Arena

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Capítulo 15

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Garth avanzó hacia él, y se llevó la mano a la daga y la desenvainó mientras lo hacía.

Zarel le contempló con los ojos desorbitados y también desenvainó su daga. Después saltó sobre él lanzando un grito de furia, y Garth detuvo el golpe. Las dos hojas chocaron una y otra vez y Garth acabó retrocediendo, con la mejilla abierta hasta mostrar el hueso en una herida de la que brotaban chorros de sangre.

—¡Ahora te arrancaré el ojo que te queda! —rugió Zarel.

Garth se dispuso a detener el golpe y Zarel alzó la mano. Un destello de luz al rojo blanco ardió con una terrible intensidad ante el rostro de Garth y le dejó cegado durante unos momentos. Garth retrocedió tambaleándose.

Zarel se echó a reír y avanzó para hundir su espada en la garganta de Garth..., y su mano quedó inmóvil de repente, y después Zarel retrocedió tambaleándose mientras lanzaba un grito de dolor. Zarel manoteó torpemente y acabó logrando arrancar la pequeña daga que acababa de hundirse en su espalda. La arrojó a un lado y desperdició unos segundos preciosos conjurando un hechizo curativo para que disipase el dolor.

Garth hizo desaparecer el fuego que ardía delante de su ojo, bajó la mirada y vio a Uriah caído en el suelo al lado de Zarel.

Uriah le miró y sonrió, y durante un instante muy breve Garth tuvo la sensación de que el tiempo había dejado de existir, y Uriah volvió a ser aquel enano que había sido su amigo hacía tantos años.

—Lo siento... —murmuró el enano un segundo antes de que Zarel girase sobre sí mismo y le hundiera la daga en el corazón con un aullido de rabia.

Garth dejó escapar un grito en el que había años de dolor y remordimiento y saltó sobre Zarel.

Zarel arrancó su daga del corazón del enano, se dio la vuelta y trató de esquivar el ataque, pero Garth hundió su daga con un alarido de furia incontenible.

Zarel retrocedió tambaleándose con el rostro lleno de perplejidad y bajó lentamente la vista hacia la empuñadura de la daga que Garth había enterrado en su pecho. Movió la mano en un gesto vacilante intentando conjurar un hechizo curativo. Garth le contempló sin inmutarse, titubeó durante un momento y después alzó la mano para bloquearlo.

—Tendría que haberte cortado la garganta aquella noche, en vez de conformarme con sacarte un ojo... —siseó Zarel.

—Ése fue tu gran error —murmuró Garth.

Zarel se derrumbó sobre las losas del pavimento.

—¿Qué tienes ahora? —susurró desde el suelo—. Has vivido tantos años esperando este momento... ¿Qué te quedará ahora que todos tus enemigos han desaparecido?

—No lo sé —replicó Garth con tristeza mientras Zarel cerraba los ojos y se precipitaba en la oscuridad.

Hammen había permanecido en silencio contemplando cómo se desarrollaba el último acto de aquel drama. Garth giró lentamente sobre sí mismo y le miró, y Hammen tuvo la impresión de que volvía a ser un niño perdido y lleno de confusión.

Garth se volvió nuevamente hacia Zarel, meneó la cabeza y fue hacia Hammen, que le observaba con una sonrisa melancólica en los labios. Norreen logró abrirse paso a través del gentío y se lanzó a los brazos de Garth.

Y entonces los dos desaparecieron como si no hubieran sido más que una ilusión, y la oscuridad se arremolinó a su alrededor. Una mueca de perplejidad ensombreció el rostro de Garth durante un momento para ser sustituida enseguida por la luz de la comprensión. Su otro enemigo había venido para llevarle a otros reinos.

Y Garth sonrió mientras él y Norreen eran arrastrados por el poder de su enemigo, y las palabras se formaron en sus labios y llegaron hasta los oídos de Hammen en forma de un susurro.

—Sois libres...

Y desapareció.

La Plaza había quedado sumida en el silencio salvo por el chisporrotear de las llamas y los gritos quejumbrosos de los heridos y los agonizantes.

Hammen se volvió hacia la multitud, que estaba inmóvil y perpleja y parecía haber salido de un sueño oscuro.

—¿Y ahora qué? —preguntó alguien en voz baja.

—No lo sé —suspiró Hammen—. Creo que nunca llegó a pensar en lo que habría que hacer después.

Hammen contempló la ciudad que ardía a su alrededor.

—No lo sé, y de momento... Bueno, la verdad es que no me importa en lo más mínimo —concluyó.

Y el anciano se dejó caer sobre las cenizas y lloró en silencio.

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