Ari

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Ari

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No había una norma escrita que le impidiese caminar a su altura, sin embargo, Ian prefería mantenerse un par de pasos por detrás de él. Incluso para alguien que había dado muerte a decenas de personas, la presencia de Cedric Almour imponía un respeto especial. Puede que por su impresionante estatura o su larga melena negra; o tal vez por la profundidad de su voz; el caso es que no lograba, pese a los años, sentirse cómodo en su presencia. Cuando aquellos ojos azules le observaban, se sentía como un simple siervo al servicio de su señor.

Le siguió por unos cuantos pasillos de piedra hasta su despacho, en la planta alta de la mansión en la que residía y que, de facto, se había convertido desde hacía mucho tiempo en el centro de poder de El Claustro. Ni Cedric ni el resto de miembros trabajaba, ni que él supiera lo habían hecho nunca. Sin embargo, algunos maestros del tiempo, hacía ya décadas, utilizaron su poder para conseguir importantes premios en las loterías de diferentes países. Desde entonces, y bajo la supervisión de los mismos magos, ese dinero había ido creciendo a base de inversiones que de antemano sabían rentables.

El despacho de Cedric, no obstante, no exhibía ningún tipo de lujo. La estancia se hallaba atestada de libros, que dotaban de un cierto olor rancio al ambiente. Por lo demás, se hallaban en una habitación austera, sin casi ningún adorno. Solo lo estrictamente necesario para su trabajo cabía en su sanctasantórum. Él vivía por y para la magia. Aunque la fama que arrastraba en La Frontera le describiese como un hombre siempre interesado en el poder o la intriga, la realidad se parecía poco a la leyenda.

Cedric, tras indicarle que tomara asiento, se acercó hasta la ventana. Su amplia figura parecía devorar la luz que entraba del exterior, dejando a Ian en un mar de sombras.

—¿Qué tal con Olivia? —le preguntó mientras contemplaba el difuminado verde del bosque al atardecer.

—Me pidió que la dejases vivir junto a su hija.

—¿Algo más?

—No.

—Esa niña nos dará problemas, Ian.

—¿Por qué?

—No lo sé, es lo que dice Giovanna.

—¿La vigilamos?

—Ya me he encargado de eso, no te preocupes. Hace un tiempo establecí contacto con una de las niñas que se encuentra allí retenida. Su resentimiento, su odio, la convertían en alguien muy interesante. Ahora, nos resultará de gran ayuda.

—Pero ese odio, ¿no se dirige contra nosotros? —planteó Ian.

—El odio, como el amor, se convierte en un sentimiento tan poderoso como abstracto, que con frecuencia nubla los sentidos. Solo debo canalizarlo de manera adecuada a nuestros intereses.

Hizo una breve pausa antes de continuar, como si algún recuerdo hubiese obstruido sus pensamientos.

—Sinceramente, pese a los adivinos, me preocupa más la madre. Si sigue tan obstinada como antes quizás consiga molestarnos.

—Sí, la conozco bien, no se rendirá, pero no tiene forma de llegar hasta la niña, salvo...

—Esa vía; la única vía, de hecho, se encuentra bajo control, ya lo sabes.

—Entonces, puede que venga por aquí, que intente hablar con usted, o con el resto de los maestros. De hecho, no creo que pare hasta que la recibáis y os arranque algún tipo de promesa.

—Puede que nos sea útil como sanadora. La enseñó Elías, así que debe de ser muy buena, y ahora que deberá dejar su vida en Málaga, tal vez acceda a trabajar para nosotros a cambio de algún privilegio para su hija.

—¿Qué tipo de privilegio?

—No sé, habrá que esperar para saber qué color se manifiesta en la energía de la niña y qué intensidad posee.

—Entiendo —asintió Ian, pensativo.

—Mañana vendrán los demás —dijo Cedric, tras una breve pausa en la que los dos parecían haber reflexionado sobre el futuro que le aguardaba a la hija de Olivia Madueño.

