Arena

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Capítulo 15

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La Casa de Ingkara estaba envuelta en llamas, y los luchadores se agitaban sobre sus baluartes, luchando encarnizadamente entre sí a pesar de que sus capas estaban ardiendo. Unos cuantos se lanzaron desde lo alto de la muralla y se precipitaron al suelo de la Plaza, dejando regueros de humo y fuego detrás de ellos.

—¡Uriah!

Zarel se dio la vuelta, y vio que su capitán de luchadores venía hacia él abriéndose paso por entre la confusión.

—Sigue acosando a Tulan —le ordenó—. Si tomas su Casa, su bolsa personal será tuya. Voy a acabar con Kirlen.

El enano sonrió sardónicamente, giró sobre sí mismo y volvió a lanzarse a la contienda con un salvaje grito dirigido a sus hombres.

Zarel le siguió con la mirada mientras sus labios se curvaban en una sonrisa helada. Le había prometido la bolsa de Tulan, pero no había dicho nada acerca de cuánto tiempo le permitiría conservarla.

Zarel llamó a su guardia personal con un gesto de la mano y cruzó la Plaza a la carrera, y se horrorizó al descubrir que el lado norte de su palacio estaba envuelto en llamas debido al nuevo ataque que habían iniciado los luchadores de Bolk.

Zarel vio a su enemiga y echó la cabeza hacia atrás mientras lanzaba un aullido de rabia.

—¡Kirlen!

Hammen estaba fascinado por la locura que se había adueñado de la Plaza, y no podía apartar la mirada de ella.

—Deberíamos atacarle ahora.

Miró por encima de su hombro. Varena estaba detrás de él, el rostro pálido y tenso.

—Te di a beber una poción para que durmieras, mujer, así que aprovéchala —replicó—. Todavía estás muy débil.

—¡Devuélveme mi bolsa! —exigió Varena mientras extendía la mano hacia él.

—¿Para qué? ¿Para que puedas salir ahí fuera y suicidarte después de todo lo que he tenido que hacer para salvarte? Estás tan débil como un gatito recién nacido... Anda, ve a acostarte.

—Zarel se ha dejado dominar por la sed de sangre y ha enloquecido —replicó Varena—. No se conformará con las cuatro Casas, Hammen... En cuanto haya acabado con ellas le tocará el turno al populacho, y tú lo sabes. Tienes a decenas de miles de personas dispuestas a luchar. Lánzalas sobre Zarel antes de que se alce con la victoria.

—Es justo lo que intentamos hacer mientras tú dormías plácidamente, mi joven dama...., y ahora todas las calles que llevan de la arena a la Plaza están llenas de cadáveres. Tuvimos que retroceder porque no podíamos enfrentarnos a los hechizos y las ballestas con garrotes y cuchillos como únicas armas. Quizá acaben debilitándose mutuamente lo suficiente para que podamos acabar con Zarel cuando la batalla haya terminado.

Varena suspiró y extendió las manos hacia el alféizar de la ventana para apoyarse en él. Miró hacia fuera, y vio cómo la fachada de su Casa se derrumbaba entre chorros de llamas y quedaba convertida en un montón de ruinas.

—Tendrías que haber permitido que mi espíritu se fuera en paz —dijo, volviéndose de espaldas a la ventana con los ojos llenos de lágrimas—, en vez de haberme hecho regresar para que presenciara todo esto.

Después se alejó de la ventana con paso tambaleante y cayó al suelo.

