Arena

Arena


Capítulo 15

Página 23 de 25

Capítulo 15

Garth avanzó tambaleándose a través de la nube oscura. Apenas podía ver, y el aire impregnado de venenos le estaba asfixiando. Volvió a erigir un círculo de protección que filtró los venenos y permitió que un poco de aquel aire respirable que necesitaba tan desesperadamente entrara en sus pulmones.

Un nuevo ataque cayó sobre él, y el círculo se desmoronó.

Garth masculló una maldición y levantó las manos por encima de la cabeza trazando otro círculo, y la barrera volvió a quedar erigida a su alrededor. Esperó con todo el cuerpo en tensión, pero no hubo ningún ataque. Garth desplegó sus sentidos e inició un cauteloso sondeo.

El Caminante estaba allí, y sin embargo no estaba. Garth se dio cuenta de que estaba luchando, pero sus esfuerzos iban dirigidos contra otro contrincante al que percibió como un ser oscuro y poderosísimo. Por fin disponía de un poco de tiempo, y Garth lo aprovechó mientras su enemigo se veía distraído por otra contienda con un adversario mucho más insidioso y peligroso.

Garth hizo acopio de fuerzas, y después recurrió a hechizos que hicieron que esas fuerzas se doblaran y volvieran a doblarse. Alzó la mano y formó un círculo delante de su ojo con el índice y el pulgar, y creó el poder que le permitiría ver los hechizos de su oponente.

Garth quedó perplejo y asombrado por todo lo que vio. Había centenares de hechizos, muchos de ellos nunca imaginados hasta aquel momento y obviamente tomados de reinos y planos de existencia que eran desconocidos para los mortales..., y sin embargo también había una debilidad.

El maná, el precioso maná que alimentaba el poder de los hechizos, era débil y estaba muy disperso, pues tenía que emplearse para librar una miríada de batallas. Sus sospechas no habían estado erradas.

Todo lo que había averiguado durante años de desarrollo y de urdir planes era verdad. Aquellos libros, cuya tinta había ido perdiendo la negrura con el paso del tiempo hasta volverse casi ilegible, escondidos en el refugio al que le había enviado su padre, aquel lugar en el que había estudiado y aprendido, hablaban de aquello. Lo que su padre había sospechado y anotado en ellos era cierto, y por fin acababa de comprobar que el control que los Caminantes ejercían sobre sus poderes tenía un punto débil después de todo.

Garth sonrió para sus adentros y siguió haciendo acopio de fuerzas.

La contienda entre el Caminante y su otro enemigo llegó a su fin y el poder del Caminante volvió a quedar concentrado en aquel plano, y la sombra se volvió hacia Garth.

—Lamento esta interrupción —dijo el Caminante de los Planos, y su voz apenas era un murmullo fantasmal—. Uno de mis enemigos pensó que era el momento más adecuado para tratar de recuperar lo que le había arrebatado. Supongo que comprenderás que esa repentina irrupción en mis dominios era mucho más importante que nuestro insignificante jueguecito, naturalmente...

—Por supuesto.

—Ah... Veo que has sabido aprovechar bien el tiempo. Tu poder es más grande. Excelente, excelente... Eso hará que el desafío resulte más divertido. Normalmente cuando traigo a un ganador aquí, siempre se arrastra ante mí y gimotea al enterarse de cuál es el destino que le aguarda, pero tú llevas la sangre de tu padre en tus venas. Eso me gusta. ¿Empezamos?

Garth extendió las manos.

El Caminante le imitó, y la llanura tenebrosa en la que se encontraban quedó repentinamente iluminada por una claridad iridiscente. Las nubes verdosas retrocedieron para revelar un sol rojo oscuro que ocupaba la mitad del cielo. Un círculo dorado surgió de la nada para delimitar una explanada que se extendía hasta perderse en el horizonte, que parecía estar imposiblemente lejano.

—He aquí una arena donde podremos disfrutar de nuestra diversión —anunció el Caminante.

Un parpadeante resplandor rojizo iluminó el campo, y un instante después toda una horda demoníaca armada con tridentes y cimitarras sobre la que se alzaban estandartes adornados con cráneos quedó desplegada encima de él. Los demonios lanzaron un estridente alarido y cargaron contra Garth.

Garth extendió las manos, y un muro viviente se alzó ante él y detuvo momentáneamente el ataque. Un movimiento de ataque siguió al movimiento defensivo. Un Señor del Abismo controlado por el Caminante surgió del suelo, y Garth respondió haciendo que se volviera contra las hordas demoníacas. El monstruo las destruyó, soltando rugidos de placer mientras desgarraba a las criaturas y las devoraba. Una fuerza oscura de la naturaleza fue invocada a continuación para que hiciese pedazos al demonio. Bandadas de dragones aparecieron en el cielo y lucharon sobre sus cabezas, los doppelgangers se enfrentaron entre sí, las hidras entablaron batalla sobre el muro, que se derrumbó con un estruendo ensordecedor, y los djinns combatieron en el suelo entre los dos oponentes.

—Resultas mucho más entretenido que los demás —anunció el Caminante—. Si no tuviera compromisos urgentes que atender en otros planos, creo que permitiría que esta pequeña diversión durase más tiempo.

—Pues entonces ponle fin de una vez —se burló Garth—. ¿O será quizá que no posees la fuerza necesaria para hacerlo? Hazlo, y vete al infierno.

El Caminante alzó las manos mientras mascullaba una maldición iracunda y dio un paso hacia adelante. Garth retrocedió tambaleándose, empujado por un poder invisible que desgarró su alma. Creó una hilera de guardaespaldas para que soportaran el castigo, pero unos minutos después todos se habían derrumbado y morían entre convulsiones agónicas.

Nuevos golpes llovieron sobre Garth erosionando sus fuerzas, y empezó a desfallecer hasta que llegó un momento en el que fue incapaz de seguir erguido y acabó quedando de rodillas en el suelo.

