Ari

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Ari

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Reflexionó sobre sus últimos pensamientos de la noche anterior, antes de irse a dormir, y los descartó de inmediato. Puede que resultara lo más sensato investigar a Román, conocerlo más a fondo para encontrar algún punto débil por el que penetrar, pero, sencillamente, no disponía de tiempo; y no porque a su hija fuese a sucederle nada irreparable en las próximas semanas, al contrario, para Ariadna el tiempo se habría detenido. La que de verdad suponía un problema era ella, pues, más temprano que tarde, la policía podría encontrar una pista que les llevara a encontrarla. Mientras planificaba su desaparición, no había imaginado permanecer tantos días cerca del lugar de los hechos, y sabía que, pese al nuevo corte de pelo, cada minuto que pasase allí incrementaba las posibilidades de ser detenida.

Se vistió deprisa. Unos vaqueros descoloridos, una camisa blanca sobre una camiseta negra y un aparatoso plumífero de color grana. Decidió abordar la cuestión de manera directa, sin rodeos, sin subterfugios. Iría a visitar a Román Giovanetti para plantearle lo que necesitaba. Se le ocurrió que, después de todo, se había granjeado una gran reputación como sanadora. No pocos habitantes de La Frontera habían acudido a ella. Puede que eso se convirtiese en una buena baza a jugar. A Román, dedujo, le encantaría contar con sus servicios. Quizás, a cambio de trabajar un tiempo para él, se mostrara dispuesto a crear otra puerta para ella; una puerta que le permitiera traer de regreso a Ariadna y acabar de ese modo con su pesadilla.

Un mayordomo que parecía sacado de una novela del siglo xix, la condujo a una pequeña salita repleta de antigüedades. Sus conocimientos sobre muebles de época resultaban escasos, pero no por ello dejaba de poseer el convencimiento de que se hallaba ante piezas únicas, de un valor incalculable. Se preguntó cómo o dónde las habría adquirido su propietario. Seguro que conocía la historia de cada una de ellas, de cómo, durante años, tal vez siglos, habían pasado de mano en mano hasta llegar a las suyas. Puede que por algunas hubiese pujado en concurridas y glamurosas subastas; otras, en cambio, las habría descubierto en tiendas perdidas de países lejanos.

Si bien no frecuentaba a Román, tampoco aquella resultaba la primera visita que le hacía. Había pasado antes algunas horas en esa misma estancia, que él utilizaba para sus negocios. La primera vez se sintió impresionada, apabullada por tanto lujo; pero ahora disponía de asuntos más importantes a los que atender que la colección de arte de aquel mago de los negocios, aquel multimillonario de La Frontera, que se había convertido en la única esperanza de volver junto a su hija.

—Vaya —se sorprendió Román desde la puerta, luciendo un impecable traje blanco—, parece que has cambiado de aspecto.

Olivia sonrió por toda respuesta. Se levantó y ambos se saludaron con dos besos.

—Tú dirás.

—Necesito que me preparéis otro portal.

—¿Sí? —se sorprendió—. ¿Y a dónde esta vez?

—Al mismo sitio —contestó Olivia.

Román parecía atónito ante lo que acababa de escuchar. Enarcó las cejas de forma exagerada.

—¿Acaso el primero no funcionó?

Por un instante cruzó por su mente la idea de mentirle, de hacerle creer que su primer encargo había resultado un fracaso y exigirle el mismo hechizo gratis, pero de sobra sabía que engañar a Román resultaría casi imposible, pues existían métodos para comprobar si la magia había funcionado o no y, por descontado, él tendría acceso a esos hechizos.

—Sí lo hizo.

—Entonces, no lo entiendo.

Les interrumpió el mayordomo con una bandeja cargada de canapés, que depósito sobre una pequeña mesita redonda.

—¿Te apetece un vermut, Olivia, o prefieres otra bebida?

—Sí, un vermut me parece bien.

—Perfecto. Prepara dos vermuts, Brandon.

Después de invitarla a probar un par de deliciosas croquetas de bacalao, y de que Brandon trajese las bebidas, Román continuó la conversación por el punto en el que la habían interrumpido.

—Me decías que necesitabas otro portal que conectase con el mismo lugar.

—Exacto.

—¿Pretendes enviar a otro niño?

—Quiero traer de vuelta a mi hija.

Román la miró intentando decidir si bromeaba o no. Por un instante, sintió el impulso de echarse a reír, pero se contuvo, pues, por encima de todo, se consideraba a sí mismo un hombre cauto y detestaba estropear una oportunidad de negocio, por mínima que pareciese.