Hammen volvió a asomarse por la ventana. La Casa de Kestha estaba siendo asediada y el edificio soportaba el ataque de una veintena de gigantes de piedra y gigantes de las colinas que golpeaban los muros con sus enormes garrotes, mientras un Juggernaut avanzaba lentamente con implacable energía y acababa abriéndose paso a través de las puertas de la Casa. Los guerreros se enfrentaban en la confusión, y los luchadores intercambiaban golpes en un feroz combate cuerpo a cuerpo. Tulan apareció en lo alto de los baluartes y sus manos lanzaron una lluvia de fuego, viento, tormentas y rayos que destruyó la mayor parte de los gigantes; pero una fuerza oscura surgió repentinamente de la nada y se precipitó sobre el Maestre de Kestha. Tulan lanzó un grito de rabia y empezó a debatirse mientras la oscuridad se espesaba a su alrededor e iba absorbiendo poco a poco las fuerzas de su cuerpo, con lo que su corpulenta silueta empezó a encogerse y sus prendas de seda no tardaron en colgar de sus miembros tan fláccidamente como si estuvieran vistiendo a un esqueleto.

Tulan se tambaleó de un lado a otro del baluarte mientras su agonía hacía surgir ásperas carcajadas burlonas de los labios de los luchadores de Zarel que la contemplaban desde la Plaza. Tulan lanzó una feroz maldición, se arrancó la bolsa y la arrojó al aire. Después alzó las manos hacia ella, y la bolsa desapareció en una nubecilla de humo.

Uriah lanzó un grito lleno de rabia, y extendió las manos hacia Tulan mientras éste iba con paso vacilante hasta el final del baluarte y se arrojaba al vacío con una última maldición. El hechizo de Uriah hizo que su cuerpo quedara envuelto en un estallido de llamas mientras caía, y Tulan acabó chocando con el pavimento de la Plaza y quedó hecho pedazos.

Hammen apartó la mirada con una mueca de asco.

—Tal vez fuese el menos dañino de los cuatro —murmuró.

Una oleada de guerreros entró en la Casa de Kestha para terminar la carnicería que habían iniciado fuera. Uriah iba y venía de un lado a otro de la Plaza lanzando gritos de rabia, y acabó ordenando a sus luchadores que volvieran sobre sus pasos y se unieran al combate que se estaba librando contra Bolk.

—Las Casas han muerto —dijo Norreen, apareciendo junto a Hammen para contemplar la matanza—. Zarel vencerá, y entonces ya no quedará nada que pueda servir de contrapeso a su poder. Si tenemos alguna oportunidad, ha de ser ahora.

—¿Estás pensando en nosotros? Creía que pensabas largarte de este manicomio.

—He acabado viéndome involucrada en todo esto, aunque sólo sea en memoria de Garth.

Hammen giró sobre sí mismo y contempló a su abigarrado grupo de lugartenientes.

—Juka, reúne al populacho en la calle de los fabricantes de espadas —ordenó—. Valmar, haz lo mismo en la calle de los curtidores. Pultark se encargará de la calle de los mercaderes de sedas, y Seduna se ocupará de la calle de los carniceros. No hay forma de coordinarles adecuadamente, así que dejad que se lancen al ataque como quieran. Quizá podamos aplastarles con la fuerza del número mientras siguen en la Plaza. Si ese bastardo acaba con los demás y consigue volver a su palacio, entonces todo habrá acabado... ¡En marcha!

Los cuatro hombres asintieron y salieron rápidamente de la habitación con el rostro lleno de preocupación.

Hammen se volvió hacia Naru, que se había sentado en el suelo.

—No te preocupes, cretino descomunal: todavía nos queda una pelea más de la que disfrutar.

Naru sonrió con visible placer.

—¡Kirlen!

Zarel avanzó hacia la más odiada de todos sus rivales mientras sentía la embriaguez del triunfo y la masacre. La anciana le contempló en silencio, silueteada por las conflagraciones que estaban consumiendo a las otras Casas, y comprendió que su sueño de acabar con el poderío de Zarel se había esfumado para siempre. Se levantó del trono para enfrentarse al momento de su derrota, sabiendo que todo estaba perdido. La agonía le desgarró el alma.

Se volvió hacia Zarel y apenas se dio cuenta de que la mayor parte de sus luchadores habían girado sobre sus talones y habían echado a correr, arrancándose los uniformes mientras huían. Cruzó el umbral con paso cojeante y oyó las ásperas risotadas de sus enemigos. Las puertas se cerraron con un golpe seco detrás de ella, y Kirlen volvió la mirada hacia los dos guardias temblorosos.