—Lo sé.

—¿Piensas que ha llegado el momento?

—Maestro...

—Parece que no.

—No sabemos cómo lo tomará la comunidad. El Claustro nos ha gobernado siempre.

—Sí, puede que por eso continuemos en La Frontera.

—La Frontera es mejor que la oscuridad absoluta, que la soledad de hallarse fuera del mundo.

—Bobadas —replicó sin que su voz denotase la más mínima alteración—. La Frontera debería constituir la fase previa a la luz, a formar parte de la vida o, al menos, de crear nuestro propio mundo; pero en realidad se ha convertido en el estadio definitivo para la mayoría. Pocos recuerdan las profecías de Anses, y la mayoría no les hacen ningún caso. Han olvidado que nuestra historia se forjó desde la lucha y el sacrificio de nuestros antepasados. Ellos formaron una vez parte de la sociedad de los dormidos. Guiaron ejércitos y aconsejaron a reyes antes de arder en las hogueras de la superstición y esconderse bajo la superficie.

—¿El gobierno de uno lo solucionará? —se atrevió a preguntar Ian. Sabía que, pese a todo, al maestro le gustaba que cuestionaran sus planteamientos. No soportaba el servilismo complaciente en quienes le rodeaban.

—Maldita sea, Ian. No soy ese hombre. Siempre he sabido que no lo soy y, pese a lo que piensen los demás, nunca he deseado serlo. Pero debemos avanzar hacia nuestro destino, o el inmovilismo nos devorará.

—¿Qué dice Giovanna?

—Que el gobierno de uno llegará más temprano que tarde. Que tú y yo lo veremos con nuestros propios ojos, no hará falta esperar a nuestros nietos; pero que no lo ejercerá nadie de El Claustro.

—¿Cómo? —acertó a preguntar Ian, incrédulo ante la revelación de su maestro.

—El futuro suele resultar incomprensible, al menos para los que no sabemos leerlo.

—¿Quién nos gobernará?

—Ojalá lo supiese, pero no dispongo de un nombre para darte; ya me gustaría. Sin duda, ella lo sabe, pero nunca lo revelará.

Cedric se sentó al fin. Su incipiente barba, con mechones rojos, le otorgaba ese día un aire más vulgar de lo habitual.

—Debería matarlos a todos.

Ian tragó saliva.

—Me refiero a los niños —aclaró—; no a los otros miembros de El Claustro.

—¿Por qué? —preguntó aliviado. La perspectiva de eliminar a unas decenas de niños le resultaba menos inquietante que la de enfrentarse a cinco consumados maestros.

—Siempre he creído que nos traerían problemas.

—¿Cree que el que nos gobierne saldrá de ese bosque?

Cedric volvió a levantarse. Parecía como si no se encontrase cómodo de ninguna manera, como si, pese a su aspecto tranquilo, en su interior se librase alguna batalla importante.

Anduvo distraídamente por la habitación, acariciando con suavidad el lomo de algunos de los libros que poblaban las estanterías, mientras su mirada se perdía por completo.

—No —respondió al fin—, pero todo ese poder concentrado puede destruirnos algún día, y no sé si debemos correr el riesgo.

—¿Lo planteará en la reunión?

—Aún no lo he decidido. Primero me gustaría sondear la opinión de los demás.

—Esa idea choca con los planes de Arsenio. Dudo que nadie la apoye. No querrán enfrentarse a él.

—Lo sé —asintió—. Deberíamos encontrar otro modo de acceder a la energía.

—No se me ocurre ninguno.

—Pues tendremos que inventarlo —repuso con decisión—, pero los siempre-niños deben desaparecer.

Ian meditó durante unos segundos la conveniencia o no de plantear la cuestión que le rondaba por la cabeza. A su maestro no le gustaba hablar sobre Arsenio, pero la coyuntura le resultaba propicia para resolver una duda que siempre había tenido y jamás, hasta entonces, se había atrevido a expresar.

