Ari

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Ari

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—Verán, cuando me preguntaron por sus relaciones, no caí, pero hace unos años entabló amistad con una paciente, una señora mayor a la que ella salvó la vida.

—¿Sabe su nombre?

—No —respondió decepcionado—. Lo siento, pero no lo recuerdo.

—Bien, prosiga.

—El caso es que, desde entonces, mi mujer ha mantenido el contacto con ella. No a diario, pero hablan por teléfono de vez en cuando y se envían postales en Navidad.

Sin el nombre, pensé, la revelación resultaba demasiado vaga. Mis ánimos se enfriaron, como cuando una expectativa no se cumple, y se queda solo en eso, en lo que pudo ser y no fue.

—Hay otro detalle —continuó—. Esa señora vive en Antequera, pero tiene un apartamento en Fuengirola, cerca de la playa, creo.

Sentí que los latidos de mi corazón se aceleraban. Necesitábamos encontrar aquel apartamento a toda costa. Al fin aparecía un elemento clave para ayudarnos a comprender lo que había hecho Olivia Madueño en las semanas anteriores a su desaparición, llevándose consigo a su hija de nueve años.

—¿Sabe la dirección, o al menos la zona en la que se encuentra?

—Lo siento —respondió él—. A veces escuché a mi mujer hablando con ella por teléfono sobre el apartamento en Fuengirola, nada más.

Sin un nombre, sin una dirección, no nos iba a resultar sencillo dar con aquel inmueble. Nos encontrábamos al filo mismo de un hallazgo fundamental, pero nos faltaba un pequeño empujoncito para terminar de darle forma a aquella masa de datos.

El señor Del Cid se dispuso a abrirnos la puerta mientras se disculpaba por no haber podido concretar nada sobre esa amiga de su mujer cuando, de improviso, una idea cruzó por mi mente. ¿Cómo se llamaba la paciente que motivó la disputa entre Nuria Aguilar y Olivia Madueño?

Me detuve en el umbral, con mi compañero ya en el rellano y el propietario de la vivienda todavía en la entradita.

—La mujer que acaba de mencionarnos, ¿se llama Ascensión Risdruejo?

El rostro de José Alberto del Cid pareció iluminarse por un instante. Reparé en que, por primera vez desde que lo conocía, algo parecido a una sonrisa tomaba su semblante. Supongo que ante su reacción, incluso sin que hubiera pronunciado palabra, yo también expresé mi felicidad. Al otro lado, Santos ponía cara de no comprender nada.

—Sí —confirmó—. El apellido no me suena de nada, pero estoy convencido de que su nombre es Ascensión.

XIV

Por un instante, se quedó paralizada. Por supuesto que deseaba escapar; pero no contestó. No se fiaba de aquella voz desconocida. En realidad, había decidido no fiarse de nada ni de nadie en aquel lugar en el que la retenían contra su voluntad, al que había llegado misteriosamente y del que se había propuesto escapar algún día.

Tomó la firme determinación de que, la próxima vez que la voz sin identificar se dirigiese a ella, la conminaría a revelar su identidad, a mostrarse. Necesitaba ponerle una imagen, un rostro; solo así consideraría ofrecer una respuesta a la cuestión que le había planteado, y que bien podría ocultar una trampa.

Durante el almuerzo, compartió mesa con Sun. La chica que dibujaba le caía bien. Al menos ella no parecía vigilarla ni interesada en sacarle información. Además, Ari alucinaba con la perfección de sus dibujos. Su fascinación por ellos aumentaba cada día hasta el punto de que, en varias ocasiones, había tenido la tentación de pedirle alguno, pero, quizás por un exceso de timidez, aún no se había atrevido a hacerlo.

—¿Dónde aprendiste a dibujar?

—En el colegio, supongo. Siempre se me dio bien, pero nunca acudí a una academia especializada o algo así.

—Yo hice algunos dibujos sobre este sitio antes de conocerlo —confesó Ari—. Fue como una premonición. Me venían imágenes a la mente y necesitaba dibujarlas; aunque, claro, mis dibujos no tenían nada que ver con los tuyos; eran muy malos.

—Casi todos tuvieron algún tipo de visión sobre este lugar antes de aparecer aquí.

—¿Tú también?

—No, yo no.