—Que yo sepa, Olivia, El Claustro no permite que nadie abandone ese lugar —afirmó con voz grave—. ¿Acaso han cambiado de opinión?

—En absoluto —reconoció ella.

—Entonces, solo se me ocurren dos posibilidades para que me pidas algo así. O bien te has vuelto loca, o piensas que el que se ha vuelto loco soy yo.

—Cometí un error al enviar a mi hija allí. Necesito recuperarla. ¿Es eso estar loca?

—Veo que hablas en serio. Por un momento tuve la esperanza de que bromearas.

Ella no apartó la mirada de sus ojos grises y él, por supuesto, no rehuyó la confrontación.

—No cometiste ningún error. Hiciste lo único que podías hacer.

—Uno siempre tiene alternativas.

—No con El Claustro.

—También con El Claustro.

Román negó con un gesto mientras apuraba de un trago el vermut y se ponía en pie. Se dirigió hacia una esquina en la que se encontraba una bonita lámpara de pie, y sus manos la recorrieron. De repente se mostraba inquieto, como si algo en aquella conversación hubiera conseguido atravesar un muro que durante años había permanecido infranqueable.

—Lo que me propones supondría tu muerte, y lo que es peor, también la mía.

—Nadie sabrá quién me ha proporcionado la magia.

—Oh, vamos, no seas ridícula. ¿Cuántas personas pueden proporcionarte un hechizo como el que necesitas? Sabes que es un tipo de magia muy complicada, y cara. Un minuto después de que aparecieses allí, vendrían a por mí; no te quepa la menor duda.

—Soy una de las mejores sanadoras del mundo, tú lo sabes. Trabajaría para ti gratis.

Román tomó asiento de nuevo. En su rostro se había dibujado una mueca que intentaba convertirse en sonrisa amarga, pero sin lograrlo del todo. Se pasó la mano por el rostro, hasta casi taparse los ojos. Por un breve instante, Olivia pudo observar que la decrepitud asomaba bajo la capa de dinero que cubría su cara con la forma de un perfecto maquillaje. Lo contempló por primera vez como a un anciano, un pobre viejo que ya ha perdido el coraje para seguir adelante, al que solo le queda solazarse en los recuerdos del gran hombre que un día habitó ese cuerpo y que ahora languidecía en un rincón del mundo, a la espera de que la muerte se lo llevase para siempre.

—Hay un momento —habló al fin—, en el que a uno lo impulsa el deseo de alcanzar metas, las que sean: el dinero, el poder, la magia. Tú todavía vives en ese momento. Yo, en cambio, me encuentro en ese otro en el que mi mayor motivación, por no decir la única, es conservar lo que tanto me ha costado conseguir.

—Tienes que ayudarme —le imploró.

—No, Olivia, no tengo que ayudarte. Tengo que seguir vivo. Tengo que disfrutar de mis últimos años en paz.

—¿Cuánto dinero quieres?

La expresión de Román se tornaba más grave a cada instante. Olivia tuvo la sensación de que intentaba, a duras penas, contener sus emociones, esconderlas tras la lógica irreprochable de su discurso.

Entonces lo supo. No lo imaginó, no lo dedujo; lo supo con una certeza infinita e infalible. Tan segura se encontraba, tan convencida, que le daba miedo verbalizarlo y, solo por Ariadna, lo hizo. Solo por ella se arriesgó a traspasar las barreras de Román Giovanetti, en un desesperado intento por conseguir su ayuda.

—Tú también tienes un hijo allí, ¿verdad?

—Mi hermana —confesó, liberándose al fin del peso—. Pero ella era diez años mayor que yo, así que supongo que murió hace tiempo, o será ya demasiado tarde para ella.

—¿Me ayudarás? ¿Lo harás por tu hermana?

—La última vez me pagaste cien mil euros. Lo que me pides ahora resulta mucho más comprometido. En condiciones normales, simplemente diría que no, pero esta vez, haciendo una excepción, te proporcionaré otro portal a cambio de trescientos mil euros.

—¿Cómo?

—Esa es mi respuesta. Mantendré mi oferta durante tres días, ni uno más. Si para entonces no has conseguido el dinero, olvidaré esta locura que me has propuesto.