El Caminante avanzó y bajó la mirada hacia él. Garth estaba doblado sobre sí mismo y jadeaba intentando tragar aire.

—Lástima, Garth el Tuerto... Tu visita me ha resultado muy agradable. Ah, percibo que tu fuerza vital casi se ha agotado.

Garth alzó la mirada hacia él. Su rostro estaba muy pálido y tenso.

—Vete al infierno, bastardo.

El Caminante suspiró.

—Creo que ya estoy en él.

Alzó la mano y empezó a bajarla para descargar el golpe final.

Garth levantó la mano y recurrió al único hechizo que había estado manteniendo oculto hasta aquel momento.

El golpe de su oponente cayó sobre él, y durante un momento Garth pensó que su conjuro no había surtido ningún efecto y que estaba cayendo hacia las tierras de los muertos..., y entonces el hechizo actuó. Todo el castigo que había sufrido se disipó y Garth se recuperó por completo, y todos los daños que había padecido cayeron sobre su oponente en ese mismo instante. El Caminante dejó escapar un estridente alarido, y retrocedió tambaleándose mientras su cuerpo de sombras siseaba y parecía empequeñecerse para acabar cayendo al suelo, donde empezó a retorcerse y temblar. Los aullidos de agonía que lanzaba hicieron que Garth se tapase el ojo para evitar su destrucción.

Un instante después ya estaba en pie y corría hacia el Caminante. La sombra estaba cambiando, y empezaba a adquirir una forma casi humana. Garth volvió a utilizar su poder para ver dentro de ella y percibir todos los recursos con que contaba su oponente.

Encontró lo que buscaba y capturó la forma de poder que había estado intentando detectar, y con ella el maná de su mundo que lo controlaba y le daba fuerzas.

El Caminante dejó escapar un aullido de rabia impotente, e intentó curarse mientras se debatía frenéticamente tratando de recuperar lo que le estaba siendo arrebatado.

Garth invocó una mano invisible para aferrar el hechizo que abría la puerta de los mundos y cambiaba la realidad, y que era capaz de torcer el flujo del tiempo y hacer posibles todas las cosas. Después enfrentó su poder al del Caminante para arrebatarle el maná que ataba y controlaba el hechizo.

El Caminante empezó a recuperarse, y lanzó un alarido de furia al ver que lo que le daba acceso a su mundo de origen le estaba siendo arrancado de entre los dedos. Garth siguió debatiéndose y se tambaleó de un lado a otro, ignorando el dolor que palpitaba en sus manos e intentando no sentir y no darse cuenta de que el fuego estaba ennegreciéndole los dedos.

Sintió cómo la presa que había logrado establecer sobre el hechizo del Caminante empezaba a debilitarse a medida que su enemigo iba recuperando las fuerzas. Garth se retiró al núcleo de su ser y recurrió a las escasas reservas que le quedaban, y su poder y su maná quedaron doblados en ese instante. Garth logró arrancar el control de la puerta de los planos a su oponente y retrocedió tambaleándose. El Caminante se irguió, lanzó un alarido de rabia demoníaca y alzó las manos hacia Garth.

«Lo tengo, maldita sea, pero no sé cómo infiernos se utiliza...», pensó Garth en el mismo instante en que el ataque caía sobre él.

Sintió cómo el fuego y un calor tan intenso como el del sol envolvía su cuerpo. Garth el Tuerto hizo acopio de todas sus fuerzas y las concentró en el poder de la puerta. El Caminante volvió a atacar gritando histéricamente, y Garth se encontró precipitándose en el vacío.

—Matadles a todos —gruñó Zarel, y lanzó una mirada llena de irritación a Uriah—. Quien no está conmigo está contra mí.

—¿Debemos acabar con todas las Casas?

—Sí. Si les damos tiempo para que se organicen, pueden aliarse con el populacho y enfrentarse a mi poder. Quiero acabar de una vez con todo esto. Ya oíste al Caminante, ¿no? Dijo que volvería.

—¿Y qué dirá de esta masacre?

Zarel clavó sus gélidas pupilas en el enano.

«No estaré aquí para oírlo, así que no importará lo que diga —pensó mientras sonreía con satisfacción para sus adentros—. En cuanto disponga del maná y haya conseguido hacerme con los libros de Kirlen, el camino quedará abierto ante mí.»

—Que nuestros luchadores y guerreros se preparen para salir del palacio en cuanto suene la campana de la medianoche.

—¿Contra las cuatro Casas, mi señor? A pesar de las deserciones y las muertes en la arena, todavía cuentan con más de doscientos cincuenta luchadores que oponer a los doscientos de que disponemos.

Zarel lanzó una maldición ahogada y clavó la mirada en las filigranas de oro que adornaban el suelo. Kirlen no podía ser sobornada salvo con ofertas de poder y, además, era el primer objetivo y el más importante de todos. Tulan y Varnel... No, le odiaban demasiado y nada podría hacer que dejaran de odiarle. Pero Jimak... Sí, a Jimak siempre se le podía sobornar para que cambiara de bando durante unos momentos, y ya tendría tiempo de eliminarle más tarde.

—Vacía los cofres de oro como oferta de soborno. Envíaselo inmediatamente a Jimak a cambio de su juramento de que se pondrá de mi parte.

—¿Y qué le diréis al Caminante si destruís a las otras Casas?

—Le diré que amontonaré el maná de los muertos alrededor de sus pies, y eso bastará para persuadirle de que no tome represalias contra mí. Cuando todo esto haya acabado, podrás crear una nueva Casa y convertirte en su Maestre.

Uriah asintió y salió lentamente de la habitación.

Zarel le siguió con la mirada.

—Y entonces tú también tendrás lo que te mereces —murmuró.

Zarel dio la espalda a la puerta. El corazón le estaba latiendo a toda velocidad.