Ari sintió el impulso de plantearle muchas más cuestiones. Le hubiese gustado saber, por ejemplo, dónde vivía antes o cómo había llegado hasta allí. También qué significaba el verdoso color de su energía o si alguna vez había intentado, o al menos imaginado, escapar. Decidió, en cambio, no atosigarla; ya dispondría de tiempo para resolver aquellas incógnitas y no deseaba que Sun pensase que resultaba demasiado curiosa o pesada y que le diese de lado. De alguna forma, aquella chica se le antojaba como la más humana de todos.

La biblioteca se hallaba desierta, como de costumbre a esa hora. Su nuevo objetivo consistía en recabar la máxima información posible sobre sus habilidades y cómo entrenarlas. Ella no dispondría, como el chico del libro que había estado leyendo en los últimos días, de un mentor que la preparara y le descubriera los entresijos de la magia, así que aquel ejemplo no le servía. Necesitaba otro tipo de texto que le mostrara el camino a seguir.

Esa tarde no encontró nada. Tras horas de infructuosa búsqueda por los pasillos, se sintió desanimada, agotada, sola. Se hundió hasta el fondo de un mar turbio y asolado por corrientes que la llevaban y la traían de un lugar a otro; como un barco a la deriva que, anulada su voluntad, se mueve al albur de los vientos hasta chocar contra un acantilado.

Temió que en esa biblioteca no existiese nada que la pudiera ayudar. Después de todo, no tendría mucho sentido poner al alcance de ellos la forma en la que desarrollar sus poderes para que, después, pudieran usarlos y huir de allí. Había pecado de optimista. Pero que no resultara sencillo no significaba el final de su empresa. La palabra imposible no figuraba en su vocabulario, ni por el momento tenía intención de incorporarla.

No acudió a la cena. No tenía hambre. Procuró serenarse sobre su cama, tumbada bocarriba y con la mirada perdida en el techo, buscando una forma de acceder a su energía, de poder comunicarse con ella y activarla.

Si lo habitual consistía en que las habilidades se desarrollaran a través de un mentor, a lo mejor no habrían considerado trascendente haber dejado libros sobre ellas en las estanterías de la biblioteca. Sun le había dicho que su tipo de energía no resultaba habitual, por eso la información acerca del tiempo y del espacio resultaría escasa y difícil de encontrar.

No podía rendirse tan pronto. Decidió luchar hasta la extenuación, hasta descartar cada libro tres veces si hacía falta. No iba a darse por vencida tan pronto.

Más complicada se le antojó la tarea de hallar algún volumen que la enseñase a potenciar su poder sin necesidad de un maestro, pues eso sí que constituiría un peligro para sus captores. ¿Resultaría suficiente con conocer a fondo su potencial para poder desarrollarlo? Lo desconocía, pero no cabía otra que intentarlo sin descanso. Si había un camino, ella lo encontraría; si no existía, lo crearía.

Sonrió. Volvía a ser optimista, a creer en ella misma. Siempre que se proponía algo acababa por conseguirlo, así que si en su interior se escondía la capacidad para dominar el tiempo y el espacio, se convertiría en la más poderosa maga que jamás hubiera existido. Viajaría en el tiempo, atravesaría paredes, volaría... Se haría invisible con solo pronunciar una palabra o agitar una varita. Luciría una larga capa amarilla, como el color asociado a su habilidad, y viajaría a lomos de un caballo blanco e imponente, veloz, que la obedecería sin pestañear.

Los demás comenzaron a regresar de la cena. No lograba acostumbrarse al silencio. Cada uno, después de hacer cola en el baño, se desplazaba hasta su cama. Recordó el propósito que se había marcado aquella mañana de averiguar cómo se abrían los cajones de Lara, y decidió observarla en la distancia.

Pronto comprobó que, desde el lugar en el que dormía, iba a resultarle casi imposible descubrir nada, así que decidió acercarse a charlar con ella. Ya se le ocurriría alguna excusa por el camino.

Lara se sobresaltó al verla y, rápidamente, Ari percibió que guardaba algo, con su mano derecha, en el bolsillo de su bata. Le dio la impresión de que se ocultaba un anillo, aunque bien pudiera haber escondido una pequeña llave, pero claro, ella ya había comprobado que no existía cerradura alguna en la cajonera. De todas formas, la intuición de que el objeto que había introducido en la bata sirviese para abrir los cajones, se asentó en ella hasta el punto de decidir que su siguiente paso consistiría en obtenerlo. No sabía cómo ni cuándo, pero aquel pequeño objeto debía acabar en sus manos.