Olivia se quedó rota, agazapada en el sillón. Por un momento había creído que él iba a ayudarla, que había conseguido traspasar el caparazón y alcanzar su piel, su parte más humana. Quizás, así había sido, pero puede que Román Giovanetti ya no fuese del todo humano, que su piel hubiera mudado en un amasijo de billetes, sin nada más en su interior que un montón de cifras, de sumas y restas con tantos ceros como años había vivido.

XIII

El martes se convirtió en el día elegido para poner en marcha toda la maquinaria de la investigación. En principio, había quedado con Duende para encontrarme con él a la salida del trabajo, pero ese momento se retrasó tanto y me hallaba tan cansado, que decidí aplazar la cita hasta la tarde siguiente.

El miércoles, 9 de febrero, me desperté a las seis de la mañana. El dolor de espalda persistía, pero mi ánimo resultaba bueno. El sueño había resultado reparador. Solo recordaba que, tras una ducha rápida, me había echado sobre la cama, rendido, para rápidamente caer en las garras de Morfeo.

Me dirigí a la cocina, donde me preparé el habitual desayuno, con tranquilidad, pues iba bien de tiempo. Mientras comía y escuchaba las noticias en la radio, me dije que aquel día tendríamos que encontrar alguna pista sobre el paradero de Olivia Madueño. Ya no me cabía la menor duda de que ella se encontraba tras la desaparición de su hija, así que, el siguiente paso, consistía en dar con su escondite.

Poco antes de las siete y media, salí en dirección a la comisaría. Cuando llegué, comprobé que Mediavilla se encontraba ya en su mesa, así que me senté junto a ella.

—Vaya, parece que hoy hemos madrugado —me saludó con una sonrisa.

—Sí —asentí—. ¿Has recibido ya los movimientos de sus cuentas y sus tarjetas?

—Aún no, pero se supone que los tendremos a primera hora.

—Perfecto.

La jornada anterior decidimos que ella y Corrales se encargarían de investigar a fondo los movimientos de dinero, mientras Santos, al que no le gustaba permanecer sentado más de lo estrictamente necesario, y yo visitaríamos de nuevo a José Alberto del Cid y a los compañeros de trabajo de Olivia en el Hospital Clínico Universitario, con el fin de ahondar en sus relaciones. Nos interesaba abrir el abanico, añadir a familiares o amigos que pudieran mantener contacto con ella y que, eventualmente, pudiesen ofrecernos alguna pista interesante que seguir sobre las semanas previas a la desaparición, en las que, sin que su marido lo supiese, ella no acudió a trabajar. Habíamos intercambiado las parejas en función de las cualidades de cada uno, pues Corrales y Mediavilla se manejaban mejor que Santos y yo con los números y el papeleo.

—¿Alguna pregunta que quieres que le hagamos al marido?

Mediavilla reflexionó un instante. Miró al techo mientras jugueteaba con un bolígrafo entre los dedos.

—Además de pedirle un listado de familiares y amigos, yo incidiría en las semanas previas. ¿Le contaba detalles sobre el trabajo? ¿Le decía si iba a alguna parte? Ah, y resultaría muy importante averiguar si disponen de algún otro apartamento o casa, aunque no sea de ellos, al que puedan tener acceso.

—Bien —dije a la vez que tomaba nota mentalmente de sus propuestas.

Corrales y Santos llegaron juntos, discutiendo, para variar, sobre fútbol. Corrales hacía gala de un madridismo desaforado, fanático; mientras Santos, al que el deporte le traía sin cuidado, salvo que se practicase sobre cuatro ruedas, se dedicaba, más que nada, a buscarle las cosquillas a base de insinuar ayudas arbitrales, malos modos de los jugadores, inferioridad técnica respecto al Barcelona, etc.

De inmediato llamé al padre de Ariadna para saber dónde se encontraba, si había acudido o no a trabajar, para concertar una cita con él. Me informó de que se hallaba aún en casa. Que había decidido incorporarse a la oficina, pero que se lo tomaría con calma y que podíamos visitarlo.

Nos fuimos en el BMW de Santos, que lucía impecable los asientos deportivos que él le había instalado.

—¿Cuánto dinero te has gastado en esto?

—Menos del que me pagarán cuando lo venda, no te preocupes —sonrió él.

Patricio Santos, como siempre que se ponían en movimiento, transmitía vitalidad, energía. Daba la impresión de adorar, no solo su trabajo, sino su existencia entera. Aquella imagen contrastaba con la desesperación que se reflejaba en su rostro cada vez que le tocaba esperar sentado durante una guardia, o un discurso de alguien importante. Mi compañero constituía el mejor ejemplo que hubiera conocido jamás de eso que la gente daba en denominar como «culo de mal asiento». De hecho, pensé, la expresión parecía haberse diseñado a la medida de su trasero.

