Arena

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En el mercado municipal. Me senté junto al Pérez. El indigente, lo llamaban algunos chavales para burlarse de él. Yo quería ser un indigente. De algún modo ya lo era. No como él. Yo quería ser su sombra. La mía se había descosido. No tenía la menor idea de dónde se encontraba. La sombra de uno, tan importante. Que se lo digan a Peter Pan; sin la sombra la vida se convierte en merodeo, vaguedad, indefinición, tristeza. Y uno crece con la añoranza de que jamás fue un niño. Ni un niño perdido. Un adulto con un niño muerto dentro. La biblioteca acababa de cerrar y el Pérez se había quedado en el lateral del mercado, sentado sobre unos cartones, con los periódicos atrasados.

—¿No te parece raro que una biblioteca esté junto a un mercado? —le pregunté porque fue lo primero que se me ocurrió.

—Alimento.

—¿Alimento?

—Piénsalo.

Me gustaba sentarme con él. Me relajaba y calmaba la inquietud, aunque no sabría explicar la razón. En varias ocasiones pensé en lo raro que me parecía que le dejasen entrar en la biblioteca con esas pintas: el olor que despedía, las excentricidades que hacía. Alguna vez estuve a punto de entrar allí y preguntarlo o planteárselo directamente a él. Estuvimos unos minutos en silencio. Escuchaba los murmullos del Pérez, que leía las noticias. Como si lo hiciera para otra persona en voz baja. Tenía cuatro libros en el suelo. Los hojeé. Pasé las páginas y leí las primeras frases. En algún momento, los gatos callejeros que rondaban por el mercado se acercaron. Las farolas se habían encendido. El Pérez dobló el periódico por la hoja en la que estaba y llamó a los felinos con cariño. Abrió una bolsa de raspas de pescado que olía fuerte y la colocó a su lado. Los gatos se acercaron a comer mientras él los acariciaba y les susurraba en un idioma incomprensible. Parecía feliz. Tranquilo. Quería decírselo, pero no lo hice. Cuando estaba a punto de irme me soltó una de sus sentencias. Las reservaba para el final: «Es complicado mantenerse oculto todo el tiempo. Nadie puede hacerlo. Nadie es nadie. Nadie puede permanecer oculto por completo».

¿Para qué preguntar qué significaba o por qué lo decía? El Pérez pasaba la mano por el lomo de uno de los gatos, y el animal se restregaba contra sus piernas.

Recuerdo que una vez, no tendría más de nueve años, unos ruidos me despertaron. Las voces subían y bajaban, una montaña rusa. El suelo frío bajo los pies al asomarme al salón. La tele estaba encendida, aunque la emisión había finalizado. Nieve en la pantalla. Aire viciado, denso. Desorden. Había botellas de vino, ginebra, whisky. Platos con restos de comida y colillas aplastadas. Cajetillas de tabaco tiradas. Billetes enrollados. Papel de aluminio quemado. Había un cuadro torcido, y otro caído al suelo apoyado contra la pared. Vi que mi madre se movía con torpeza. Los ojos fuera de sí. Como si quisiera salir de su cuerpo. Dejó un vaso en la mesa, y con el gesto estuvo a punto de tirarlo. Mi padre gritó. Mi madre le escupió. Se abalanzaba hacia ella cuando se percató de mi presencia. Mi padre dijo algo que no entendí. Las palabras le salían ladeadas de la boca. Era como si se hubiese olvidado de hablar. Tampoco entendí a mi madre. Encendidos. Mi padre me cogió del pelo y me dio un beso en la mejilla. Me picó y se me puso roja. Pensé que no habría nadie más, pero en el sofá se encontraba su amigo Albor. Mi padre se sentó a mi lado y me acarició como si fuera una mascota y yo me quedé paralizado, acurrucado entre cojines, las piernas pegadas. Entonces, se inclinó hacia la mesa y me ofreció su vaso con un líquido rojo. Me lo bebí.

—¿Qué tal? —preguntó mi padre con naturalidad, como si lo hiciera cada día, aunque nunca lo había hecho antes.

No dije nada. Me lo bebí de nuevo cuando lo volvieron a llenar.

Mi madre dijo algo. Pero mi padre la hizo callar. Se agachó sobre la mesa y aspiró con fuerza.

Yo tenía calor. Mi padre me llamó por mi nombre.

No sabía si su amigo era una estatua. No se movía. No hablaba.

Bebí todavía un vaso más del tirón solo por demostrarme que era capaz como él. Se rieron los tres. Creo que fue la primera vez que oí la risa de Albor. El timbre nítido que salía de su garganta. Todo dio vueltas de repente hasta que sentí el mareo y vomité.

Al día siguiente amanecí desnudo, me dolía la cabeza y todo el cuerpo. Del pasillo me llegaban las fuertes respiraciones de mis padres. No quise moverme. Me quedé en posición fetal. Contraído. Percibía un dolor en el vientre y tenía miedo de que algo grave me pasara si dejaba la cama.

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