«¿De cuánto tiempo dispongo? —se preguntó—. Y además, ¿qué pretende el tuerto? Tal vez Kuthuman haya sido su auténtico objetivo desde el principio, y puede que ahora mismo esté intentando acabar con él... En ese caso, tanto mejor para mí. Kuthuman tardará más de lo que esperaba en poder volver, y yo ya me habré ido cuando lo haga. De lo contrario y si Kuthuman ha sido vencido, entonces el tuerto estará muy debilitado y resultará mucho más fácil acabar con él. Pero el primer paso que he de dar está muy claro: debo asegurarme de que Kirlen deja de existir, y he de conseguir que todos esos libros y pergaminos inapreciables suyos caigan en mis manos.»

Kirlen de Bolk estaba encorvada sobre su trono.

—¿Habéis encontrado a Naru?

El mensajero meneó la cabeza.

—Ha desertado junto con once de nuestros luchadores.

Kirlen masculló una maldición y escupió en el suelo de la sala del trono.

—Enviad mensajeros a las otras tres Casas —ordenó—. Zarel ha conseguido calmar a la multitud, al menos por el momento, y resulta obvio que ahora planea emprender alguna clase de acción contra nosotros. Podemos estar unidos..., o morir por separado. Planeo atacar cuando suene la campana de la medianoche. Diles que hagan lo mismo y podremos derrotarle. Quiero que te garanticen que así lo harán, y pídeles que ataquen el palacio sin ninguna vacilación. ¡Vete!

El mensajero salió corriendo de la gran sala.

Kirlen permitió que sus labios se curvaran en una leve sonrisa.

El tuerto había interpretado su papel a la perfección. El populacho había atacado a Zarel, y el Gran Maestre había replicado con una masacre tan implacable que las turbas se habían visto obligadas a dispersarse y huir. Pero después Zarel no había seguido atacándolas y, en realidad, no podía hacerlo, pues necesitaba conservar las fuerzas que le quedaban para utilizarlas contra las Casas. Sólo un estúpido podía llegar a pensar que las Casas no entrarían en acción para derrocarle y adueñarse de su maná. Kirlen le conocía lo suficientemente bien como para saber que Zarel temía que las Casas pudieran obstaculizar sus planes e impedir su triunfo o, peor aún, que llegaran a aliarse con el populacho para provocar su caída. El equilibrio se había roto y ya no podía ser restaurado, pues había demasiados odios hirviendo en todos los bandos.

Había llegado el momento de atacar a Zarel, y ponerse al frente del ataque le permitiría sucederle en el cargo de Gran Maestre cuando expusiera la nueva y ya irrevocable situación al Caminante una vez hubiera regresado.

«O quizá, y eso sería todavía mejor —pensó—, incluso podría desafiarle más allá del velo y cobrarme la venganza que tanto merezco.»

Pensó en Garth, que había creado aquella magnífica oportunidad para ella sin saber qué estaba haciendo. Sí, el tuerto le había resultado muy útil... Todos los odios de todos los bandos, que habían permanecido reprimidos durante tanto tiempo, habían acabado emergiendo gracias a él. «Que toda la corrupción hierva y estalle de una vez», pensó Kirlen con una salvaje alegría.

Y de repente se preguntó por qué Garth se había puesto en manos del Caminante sin oponer ninguna resistencia y, en realidad, de tan buena gana. La única explicación era que tuviese un plan, desde luego, y Kirlen comprendió que ésa era la respuesta obvia. Garth siempre había planeado desafiar al Caminante, derrotarle de alguna manera y convertirse en Caminante por derecho propio. En ese caso, Garth estaría muy débil después de aquella terrible lucha, y eso quería decir que la posibilidad de alzarse con el triunfo estaba todavía más próxima de lo que Kirlen había creído en un principio.

La oportunidad exigía actuar sin demora, y Kirlen se puso en pie y llamó a sus luchadores para que empezaran a prepararse.

Tulan de Kestha y Varnel de Fentesk permanecían inmóviles entre las sombras mientras contemplaban la Plaza con el rostro lleno de preocupación.

—Esa vieja arpía tiene razón —dijo Tulan con voz temblorosa—. Zarel está planeando acabar con todos nosotros, desde luego... Este juego del equilibrio de poder ya ha durado demasiado tiempo. O le matamos o él nos matará.

—Tal vez podamos salir beneficiados en ambos casos —replicó Varnel sin inmutarse—. Kirlen atacará. Esto no es un truco para hacernos salir de nuestras Casas mientras ella se queda a un lado y espera. Su pasión por el poder ha acabado consumiéndola, y además... Bueno, tiene razón, y tú lo sabes. Nuestros mejores luchadores han ido muriendo en la arena durante estos tres últimos días. Si tiene que haber un momento en el que Zarel pueda vencernos, ha de ser ahora.

—Y sin embargo... —murmuró Tulan.

—Y sin embargo... Bueno, supongamos que ninguno de los dos puede imponerse al otro. Lo único que debemos hacer es permitir que se vayan debilitando entre sí. Si atacamos y demostramos nuestras intenciones con ello, entonces tal vez Kirlen decida lanzarse a la ofensiva; pero lo que haremos será permanecer en la retaguardia y permitir que se vayan desangrando mutuamente. Cuando llegue el momento adecuado, podremos acabar con los dos.

—¿Y qué hay de Jimak?

—¿A qué viene esa pregunta? Sabemos que codicia el oro que Zarel guarda en sus cofres. Atacará con entusiasmo, y se desangrará al hacerlo. Dejemos que ataque.

Varnel sonrió.

—Y en cuanto a lo que nosotros podemos anhelar —Tulan suspiró—, las mujeres de Zarel serán tuyas. Todas ellas, en su multitud de colores, formas, olores y prácticas perversas...

Varnel se lamió los labios con nerviosa impaciencia.