—Vaya, me has asustado —reconoció Lara—. No has acudido a la cena, ¿verdad?

Ariadna la imaginó inquieta. Si su labor consistía en vigilarla, resultaba obvio que su ausencia no le pasaría desapercibida, así que no se sorprendió de que hubiera reparado en ella, al contrario, ese hecho no hacía más que reforzar sus sospechas de que la principal tarea de Lara allí dentro no guardaba relación con la de los otros. De alguna forma, ella pertenecía a la organización que les retenía o, al menos, colaboraba con ellos. Ya no le cabía la menor duda al respecto.

—Hoy no tenía hambre.

—¿Has encontrado algo en la biblioteca?

—¿Cómo?

—Te proponías buscar información sobre tu energía, sobre el tiempo y el espacio, ¿no?

—Me he pasado la tarde entera allí sin encontrar nada.

Ariadna comenzaba a ponerse nerviosa. Había acudido hasta el lugar en el que dormía su compañera para averiguar más sobre ella, pero, aún no sabía cómo, la única que hacía preguntas era Lara.

Se disponía a cambiar el curso de aquella infructuosa conversación, cuando ella se excusó:

—Lo siento, Ari, pero me muero de sueño. Hoy ha sido un día larguísimo. Buenas noches.

—Buenas noches —repitió Ari, decepcionada.

Regresó a su cama mientras tomaba conciencia de que, averiguar algo de Lara o quitarle aquello que abría sus cajones, no iba a resultarle una tarea sencilla.

Ya acostada, se preguntó qué harían en ese mismo instante sus padres, cómo se sentirían. Los imaginó angustiados por su ausencia, destrozados. Recordó algún reportaje que había visto en televisión sobre niños desaparecidos y cómo las familias sufrían y pedían a quien pudiera haberlos raptado que los liberara. ¿Estarían sus padres haciendo lo mismo?

Notó una fuerte presión en el pecho. Nadie la encontraría allí, porque, entre otras razones, nadie conseguiría llegar nunca hasta allí. Ni siquiera averiguarían cómo había desparecido. Se había convertido, para siempre, en un misterio sin resolver, exactamente igual que todos los que la rodeaban. Jamás aparecería, ni viva ni muerta. Sus padres deberían arrastrar esa cruz el resto de sus vidas.

El sueño no acababa de llegarle. Se acordó de que no había marcado en su libreta el día con otra raya. De repente, no le importó. Se dijo que no serviría de nada saber cuántos días de su vida se perdían en aquel cautiverio. Sintió rabia. Una gran ira acababa de nacer en su interior. Alguien, que ni siquiera conocía, le estaba robando su vida, sus padres, sus amigos, su maestra. Alguien que no conocía, pero que ya odiaba como nunca había odiado a nadie.

Se alegró de ese sentimiento, pues lo convertiría en la base sobre la que seguir luchando para escapar. No cejaría ni un solo momento. No daría ni un paso atrás. ¿Qué futuro le aguardaba allí? La respuesta parecía clara: ninguno. Sencillamente no podía permitir eso. No podía vivir sin sueños. Si los demás se habían resignado, allá ellos, pero Ariadna no iba a caer en aquella desidia de pasar jornada tras jornada dando vueltas alrededor de un bonito jardín, sobrevolado por aves imposibles.

Sintió el impulso de levantarse y echar a correr. Así, tal cual. En la oscuridad de la noche, nadie repararía en su ausencia. Se preguntó si las puertas permanecerían abiertas; si los ojos de los guardianes traspasarían la oscuridad; si el mundo se acabaría tras el bosque o si, por el contrario, la noche vendría repleta de monstruos a los que mejor no acercase.

—¿Qué te pasa? —le preguntó la misma voz de siempre.

—¿Quién eres? —se revolvió Ari, decidida a acabar de una vez por todas con el misterio, a ponerle cara a esa voz que aparecía cada cierto tiempo en su cabeza, sin más explicación.

—Eso —respondió— todavía no importa.

—A mí sí me importa.

—Pues tendrás que esperar al momento adecuado.

—¿El momento adecuado para qué?

—Aún no has contestado a mi pregunta.

—¿Qué pregunta?

—La que te hice esta mañana. ¿Quieres escapar?

—Primero quiero saber quién eres. ¿Cómo sé que no has sido tú quién me ha traído aquí?

