Arena

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Sentía la presencia de mis padres cuando estaba en casa. Me desplazaba como si pudiesen aparecer al traspasar una puerta. Como si me espiaran por una mirilla. Las paredes y los muebles olían a ellos, a lo que fumaban, a los años contaminados de afecto y resentimiento. Mi cuarto estaba cargado: una atmósfera con una composición más espesa que el resto de las estancias, infecta como una cloaca. En el escritorio revisé las páginas emborronadas de bocetos, las notas, los tachones, los folios arrugados, lo que permanecía intacto.

Tomé una hoja del montón en blanco y anoté el último diálogo con el Manco y la conversación con mi abuela. Luego la dibujé de la única manera que la recordaba: sentada en un sillón frente al televisor mientras veía una telenovela. Recuerdo que cuando el culebrón se interrumpía para dar paso a los anuncios, ella hablaba de su hija, mi madre, una persona a la que no llegué a conocer, porque la que había sido conmigo era completamente distinta.

—Tu madre no era así. A tu madre la hizo así ese desgraciado. Hay personas que nacen con la desgracia y otras que se visten con ella.

Pero yo no la creía. Mi padre me llevaba a jugueterías y me dejaba hacer lo que me viniese en gana y me decía: Te quiero, Bruno, no lo olvides.

En el boceto mi abuela quedó con el pelo encanecido, la mirada en el pasado y una mano en mi cara.

Anoté: ¿Cuál es el momento en el que todo se jode?

Cerré los ojos.

No sueño ni estoy despierto.

Me encuentro en zona muerta. Tierra de nadie. El limbo. El negativo deteriorado del que ya no se podrá revelar ninguna foto.

Distingo el paisaje desde una frontera indeterminada, un sitio borroso, semejante a hallarse tras un ventanal empañado de vaho. Froto el cristal con el antebrazo. Al hacerlo se ensucia más, se vuelve más borroso. Detrás del grueso ventanal hay objetos moviéndose de los que no consigo adivinar las formas. El peso detrás de mí, la presión en la espalda, ¿cuántos dedos tengo en las lumbares, en las caderas? Hacia delante y hacia atrás, lento, deprisa. De tanto en tanto escucho murmullos, respiraciones fuertes, jadeos. Apenas los diferencio. Intento abrir los ojos. Los párpados pesan, cortinas de hierro. Siento un líquido húmedo sobre mí. Mi cuerpo empieza a oscilar, tiemblo, aunque hace muchísimo calor. Intento quedarme quieto, pero un movimiento ajeno a mi voluntad me hace entrar en ebullición. Siento que los latidos del corazón se duplican y rebotan unos contra otros con una fragilidad de pompa de jabón. El ambiente los comprime y se aceleran. Aspiro a estar bajo el mar y, desde el fondo, avistar la superficie. De la boca salen sonidos que no consigo descifrar.

Deriva, deriva, deriva.

No sueño ni estoy despierto, solo recuerdo que me convierto en un gusano de seda encerrado en una caja de zapatos con agujeros. En el transcurso de los días fabrico un capullo de seda con la intención de no abandonarlo, hasta que me obligan a mutar en mariposa y salgo y me pego a uno de los agujeros de la caja y los latidos del corazón cesan, y, entonces, el peso cae encima de mi cuerpo. Un edificio desplomándose, con los escombros cubriéndolo todo. Y ni así consigo abrir los ojos, aunque siento que soy una herida: sangro.

La tinta negra emborrona el dibujo, manchándolo. Manchándome.

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