Arena

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Pipo y el Bocina fueron a dejar las cosas a sus casas. En el portal de mi edificio, el Manco miró hacia el cielo bermejo y me asaltó con una cuestión que también le preocupaba a él.

—¿Tienes miedo?

Escupí el moco verde que tenía agarrado a la garganta. El salivazo planeó rápido un trayecto corto y se aferró a la acera: una masa informe, verdosa, pus, que simulaba brotar de las baldosas.

—Hicimos lo que nos pidió, ¿no? ¿Quién contaba con la mierda del atasco?

—Sí, ya, pero…

—Todo el mundo le teme.

El Manco asintió.

Recordé algo que me había preguntado mi abuela unos días antes de que le diese un infarto. Era, además, el único recuerdo que tenía de ella. Los demás momentos se habían esfumado.

—¿Tienes la conciencia tranquila?

—¿La conciencia qué es, abuela?

—La conciencia es el reposo y lo que te permite vivir en paz.

—Y ¿tú la tienes, abuela?

—Sí. Todo el tiempo. Así que me puedo morir.

—¿Te vas a morir?

—No, cariño. Aún me queda cuerda para rato —eso dijo ella apenas unos días antes de morir.

—Debemos tener la conciencia tranquila, Manco.

—¿Tú la tienes?

—Claro. Pero también nos queda el fingimiento. —Y en eso era un superviviente, como un camaleón que cambia de color.

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