—Y cuando hayamos terminado, también podremos acabar con los luchadores que nos han traicionado y se han unido al populacho —dijo después con voz gélida.

Jimak de Ingkara estaba solo en su sala de recuentos y contemplaba la montaña de oro esparcida delante de su trono. Los cofres le habían sido traídos en carros hacía tan sólo unos momentos en pago a su juramento de que lucharía al lado de Zarel. Pensar en ello hizo que Jimak soltara una risita. Lucharía, desde luego, y cuando las otras Casas hubieran sucumbido y hubieran sido saqueadas... Bueno, entonces le tocaría el turno a Zarel.

Hammen echó un cauteloso vistazo por una grieta de los restos del postigo. La campana de la medianoche estaba repicando con su llamada grave y melancólica. La Plaza se hallaba sumida en el silencio, y continuaba iluminada por el parpadeo de los incendios resultado de las feroces batallas con el populacho que se habían librado durante toda la tarde y las primeras horas de la noche, muchos de los cuales todavía no habían sido extinguidos.

Hammen se volvió hacia un desertor de Kestha que se había unido al populacho y había traído consigo la información de que las Casas planeaban atacar el palacio del Gran Maestre a medianoche.

—Nada.

Aún no había acabado de pronunciar la palabra cuando un destello cegador surcó el cielo y detonó sobre la Plaza con un siseo y un chorro de chispas, iluminándola con una deslumbrante luz blanca. Las trompetas resonaron en el palacio en forma de pirámide y una hueste armada surgió de los cinco portalones. Los guerreros iban delante con sus ballestas preparadas para hacer fuego, y detrás avanzaban catapultas móviles montadas sobre carros, con los luchadores en último lugar.

La hueste cargó a través de la Plaza, y luchadores de los cuatro colores surgieron de las puertas de las Casas. Hammen dejó escapar una risita de puro placer, abrió el postigo de par en par y se asomó para contemplar el espectáculo. Naru, Norreen y los lugartenientes de su hermandad, que habían estado intentando imponer alguna clase de orden al populacho, se reunieron con él un instante después.

Unos cuantos segundos bastaron para que la Plaza se convirtiera en un mar embravecido de combates cuando prácticamente todos los hechizos conocidos en las Tierras del Oeste fueron empleados por los más de cuatrocientos luchadores que se enfrentaban en el enorme recinto. La concentración de maná era tan intensa que la Plaza empezó a palpitar con una claridad ultraterrena que centelleaba y parpadeaba como los relámpagos que se acumulan sobre el horizonte durante una tormenta de verano.

Los luchadores de Bolk lanzaron una violenta serie de ataques que les permitieron llegar hasta las puertas del palacio mientras los de Fentesk y Kestha defendían encarnizadamente sus posiciones en el centro de la Plaza.

Naru lanzó un rugido de placer mientras contemplaba la carga de sus antiguos camaradas, y golpeó la jamba de la ventana con tal fuerza que agrietó los tablones.

—¡La Casa Púrpura está cambiando de bando! —jadeó Hammen. Señaló el otro extremo de la Plaza, donde las filas de Ingkara se habían vuelto repentinamente contra el flanco de Fentesk y empezaban a abrirse paso a través de sus luchadores.

Los luchadores Marrones se enfurecieron tanto ante aquella traición que interrumpieron el ataque que habían lanzado contra el palacio y cargaron sobre el flanco de los Púrpuras. Hammen entrevió a Kirlen sobre su palanquín, la cabellera blanca revoloteando al viento mientras extendía una mano hacia la Casa de Ingkara. Un chorro de fuego líquido se desparramó sobre los muros de la Casa, y telones de llamas subieron velozmente por los flancos del edificio.

Hammen meneó la cabeza y dio la espalda a la Plaza.

—Locura... —suspiró—. Locura y nada más que locura...

Zarel lanzó un rugido de alegría y apartó su atención de la salvaje carga iniciada por los luchadores de Bolk, que estaban actuando impulsados por un odio todavía más profundo al que la traición de Ingkara acababa de proporcionar nuevo combustible. Kirlen, visiblemente enfurecida, empezó a gritar e intentó que se volvieran hacia el palacio de Zarel a pesar de que ella también había perdido el control de sí misma y, lo que era todavía peor, había cometido el grave error de concentrar su poder en otro lugar justo cuando su ataque estaba a punto de triunfar.

Resultaba evidente que Kestha y Fentesk estaban conservando sus fuerzas, y que aplastarían a quien lograse sobrevivir a aquel nuevo enfrentamiento.

Zarel se volvió hacia sus reservas de luchadores y guerreros y les ordenó que atacaran a Fentesk y Kestha mientras los luchadores de Ingkara y Bolk combatían encarnizadamente. Los guerreros se lanzaron a la carga con sus ballestas preparadas para hacer fuego. Chorros de fuego llovieron sobre ellos, y los luchadores que iban detrás erigieron cortinas de protección. Una grieta surgió en el suelo de la Plaza y lo recorrió velozmente de un lado a otro, moviéndose con un rugido ensordecedor. Los edificios que se alzaban alrededor de la Plaza se tambalearon. Un grupo de guerreros que estaban preparados para enfrentarse a ese tipo de defensa echó a correr hacia la grieta y colocó puentes de madera sobre el abismo. Los atacantes empezaron a pasar por ellos, y criaturas de la noche surgieron de la grieta y arrancaron a varios guerreros de los puentes. Algunas de las criaturas empezaron a luchar entre ellas, disputándose aquellos bocados exquisitos que gritaban y pataleaban mientras eran hechos pedazos.

Zarel concentró su furia en Varnel e hizo llover oleadas de ataques del cielo: dragones y otras bestias aladas, rayos, cortinas de fuego, diluvios de piedras... Los luchadores de Fentesk respondieron conjurando hechizos de fuego.