—¿Arsenio creó el bosque?

—¿Quién te ha dicho eso?

—Muchos magos lo creen.

Cedric suspiró.

—La idea fue suya, sí, aunque desde luego él solo no podía ponerla en marcha. Hicieron falta muchos conjuros de los más poderosos maestros para que aquello funcionase.

—¿Cómo sucedió?

—Yo aún no había nacido. Te hablo de la primera mitad de la década de los treinta. El mundo de los dormidos había dejado atrás una gran guerra, pero se dirigía de cabeza a otra. La pobreza y el paro que siguieron al Crack del 29, unida a la torpeza de los vencedores de la Primera Guerra Mundial, constituyeron el caldo de cultivo perfecto para el fascismo. Arsenio no tendría ni veinte años, pero ya poseía un cierto prestigio en La Frontera, porque había contribuido a crear algunos nuevos hechizos. Un día se plantó ante El Claustro, del que mi padre formaba parte, para exponer lo que él mismo denominó como «la idea que cambiaría nuestro mundo para siempre».

—¿El Claustro la aceptó?

—No, por supuesto. A todos les pareció un disparate. En primer lugar, nadie concebía que un proyecto así se pudiese hacer realidad y, por si fuera poco, el tema de secuestrar a niños de nuestro propio mundo para robarles la energía, y la vida, tampoco les hacía ninguna gracia.

—¿Qué ocurrió para que cambiaran de idea?

Cedric sonrió.

—Arsenio no desistió. Siguió colaborando con algunos de los miembros de El Claustro en la investigación de nuevos métodos mágicos. Esos trabajos, que todos consideraban esenciales para nuestra evolución, requerían, y aún requieren, como bien sabes, ingentes cantidades de energía. Cada vez que debían detenerse hasta conseguir la que necesitaban, él aprovechaba para vender las bondades de su bosque hasta que, al fin, consiguió que la propuesta se reconsiderase.

—¿Y los niños?

—Arsenio les aseguró que los críos vivirían en un lugar parecido al paraíso. Dispondrían de la mejor comida, de libros, de un entorno natural privilegiado, etc. Además, por supuesto, les garantizó que nunca se tocaría a los hijos de los poderosos. Así que, finalmente, aceptaron su proyecto. Le nombraron responsable de su funcionamiento, y unos pocos años más tarde, entró a formar parte de El Claustro.

—Vaya —acertó a decir Ian—, así empezó todo.

—Sí, y nosotros debemos acabarlo —concluyó Cedric.

X

Los días se sucedían con parsimonia, como una mera relación de hábitos que completar. A veces se descubría a sí misma inmersa en aquel grupo de robots, que se limitaban a cumplir unas normas no escritas; de hecho, ni siquiera explicadas o vigiladas por nadie, al menos en apariencia, porque la voz de aquel desconocido que se había colado en su cabeza para advertirle del peligro que supondría adentrarse en el bosque, había reaparecido en un par de ocasiones más para señalarle amenazas camufladas.

Con frecuencia, Ariadna agradecía los avisos, los creía a pies juntillas, sin cuestionarlos en absoluto. Pero alguna noche, en cambio, mientras esperaba a que el sueño le arrancara otra página al calendario, se preguntaba si aquella voz sin rostro no constituiría en realidad la única defensa que los ataba a todos allí, bajo la amenaza de unos riesgos que solo existían en su imaginación.

Desde que despertó en el gran dormitorio, como le gustaba llamarlo, llevaba una estricta cuenta de los días que pasaban. Cada noche, antes de irse a la cama, utilizaba un viejo cuaderno para ir sumando rayas. Cuando alcanzó la décima, se preguntó si los demás harían algo parecido y, si así sucedía, cuántas páginas habrían consumido ya.

