Arena

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La noche era asfixiante. La brisa no trotaba ni lo iba a hacer. La ciudad se había echado a la calle: había gente sentada en los portales, conversando o entretenida con algún juego de mesa; los niños y las niñas jugaban al escondite o estaban viendo la televisión, que habían sacado fuera, el bochorno hacía imposible permanecer dentro de las casas, era como estar en uno de esos incendios que salían en los telediarios; en las terrazas de los bares la cerveza, el tinto de verano y otras bebidas discurrían en procesión; el paseo bullía; en la arena de la playa, al albor de la orilla, se agrupaban parejas y familias tratando de escapar de la bruma.

Sin pretenderlo, me refugié en el cine Los Galanes. En la puerta pregunté por el Polaco. Al poco rato, bajó y, desde lejos, al verme, le hizo una señal al portero para que me dejara pasar. Eché un vistazo a la pantalla y miré al Polaco. Los cinco jóvenes encerrados un sábado en el instituto. La ponía todos los veranos desde su estreno. Subí con él a la cabina. Fumamos. Ya habíamos discutido sobre la película y el Polaco era de pocas palabras. Judd Nelson me miró desde la pantalla y caí en que muchos chavales se habían peinado a su modo, incluso muchos llevaban sus gafas con el anhelo de parecerse a él. El aforo del cine estaba completo. Eché un vistazo por si localizaba a alguien conocido. Me quedé hasta el final de la sesión y luego me despedí.

Al salir a Juan Sebastián Elcano oí que alguien me llamaba. Me di la vuelta y vi cómo se acercaba el amigo de mi padre. Cuando me alcanzó aprecié las secreciones y la colonia del cocodrilo. El calor extendía los olores. Los potenciaba. También las dolencias a la mañana siguiente, eso pensé. La vergüenza. El placer. La culpa. El odio. El resentimiento. Quise irme. No pude. Una mosca atrapada en una telaraña. Llevaba una camisa blanca de seda y unos pantalones de lino color hueso, y sus miasmas que actuaban como una enredadera. Hiedra. Trepaba por el presente y por el pasado, invadiendo el ánimo. Me hablaba de mi padre, pero yo no le escuchaba. No podía centrarme en lo que me decía. La colonia y los sudores resonaban a toda potencia.

—Si necesitas alguna cosa, lo que sea, llámame —dijo, y como me quedé callado agregó—: Te aprecio, Bruno. Para mí eres como de la familia. Anda, toma, cógelo, no seas orgulloso. Si necesitas más solo tienes que pedirlo.

Notaba el olor de la colonia en los billetes. El papel apretado en el puño.

—Bruno, ¿qué haces? Cruza —me llamó Reyes desde la otra acera. Se encontraba a pocos metros de la concurrida entrada de Bobby Logan. Iba con esa amiga andrógina suya de pelo platino. Me llamó de nuevo—. ¿Has quedado con estos?

—No.

—Pues vente con nosotras.

—Quizá luego.

—¿Vas a meterte en casa?

La sensación de mareo y náusea, de dolor y alivio al notar el tacto de los billetes, el olor. Tenía el ánimo revuelto. Me despedí con la mano. Reyes levantó el dedo corazón y gritó que me jodieran.

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