Ari se quedó esperando una respuesta que no llegó. Al poco, la excitación se fue aplacando y el sueño la acogió entre sus brazos.

Se despertó con la misma rabia, la misma indignación con la que se había dormido. Se alegró de que ese sentimiento no resultase algo pasajero, porque le daría las fuerzas necesarias para acometer todas las tareas que pretendía llevar a cabo.

Decidió que, durante la mañana, observaría a Lara. En cuanto la chica no reparase en ella, entraría en el comedor e intentaría encontrar la puerta por la que la había visto salir el día anterior. No tenía ni idea de lo que le reservaría aquella entrada secreta. Puede que le aguardasen peligros inimaginables o que descubriese la conexión entre ese mundo y su casa; que al atravesarla apareciera de nuevo en el mismo ascensor en el que había entrado y su padre la esperase todavía abajo, como si nada hubiese acontecido.

Volvió a sentarse junto a Sun.

—Tienes mala cara —le advirtió ella.

—No he dormido demasiado.

—Pues entonces, hoy, en lugar de ir a la biblioteca después de comer, deberías dormir la siesta.

—Eso es imposible.

—¿Imposible por qué? —se sorprendió Sun.

—¿Nunca has pensado en fugarte de aquí? —preguntó Ari, saltándose todas las cautelas. En el fondo, no sabía nada de Sun, debería desconfiar tanto de ella como de los otros, pero la intuición le decía que aquella niña de piel amarilla se convertiría en una amiga de verdad, así que no se arrepintió de haber hecho aquella pregunta imprudente.

—Cada día —respondió ella mientras una inmensa melancolía arrasaba sus ojos rasgados.

—Pues nos escaparemos juntas —afirmó Ari.

—No deberías crearte falsas esperanzas —le advirtió Sun mientras dejaba el desayuno sin tocar y se levantaba de la mesa.

Ari se quedó boquiabierta ante la inesperada reacción de Sun. Tal vez ella ya hubiese intentado escapar, sin éxito. Puede que hubiera hurgado, sin saberlo, en una herida abierta. En cierta manera, se sentía culpable por haber provocado ese dolor, pero, de algún modo, esa reacción no hacía más que confirmarle que Sun no era como los demás; que podía y debía confiar en ella. Entre las dos lograrían huir. Ya habría tiempo de que hablaran y exponerle su proyecto. Ambas podrían intentar desarrollar juntas sus habilidades para, después, emplearlas con el único propósito de abandonar la cárcel en la que se hallaban.

En cuanto salieron al claro del bosque, Ariadna se quedó junto a la puerta; pendiente en todo momento de Lara. También, por otros motivos, le preocupaba Sun. La primera caminaba en el círculo más amplio, más alejado, junto a otros cuatro o cinco niños. Habían cruzado una mirada al salir, pero después no parecía prestarle demasiada atención a Ari. En cuanto a la chica asiática, se hallaba inmersa en el círculo más pequeño y su paso resultaba tan lento que constantemente la adelantaban otros, por derecha e izquierda. Ariadna la imaginó reflexionando sobre lo que ella le había dicho o, tal vez, reviviendo los malos recuerdos que hubiera evocado con su conversación.

De repente, reparó en que todos los niños miraban al cielo, señalando con sus brazos levantados hacia arriba. Miró, y pudo apreciar algo en verdad sorprendente. Un pequeño pájaro envuelto en llamas recorría el claro. Ella no llevaba mucho tiempo por allí, pero a juzgar por la reacción de los demás, dedujo que nunca antes habían observado uno igual.

Lejos de encandilarse con aquella extraordinaria criatura, que bien pudiera ser un mítico ave fénix, decidió aprovechar la coyuntura para regresar al comedor y poner en marcha su plan.

Interpretó aquella aparición como un golpe de fortuna, como una señal de que la suerte se encontraba de su parte. Aunque no hubiera sucedido algo así, lo hubiese intentado; pero, de ese modo, no habría nadie que hubiera reparado en ella, ni siquiera Lara, a la que había encontrado tan absorta en el cielo como los demás.

Se dirigió presta hacia la pared de la que había surgido Lara el día anterior. Que nadie la hubiese visto entrar no significaba que más adelante alguien no pudiese notar su ausencia y dedicarse a buscarla. Sabía que no disponía de mucho tiempo. Tendría que ser rápida. Su objetivo consistía, simplemente, en encontrar la puerta y, si podía, aprender cómo abrirla. Si lo lograba, más adelante, mientras todos durmieran, intentaría explorar el otro lado, ya fuera sola o en compañía de Sun, a la que había decidido poner al corriente de todos sus movimientos.