Zarel atravesó la grieta de un salto y fulminó a un demonio que había surgido de ella y que pretendía despedazarle. Su furia hizo palidecer a los luchadores que tenía delante, y un instante después giraron sobre sus talones y emprendieron una veloz huida. Los guerreros que habían conseguido cruzar la grieta supieron aprovechar aquella inesperada oportunidad y dispararon sus dardos contra las espaldas de los luchadores, y un gran número de ellos se desplomaron. Muchos de los que habían caído intentaron generar hechizos curativos para salvarse, pero los guerreros de Zarel cayeron sobre ellos lanzando salvajes gritos de alegría.

Desenvainaron sus espadas, cercenaron las cabezas de los heridos y las alzaron triunfalmente antes de arrojarlas al fondo de la grieta.

Guerreros a los que se les había asignado aquella misión corrieron de un cadáver a otro y cogieron las bolsas de los caídos de todos los bandos para asegurarse de que sus hechizos y maná acababan convirtiéndose en trofeos personales de Zarel. Los luchadores de Kestha y Fentesk no tuvieron más remedio que retroceder ante lo que estaba convirtiéndose en una ofensiva incontenible, y los guerreros obtuvieron una excelente cosecha de bolsas.

Zarel y Varnel entablaron un duelo personal delante de las puertas de la Casa de Fentesk. Zarel, que había reforzado considerablemente sus poderes con todo el botín que estaba obteniendo, no tardó en hacer caer de rodillas a Varnel. El Maestre de Casa alzó la mirada hacia él con los ojos llenos de aturdida incredulidad y dejó escapar un grito de angustia mientras su oponente lanzaba el hechizo final, que hizo que Varnel envejeciera cien años en una docena de segundos. El hombre que había vivido única y exclusivamente para el placer de los sentidos lloró amargamente mientras su cuerpo se enroscaba sobre sí mismo y se convertía en una bola gimoteante de piel amarillenta y cabellos blanquecinos.

Las puertas de la Casa de Fentesk fueron derribadas. Los luchadores y guerreros de Zarel entraron en el edificio, y los que se habían estado escondiendo dentro de él intentaron huir. Zarel señaló a una silueta y la joven quedó paralizada, permaneció inmóvil durante unos momentos y acabó yendo hacia Zarel con el paso lento y vacilante de una sonámbula.

Zarel extendió las manos hacia ella y la agarró. Sus labios se curvaron en una sonrisa llena de crueldad, y después la sacudió ferozmente hasta sacarla del sopor mágico en el que había caído y la obligó a bajar la mirada hacia Varnel.

—Ahí tienes a tu Maestre —dijo, y se echó a reír—. ¿Te apetece proporcionarle un rato de placeres?

Varnel alzó sus manos temblorosas.

—Malina...

Su voz era un croar siseante, y su aliento apestaba a podredumbre.

La joven retrocedió, y después lanzó una carcajada despectiva y deslizó el brazo alrededor de la cintura de Zarel.

—¡Maldice a tus hados y muere! —exclamó Zarel.

Soltó una carcajada, extendió la mano hacia Varnel y volvió a crear el mismo hechizo.

Varnel dejó escapar un gemido de angustia y siguió envejeciendo. Su carne se fue desprendiendo de los huesos y se convirtió en polvo, y el proceso continuó hasta que lo único que quedó de él fue un esqueleto envuelto en prendas de seda y una calavera cuya boca estaba abierta en un último grito de dolor.

Zarel apartó a la joven de un empujón y giró sobre sí mismo para volver a la batalla. Un rugido atronador hizo retumbar toda la Plaza y Zarel se volvió en esa dirección.

La Casa de Ingkara estaba envuelta en llamas, y los luchadores se agitaban sobre sus baluartes, luchando encarnizadamente entre sí a pesar de que sus capas estaban ardiendo. Unos cuantos se lanzaron desde lo alto de la muralla y se precipitaron al suelo de la Plaza, dejando regueros de humo y fuego detrás de ellos.

—¡Uriah!

Zarel se dio la vuelta, y vio que su capitán de luchadores venía hacia él abriéndose paso por entre la confusión.

—Sigue acosando a Tulan —le ordenó—. Si tomas su Casa, su bolsa personal será tuya. Voy a acabar con Kirlen.

El enano sonrió sardónicamente, giró sobre sí mismo y volvió a lanzarse a la contienda con un salvaje grito dirigido a sus hombres.

Zarel le siguió con la mirada mientras sus labios se curvaban en una sonrisa helada. Le había prometido la bolsa de Tulan, pero no había dicho nada acerca de cuánto tiempo le permitiría conservarla.

Zarel llamó a su guardia personal con un gesto de la mano y cruzó la Plaza a la carrera, y se horrorizó al descubrir que el lado norte de su palacio estaba envuelto en llamas debido al nuevo ataque que habían iniciado los luchadores de Bolk.

Zarel vio a su enemiga y echó la cabeza hacia atrás mientras lanzaba un aullido de rabia.

—¡Kirlen!

Hammen estaba fascinado por la locura que se había adueñado de la Plaza, y no podía apartar la mirada de ella.

—Deberíamos atacarle ahora.

Miró por encima de su hombro. Varena estaba detrás de él, el rostro pálido y tenso.

—Te di a beber una poción para que durmieras, mujer, así que aprovéchala —replicó—. Todavía estás muy débil.

—¡Devuélveme mi bolsa! —exigió Varena mientras extendía la mano hacia él.

—¿Para qué? ¿Para que puedas salir ahí fuera y suicidarte después de todo lo que he tenido que hacer para salvarte? Estás tan débil como un gatito recién nacido... Anda, ve a acostarte.

—Zarel se ha dejado dominar por la sed de sangre y ha enloquecido —replicó Varena—. No se conformará con las cuatro Casas, Hammen... En cuanto haya acabado con ellas le tocará el turno al populacho, y tú lo sabes. Tienes a decenas de miles de personas dispuestas a luchar. Lánzalas sobre Zarel antes de que se alce con la victoria.

