la doctora —advirtió mientras apretaba el nudo de su corbata hasta el límite en el que una persona normal se hallaría al borde de la asfixia—. Haré unas cuantas llamadas para allanaros el terreno.

—Gracias —dijimos los cuatro al tiempo, como si constituyésemos un coro de fieles que agradecen a su señor por cualquier bagatela que tenga a bien regalarles.

—Es hora de ponerse en marcha. Sería un gran triunfo para nosotros, y para la policía en general, encontrar sana y salva a esa pobre chiquilla —expuso mientras su mirada se perdía mucho más allá de aquella mesa, de aquel despacho, y sonó como si en realidad el triunfo fuera a ser para él, y para nadie más—. Emilio —prosiguió dirigiéndose a mí, pero aún con la mirada perdida en un horizonte muy lejano—, te pido estar informado al instante de cualquier novedad referida al caso.

—No se preocupe, comisario, así lo haré.

—Bien, eso es todo. Las líneas de investigación que habéis propuesto me parecen acertadas. No olvidéis que participamos en un juego contrarreloj. Desconocemos los propósitos de Olivia Madueño, por lo que debemos avanzar todo lo deprisa que podamos.

Después de una breve pausa, en la que pareció sopesar la conveniencia de decir algo más, se puso en pie y todos dimos por hecho que la reunión había concluido; en especial Pat Santos, que en menos de lo que canta un gallo había abandonado su silla y enfilaba a toda velocidad la puerta del despacho, cuando, inopinadamente, Palacios volvió a hablarnos.

—¿Debería comprarle un móvil a mi hija? —preguntó.

—¿Cómo dice? Acertó a decir Santos, tan desprevenido como el resto, pero con más reflejos que ninguno.

—Me refiero a la pequeña, claro, la mayor tiene veintitrés años; pero Carla aún no ha cumplido los doce y me pregunto si hago lo correcto comprándole uno o si, por el contrario, interferirá en sus estudios.

Los cuatro nos miramos sin saber qué decir. Noté la presión del resto, impeliéndome a asumir mi responsabilidad como jefe del equipo para dar un paso al frente y encarar un reto como aquel.

—¿Quiere que le sea sincero? —pregunté retóricamente, con la única intención de ganar tiempo.

—Por supuesto, Emilio, adelante, aquí estamos entre amigos. Además, usted también es padre.

—Pues verá, comisario, en unas circunstancias como las suyas, me refiero al divorcio, cualquier decisión que tome estará mal.

Palacios me miró en silencio, como intentando comprender qué significaban mis palabras. Su gesto se tornó más serio. Por un instante temí que no le gustara lo que acababa de decirle y me echase de allí con cajas destempladas; pero, por suerte, no ocurrió.

—Tienes razón, Emilio. Si se lo compro, la madre me acusará de distraerla de los estudios, de que solo le hago regalos para compensar mi ausencia y comprar su cariño. Si, en cambio, no se lo compro, puede acusarme de tacaño, de gastar el dinero en mis caprichos en vez de en mis hijas.

Hice un gesto de asentimiento. Él me devolvió una mirada cómplice, no exenta de gratitud, algo que rara o ninguna vez había percibido en el comisario.

En cuanto abandonamos el despacho de Palacios, nos dirigimos al mío, dejando a nuestro jefe sumido en sus cavilaciones sobre la conveniencia o no de hacer regalos a sus hijas. Supuse que el resto de la mañana lo pasaría así, sin dedicar ni un minuto a ningún otro asunto, pues con frecuencia sus prioridades no coincidían para nada con las de su profesión.

Había que repartir tareas y comenzar la búsqueda de Olivia Madueño sin más dilación, y eso es exactamente lo que hicimos.

VII

¿A quién correspondía la imagen del espejo? A ella no, desde luego. Ella poseía un pelo largo y moreno; bonito, sedoso; no tan corto y de un rubio tan artificial. Sus ojos destellaban verdes, no necesitaba de lentillas de color azul para llamar la atención. Ella presumía de que lo más importante en su vida era su hija, nunca podría haberla entregado a otros, como había hecho la mujer frente al espejo.