Cuando traspasamos el umbral de la urbanización Paraíso, tras saludar a un portero que no recordaba haber visto hasta entonces, nos encontramos con varios operarios trabajando en su interior. Un par de ellos se dedicaba a cuidar los jardines, mientras el resto se ocupaba de la limpieza de las zonas comunes. Me pregunté cuánta gente trabajaría para aquella comunidad y, sobre todo, a cuánto ascendería la cuota mensual que pagarían los vecinos para mantener semejante despliegue.

Nada más recibirnos, noté algo extraño en José Alberto del Cid. Como casi siempre, antes de que pudiera dilucidar de qué se trataba exactamente, Santos ya preguntaba por ello.

—¿Ha bebido, señor Del Cid?

El padre de Ariadna lo miró de arriba abajo, no sin cierto aire de arrogancia, de desprecio, como ofendido porque aquel tipo que no parecía gran cosa, un simple policía, se atreviera a cuestionarlo de esa manera.

—¿Es un delito? —preguntó con chulería—. ¿Va a detenerme por haber tomado una copa en mi propia casa?

Santos y yo nos miramos. Aquella conversación no iba a resultar tan plácida como habíamos imaginado. José Alberto del Cid se desmoronaba, como yo había temido, se hallaba en caída libre, en un descenso a los infiernos que nadie sabía a ciencia cierta cuánto tiempo podría llevarle o si alguna vez regresaría sin haberse achicharrado.

Decidí que lo mejor sería centrarse en que nos diera los nombres de los familiares y amigos más cercanos a su mujer y, solo tangencialmente, plantearle el tema de los días previos a la desaparición, para comprobar si en ese punto se hallaba o no en disposición de ayudarnos.

—Nadie va a detenerle, señor Del Cid —intenté tranquilizarlo—. Solo necesitamos hacerle un par de preguntas para avanzar en la investigación. Seremos breves, se lo prometo.

Me miró directamente a los ojos y comprendí al instante que me encontraba ante un hombre diferente, que no guardaba relación alguna con el que, tan solo unas horas antes, nos había ayudado a identificar a su mujer entrando en el ascensor la noche anterior a la desaparición de su hija. Tras sus pupilas se escondía una inmensa capa de resentimiento, que yo intentaría mantener controlada, pero cuya mecha ya había prendido y supondría una constante amenaza de explosión.

—Necesitamos que nos facilite los nombres de las personas más cercanas a Olivia, ya sean familiares, amigos o compañeros de trabajo. Los que mantuviesen más relación con ella.

El señor Del Cid compuso una sonrisa que solo podría calificar de patética, mientras Santos no dejaba de pasear por el inmenso salón, arriba y abajo, aguardando su momento, imaginé.

—¿Usted cree que esa víbora podría tener amigos?

No respondí, pero mantuve la mirada fija en él, haciéndole saber que esperaba una respuesta seria, que no iba a conformarme con aquella lamentación cargada de despecho. Sin embargo, no pareció inmutarse.

—Señor Del Cid —le habló Santos mientras miraba, distraídamente, por la cristalera que separaba el salón de la gran terraza de aquel ático de lujo—, además de un marido humillado, le recuerdo que es usted el padre de una niña que ha desaparecido. ¿Quiere ayudarnos a encontrarla o la abandonará en manos de su madre?

Pat Santos nunca se andaba por las ramas. Su flecha había ido a parar directamente a la diana. El padre de la niña desaparecida la acusó de inmediato, como un toro que recibe un bajonazo al final de la lidia y comienza a sangrar.

—Tiene usted razón —admitió al tiempo que se derrumbaba sobre el sofá—. Me he olvidado de mi hija. Me he comportado como un estúpido egoísta, que no ve más allá de su nariz.

—Tranquilo —le hablé—. Le han sucedido demasiados acontecimientos en las últimas horas. Resulta normal que pierda un poco el control. A cualquiera en su situación le hubiera ocurrido lo mismo. Solo le pido que aparque todo ese dolor, todo ese resentimiento hacia su esposa, e intente ayudarnos a traer de vuelta a Ariadna.

Asintió sin palabras, a la vez que pude percibir cómo su mirada se hacía brillante, mostrando unas lágrimas incipientes que él contenía.

—¿Con quién mantenía más contacto su mujer? ¿Con quién hablaba? ¿Con quién salía?