—Es justo lo que intentamos hacer mientras tú dormías plácidamente, mi joven dama...., y ahora todas las calles que llevan de la arena a la Plaza están llenas de cadáveres. Tuvimos que retroceder porque no podíamos enfrentarnos a los hechizos y las ballestas con garrotes y cuchillos como únicas armas. Quizá acaben debilitándose mutuamente lo suficiente para que podamos acabar con Zarel cuando la batalla haya terminado.

Varena suspiró y extendió las manos hacia el alféizar de la ventana para apoyarse en él. Miró hacia fuera, y vio cómo la fachada de su Casa se derrumbaba entre chorros de llamas y quedaba convertida en un montón de ruinas.

—Tendrías que haber permitido que mi espíritu se fuera en paz —dijo, volviéndose de espaldas a la ventana con los ojos llenos de lágrimas—, en vez de haberme hecho regresar para que presenciara todo esto.

Después se alejó de la ventana con paso tambaleante y cayó al suelo.

Hammen volvió a asomarse por la ventana. La Casa de Kestha estaba siendo asediada y el edificio soportaba el ataque de una veintena de gigantes de piedra y gigantes de las colinas que golpeaban los muros con sus enormes garrotes, mientras un Juggernaut avanzaba lentamente con implacable energía y acababa abriéndose paso a través de las puertas de la Casa. Los guerreros se enfrentaban en la confusión, y los luchadores intercambiaban golpes en un feroz combate cuerpo a cuerpo. Tulan apareció en lo alto de los baluartes y sus manos lanzaron una lluvia de fuego, viento, tormentas y rayos que destruyó la mayor parte de los gigantes; pero una fuerza oscura surgió repentinamente de la nada y se precipitó sobre el Maestre de Kestha. Tulan lanzó un grito de rabia y empezó a debatirse mientras la oscuridad se espesaba a su alrededor e iba absorbiendo poco a poco las fuerzas de su cuerpo, con lo que su corpulenta silueta empezó a encogerse y sus prendas de seda no tardaron en colgar de sus miembros tan fláccidamente como si estuvieran vistiendo a un esqueleto.

Tulan se tambaleó de un lado a otro del baluarte mientras su agonía hacía surgir ásperas carcajadas burlonas de los labios de los luchadores de Zarel que la contemplaban desde la Plaza. Tulan lanzó una feroz maldición, se arrancó la bolsa y la arrojó al aire. Después alzó las manos hacia ella, y la bolsa desapareció en una nubecilla de humo.

Uriah lanzó un grito lleno de rabia, y extendió las manos hacia Tulan mientras éste iba con paso vacilante hasta el final del baluarte y se arrojaba al vacío con una última maldición. El hechizo de Uriah hizo que su cuerpo quedara envuelto en un estallido de llamas mientras caía, y Tulan acabó chocando con el pavimento de la Plaza y quedó hecho pedazos.

Hammen apartó la mirada con una mueca de asco.

—Tal vez fuese el menos dañino de los cuatro —murmuró.

Una oleada de guerreros entró en la Casa de Kestha para terminar la carnicería que habían iniciado fuera. Uriah iba y venía de un lado a otro de la Plaza lanzando gritos de rabia, y acabó ordenando a sus luchadores que volvieran sobre sus pasos y se unieran al combate que se estaba librando contra Bolk.

—Las Casas han muerto —dijo Norreen, apareciendo junto a Hammen para contemplar la matanza—. Zarel vencerá, y entonces ya no quedará nada que pueda servir de contrapeso a su poder. Si tenemos alguna oportunidad, ha de ser ahora.

—¿Estás pensando en nosotros? Creía que pensabas largarte de este manicomio.

—He acabado viéndome involucrada en todo esto, aunque sólo sea en memoria de Garth.

Hammen giró sobre sí mismo y contempló a su abigarrado grupo de lugartenientes.

—Juka, reúne al populacho en la calle de los fabricantes de espadas —ordenó—. Valmar, haz lo mismo en la calle de los curtidores. Pultark se encargará de la calle de los mercaderes de sedas, y Seduna se ocupará de la calle de los carniceros. No hay forma de coordinarles adecuadamente, así que dejad que se lancen al ataque como quieran. Quizá podamos aplastarles con la fuerza del número mientras siguen en la Plaza. Si ese bastardo acaba con los demás y consigue volver a su palacio, entonces todo habrá acabado... ¡En marcha!

Los cuatro hombres asintieron y salieron rápidamente de la habitación con el rostro lleno de preocupación.

Hammen se volvió hacia Naru, que se había sentado en el suelo.

—No te preocupes, cretino descomunal: todavía nos queda una pelea más de la que disfrutar.

Naru sonrió con visible placer.

—¡Kirlen!

Zarel avanzó hacia la más odiada de todos sus rivales mientras sentía la embriaguez del triunfo y la masacre. La anciana le contempló en silencio, silueteada por las conflagraciones que estaban consumiendo a las otras Casas, y comprendió que su sueño de acabar con el poderío de Zarel se había esfumado para siempre. Se levantó del trono para enfrentarse al momento de su derrota, sabiendo que todo estaba perdido. La agonía le desgarró el alma.

Se volvió hacia Zarel y apenas se dio cuenta de que la mayor parte de sus luchadores habían girado sobre sus talones y habían echado a correr, arrancándose los uniformes mientras huían. Cruzó el umbral con paso cojeante y oyó las ásperas risotadas de sus enemigos. Las puertas se cerraron con un golpe seco detrás de ella, y Kirlen volvió la mirada hacia los dos guardias temblorosos.

—¡Resistid cuanto podáis! —gritó.

Siguió avanzando a lo largo del pasillo sumido en la penumbra, y ni siquiera se percató de que los dos jóvenes luchadores que habían estado montando guardia en la puerta se daban la vuelta y huían a la carrera por otro pasillo en un desesperado intento de escapar a la destrucción final.