Suspiró. La cabeza aún le daba vueltas. La noche anterior había bebido demasiado. No acostumbraba a probar el alcohol, y cuando Ian se marchó aún pidió otras dos copas. En el camino de regreso, sintió ganas de vomitar en varias ocasiones, sin embargo, no logró hacerlo y eso empeoró su estado, pues hubiera supuesto un alivio poder expulsar todo el alcohol que acumulaba en su interior.

Salió a la terraza. El mar, tras varios días encrespado, había recuperado la calma. El sol reinaba en un cielo diáfano, mientras bandadas de gaviotas se posaban cerca de la orilla. Solo vestía un pijama azul sobre la piel, así que pronto sintió frío y entró de nuevo.

Decidió tumbarse en el sofá del pequeño salón de paredes blancas y echarse una manta por encima. El apartamento podía parecer pequeño, pero resultaba ideal para sus propósitos. Disponía de un dormitorio, una exigua cocina, un minúsculo cuarto de baño, además del salón y la pequeña terraza frente al mar.

Ella no figuraba como propietaria del inmueble. Su dueña, Ascensión Risdruejo, era una antigua paciente suya, muy agradecida por haberle salvado la vida, con la que entabló cierta amistad. La señora, que se acercaba a los ochenta años, residía en Antequera, y solo usaba el piso, en compañía de algunos familiares, durante el verano. El resto del año, el apartamento permanecía vacío y a su entera disposición.

Fijó la mirada en el techo. Una araña iba y venía, inquieta, como si no encontrara una buena ubicación para tejer sus telas. Permanecer allí, ociosa, inactiva, la desesperaba. Su hija se encontraba prisionera en un lugar que no figuraba en ningún mapa y del que, por mucho que le hubiera insistido Ian, nunca saldría. Los miembros de El Claustro la usaban, como al resto de niños allí retenidos, para conseguir energía, nada más. Las posibilidades de que alguna vez fuese despertada no existían.

Lloró.

Se sentó y agachó la cabeza mientras con las manos se cubría los ojos. Se preguntó qué había hecho, cómo había sido capaz de entregar a Ariadna a una vida sin futuro, de acabar con todos sus sueños, con todas sus esperanzas. Se sintió la persona más rastrera del universo; un ser despreciable, una traidora a su sangre, sin excusas, sin perdón, sin nada que nunca pudiera redimirla de la felonía que había cometido.

Muchos años atrás, en una etapa que ahora resultaba borrosa y salpicada de huecos sin rellenar, se había empeñado en que Elías, uno de los miembros de El Claustro, se convirtiese en su maestro. Pretendía elevar su habilidad hasta el máximo, transformarse en una experta, y él parecía el único capaz de llevarla a alcanzar esas cotas; pero, por supuesto, no se dedicaba a perder el tiempo en enseñar a jovencitas ambiciosas y con aires de grandeza. Cuando al fin consiguió conocerlo en persona, él quedó fascinado por su potencial. Su energía resultaba vibrante, intensa, destacaba como un diamante en mitad de un mercadillo callejero. Incluso así, la rechazó. Ella, lejos de rendirse, lo acosó durante semanas, hasta que, al fin, él la citó para pasear por Hyde Park, en Londres, y proponerle algo.

—¿Qué estarías dispuesta a dar por convertirte en mi discípula? —le preguntó, ladeando la cabeza hacia su derecha, con una voz profunda, como salida del interior de un túnel.

Cualquier cosa. Todo. El mundo entero, si pudiera e hiciese falta. Olivia Madueño ansiaba tanto aumentar su poder, que habría aceptado cualquier condición, sin valorar las consecuencias, imaginando tan solo lo que podría llegar a crecer en su arte junto a aquel enigmático maestro que caminaba junto a ella con una gabardina gris y una gorra oscura.

Permaneció en Londres durante cinco años. Para ser sinceros, Elías tampoco le prestó demasiada atención. Viajaba con frecuencia y no puede decirse que mantuvieran un contacto regular, si bien era cierto que la llamaba de vez en cuando, casi siempre a horas intempestivas, y le mostraba nuevas formas de magia corporal. Le hablaba de cómo transcender por uno mismo, sin necesidad de mentor. Le relató su vida, desde su nacimiento en la ciudad santa de Jerusalén, hasta su entrada en El Claustro, más de veinte años atrás.