—¡Resistid cuanto podáis! —gritó.

Siguió avanzando a lo largo del pasillo sumido en la penumbra, y ni siquiera se percató de que los dos jóvenes luchadores que habían estado montando guardia en la puerta se daban la vuelta y huían a la carrera por otro pasillo en un desesperado intento de escapar a la destrucción final.

Kirlen llegó a su habitación y se detuvo en el umbral.

Sus libros, sus inapreciables libros y manuscritos... Todo el conocimiento arcano que había ido acumulando a lo largo de su búsqueda estaba allí, amontonándose a su alrededor.

Oyó los golpes que hacían temblar las puertas exteriores y el chasquido de las bisagras al romperse, y los gritos de burla y desprecio de sus enemigos que irrumpían en el edificio.

Después extendió las manos y empezó a moverlas en círculos alrededor de su cuerpo marchito, acercándolas lentamente a ella.

Zarel estaba inmóvil delante de la Casa de Bolk contemplando cómo el edificio empezaba a derrumbarse. Un luchador salió por la puerta, corrió hasta Zarel y bajó la cabeza.

—¿Y bien?

—Se ha ido. Su habitación estaba llena de hielo.

—¿Qué?

Zarel fue hasta la puerta y echó a correr por el pasillo. Podía sentir cómo el edificio temblaba y oscilaba lentamente, preparándose para desmoronarse y quedar convertido en un montón de ruinas. Llegó al final del pasillo y entró en los aposentos privados de Kirlen.

Casi pudo oír la carcajada temblorosa, la burla final surgida del parpadeo luminoso que se agitaba en el centro de la habitación. Kirlen había conseguido huir. Seguía atrapada en aquel plano, pero había escapado. Unos trocitos de papel revolotearon durante unos momentos más de un lado a otro de la habitación, pero acabaron lanzándose hacia la luz para desaparecer en ella.

La habitación había quedado sumida en la negrura, y estaba más fría que una tumba.

Una parte del techo se derrumbó, y Zarel tuvo que saltar hacia atrás mientras lanzaba un juramento enfurecido. Giró sobre sí mismo y echó a correr por el pasillo hasta salir a la Plaza. Los muros de la Casa de Bolk se derrumbaron detrás de él, y el edificio sucumbió a la ruina y quedó convertido en un montón de cascotes.

Zarel se sentía consumido por una rabia incontrolable. Kirlen había escapado, pero tenía que estar en algún lugar de aquel plano y eso quería decir que podía volver a ser localizada. En cuanto dispusiera del maná suficiente, Zarel podría conjurar los hechizos que le permitirían dar con ella antes de que fuese demasiado tarde.

Ya sólo le faltaba ocuparse de Jimak de Ingkara, y Zarel se volvió hacia la Casa justo a tiempo para ver salir a Jimak.

La Plaza estaba iluminada por una claridad fantasmagórica que procedía no sólo de la tremenda concentración de maná, sino también de las inmensas piras que estaban consumiendo a las otras tres Casas. Aún había combates, y seguiría habiéndolos mientras los últimos supervivientes eran perseguidos, acorralados y destruidos.

—¿Ya tienes lo que querías? —preguntó Jimak.

Zarel le miró fijamente, y una mueca de desprecio burlón contorsionó sus facciones.

—Traicionaste a los tuyos por un puñado de oro —replicó.

—Pensé que vencerías.

Zarel no dijo nada, y se limitó a disfrutar de aquel momento.

—Tendríamos que habernos unido contra ti en cuanto declaraste que los combates serían a muerte —siguió diciendo Jimak—. Pero estábamos demasiado obsesionados con el luchador tuerto... Todos queríamos contar con él, y al mismo tiempo le odiábamos porque no éramos capaces de controlarle. Si nuestros mejores luchadores no hubiesen perecido en la arena, podríamos habernos enfrentado a ti y haber resistido. Ah, si hubiéramos sido capaces de comprenderlo...