Kirlen llegó a su habitación y se detuvo en el umbral.

Sus libros, sus inapreciables libros y manuscritos... Todo el conocimiento arcano que había ido acumulando a lo largo de su búsqueda estaba allí, amontonándose a su alrededor.

Oyó los golpes que hacían temblar las puertas exteriores y el chasquido de las bisagras al romperse, y los gritos de burla y desprecio de sus enemigos que irrumpían en el edificio.

Después extendió las manos y empezó a moverlas en círculos alrededor de su cuerpo marchito, acercándolas lentamente a ella.

Zarel estaba inmóvil delante de la Casa de Bolk contemplando cómo el edificio empezaba a derrumbarse. Un luchador salió por la puerta, corrió hasta Zarel y bajó la cabeza.

—¿Y bien?

—Se ha ido. Su habitación estaba llena de hielo.

—¿Qué?

Zarel fue hasta la puerta y echó a correr por el pasillo. Podía sentir cómo el edificio temblaba y oscilaba lentamente, preparándose para desmoronarse y quedar convertido en un montón de ruinas. Llegó al final del pasillo y entró en los aposentos privados de Kirlen.

Casi pudo oír la carcajada temblorosa, la burla final surgida del parpadeo luminoso que se agitaba en el centro de la habitación. Kirlen había conseguido huir. Seguía atrapada en aquel plano, pero había escapado. Unos trocitos de papel revolotearon durante unos momentos más de un lado a otro de la habitación, pero acabaron lanzándose hacia la luz para desaparecer en ella.

La habitación había quedado sumida en la negrura, y estaba más fría que una tumba.

Una parte del techo se derrumbó, y Zarel tuvo que saltar hacia atrás mientras lanzaba un juramento enfurecido. Giró sobre sí mismo y echó a correr por el pasillo hasta salir a la Plaza. Los muros de la Casa de Bolk se derrumbaron detrás de él, y el edificio sucumbió a la ruina y quedó convertido en un montón de cascotes.

Zarel se sentía consumido por una rabia incontrolable. Kirlen había escapado, pero tenía que estar en algún lugar de aquel plano y eso quería decir que podía volver a ser localizada. En cuanto dispusiera del maná suficiente, Zarel podría conjurar los hechizos que le permitirían dar con ella antes de que fuese demasiado tarde.

Ya sólo le faltaba ocuparse de Jimak de Ingkara, y Zarel se volvió hacia la Casa justo a tiempo para ver salir a Jimak.

La Plaza estaba iluminada por una claridad fantasmagórica que procedía no sólo de la tremenda concentración de maná, sino también de las inmensas piras que estaban consumiendo a las otras tres Casas. Aún había combates, y seguiría habiéndolos mientras los últimos supervivientes eran perseguidos, acorralados y destruidos.

—¿Ya tienes lo que querías? —preguntó Jimak.

Zarel le miró fijamente, y una mueca de desprecio burlón contorsionó sus facciones.

—Traicionaste a los tuyos por un puñado de oro —replicó.

—Pensé que vencerías.

Zarel no dijo nada, y se limitó a disfrutar de aquel momento.

—Tendríamos que habernos unido contra ti en cuanto declaraste que los combates serían a muerte —siguió diciendo Jimak—. Pero estábamos demasiado obsesionados con el luchador tuerto... Todos queríamos contar con él, y al mismo tiempo le odiábamos porque no éramos capaces de controlarle. Si nuestros mejores luchadores no hubiesen perecido en la arena, podríamos habernos enfrentado a ti y haber resistido. Ah, si hubiéramos sido capaces de comprenderlo...

El anciano empezó a tambalearse de un lado a otro, y un instante después Zarel se dio cuenta de que su bolsa estaba abierta y de que no estaba llena de amuletos y maná, sino de oro.

Jimak sonrió.

—He esparcido mi maná a los cuatro vientos —dijo—. No lo tendrás, y tu victoria no significa nada. Me gustaría pensar que Kirlen también ha logrado huir y que sigue viva, y que todo el odio que le inspiras continúa ardiendo dentro de ella...

El anciano se desplomó y dejó escapar un jadeo entrecortado.

Jimak alzó la mirada hacia Zarel.

—Creía que el veneno me mataría sin dolor, pero ahora veo que me he equivocado... No importa, porque todo terminará pronto. Te veré en el infierno.

Zarel bajó la vista hacia Jimak y vio cómo se contorsionaba y rodaba sobre el suelo. Su respiración se había convertido en una serie de estertores agónicos.

Después lanzó un alarido de rabia, le pateó ferozmente el costado y le dio la espalda.

—¡Destruid la Casa de Ingkara! —gritó—. No dejéis piedra sobre piedra, y haced lo mismo con las otras Casas. Traedme el maná que habéis obtenido de las bolsas de los caídos. Si alguien intenta quedarse con un solo amuleto o hechizo, juro que le mataré con mis propias manos.

Uriah, que había permanecido en silencio contemplando a Zarel y Jimak, dio un paso hacia adelante.

—Me prometiste una Casa y el poder que contenía la bolsa de Tulan —dijo con voz enfurecida—. Tulan destruyó todos sus hechizos antes de morir, y ahora reclamo como mío el botín que se ha obtenido de los otros luchadores de Kestha.

Zarel giró sobre sí mismo y derribó a Uriah de un puñetazo. El enano cayó al suelo. Uriah intentó levantarse, y Zarel volvió a derribarle con una ráfaga psiónica que dejó sumido en la inconsciencia al enano.

Después Zarel se volvió hacia los luchadores y les fulminó con la mirada.

—¡Obedeced! —ordenó, pero los ecos de su grito todavía no se habían extinguido cuando los combates volvieron a recrudecerse de repente al otro lado de la Plaza—. ¡Maldición! ¿Qué está pasando ahora? —rugió.