El bosque se había convertido en una obsesión para ella. Cada noche soñaba con escapar, atravesándolo, y a menudo se arrepentía por no haberlo intentado ya. Había entablado algunas conversaciones con los otros niños, aunque aún no había aprendido a hablar sin hablar, pero nadie le explicaba demasiado sobre aquel lugar. Nadie conocía el motivo exacto por el que les habían llevado hasta allí o cuánto tiempo permanecerían prisioneros. Ariadna percibía algo muy raro en la mayoría de sus compañeros. No sabía cómo definirlo, pero, de alguna manera, tenía el íntimo convencimiento de que no eran niños. Fugazmente, adivinaba en ellos alguna arruga en el rostro o manchas en las manos; signos de envejecimiento impropios de su estatura. Sin embargo, eran solo visiones que se marchaban con la misma rapidez con la que llegaban, pero dejándole una impresión aterradora, que permanecía en su memoria.

La belleza inicial del paraje, o las fantásticas aves que lo sobrevolaban, pronto dejaron de admirarla. Ahora todo lo encontraba artificial, frío, postizo; un burdo decorado que formaba parte de una gran obra de teatro cuyo director no daba la cara, pero cuyos figurantes repetían su papel hasta la saciedad.

Algunas mañanas, Lara se acercaba a ella. Charlaban un rato sobre lo que habían dejado atrás o intentaba enseñarle a hablar sin hablar, con escaso resultado; aunque, como todos se encargaban de recordarle, llevaba muy poco tiempo por allí y en algunos casos el proceso de aprendizaje se prolongaba durante meses. Ariadna, ante la más leve insinuación que implicase pasar tanto tiempo lejos de su familia, notaba que se abría un abismo en su estómago, y el pecho se le comprimía hasta casi dejarla sin respiración.

Tras dos o tres horas de deambular sin sentido, algún niño decidía regresar al comedor, y entonces, inexorablemente, todos le imitaban para descubrir qué almorzarían ese día. Ariadna, a menudo, ante ese tipo de conducta, se preguntaba en qué instante habrían perdido sus compañeros el libre albedrío que constituía la esencia misma del comportamiento humano.

Aún no había descubierto a nadie sirviendo la mesa ni cocinando. Los platos se encontraban siempre preparados en el momento justo y el número exacto. Nunca sobraba ni faltaba ninguno, y si pasaba por allí a cualquier hora, sin intención de comer, siempre se hallaba perfectamente recogido, sin rastro alguno de que cuarenta niños acabasen de desayunar o cenar. Aquello constituía otro de los grandes misterios de un lugar repleto de incógnitas por despejar.

Tras el almuerzo, la mayoría se decantaba por los dormitorios para echarse una siesta, pero parecía el único momento en el que la unanimidad no reinaba. Algunos elegían continuar sus paseos por el claro, mientras tres o cuatro, entre los que se hallaba ella, visitaban la biblioteca, a la que se accedía desde fuera, por otra inmensa puerta. Dado que se había constituido en la única estancia en la que se encontraba a gusto, había intentado entrar un par de mañanas, antes del almuerzo, pero las puertas se mantenían cerradas. Por alguna razón que desconocía, los libros permanecían vedados durante esa parte del día. Quizás alguien trabajase en su interior, consultando o reponiendo ejemplares, una especie de erudito, o puede que simplemente un bibliotecario que se ocupase de cuidar el sitio.

Ariadna había encontrado un enorme libro, con el que casi no podía, y que narraba la historia de un mago llamado Lawrence. Las páginas invitaban a cuidarlas, pues, aunque su estado parecía aceptable, intimidaba un poco pensar que pudiese convertirse en la responsable de estropear algo que había perdurado durante siglos. Estaba escrito a mano, con una bonita caligrafía adornada, cada seis u ocho páginas, con un gran dibujo sobre la acción que se narraba en la página inmediatamente anterior. No acabar la lectura de aquel gran volumen, quedarse sin conocer si al final Lawrence podría rescatar a su pueblo de un malvado rey que había usurpado el trono con malas artes, sería lo único que le fastidiaría un poco de escapar de aquella cárcel tan bien disimulada.