Recorrió la pared palmo a palmo, observando cada detalle, palpando cada pequeña imperfección. Se concentró en su labor y sintió que el mundo desaparecía a su alrededor. Solo estaban ella y la pared. Ella y la puerta escondida. Ella y el secreto de Lara. Fue igual que flotar en el vacío, igual que transcender del cuerpo en un viaje astral. Jamás había vivido con tanta intensidad un momento.

Suspiró.

Nada.

La primera pasada había concluido sin ningún hallazgo. La inmensa concentración había dado paso a la frustración y al cansancio. Notó que el sudor caía desde su frente para recorrer su cara.

No se iba a rendir tan fácilmente. Ella siempre lograba lo que se proponía, así que, sin perder ni un segundo más en lamentaciones, comenzó la observación en sentido contrario, desandando sus pasos. Al poco, consiguió recuperar la misma sensación de que no existía nada más allá de ella y aquella pared que guardaba un secreto que necesitaba desentrañar.

Se encontraba a punto de abandonar, de darse por vencida, cuando reparó en dos pequeñas marcas, como unas comillas apenas perceptibles, que no recordaba haber observado con anterioridad. Desde el principio se dio cuenta de que aquellas hendiduras habían sido hechas a propósito por alguien.

Notó el latido de su corazón, impaciente por saber el significado de lo que había hallado. Con suma precaución, pasó la mano por encima de las marcas sin que nada sucediera. Repitió la operación un par de veces, con el mismo resultado.

Sonrió.

Observó el tamaño de las hendiduras. Colocó los dedos meñiques, uno en cada una. Notó cómo una extraña corriente de energía penetraba en su interior, a la vez que un marco blanquecino se iluminaba sobre la pared. Cerró los ojos y dio un paso hacia adelante.

Abrió los ojos. Se encontraba en una pequeña habitación redonda, absolutamente vacía, desnuda, pero extrañamente iluminada por una luz que brillaba en el extremo opuesto, junto a lo que parecía la entrada de un pasillo del que no podía distinguir casi nada.

Ariadna temblaba. Los nervios se habían apoderado de ella. Se obligó a respirar profundamente, tal y como le había enseñado su madre. Poco a poco recuperó el control de su cuerpo. Había encontrado la puerta y había pasado al otro lado. Ahora, lo mejor sería regresar, pues ya se había demorado en exceso, y decidir cómo actuar en adelante.

Volvió sobre sus pasos. Cerró de nuevo los ojos. El golpe contra la pared le provocó una herida en la frente.

Buscó las marcas, sin encontrar nada.

De repente, le faltaba el aire. No sabía salir.

Estaba atrapada.

XV

Se sentó apoyada contra una de las paredes, y se llevó las manos a la cabeza. Un poco de sangre manaba por la herida recién abierta. Aunque el golpe la había sorprendido, no se trataba de algo grave. Sentía miedo, pero no por el corte. Temía quedar atrapada para siempre en la soledad de una habitación vacía. Sus imprudencias la arrastraban, cada vez, a peores situaciones. Se sorprendió a sí misma añorando el claro del bosque. El magnífico, aunque falso, cielo azul recorrido por maravillosas aves, le parecía de repente un lugar maravilloso en el que pasar sus días. Allí al menos podía disfrutar del aire libre, una biblioteca y algo de compañía.

La temperatura dentro resultaba más baja o, al menos, la humedad existente le proporcionaba esa sensación. La eterna primavera del otro lado no existía en el interior de aquella especie de círculo imperfecto en el que se encontraba.

Se puso en pie de nuevo. Debía decidir entre explorar el pasillo que se abría al fondo, justo enfrente del lugar por el que había entrado, o recorrer la circunferencia para buscar una vía de escape. Por el momento, consiguió apartar de su mente las consecuencias de no encontrar una salida, de quedar recluida allí para siempre.

Resolvió que lo más lógico sería examinar la superficie del círculo en el que se hallaba, así que hizo justo lo contrario. Si hubiese una puerta, conduciría inexorablemente al comedor. En cambio, puede que aquel pasillo le mostrase nuevas maneras de abandonar su cautiverio, de dejar atrás aquella pesadilla, así que decidió arriesgarse.