Un guerrero se abrió paso a través del grupo de luchadores que acababan de presenciar cómo Zarel dejaba sin sentido a su capitán.

—¡Es el populacho, mi señor! —gritó el guerrero—. Las turbas vuelven a atacarnos...

Zarel giró sobre sí mismo y se volvió hacia sus luchadores.

—No dejéis a nadie con vida esta vez —dijo—. Si esta ciudad ha de ser convertida en una gigantesca pira funeraria... Bien, entonces adelante.

Los luchadores permanecieron inmóviles y en silencio.

—Podéis escoger entre servirme ahora o morir —siseó Zarel—. Podéis tratar de acabar conmigo, pero dado el poder de que dispongo ahora puedo garantizaros que muy pocos de vosotros viviréis para presenciar vuestro triunfo; y después los que sobrevivan serán hechos pedazos por el populacho... Id a detenerles de una vez.

Varios luchadores giraron sobre sus talones y fueron con paso cansino hacia los sonidos del combate. Los demás les siguieron con la mirada durante unos momentos y acabaron imitándoles.

Zarel fue detrás de ellos y empezó a recoger el maná que sus todavía leales guerreros empezaron a traerle dentro de las docenas de bolsas de los caídos de todos los bandos. Fue sintiendo la energía del maná a medida que lo iba acumulando, y el nuevo poder que se extendió por su cuerpo era tan grande que ni siquiera notó el peso con que se iba cargando.

Utilizó sus fuerzas renovadas y envió un chorro de fuego al otro extremo de la Plaza mientras lanzaba un alarido de placer. Las llamas chocaron contra la multitud con una fuerza tal que más de un centenar de cuerpos fueron derribados, y sus siluetas incandescentes empezaron a retorcerse en las frenéticas convulsiones de la agonía.

La furia que había estado empujando a la multitud en su avance por la calle de los mercaderes de seda se desvaneció y fue sustituida por el pánico, y las turbas se apresuraron a huir. Pero nuevos ríos de cuerpos surgieron de las avenidas que llevaban a la Plaza y Zarel hizo llover más tormentos sobre ellos, matando a centenares de personas mediante un poder que tenía muy poco que envidiar al de un semidiós mientras lanzaba carcajadas sardónicas, y prorrumpió en un salvaje cántico de alegría para acompañar la gigantesca carnicería en la que estaba consumiendo sus energías.

Y todos giraron sobre sus talones y huyeron ante su rostro sombrío y amenazador.

—¡Todo está perdido, maldición, todo está perdido!

Hammen se tambaleó ante el impresionante poder de Zarel, y tuvo que apoyarse en la pared de un edificio medio en ruinas mientras contemplaba con atónita perplejidad la masacre que estaba teniendo lugar en la Plaza. Siempre había sabido que el ataque tenía muy pocas posibilidades de triunfar, y por lo que veía resultaba evidente que estaba condenado al fracaso. El populacho, que ya había recibido un castigo excesivo en la arena durante los disturbios de los dos últimos días, huía en todas direcciones.

Pero el contraataque no cesó. Zarel estaba embriagado por una salvaje alegría, y empezó a ir y venir por la Plaza quemando todo lo que veía. Sus guerreros, y también muchos de sus luchadores, habían sucumbido al frenesí incontrolable de la destrucción y corrían de un lado a otro como si se hubieran vuelto locos matando a los heridos y quemando todo lo que aún estaba en pie, y no tardaron en dispersarse por los callejones laterales para seguir destruyéndolo todo en su camino.

—Locura, nada más que locura... —murmuró Hammen.

Sintió que unas manos se posaban sobre sus hombros y le daban la vuelta. Alzó la mirada, y vio primero a Naru y luego a Norreen.

—Ahora el mundo es suyo —gimió—. Al menos antes... Antes de que viniera Garth existía un equilibrio, pero ha desaparecido. ¡Oh, maldición! Todo se ha esfumado, y estamos en manos de un loco...

—El viejo debe irse —dijo Naru, y su voz estaba impregnada de melancolía—. Si os encuentra, Zarel te matará y matará a la mujer Naranja y a la otra mujer. Marchaos.

Hammen estaba temblando de fatiga, y permitió que le sacaran de la Plaza.

Un chorro de llamas cayó sobre el edificio en el que se había estado apoyando hasta hacía unos momentos. Naru dejó escapar un aullido de dolor y se tambaleó en el centro de la calle. Su barba y su cabellera estaban ardiendo. El gigante giró locamente sobre sí mismo mientras intentaba apagar las llamas. Una carcajada enronquecida surgió de las sombras y Hammen, confuso y perplejo, alzó la mirada para ver a Zarel viniendo hacia ellos. El Gran Maestre se movió con una velocidad increíble, y su segundo ataque hizo que Naru cayera al suelo.

Hammen se volvió hacia Norreen.

—¡Huye! Busca a Varena y sácala de la ciudad...

—Todos estamos perdidos —replicó secamente Norreen—. Deja que escoja mi muerte.

Desenvainó su espada y fue hacia Naru, que seguía retorciéndose en el suelo.

Hammen dejó escapar un suspiro y fue a reunirse con ella.

Zarel ya se había dado cuenta de a quién se enfrentaba, y aflojó el paso mientras una sonrisa de gélido deleite iluminaba sus facciones.

Alzó las manos y fue lentamente hacia ellos, disponiéndose a asestar el golpe final.

La caída se prolongó de una manera tan interminable que al final ya no sabía si se había extraviado en la eternidad o si el mismo tiempo había dejado de existir. También percibía la persecución de que estaba siendo objeto, aunque el adversario se encontraba muy lejos. Había cerrado la puerta de acceso al mundo del que había venido, pero una percepción inexplicable le reveló que no la había protegido con el maná suficiente para mantenerla cerrada hasta el fin de los tiempos.

Ir a la siguiente página

Report Page