Arena

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Cuando eres chico no te molesta la lluvia. Sin embargo, de mayor te molesta mojarte cuando llueve. No entiendes qué ha cambiado. Cuando llegamos al Palmar, me acordé de las cosas que a veces me soltaba el Pérez, ideas que se le ocurrían mientras contemplábamos los charcos que se habían formado en la acera después de la tormenta, como si fuesen puertas dimensionales, máquinas que te transportaban a otro tiempo, enigmas por resolver. Después de un chaparrón se respiraba tierra. Enredaderas que se filtraban por la nariz, y el Pérez se ponía melancólico.

El Manco estacionó en la avenida de arena que lleva a la playa y paró el motor. Salimos del coche impelidos, y lo primero que hicimos fue sacar las tablas y tirarlas junto a la furgoneta. Los cuatro nos pusimos a observar las olas. Y los que se encontraban por allí nos miraron de esa manera que indicaba que sobrábamos, que éramos portadores de problemas. Algunos hicieron un gesto tímido de saludo con la cabeza. Me molestó que hubiera tanta gente, El Palmar había cambiado mucho en poco tiempo. El recuerdo de los cerdos, las gallinas y los perros correteando por la playa a sus anchas y nosotros desnudos, en medio de esa naturaleza, era una imagen que ya no sería posible.

Apenas rompían olas y el pico estaba infestado de surfistas. Las nubes cubrían el sol y la ausencia de luz me hizo pensar en el mes de septiembre. Deseábamos darnos un baño, aunque el desfase de la noche anterior, la tensión del viaje y las olas fofas hicieron que en vez de entrar en el agua nos tirásemos en la arena abatidos.

Al despertar, el océano estaba revuelto. El mar se mecía con el vaivén del viento. Las olas rompían deprisa. Apenas sin recorrido. Al menos la sensación de bochorno se había atenuado. La bandera roja se movía alocada. Una serpiente ondulándose a cámara rápida. Encendimos unos cigarrillos y el humo nos volvía a la cara. Fantasmas traspasándonos. Cerca de la orilla, casi delante de donde nos encontrábamos, había unos niñatos de buena familia con sus cervezas frías. El Manco propuso ir a por algo de beber.

Sacamos las mochilas y las tiendas de campaña del portaequipajes y las dejamos allí tiradas. Yo subí al asiento del copiloto y puse la radio, Nirvana a todo volumen mientras el Manco maniobraba marcha atrás, y de pronto oímos un chasquido, y vimos que la gente venía hacia nosotros con las manos en la cabeza. Los pijos se reían en la distancia, el Bocina gritaba para, joder, para, serás cabrón. Nos bajamos de inmediato. La rueda trasera de la Volkswagen había partido la tabla del Bocina.

—¡Qué putada! —Se oía.

—¿A quién se le ocurre dejar ahí la tabla? —se defendió el Manco.

—¿Y los espejos retrovisores?

—No veo el suelo. Mierda, Bocina, mierda, me cago en la puta y en tó’ lo que se menea.

Ambos se miraron, pensé que iban a darse de hostias, pero la reacción del Bocina fue otra:

—Ve a por la bebida y la comida, y mientras me prestas tu tabla —le dijo y chocaron la mano y se abrazaron. De fondo escuchábamos los rumores de la gente, sorprendidos por la reacción del Bocina.

El Manco y yo fuimos a comprar.

—Estamos jodidos, lo sabes, ¿verdad?

—Déjate de gilipolleces, Manco.

—La tabla del Bocina es otra señal.

Me quedé callado. No quería pensar en el regreso, cuando tuviésemos que enfrentarnos al Alcalde.

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