El anciano empezó a tambalearse de un lado a otro, y un instante después Zarel se dio cuenta de que su bolsa estaba abierta y de que no estaba llena de amuletos y maná, sino de oro.

Jimak sonrió.

—He esparcido mi maná a los cuatro vientos —dijo—. No lo tendrás, y tu victoria no significa nada. Me gustaría pensar que Kirlen también ha logrado huir y que sigue viva, y que todo el odio que le inspiras continúa ardiendo dentro de ella...

El anciano se desplomó y dejó escapar un jadeo entrecortado.

Jimak alzó la mirada hacia Zarel.

—Creía que el veneno me mataría sin dolor, pero ahora veo que me he equivocado... No importa, porque todo terminará pronto. Te veré en el infierno.

Zarel bajó la vista hacia Jimak y vio cómo se contorsionaba y rodaba sobre el suelo. Su respiración se había convertido en una serie de estertores agónicos.

Después lanzó un alarido de rabia, le pateó ferozmente el costado y le dio la espalda.

—¡Destruid la Casa de Ingkara! —gritó—. No dejéis piedra sobre piedra, y haced lo mismo con las otras Casas. Traedme el maná que habéis obtenido de las bolsas de los caídos. Si alguien intenta quedarse con un solo amuleto o hechizo, juro que le mataré con mis propias manos.

Uriah, que había permanecido en silencio contemplando a Zarel y Jimak, dio un paso hacia adelante.

—Me prometiste una Casa y el poder que contenía la bolsa de Tulan —dijo con voz enfurecida—. Tulan destruyó todos sus hechizos antes de morir, y ahora reclamo como mío el botín que se ha obtenido de los otros luchadores de Kestha.

Zarel giró sobre sí mismo y derribó a Uriah de un puñetazo. El enano cayó al suelo. Uriah intentó levantarse, y Zarel volvió a derribarle con una ráfaga psiónica que dejó sumido en la inconsciencia al enano.

Después Zarel se volvió hacia los luchadores y les fulminó con la mirada.

—¡Obedeced! —ordenó, pero los ecos de su grito todavía no se habían extinguido cuando los combates volvieron a recrudecerse de repente al otro lado de la Plaza—. ¡Maldición! ¿Qué está pasando ahora? —rugió.

Un guerrero se abrió paso a través del grupo de luchadores que acababan de presenciar cómo Zarel dejaba sin sentido a su capitán.

—¡Es el populacho, mi señor! —gritó el guerrero—. Las turbas vuelven a atacarnos...

Zarel giró sobre sí mismo y se volvió hacia sus luchadores.

—No dejéis a nadie con vida esta vez —dijo—. Si esta ciudad ha de ser convertida en una gigantesca pira funeraria... Bien, entonces adelante.

Los luchadores permanecieron inmóviles y en silencio.

—Podéis escoger entre servirme ahora o morir —siseó Zarel—. Podéis tratar de acabar conmigo, pero dado el poder de que dispongo ahora puedo garantizaros que muy pocos de vosotros viviréis para presenciar vuestro triunfo; y después los que sobrevivan serán hechos pedazos por el populacho... Id a detenerles de una vez.

Varios luchadores giraron sobre sus talones y fueron con paso cansino hacia los sonidos del combate. Los demás les siguieron con la mirada durante unos momentos y acabaron imitándoles.

Zarel fue detrás de ellos y empezó a recoger el maná que sus todavía leales guerreros empezaron a traerle dentro de las docenas de bolsas de los caídos de todos los bandos. Fue sintiendo la energía del maná a medida que lo iba acumulando, y el nuevo poder que se extendió por su cuerpo era tan grande que ni siquiera notó el peso con que se iba cargando.