En una noche típica de la capital inglesa, cubierta por una abundante capa de niebla, apoyados en la barandilla de un puente sobre el Támesis, con una magnífica panorámica de las Casas del Parlamento delante, y el London Eye a la espalda, se despidió de ella.

—Me queda poco tiempo —reveló.

—Maestro...

—La muerte resulta algo natural. —La atajó.

—¿Está enfermo?

Él sonrió con amargura mientras la mirada de sus ojos grises se perdía en las aguas del río.

—Alguien pondrá fin a mis días.

—¿Cómo?¿Quién? —acertó a preguntar Olivia, sorprendida mientras otras muchas cuestiones acudían a su mente.

—Nadie sale de El Claustro sin más. Yo me he enfrentado al resto, y pagaré por ello. Así funciona.

Olivia quedó petrificada. No le entraba en la cabeza que Elías pudiera acabar así, ejecutado a manos de sus propios compañeros. En aquel instante, descubrió que desconocía muchos aspectos sobre el funcionamiento de su mundo. La habían despertado a su habilidad, pero nadie le había dado una lección sobre las costumbres, el gobierno o las leyes que regían La Frontera. Acaso su maestro hubiese infringido alguna, o puede que su único delito consistiera en cuestionar las decisiones de los demás, pues en ocasiones le había hecho comentarios nada favorables hacia el resto de miembros de El Claustro. ¿Podía eso justificar su muerte?

—¡Pero no pueden matarle! —clamó ella, con una ingenuidad sobrecogedora.

Intentó sonreír de nuevo, aunque en esa ocasión solo logró componer una extraña mueca que dejaba al descubierto la perfecta e inmaculada dentadura que poseía.

—Seguro que encontrarán una buena excusa para hacerlo. Ellos pueden llegar a ser muy creativos, cuando se lo proponen. No soy el primero que acaba así.

—¿Y por qué no escapa?

—Nadie puede escapar.

La niebla comenzó a levantarse al tiempo que arreciaba la lluvia. Corrieron a refugiarse en la estación de metro más cercana, la de Westminster. Se subieron al primer tren que pasó, sin preocuparse demasiado por el destino.

—Olivia, debes continuar tu camino sola. Has aprendido mucho en estos años. Ahora ha llegado el momento de crecer desde dentro, desarrollando por ti misma tu habilidad.

Ella asintió. Hacía meses que sopesaba la idea de regresar a España y ejercer la medicina. Siempre había creído en la necesidad de mantener el contacto con el mundo de los dormidos, aspecto que no todos compartían, ni siquiera comprendían, en La Frontera. Algunos consideraban que mezclarse con aquella otra realidad, resultaba, en cierto modo, rebajarse, tratar con inferiores. Existía un sentimiento de superioridad muy generalizado entre los magos que ella conocía; aunque, en el fondo, el miedo acechaba en una historia de cruel desencuentro, escrita a sangre y fuego durante siglos enteros. Se consideraban a sí mismos una élite, una avanzadilla de la evolución natural, que algún día les llevaría a gobernar su propio mundo.

—Hay algo que debes saber. La deuda que adquiriste conmigo cuando decidí enseñarte, la contrajiste en realidad con todos nosotros, con El Claustro.

—¿Qué significa eso?

—Que algún día te buscarán para cobrarla, y tendrás que hacerlo.

A Olivia aquello no le preocupaba demasiado en esos momentos. Se había comprometido a entregar a su primer hijo, o mejor dicho, al primer hijo que engendrase y poseyera el don, cuando le fuera requerido. Ni siquiera había decidido si iba a tener hijos o no y, en cualquier caso, si los tenía y disponían de habilidades especiales, ser despertados por los más poderosos entre los que habitaban en La Frontera, no le parecía mal panorama para sus descendientes; al contrario, se les consideraría unos privilegiados si así sucedía. Ella hubiera dado lo que fuera porque sus inicios hubieran transcurrido así, no a manos de un joven escasamente dos años mayor que ella, que apenas sabía encender una luz con los dedos y, mucho menos, explicar el proceso de la magia, la comunión entre la energía y la habilidad.

—Está bien, lo tendré en cuenta.

—No pareces muy preocupada por ello.

—Ni siquiera sé si ocurrirá. Me refiero al hecho de convertirme en madre —aclaró.

Elías sacudió la cabeza, negando.

—Sucederá —afirmó.

—¿Cómo puede estar tan seguro?