Se dirigió hacia la luz con una creciente excitación dominándola. Se imaginó como una pionera en tierra desconocida, que pone el pie, con cada paso, en un lugar que nadie ha visitado jamás; una precursora que muestra el camino al mundo con su valor y su arrojo.

El pasillo resultó estrecho y corto, apenas tres o cuatro metros de largo. A los lados, las paredes estaban sucias. Al fondo, acababa su breve trayectoria en una puerta de color cerezo que permanecía cerrada.

No lo dudó ni un segundo. Se plantó delante de la entrada en apenas cuatro pasos y, tras respirar profundamente, agarró el pomo y lo giró.

La puerta se abrió sin dificultad, desvelando otra habitación circular, aunque más grande que la primera. En contraste con la desnudez de la anterior, allí multitud de objetos esparcidos por el suelo pugnaban por cada centímetro, desordenados. A su izquierda descubrió una mesa rectangular, pero no encontró ninguna silla a su lado. Incluso con la puerta cerrada a su espalda, la visibilidad resultaba buena, lo que era en verdad sorprendente, pues no había ninguna fuente de luz, al menos en apariencia, de la que pudiera proceder semejante claridad.

Se situó en el centro y fue girando sobre sí misma con la intención de controlar todos los objetos antes de decidirse por observar con detenimiento alguno en particular. La estancia no disponía de salida alguna, al menos a primera vista, a excepción, claro, de la puerta por la que Ariadna había accedido.

Encontró dos pequeños cofres, un gran arcón y un buen montón de libros apilados junto a la mesa. En el tablero de esta había otro libro, que abierto ocupaba casi toda su superficie. También pudo distinguir, entre un maremágnum de pequeños objetos, un par de cuadros, de retratos, para ser precisos. El resto parecían piezas sin valor: retales, marionetas, algún cojín, un par de tablas de madera, una lámpara rota, un pincel, varias libretas de colores, como la que guardaba en su cajón, y un largo etcétera, indistinguible sobre un atestado suelo. Se preguntó quién sería el responsable de aquel revoltijo ¿Acaso Lara se dedicaba a sustraer objetos del otro lado para acumularlos allí? Puede que hiciese negocio con ellos, aunque no acababa de comprender cómo ni para qué. O, quizás, se le ocurrió, existieran más estancias secretas y no había traspasado la pared por el mismo punto en el que lo hacía Lara. Después de todo, podría haber arriesgado su vida en un lugar equivocado.

Lo que más le llamó la atención, por supuesto, fue el libro sobre la mesa, así que, con cuidado de no pisar nada, se dirigió hacia él.

El ejemplar permanecía abierto por la mitad, más o menos. Al igual que había leído en la biblioteca, daba la impresión de ser muy antiguo, pero permanecía bien conservado. La página de la izquierda la ocupaba un dibujo, sin ningún tipo de color, en el que la figura de un hombre, cuyo rostro quedaba sin definir, componía una extraña pose. Con las piernas flexionadas, los brazos abiertos y la cabeza echada ligeramente hacia atrás, parecía implorar al cielo por alguna gracia, mientras a su alrededor surgían extraños destellos o fuegos.

La página de la derecha contenía una gran cantidad de texto bajo el título subrayado de «Detectar magia». Aunque sintió el deseo de leer aquella descripción, prefirió hojear el resto del libro. Comprobó que no ocultaba nada más que una constante repetición de aquel esquema: dibujo de una figura a la izquierda, texto bajo un título subrayado a la derecha.

La variedad de denominaciones resultaba tan grande que, cuando aún le faltaban algunas páginas por pasar, ya había olvidado la mayoría de ellas. Se trataba, sin duda, de un compendio de magia. Una relación de hechizos con sus efectos. Algunas explicaciones resultaban muy largas; otras, en cambio, tan escuetas que el autor las había solventado con un par o tres de palabras. Le sorprendió que el tamaño de los textos no guardara relación con la dificultad de las figuras, pues algunos de los gestos más sencillos disponían de las reseñas más extensas. Se preguntó si eso significaría que los hechizos menos poderosos requerirían acciones más complicadas o si resultaría fruto de la casualidad.

Cuando se hartó de pasar páginas, se alejó un poco de la mesa. Fijó su mirada en el montón de libros que se situaban junto a ella. Se agachó y se puso en cuclillas para poder observar sus cubiertas. Los descartó, uno tras otro, hasta encontrar un encabezamiento que le llamó la atención.

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