Utilizó sus fuerzas renovadas y envió un chorro de fuego al otro extremo de la Plaza mientras lanzaba un alarido de placer. Las llamas chocaron contra la multitud con una fuerza tal que más de un centenar de cuerpos fueron derribados, y sus siluetas incandescentes empezaron a retorcerse en las frenéticas convulsiones de la agonía.

La furia que había estado empujando a la multitud en su avance por la calle de los mercaderes de seda se desvaneció y fue sustituida por el pánico, y las turbas se apresuraron a huir. Pero nuevos ríos de cuerpos surgieron de las avenidas que llevaban a la Plaza y Zarel hizo llover más tormentos sobre ellos, matando a centenares de personas mediante un poder que tenía muy poco que envidiar al de un semidiós mientras lanzaba carcajadas sardónicas, y prorrumpió en un salvaje cántico de alegría para acompañar la gigantesca carnicería en la que estaba consumiendo sus energías.

Y todos giraron sobre sus talones y huyeron ante su rostro sombrío y amenazador.

—¡Todo está perdido, maldición, todo está perdido!

Hammen se tambaleó ante el impresionante poder de Zarel, y tuvo que apoyarse en la pared de un edificio medio en ruinas mientras contemplaba con atónita perplejidad la masacre que estaba teniendo lugar en la Plaza. Siempre había sabido que el ataque tenía muy pocas posibilidades de triunfar, y por lo que veía resultaba evidente que estaba condenado al fracaso. El populacho, que ya había recibido un castigo excesivo en la arena durante los disturbios de los dos últimos días, huía en todas direcciones.

Pero el contraataque no cesó. Zarel estaba embriagado por una salvaje alegría, y empezó a ir y venir por la Plaza quemando todo lo que veía. Sus guerreros, y también muchos de sus luchadores, habían sucumbido al frenesí incontrolable de la destrucción y corrían de un lado a otro como si se hubieran vuelto locos matando a los heridos y quemando todo lo que aún estaba en pie, y no tardaron en dispersarse por los callejones laterales para seguir destruyéndolo todo en su camino.

—Locura, nada más que locura... —murmuró Hammen.

Sintió que unas manos se posaban sobre sus hombros y le daban la vuelta. Alzó la mirada, y vio primero a Naru y luego a Norreen.

—Ahora el mundo es suyo —gimió—. Al menos antes... Antes de que viniera Garth existía un equilibrio, pero ha desaparecido. ¡Oh, maldición! Todo se ha esfumado, y estamos en manos de un loco...

—El viejo debe irse —dijo Naru, y su voz estaba impregnada de melancolía—. Si os encuentra, Zarel te matará y matará a la mujer Naranja y a la otra mujer. Marchaos.

Hammen estaba temblando de fatiga, y permitió que le sacaran de la Plaza.

Un chorro de llamas cayó sobre el edificio en el que se había estado apoyando hasta hacía unos momentos. Naru dejó escapar un aullido de dolor y se tambaleó en el centro de la calle. Su barba y su cabellera estaban ardiendo. El gigante giró locamente sobre sí mismo mientras intentaba apagar las llamas. Una carcajada enronquecida surgió de las sombras y Hammen, confuso y perplejo, alzó la mirada para ver a Zarel viniendo hacia ellos. El Gran Maestre se movió con una velocidad increíble, y su segundo ataque hizo que Naru cayera al suelo.

Hammen se volvió hacia Norreen.

—¡Huye! Busca a Varena y sácala de la ciudad...

—Todos estamos perdidos —replicó secamente Norreen—. Deja que escoja mi muerte.

Desenvainó su espada y fue hacia Naru, que seguía retorciéndose en el suelo.

Hammen dejó escapar un suspiro y fue a reunirse con ella.

Zarel ya se había dado cuenta de a quién se enfrentaba, y aflojó el paso mientras una sonrisa de gélido deleite iluminaba sus facciones.

Alzó las manos y fue lentamente hacia ellos, disponiéndose a asestar el golpe final.