—Ella es más bien una persona solitaria, ¿sabe? Quizás yo también sea un poco así, pero menos. A Olivia nunca le interesaron demasiado las relaciones personales o la vida social.

Se detuvo un instante antes de proseguir. Supuse que intentaba hacer memoria, buscar los nombres que componían la lista de contactos habituales de su mujer.

—Sinceramente, Emilio, creo que, al menos últimamente, solo se relacionaba con su madre, su hermano y su cuñada.

—¿Nadie más?

—No, que yo sepa. A veces, claro, recibía alguna llamada del trabajo, pero nada más.

—¿No tenía amigas con las que salir de vez en cuando al cine o a tomar una copa? —preguntó Santos, que al fin había decidido sentarse.

—No. Ya le digo que nunca fue demasiado sociable. Vivía, desde siempre, dedicada a su profesión. No disponía de más tiempo o, al menos, eso pensaba yo, claro.

Decidí arriesgarme e iniciar el otro camino que nos interesaba; el de ese mes, más o menos, en que Olivia Madueño había permanecido en excedencia laboral sin que su marido hubiese tenido conocimiento de ello. Sabía que pisaba terreno resbaladizo, pues en ese periodo se habría urdido todo ante la ignorancia del señor Del Cid. Para mí resultaba una incógnita cómo reaccionaría, en su actual estado, ante preguntas relacionadas con ese momento, pero me sentía en la obligación de abordarlo, pues lo consideraba esencial para el desarrollo de la investigación.

Antes de cambiar el rumbo de la charla, anotamos los nombres completos de su suegra y sus cuñados, para ponernos en contacto con ellos; y recabamos de él la opinión que le merecía cada uno, sin que nos dijera nada relevante al respecto. Según nos contó, la relación con su familia política nunca había representado un problema. Los definió como gente normal, nada conflictiva y, desde luego, ni se le pasaba por la imaginación que hubiesen ayudado, de algún modo, a la desaparición de su hija. Aunque, claro, en las circunstancias por las que pasaba, él ya no ponía la mano en el fuego por nadie.

—Señor Del Cid —continué—, hablemos ahora de las semanas anteriores a la desaparición de Ariadna.

José Alberto del Cid se puso en pie, con la mirada perdida en un horizonte acotado por las cuatro paredes de aquella estancia repleta de lujos. En esos apenas dos días, su figura, su porte con cierto aire aristocrático, había dado paso a un ligero, pero perceptible, encorvamiento, como si su espalda ya no resistiera el peso de su vida, de sus problemas; como si el mundo le empujase hacia abajo, en dirección al abismo.

Nos ofreció café y, aunque ambos lo rechazamos, él se excusó para dirigirse a la cocina a prepararse uno. Consideré aquello como un buen síntoma, pues indicaba que pretendía despejarse, mejorar de ese modo su capacidad de concentración para responder a nuestras cuestiones.

Regresó a los pocos minutos, sosteniendo una taza humeante que depositó sobre la mesita delante del sofá, antes de tomar asiento de nuevo.

—Bien —comencé—, ¿ha podido recordar algo que, durante estas últimas semanas, le llamase la atención en el comportamiento de Olivia?

—No —respondió convencido mientras agitaba la cabeza—. Me he devanado los sesos. He dado vueltas y más vueltas alrededor de mis recuerdos, pero, sinceramente, no hubo nada que me pareciese anormal.

—Tal vez sus ausencias se prolongaron más allá de lo habitual, o le hablara menos sobre el trabajo. No sé, piense, no hay prisa, pero algún detalle tuvo que notar.

El señor Del Cid compuso un gesto de inusitada concentración. Me dio la impresión de que acababa de retarse a sí mismo para rescatar de su memoria algún pasaje que nos pudiese ayudar a saber lo que había hecho su mujer en esos días previos a la desaparición de su hija; de las dos, esposa e hija, para ser exactos.

Yo sabía que aquella tarea que le había propuesto no resultaría sencilla. Repasar un periodo que ya había quedado atrás, sin pena ni gloria, intentando extraer detalles que entonces pasaron inadvertidos era harto difícil, y más en una coyuntura como aquella, con dos policías sentados en su salón, mientras su niña y su mujer permanecían en paradero desconocido. Sin embargo, la experiencia a lo largo de los años, me había demostrado que la mente humana esconde a menudo sorpresas y que, cuando se bucea adecuadamente en ella, nos revela secretos inimaginables; como si todo, lo importante y lo intrascendente, quedara grabado en ella. El único problema real residía en acceder a esos registros, localizarlos. Sin duda que, como norma general, la reflexión necesaria para rescatar esa valiosa información solía deparar mejores resultados cuando se realizaba en soledad, pero, considerando el estado de ansiedad en el que se encontraba José Alberto del Cid, yo no confiaba en que, cuando nos marchásemos, dejándolo de nuevo a solas con sus angustias y sus botellas de whisky, se dedicara a la serena introspección que necesitábamos de él.