—Al igual que nosotros curamos, hay gente capaz de atisbar más allá del presente. Para los grandes maestros, el tiempo es un libro abierto en el que la única cuestión es encontrar la página adecuada. Darás a luz hijos —sentenció—. Y tus hijos poseerán el don. No te quepa duda.

Bajaron en alguna parada cuyo nombre no acertó a leer. Cuando salieron a la superficie, supuso que en la zona de Bayswater; la lluvia había remitido hasta hacerse apenas perceptible. El barrio ofrecía la típica postal londinense, con algunas casitas bajas, una cabina de teléfono roja y los característicos taxis recorriendo sus calles.

Él le dio un beso en la frente y le acarició suavemente la mejilla antes de perderse en el interior de un estrecho callejón. Ella quedó paralizada, aturdida en mitad de ninguna parte; con la certeza de que no volvería a saber de él, de que, a partir de entonces, aquel hombre enjuto y espigado, de rostro alargado y ojos penetrantes, solo permanecería en su memoria. Una etapa de su vida había concluido.

El regreso a su existencia anterior no resultó tan sencillo como hubiese esperado. Los lazos rotos no se reparaban con tanta facilidad. Se dio cuenta de que había cambiado más de lo que le gustaría admitir, y que ya no quedaba nada de la chica que se marchó a Londres, desoyendo todos los consejos a su alrededor. Pero con el tiempo, empezando por su familia, pudo recomponer sus relaciones. Fue entonces cuando conoció a José Alberto, que en esa época salía con la hermana de una buena amiga suya. Cuando él se quedó solo, la relación surgió poco a poco. No hubo nada de explosividad. No vivieron una gran pasión que relatar a lo largo de las páginas de una novela romántica, solo algo racional entre dos personas que disponían de una idea parecida de la existencia y que se encontraban a gusto juntos. De alguna forma, contemplaba su matrimonio como algo más lógico que sentimental. Quizás a alguno, esa pareja, esa imagen del amor, pudiera parecerle triste, pero ella no necesitaba más. Tuvo otras relaciones con anterioridad; más efímeras, por supuesto, pero con ninguna se sintió tan confortable como con la que mantenía con el padre de su hija.

Ni siquiera cuando decidieron ser padres, tras años de convivencia, temió por la vida de su hija. En Málaga, El Claustro parecía algo lejano. Hacía años que el contacto con las esferas de poder de La Frontera había dejado de existir para ella. Nadie la contactó para recordarle su compromiso. Nadie se preocupó por preguntar si su hija había heredado o no su don. Ella continuó con su trabajo, con su familia, preocupada por los avatares del día a día, sin tiempo para temer un futuro que se acercaba sin remedio, hasta que acabó chocando de frente contra sus sueños, en forma de fría llamada telefónica en la que, paso a paso, le describieron cómo entregar a Ariadna.

Se dirigió a la cocina. Abrió el frigorífico y decidió que no sería necesario comprar nada por el momento. Cogió un envase de jamón cocido y un cartón de leche. Buscó el pan de molde en el interior de una estantería para descubrir, no sin fastidio, que se encontraba sobre la mesa, delante mismo de sus narices; como todo lo demás, como ese pasado que regresaba para quitarle todo lo que era suyo.

Empezó a sentirse mal, muy mal. El nudo en su estómago no la dejaba respirar. Intentó serenarse, pero pronto comprendió que no lo lograría, y no se refería solo a aquel instante; no lo conseguiría nunca. Ese nudo le recordaría de por vida lo que le había hecho a su hija, se convertiría en su perpetua condena.

Dejó caer el pan y abandonó la cocina. Atravesó el salón con la mirada perdida en un futuro que ya no existiría, que ella se había encargado de destruir. Abrió la puerta y salió a la terraza. Regresó, recorriendo el camino a la inversa. Tomó una silla de la cocina y pisó de nuevo la terraza. La puso lo más cerca posible de la barandilla metálica. Se subió en ella. Respiró hondo. Miró hacia abajo.

Solo seis pisos la separaban de la muerte.

VIII

La niña se dirigió hacía allí como una autómata. Igual que la primera vez, cuando ya estaba a punto de acostarse, una extraña fuerza guió su cuerpo hacia los baños. Ya en el interior sintió que el suelo se elevaba hasta el infinito; y entonces, justo cuando el terror la envolvía por completo, lo encontró de nuevo.