La caída se prolongó de una manera tan interminable que al final ya no sabía si se había extraviado en la eternidad o si el mismo tiempo había dejado de existir. También percibía la persecución de que estaba siendo objeto, aunque el adversario se encontraba muy lejos. Había cerrado la puerta de acceso al mundo del que había venido, pero una percepción inexplicable le reveló que no la había protegido con el maná suficiente para mantenerla cerrada hasta el fin de los tiempos.

Fue recuperando las fuerzas poco a poco y encontró una repentina alegría en el descubrimiento de que había atravesado la ultima barrera, y supo que se había convertido en un Caminante de los Planos. El universo le aguardaba con toda su multiplicidad de realidades..., si se atrevía a recorrerlo. Pero también percibió la presencia de las barreras que le oprimían por todos lados, y la proximidad de los reinos tan celosamente guardados por los otros, que eran realmente distintos. Podía percibir su existencia con sentidos tan nuevos como misteriosos. Algunos se habían encerrado dentro de sus reinos, como avaros enloquecidos por la codicia que atrancaran las puertas de sus miserables dominios porque temiesen que alguien pudiera llegar a desear arrebatarles la pobreza y la mezquindad que habían creado. Otros luchaban con una alegría salvaje y enloquecida, combatiendo por el mero placer de hacerlo. Había triunfos y derrotas, exaltación y desespero y también, aunque era muy rara, tranquilidad detrás de muros tan fuertes y levantados hasta tal altura que nadie era capaz de entrar en los jardines que ocultaban. Pudo percibir su existencia, y también comprendió con toda claridad cómo habían conseguido que llegasen a surgir.

Sintió cómo la tentación empezaba a adueñarse de él ofreciéndole todos los poderes de un semidiós, pues durante aquel breve momento no cabía duda de que aquello era precisamente en lo que se había convertido. Había llegado a ser un Caminante que podía recorrer el universo de un confín a otro y que era capaz de entablar combate con las fuerzas oscuras o con las de la luz, según quisiera.

Permaneció suspendido entre aquellos deseos opuestos y acabó olvidando el dilema al percibir otra cosa, y supo qué era. Volvió la mirada hacia el lugar del que había venido, y comprendió que la barrera podía caer y que su enemigo podía volver a quedar en libertad; pero eso no podía importarle cuando todo el universo era suyo para que lo recorriese a su antojo..., y aun así sintió algo más. Descubrió que sentía una vaga tristeza, como un niño al que se le ordena dejar de jugar en un campo lleno de peligros porque debe volver a una tarea que preferiría no tener que cumplir, pero que debe ser llevada a cabo para así poder olvidarse definitivamente de ella.

Sabía que aún le quedaba algo que hacer, y la convicción era tan apremiante e imposible de rechazar que tiró de él haciendo que volviera en un rapidísimo descenso.

Hammen ni siquiera se tomó la molestia de levantar las manos, sabiendo que no podría hacer nada y no queriendo ni intentarlo. Norreen moriría como una benalita, luchando con la espada en la mano y honrando a su casta con ello. Y en cuanto a él... Hammen comprendió que estaba muy cansado y que era muy viejo, y lo peor de todo era que estaba harto de las desigualdades e injusticias de aquel mundo y ya sólo deseaba abandonarlo para siempre.

—Hazlo y acaba de una vez, bastardo —gruñó.

Zarel alzó la mano para atacar mientras reía con una furia demoníaca, y una sombra pareció cobrar forma junto a él. Zarel titubeó y alzó la mirada.

La sombra giró velozmente sobre sí misma en un rápido descenso en espiral, y Zarel retrocedió.

La sombra se solidificó, y Hammen quedó tan perplejo que se dejó caer de rodillas al suelo al lado de Naru.

Garth el Tuerto acababa de aparecer en el centro de la calle.

Zarel le contempló en silencio, boquiabierto de asombro.