Las tardes enteras solía pasarlas en la biblioteca. Cuando se cansaba del gran libro sin título, se perdía por los inmensos pasillos, repletos de estanterías cuyos ejemplares, perfectamente ordenados, alcanzaban hasta el techo. Allí se respiraba un ambiente distinto, especial; misterioso, pero a la vez inspirador. Le encantaba rebuscar hasta decantarse por uno. Generalmente se decidía en función de los grabados que figuraban en la portada. Casi todos guardaban algún tipo de vínculo con la magia. Explicaban los diferentes tipos de hechizos, o contaban la historia de un mago o un gremio de magos. Varios le resultaron ininteligibles, pues sus páginas escondían extraños símbolos que solo unos pocos iniciados resultarían capaces de interpretar.

A lo largo de la tarde, la biblioteca iba llenándose con los niños que despertaban de la siesta o se hartaban de deambular por fuera. Entonces a Ariadna dejaba de gustarle curiosear por los pasillos, pues siempre se hallaban recorridos por más gente, y solía permanecer sentada, ya fuera leyendo o simplemente hojeando el ejemplar que hubiese elegido con anterioridad. Entre los demás, no todos leían. Muchos se dedicaban a emborronar folios con dibujos de dudosa calidad; salvo alguna honrosa excepción, como la de una chica asiática que, prácticamente, fotografiaba las extrañas aves que a diario sobrevolaban sus cabezas. Además de por la calidad de sus dibujos, llamaba la atención por su gran bloc de láminas, en contraste con los folios desnudos del resto.

Algunos, tras pocas horas, abandonaban la sala en busca de la merienda. Ella solo lo había hecho un par de tardes en las que el hambre la acosaba; pero, por regla general, no se movía de la biblioteca hasta que, durante la puesta de sol, las luces de los flexos se iban apagando en perfecto orden, una tras otra, desde el final hasta el principio, y todos, ante esa inequívoca señal, se ponían en pie para enfilar la salida con el convencimiento de que la cena les aguardaba ya sobre la mesa.

El atardecer en aquel paraje impresionaba. A ese color, entre verde y azul, que componía el aire, lo atravesaba el naranja de una paciente puesta de sol, que duraba horas hasta que, finalmente, el negro nocturno pasaba a dominarlo todo, penetrando en su corazón, en su ánimo, en cada poro de su piel.

Una noche se sentó a cenar junto a Lara.

—La primera vez que hablamos —recordó Ari—, me contaste que esa especie de humo que sale de todos tiene un color diferente en función de la habilidad que posea cada uno.

—Así es —confirmó Lara, sin dejar de untar un delicioso paté negro, de aceitunas con anchoas, en una rebanada de pan recién hecho, a juzgar por el calor que aún irradiaba.

—El que yo desprendo parece solo gris, sin ningún otro tono. Me he fijado y, en absolutamente todos los demás, existe, si lo observas con detenimiento, una mezcla de colores. ¿Qué significa que mi energía solo tenga un color?

—Que por el momento es solo eso, energía —respondió.

—¿Y por qué soy la única que solo desprende energía?

Lara dejó de comer y al fin se dignó a mirarla. En realidad no era necesario, pues al hablar sin hablar la boca no resultaba esencial para mantener una comunicación, pero Ari agradeció aquel gesto, pues se le antojaba extraño conversar de temas tan importantes con alguien que no apartaba la mirada de su plato.

—Porque eres la más... —de repente se detuvo, como si hubiese estado a punto de pronunciar una palabra inconveniente o de revelar un secreto—, la más inexperta, y tu habilidad aún no se ha manifestado.

—Tu humo es más blanco, ¿qué significa eso?

