Arena

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El trayecto hasta el Tato con Falete detrás lo hice en silencio. El sol picaba, caía igual que una lluvia de flechas.

A pesar de que no estaba en disposición de escabullirme, Falete me amenazó:

—Ni se te ocurra salir corriendo, rata.

La quietud del ambiente generaba desasosiego. No se movía una sola hoja de los árboles. A lo lejos, en las montañas, se habían formado algunas nubes grises que daban al paisaje un aire irreal.

El Tato estaba de pie en los escalones del local, contemplando la playa mientras fumaba. Había colillas y ceniza en el suelo. Cuando entramos, él también pasó, se metió tras la barra y comentó al Alcalde:

—Es buen chico.

—Tato, ¿quién te ha dado vela en este entierro?

—Nada de líos, Alcalde.

—¿No soy un hombre justo? Ponnos unas birras.

Tato abrió tres quintos y los dejó encima de la barra de madera junto a un platillo con frutos secos. En el tocadiscos sonaba el canto reggae de Burning Spear sobre Marcus Garvey.

—Siéntate, ¿o nadie te ha enseñado educación? —dijo Falete y me empujó hacia el taburete.

—Con calma, Falete. No sea que se nos lesione. Los jóvenes vais de sobrados. Pensáis que ya lo habéis aprendido todo, pero la primera lección, la de respetar a los mayores, se os ha olvidado, ¿o me equivoco?

Quizá fue porque seguía desdoblado, viéndome desde fuera, como aquella tarde en el despacho del director, pero no estaba nervioso, en ningún momento tuve miedo. Tal vez, simplemente pensé que ya no podía perder nada más.

—Alcalde, mira, habrás visto las noticias, la mierda de la caravana y todo eso. Nosotros fuimos allí e hicimos lo que nos dijiste, pero no había nadie —dije con tranquilidad.

—No. Si lo hubieras hecho no estaríamos teniendo esta conversación.

—Alcalde, cómo íbamos a saber que la carretera iba a estar colapsada y que…

—No escuchas, niño. Creí que podía confiar en ti. Los jóvenes no respetáis. Y el respeto lo es todo en este oficio. ¿Qué pasaría si se corriese la voz? —preguntó con irritación.

Falete sonrió. Se terminó la cerveza e hizo un gesto al Tato, que desde la esquina no nos quitaba ojo, para que le sirviese otra. Encendió un Celta y el espacio se llenó de humo rancio. El disco finalizó. Hasta que Tato no le dio la vuelta al vinilo la aguja estuvo emitiendo un sonido chirriante.

—Tengo una cosa que te interesa y te compensará.

—Será mamón el niñato —bufó Falete.

—Habla —dijo el Alcalde.

Le conté lo de la bolsa de deporte. Se me quedó mirando unos segundos, valorando si aquello era un farol o no. Acto seguido me dijo que eso quizá hubiese sido suficiente si nada más llegar hubiera ido a verlo, pero que en ese momento ya no. De todas formas, ordenó que Falete fuera conmigo por si se me ocurría alguna idea extravagante, como pasó con el vagabundo del mercado.

—¿El Pérez? ¿Qué tiene que ver él con esto? —Fue entonces cuando me puse nervioso, cuando los dos yoes volvieron a unirse. Me tensé.

Falete se rio de nuevo. El Alcalde ni se inmutó. Siguió a lo suyo, diciéndome que necesitaba un plus, o que si acaso no le había escuchado.

—Respeto —volvió a decir.

—¿Sabes dónde está el Pérez?

El Alcalde se quedó callado. Falete me apartó del taburete y dijo:

—Vamos, chaval. A ver si te libras.

—Alcalde, te lo pido por favor, dímelo.

—¿Quién es tu familia?

—De qué hablas. —El agobio y la culpa se agarraron a mi garganta.

—La pregunta es sencilla. Tu familia, ¿quién la forma? —insistió sin apartar sus ojos de cueva de mí.

Yo también me había hecho esa misma pregunta muchas veces. No conocía a mis tíos ni a mis primos. Mis padres no se relacionaban con sus familias. Solo había tenido trato ocasional con mi abuela materna. Iba a verla a escondidas. Intentaba recomponer algo de la historia de mi familia. Me afanaba en recordar momentos felices, pero se rompían de inmediato con la misma fragilidad que las galletas de la fortuna. El viaje a Calahonda se resistía a ser recordado en su totalidad, solo me venían fragmentos. Brotes. Atisbos. Hojas de colores. Fue el único viaje que hice con mis padres, aunque también estaba él, ese amigo del traje de lino.

Cuando el Manco me decía que nosotros éramos familia, verdadera familia, no le contradecía. Le pasaba como a la mayoría de las personas que hablaban de la familia. Se emborronaban. Un ovillo de lana enredado. La familia de sangre es eso, Bruno, me decía, sangre, no familia. Esta es otra cosa. ¿Crees que mis padres saben algo de mí en realidad? Tú y yo somos familia, Bruno. Tú y yo estamos aquí y no ellos. Los padres nos echan a la intemperie y apáñate como puedas.

La pregunta del Alcalde se había instalado como un disco rayado: Tu familia, ¿quién la forma?, ¿quién la forma?, ¿quién la forma?

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