Arena

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Para matar el tiempo, nos metimos a surfear, queríamos aprovechar un poco la tarde. Las olas rompían sin fuerza y el pico estaba de nuevo infestado de peña. El Manco se quedó en la orilla. Yo salí pronto del agua. Permanecimos allí sentados rastreando el entorno con las miradas. En ocasiones llegaban ráfagas de viento de levante que arrastraban arena. El agua picada, indómita, saltaba y daba coletazos igual que un pez recién capturado.

Le había dicho a mi padre que me negaba a estudiar una carrera, que quería escribir y dibujar cómics, pero constantemente lo postergaba. Siempre había algo que hacer antes que sentarse a escribir. Por ejemplo, echarme a la calle a lo que fuera. Y cuando estaba deambulando por cualquier sitio, entonces sí, escribir en el aire, en el olvido, en la nada. La vida es un continuo. Sin el inicio ni el final acotados como en una narración. ¿Lo había leído o lo había pensado? Recuerdo que una noche que regresaba de marcha me topé con el Pérez en la playa. Contemplaba el mar desde el muro del paseo, que en esa época estaba en construcción. Había grúas y excavadoras. Rocas grandes y montañas de arena. Al lado del muro el Pérez tenía un cuchillo de cocina. Me puse junto a él. Lo único que se escuchaba era el rumor del agua, una hamaca susurrando lentamente con el movimiento de subida y bajada del mar. En una ocasión le asalté pidiéndole que me contara su vida, le dije que estaba convencido de que tendría una novela. Me respondió que su vida no merecía ser contada, y creo que habría añadido que la de nadie. Luego cogió el cuchillo y se acercó a la orilla. Pérez, no hagas ninguna gilipollez, dije. Me sonrió y, aunque en la distancia, fue como si me revolviera el pelo con la mano. Como si tuviera los poderes del Profesor X. El Pérez tenía un aire al personaje de los X-Men. Pero mi amigo se agachó en la orilla y sacó una sandía. Le dio unos golpecitos con la palma de la mano y regresó a mi lado con ella. Cortó un trozo y me lo pasó; después cortó otro para él. El mar pasa y permanece, me dijo que escribió Albert Camus, mientras cortaba más sandía.

—El mar pasa y permanece —repetí ensimismado en el horizonte y en voz alta.

El Manco ni siquiera reparó en las palabras, estaba inmerso en sus cosas. El Bocina y Pipo salieron del agua cuando el viento aplacó por completo las olas. Se pusieron a fumar y discutían qué hacer.

—Vamos a Conil. Son las fiestas y estará lleno de tías —dijo Pipo.

—No merece la pena —protestó el Manco.

—Eres un gilipollas.

—Bruno, qué dices.

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