—¿Te acuerdas de la noche en que murió mi padre? —preguntó secamente Garth—. ¿Me recuerdas inmóvil ante ti, un niño al que tus manos acababan de dejar medio ciego? Te disponías a utilizarme como peón en un intercambio, pero los dos sabíamos que no pensabas hacer honor a tu palabra. Nos habrías matado a los dos, primero a mi padre y luego a mí... ¿Recuerdas cómo logré soltarme de tus manos y corrí hacia las llamas? Mis gritos infantiles te hicieron reír.

Garth guardó silencio durante un momento.

—¿Lo recuerdas? —gritó, y su voz fue como un latigazo.

Zarel alzó la mano y un elemental de fuego pareció surgir de su cuerpo. Las llamas envolvieron a Garth y su cuerpo desapareció envuelto en un torbellino de calor, y Zarel dejó escapar una gélida risotada y dio un paso hacia adelante.

Una ráfaga de viento helado barrió la Plaza expulsando al elemental, y Garth seguía estando allí. Los feroces combates que se libraban en las calles se fueron deteniendo poco a poco. Los luchadores y guerreros de Zarel salieron lentamente de su frenesí destructivo y volvieron la cabeza hacia Garth para contemplarle con los ojos llenos de temor, y el pánico se adueñó de ellos al ver quién era el adversario al que se estaba enfrentando su señor. El populacho, que había estado huyendo en todas direcciones, también se quedó inmóvil. Las turbas que aún no habían logrado escapar de la Plaza fueron acercándose lentamente a los dos enemigos.

Zarel retrocedió hacia la Plaza y Garth le siguió. El ataque fue sucedido por el contraataque, y los dos adversarios se enzarzaron en una oscura contienda que estaba llena de odio y afán de venganza. Todos los poderes que controlaban fueron lanzados al combate, con el resultado de que su enfrentamiento pareció superar en intensidad y salvajismo incluso a la encarnizada batalla que había tenido lugar antes entre las fuerzas de las distintas Casas.

Las llamas subieron hacia el cielo lleno de humo, los dragones y las bestias aladas giraron sobre sus cabezas, los gigantes combatieron, y las criaturas de la oscuridad surgieron de los abismos del mundo subterráneo.

Y Zarel fue cediendo terreno lentamente, y todos pudieron ver el terror que se iba adueñando de sus ojos mientras lo hacía. El miedo del Gran Maestre fue erosionando la decisión de sus luchadores y guerreros y reavivó el valor del populacho, que se fue aproximando poco a poco.

Los guerreros de Zarel empezaron a huir. Primero fue uno y después otro, y luego otro más, y las primeras deserciones pronto se convirtieron en una fuga generalizada de hombres que corrían hacia la supuesta seguridad del palacio. Los luchadores también giraron sobre sus talones y echaron a correr, dominados por un pánico irracional. La multitud lanzó un rugido ensordecedor y se apresuró a ir en pos de ellos, cayendo sobre los que huían para apuñalar, golpear y matar sin ningún remordimiento a quienes habían estado atormentándoles desde hacía tanto tiempo. Los lugartenientes de Hammen lograron reprimir la furia de las turbas en algunos lugares, y permitieron que los luchadores se quitaran las bolsas —o los guerreros las armas—, y después les enviaron a la oscuridad, despojados de sus poderes, para que huyeran en la noche.

Zarel, que había empezado a tambalearse bajo los ataques de su oponente, fue retrocediendo hacia su palacio, del que habían empezado a surgir columnas de humo poco después de que el populacho lograra abrirse paso al interior del edificio para entregarse al saqueo y el pillaje.

Zarel lanzó un último chorro de llamas contra Garth. El ataque detuvo a Garth durante un momento, pero un círculo de protección se encargó de desviar las llamas y éstas no tardaron en quedar extinguidas.

Zarel se había quedado inmóvil y jadeaba intentando recuperar el aliento. Sus reservas de maná habían quedado reducidas a un mero chisporroteo de poder casi imperceptible, como si no fuese más que un luchador del primer nivel.

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