Lara sonrío mientras Ari percibía uno de esos fogonazos en los que le parecía descubrir que los labios de su compañera mostraban arrugas en sus comisuras.

—Significa que mi don se encuentra directamente relacionado con la magia.

—¿Y qué puedes hacer?

Lara se acercó a la mesa. Estiró la mano hasta alcanzar otra rebanada de pan. Por un momento, dudó entre el paté de aceitunas o la mermelada de atún. Finalmente, se mantuvo fiel al primero.

—Casi nada, en realidad.

Ari aguardó a que Lara se explicase, pero esta se concentró de nuevo en la cena y a ella no le quedó otro remedio que conformarse. Le hubiese gustado continuar preguntando, insistir, pero no pretendía parecer pesada, así que se abandonó también a la comida.

La temperatura, con independencia del lugar en el que se encontrasen o de la hora, permanecía constante, como si estuviese controlada por un gigantesco climatizador que abarcara todo el lugar. Ni siquiera el sol conseguía alterar la sensación térmica. El viento, en cambio, parecía no existir más allá de una ligerísima brisa, apenas perceptible en el exterior.

Cada vez que el chico misterioso se dirigía a ella, Ari, instintivamente, daba un par de vueltas sobre sí misma, con los ojos abiertos exageradamente, intentando percibir alguna señal que delatara la procedencia de aquellas palabras. Pero hasta entonces no había conseguido detectar ningún detalle sospechoso, y tampoco aquella noche fue capaz de hacerlo; pero decidió que, al día siguiente, intentaría que Lara le diese más información sobre aquella forma de comunicarse; por ejemplo, a cuánta distancia podía establecerse contacto o si existía alguna manera de identificar al que lo iniciaba.

—En la biblioteca hay un libro que se titula Despierta. Se encuentra en el último pasillo de la izquierda, hacia la mitad de la estantería. Tiene una bonita cubierta verde; deberías leerlo.

Ariadna le había pedido varias veces que se identificara, pero había resultado inútil, él siempre se excusaba, así que en algún punto había desistido. Ella lo imaginaba envuelto en una gran capa blanca, encapuchado, el rostro oculto y moviéndose entre las sombras como pez en el agua.

La tarde siguiente, buscó el ejemplar que la voz le había recomendado. Se trataba de un libro bastante grueso, algo más deteriorado que el resto de los que había elegido hasta ese momento. Todos parecían antiguos y delicados; aquel, en cambio, daba ciertas muestras de decrepitud, amenazando con desmoronarse cada vez que pasaba una página. El autor se presentaba bajo el nombre de Roger Möller, nacido en Ginebra, y más que una novela o un compendio sobre magia, como los otros, parecía un diario, que comenzaba cuando Roger cumplía siete años.

Al principio no le interesó demasiado la lectura, pues narraba, sin demasiada gracia, la vida de su familia y los juegos de su infancia. No obstante, con el paso de las tardes, Ariadna fue dedicando más tiempo a aquella obra, pues el niño, mientras alcanzaba la adolescencia, empezó a experimentar sensaciones desconocidas y a vivir sucesos inexplicables. El hecho de que Roger, a la edad de doce años, confesara haber comenzado a plasmar extraños dibujos sobre lugares que no conocía, acabó por atraparla del todo, pues se sintió identificada al instante con él, estableciéndose una conexión entre ellos que ya nunca se rompería.

Se preguntó si alguna vez, al igual que aquel niño nacido a orillas de El Gran Lago, encontraría a algún maestro que la enseñara a usar su don, si es que, como Lara aseguraba, todos los que se encontraban allí retenidos lo poseían. A ese proceso de aprendizaje se lo conocía como «despertar». De ahí el título del libro, pues narraba al detalle cómo Sir Charles Fredway, un caballero inglés en misión diplomática, había reparado en la energía que atesoraba Roger y lo había acogido a su cargo, mostrándole el camino para desarrollar su magia.