Su sola presencia la sobrecogía de una manera inexplicable. Deseaba esconderse, para que esos ojos dejaran de mirarla. Pero no podía. Nadie podía, estaba segura.

—¿Cuánto hace que estuviste aquí por primera vez?

La niña palideció aún más. Trató de responder, mas apenas logró emitir un sonido ininteligible: la voz del miedo.

Recordaba bien esa primera y, hasta ese instante, última vez que había contemplado a aquel hombre de presencia amenazadora. Entonces, al igual que ahora, sus pies la condujeron hasta el baño haciendo caso omiso a su voluntad.

—Sé que no eres feliz —le transmitió él—, y eso me preocupa.

Recibió aquel interés con la inquietud de una amenaza en toda regla. Su no felicidad suponía un problema para la persona que tenía enfrente. Alguien desconocido, pero poderoso e implacable.

—Dejaré que tengas algún privilegio —le prometió—. Espero que así cambie tu perspectiva y mejore tu ánimo.

—Gracias —acertó a balbucir ella, agachando la cabeza.

Habían pasado unos cuantos meses. Su estado anímico había mejorado bastante, aunque, en el fondo, no existía un motivo real para ello, pues la principal causa de su depresión persistía. Seguía prisionera y no disponía del más mínimo indicio de que su situación fuese a cambiar en el futuro, más bien al contrario; cada vez se hacía más fuerte en ella la idea de que moriría sin salir de allí.

—Te encuentro muy restablecida.

—Sí —se atrevió a responder ella, aunque sin alzar la mirada.

Como la vez anterior, todo a su alrededor era oscuridad. Pero aquellos ojos azules no dejaban de observarla ni un instante. No parpadeaban. No parecían humanos. Había algo muy antiguo en ellos, como si hubiesen vigilado todas las edades del mundo. Y la contemplaban a ella; una criatura despreciable en la inmensidad de la historia.

—Hay una niña nueva, ¿la has visto?

—Sí.

—Bien. Me gustaría que fueras amable con ella.

—Claro.

—Cualquier novedad en su comportamiento, o en el color de su magia, me interesará mucho.

Ella comprendió lo que deseaba.

—¿Cómo puedo contactar con... usted?

—Llámame «Maestro». En la biblioteca hay un libro titulado Fe y magia, de Bradley King. Se encuentra en el nivel superior de la última estantería. Necesitarás una escalera para alcanzarlo. Cada vez que lo cojas, sabré que tienes algo que contarme.

—La, la nueva —vaciló—; ¿es alguien especial?

Él sonrió. Ella supo que no debía hacer preguntas, y se arrepintió en el acto. Deseó con todas sus fuerzas que aquel pequeño desliz no conllevara ningún castigo. Nada temía más que enojarlo, aunque le resultara un total desconocido.

—Recuerda —insistió—, Fe y magia, Bradley King.

Tras repetir aquello, se esfumó. Ella notó un cosquilleo en el estómago y poco a poco el mobiliario del baño reapareció ante sus ojos.

Se puso delante de un espejo y comprobó lo pálida que se encontraba. Las piernas aún le temblaban mientras ya pensaba en Ariadna, a la que, hasta ese momento, había contemplado como a una más entre el resto de desdichados compañeros que compartían el mismo destino, pero que a partir de entonces debería vigilar.

IX

En aquel preciso instante gozaba de una soledad privilegiada. La silla sobre la que descansaba no tenía nada de especial. El pasillo resultaba más bien desangelado y la mayoría se sentiría impaciente con la única compañía de una puerta cerrada, sin ninguna noticia de cuánto tiempo tendría que esperar para que se abriera. Pero Ian sabía que muchos le envidiarían si supiesen dónde se encontraba.

La travesía hasta ese momento de su vida no había resultado sencilla. Tuvo que aprender a convivir, constantemente, con las contradicciones de sus ideales frente a la realidad del camino que había elegido. Las exigencias no cesaban, pero la recompensa contrarrestaba cualquier vacilación o molestia que pudiera generarse.

Gracias a todos sus esfuerzos, se encontraba allí, a solo unos pasos de la sala en la que se reunía El Claustro, aguardando a que Cedric, el gran maestro, saliese.

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