Arena

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Pon. Pon. Pon. Pon. Los golpes resonaban cada vez más cerca.

—Abre de una puta vez, Bruno. Que sé que estás dentro.

La voz del Manco. Miré al lado. Reyes se había ido. Arrastré los pies hasta la entrada. El cerrojo estaba a punto de romperse. Solía poner la mesa del salón de tope por si terminaba cediendo. El Manco sostenía una bolsa de deporte Adidas de color negro.

—Vamos, coño —dijo al traspasar el umbral y superarme y dirigirse a mi cuarto.

Yo aún con los ecos del sueño-pesadilla-recuerdo-realidad pegándome con los dedos de morcilla de mi padre. A pesar de que mi padre no me pegaba. Era valioso para él.

Cuando Reyes y yo llegamos al portal noté el tufo a Lacoste, allí estaba el amigo de mi padre. Quise evitarlo. No pude. El tipo no dijo nada. Solo nos miró. Reyes le lanzó un beso para provocar, pero sin tener ni idea de quién era. Y se quedó quieto. Un mimo. Un fantasma en su traje blanco gaseoso. Cogí a Reyes del codo y la metí en el ascensor. Empezamos a magrearnos. Quise desaparecer. Perder por completo la conciencia. Que me sepultaran y me sellaran dentro de un nicho como al padre de Reyes. Entramos a trompicones en mi casa y nos bebimos a morro una botella de vodka que había en mi cuarto. Follamos con dolor, para sentir alivio al menos unos minutos. Quería quedar en suspenso. Esfumarme, alcanzar ese estado de inconsciencia del coma etílico.

—¿Te has estado pajeando? ¿A qué huele? Abre la ventana alguna vez.

El olor a sexo. El sexo que huele más fuerte que el sudor y el alcohol y los porros juntos.

—¿Dónde lo metemos?

—Debajo de la cama.

—¿Y si vienen?

Cómo decirle al Manco que ya no volverían. Que con una vez ya era suficiente.

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