Arena

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En el portal, los vecinos de enfrente nos clavaron una mirada de desprecio. Estaba acostumbrado. Ya apenas me importaban aquellas miradas de superioridad. Durante mucho tiempo evité cruzarme con ellos por vergüenza, y si lo hacía, agachaba la cabeza y con los pies a rastras desaparecía con rapidez. Recuerdo que cuando llegaba al portal, si oía a un vecino que bajaba en el ascensor, me escabullía por las escaleras; o si en el portal conversaban varios, me volvía a la calle para demorarme y dar tiempo a que se fuesen. Ellos me hacían sentir mal, como si hubiera cometido algún tipo de pecado o una ilegalidad. Me debilitaban. Imaginaba todos los comentarios que la vida de mis padres les debía inspirar. Portazos que resonaban en todo el bloque, los gritos en estéreo, las amenazas y los golpes formando parte del día a día. Jamás entendí por qué cuando algún vecino llamaba a la policía, estos llegaban y se limitaban a hacer advertencias. Mi padre los escuchaba, les hablaba educadamente, a media voz, no importaba que estuviese bebido, tenía un don extraordinario para disimular la borrachera. Aunque los hipos de mi madre y el tufo de la casa indicaran lo contrario, los agentes se volvían convencidos por su labia. Yo creía que las demás puertas irradiaban hogares normales y felices. Hogares en los que las miradas no se esquivaban, donde la familia comía junta y se relataban los sucesos diarios, los deseos de todos sus miembros.

Falete aguantó la mirada a la pareja de vecinos, que nos observó con desprecio. La soberbia de estos se volvió temor a ser asaltados por el lacayo del Alcalde. Falete se encaró con ellos y les amenazó. La felicidad también representaba esas sensaciones efímeras. Se lo agradecí para mis adentros. La felicidad era un efecto placebo del miedo. Igual que el bienestar. Y las certezas.

Desde que había salido el Pérez en la conversación con el Alcalde, me obsesioné con lo que le pudiera haber pasado y no conseguía quitarme ese mal augurio de la cabeza. Quise preguntarle a Falete, pero este no me dio bola. Tomé un camino más largo.

—¿Qué ha querido decir con lo de la familia?

—Chaval, eres tonto con ganas.

—Por favor, dime de qué va.

—Dame la bolsa si no quieres que deje tieso a tu padre. De eso va, chaval.

—¿Y el Pérez?

—Qué pasa con ese pedazo de carne, capullo, ¿acaso te la chupaba? Te debería preocupar más tu padre.

—Joder, ¿me lo vas a decir?

—A mí ni se te ocurra hablarme en ese tono —dijo, y me lanzó un guantazo.

Sorbí la sangre del labio. Igual eran paranoias mías: ¿Qué tenía el Pérez que ver con estos mierdas?

Entré en el piso y fui directo a mi habitación. Me agaché, y arrastré de debajo de la cama la bolsa negra con la coca que le había robado a mi padre. Se la pasé a Falete y, cuando me soltó, hice el gesto de cerrar la puerta para que se fuera:

—Te vienes conmigo hasta que el Alcalde no diga la última palabra —dijo, mientras me agarraba del cuello y me lanzaba hacia la entrada.

—Déjame que eche una meada.

Entonces sonó el teléfono. Falete se me quedó mirando desconcertado. Pero yo fui por el pasillo decidido a descolgarlo.

—¿Qué coño haces? —Oí que decía, pero no me siguió.

—Diga.

—Bruno, hijo. —Al oír mi nombre de su voz me vino el ansia.

—Hola, papá. No me pillas en un buen momento.

No sabía por qué pero me hervía la sangre. Oír su voz me producía más dolor que el guantazo que acababa de recibir.

—No has hecho lo que te pedí. ¿Por qué no has ido a verlo?

—Vete a tomar por culo, papá.

—Hijo, escucha…

Colgué. Estaba encendido. Notaba la presión en las sienes. El estómago era un estanque de pirañas.

—Así no se le habla a un padre —dijo Falete. Y me empujó afuera.

Lo que son las cosas, me alegré de que estuviera allí conmigo y me sacara a empellones de mi propia casa. Era la segunda vez que aquel cabronazo me hacía un favor sin ser consciente de ello.

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