Ari empezó a soñar con un universo distinto, en el que se desplazaba volando para ir a visitar a su maestro, Roger; que, al pie del Lago Ginebra, le hablaba sobre lo especial que era o el inmenso poder que encerraba su energía. Ella hablaba poco. Se sentía intimidada por el joven, por su sabiduría, por su forma de hablar, y también porque era el hombre más guapo que hubiese visto jamás.

Las semanas pasaban así, sin más novedades que las que le deparaban los libros, sin más esperanzas que las que le brindaban los sueños y con el temor creciente de que su vida se consumiese entre las rejas inexistentes de aquel paraíso de cartón piedra.

Una perfecta mañana primaveral, se acercó hasta Lara mientras esta caminaba junto a los demás y, por primera vez, hablando sin hablar, se atrevió a hacerle una pregunta que llevaba mucho rondando por su cabeza.

—¿Cuánto tiempo llevas en este lugar?

La otra se detuvo en seco. En sus ojos nacieron lágrimas, pero solo como un reflejo cristalino o una sensación interior, sin llegar a brotar. Entonces Ariadna lo supo. Contempló el paso del tiempo en sus ojos, en su boca, en su cabello; y el miedo a un futuro que se le escapaba, la inundó.

—Aquí siempre serás una niña —respondió Lara mientras se unía al grupo, para seguir girando sin sentido.

XI

Continuó caminando como el resto, aturdida, acusando el impacto de las palabras de Lara. Concluyó que aquello no era más que una pantomima, una farsa en la que nada ni nadie resultaba auténtico. Se hablaba sin hablar, se caminaba sin destino, vivían en una cárcel con forma de palacio y, sobre todo, se encontraba rodeada de personas, con apariencia de niños, cuya edad real desconocía.

Cuando reparó en que llevaba un buen rato caminando en círculos, con la mirada y el ánimo perdidos, tuvo la horrible sensación de que, lo que jamás hubiese imaginado que sucedería, convertirse en uno de aquellos niños autómatas, se había hecho realidad. «De todas formas —pensó—, ¿qué otra salida existía?». La vida de todos ellos, como la suya propia, había acabado allí. Toda esa magia de la que hablaban los libros, no se encontraría nunca a su alcance. En ese caso, soñar se erigía en el último refugio de los idiotas y, hasta ellos, dejarían de hacerlo algún día, sucumbiendo también a la monotonía que lo dominaba todo.

Ari miró a su derecha y reparó en que, junto a ella, caminaba la chica asiática cuyos dibujos tanto la impresionaban. Como el resto, su mirada se perdía en algún punto de aquel exuberante decorado. «Al menos —se dijo— ella continuaba dibujando». Aparentemente era la única del grupo que dedicaba parte de su tiempo a una labor creativa. A lo mejor no llevaba demasiado allí, por eso conservaba aún alguna de sus aficiones.

—¿Cuánto hace que llegaste? —le preguntó Ari.

La chica, igual que hacían todos, ni se inmutó antes de responderle. Continuó andando con la mirada extraviada, como si nada. Ariadna se preguntó si conseguiría acostumbrarse algún día a ese modo de comunicación tan profundo como frío, que imperaba en aquel lugar.

—No lo sé. Se alcanza un punto en el que los días dejan de importar. En el que ya no encuentras la diferencia entre un minuto o una semana. En el que tu vida se convierte en un vacío, sin más.

—¿Qué quieres decir?

—Pues eso, que resultan todos iguales. Cuando aparecí aquí, contaba los días, aguardando a que alguien me rescatara de alguna forma o saliera de la misma extraña e inesperada manera en la que había entrado. Pero en algún momento te das cuenta de que eso no va a suceder; te resignas a vivir sin vivir, igual que a hablar sin hablar.

—Pero, ¿cómo podéis seguir pareciendo niños?

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