Se dio por vencido sin conseguir nada.

—Lo siento, inspector. No observé nada extraño.

—¿Seguía haciendo guardias? —preguntó Santos, y yo sabía exactamente a dónde pretendía ir a parar.

—¿A qué se refiere?

—Los médicos suelen realizar guardias, ¿no? —expuso Santos, intentando que el señor Del Cid le entendiera—, y habitualmente, supongo, esas guardias requieren que ni siquiera puedan dormir en casa. Durante el último mes, ¿alguna vez su mujer se ausentó por las noches pretextando que tenía que cumplir con su turno?

—Sí —admitió él, mientras se dejaba caer hacia atrás, sobre el respaldo del sofá.

—¿Está completamente seguro?

—Sí. Lo recuerdo perfectamente porque la semana pasada, el jueves concretamente, no durmió aquí. Y juraría, aunque en este caso no podría concretarle el día, que unos diez o doce días antes, también pasó la noche fuera.

Santos y yo nos miramos. Lo que acababa de confirmarnos podía implicar que Olivia Madueño dispusiera de un lugar en el que pasar la noche. Tal vez el mismo lugar en el que se dedicó a elaborar el plan para hacer desaparecer a su hija, y puede que en ese mismo instante se hallara todavía allí agazapada, a la espera de una oportunidad que le permitiese huir para siempre.

Decidí abordar el tema directamente.

—¿Disponen ustedes de una segunda residencia?

—No.

La respuesta sonó contundente, sin vacilación de ninguna clase; lo que, en parte, me desanimó, pues en el fondo albergaba la esperanza de que José Alberto del Cid nos diese una dirección en la que hallar, sino a su esposa, al menos las pruebas que demostrasen que empleó aquella otra vivienda mientras disfrutaba de su periodo de excedencia. Considerando la posición económica de la familia, había dado por sentado que dispondrían de, al menos, otra propiedad; pero, a tenor de la respuesta a mi pregunta, me había equivocado.

—¿Se le ocurre algún sitio en el que hubiese podido pasar esas noches? —Terció Santos.

—La verdad es que no.

—¿No hay ningún familiar que posea alguna casa o algún apartamento que permanezca vacío, y a cuyas llaves ella pudiese tener acceso? —insistió.

Del Cid, en esa ocasión, se tomó unos instantes para reflexionar sobre la cuestión que le habíamos planteado. Supuse que, mentalmente, enumeraba los familiares de su mujer, puede que también los suyos, y dilucidaba si alguno de ellos disponía de una vivienda desocupada.

—Que yo sepa, no.

Me levanté. Por el momento no se me ocurría ninguna otra pregunta que plantearle. Deseé que se mantuviera sereno, que no se derrumbara por si necesitábamos acudir de nuevo a él. Le recomendé encarecidamente que regresase al trabajo, y me prometió que así lo haría, que esa misma mañana, en cuanto nos marchásemos, había previsto reincorporarse a sus actividades diarias, pues ya no resistía más la soledad culpable de aquel salón.

Él se quedó sentado. Supuse que no disponía de fuerzas ni para acompañarnos hasta la puerta. En realidad, le daba vueltas a algún detalle que no acababa de concretar, pero que intuía que podía resultar importante para la investigación.

Mientras decidíamos cómo abrir la moderna y blindada cerradura para abandonar su ático, José Alberto del Cid apareció detrás de nosotros.

—¡Un momento! —nos pidió—. ¡No se vayan!

Di un respingo, pues no me lo esperaba, y estoy casi seguro de que Santos también lo hizo; aunque más tarde, cuando le referí el susto que me había llevado, él negó haberse sobresaltado también.

—He recordado algo. No sé si resultará o no importante, pero guarda relación con dos de las preguntas que me acaban de hacer.

De repente noté un cosquilleo en el estómago, presintiendo que sus palabras podían suponer un hito importante para la investigación. Así que me dispuse a escucharlo con la máxima atención posible.

—Adelante, cuéntenos —lo animó Santos.

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