Arena

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Capítulo 8

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—Hammen...

La voz era un susurro que parecía flotar en el viento. Hammen se volvió, terriblemente asustado y esperando ver a los luchadores del Gran Maestre.

El callejón estaba vacío.

El clamor de la multitud que llenaba la Gran Plaza todavía podía oírse a lo lejos. Después de que Garth cayera al suelo había estallado un reguero de disturbios. Algunos habían sido provocados por quienes habían perdido su dinero apostando por él, porque eran muchos los que habían llegado a creer que Garth era casi invencible. Pero otros se habían enfurecido al ver caer a su luchador favorito, y un vago sentido primigenio había hecho que la turba percibiera aquella derrota como terriblemente injusta. Su sentido del honor había sido ofendido tanto por el Gran Maestre como por la Casa Naranja, que había cerrado su puerta a su héroe. La aventura del ya casi legendario Luchador Tuerto, que había ido creciendo con las repeticiones hasta alcanzar proporciones casi míticas, acababa de terminar, y todos estaban muy desilusionados.

Las ventanas que no habían sido hechas añicos durante los alborotos del día anterior estaban siendo concienzudamente destrozadas, y el grito «¡Tuerto, tuerto!» se había convertido en un cántico que podía oírse cada vez con más claridad en las alas del viento.

Hammen lo escuchó torciendo el gesto, sabiendo que sólo era una buena excusa para ir de compras sin pagar, y que el problema de si se había cometido una injusticia o se había actuado correctamente era algo secundario. Después todos podrían decir que habían protestado ante aquel atropello mientras disfrutaban de la comida y el vino que habían robado y se pavoneaban de un lado a otro envueltos en las delicadas sedas de las que habían despojado a algún infortunado comerciante. El populacho de las ciudades siempre se había comportado así, y Hammen pensó que las turbas siempre estaban dispuestas a amotinarse con el mero pretexto de una excusa sin que eso impidiera que permaneciesen calladas cuando se producía una auténtica injusticia.

—Hammen...

Volvió a meterse entre las sombras y alargó la mano hacia su daga cuando vio que una sombra atravesaba el callejón moviéndose sigilosamente, con los chillidos de las ratas que acababan de ver interrumpida su última colación del día como único sonido que acompañaba su paso.

La sombra se detuvo.

—Soy Norreen. Tranquilízate, estoy sola...

Era la benalita, y Hammen dejó escapar un suspiro de alivio.

Norreen fue hacia él.

—Te vi en la Plaza y te seguí —murmuró.

—Menuda heroína estás hecha —replicó secamente Hammen—. Podrías haberte ganado una gran reputación allí.

—¿Acaso tú saliste de tu escondite para estar a su lado? —gruñó ella.

—No.

—¿Y por qué no lo hiciste?

—Las heroicidades son cosa tuya, no mía. Y además, no habría servido de nada... Estaba acabado.

—Por eso no actué. Nunca te metas en un combate suicida.

Hammen asintió con expresión entristecida.

—Así que todo se ha acabado —dijo—. Y ahora déjame en paz.

—No se ha acabado. Sigue con vida.

—¿Y qué? Está en su poder, ¿no? O le torturarán hasta la muerte esta noche, o seguirá prisionero hasta que puedan utilizarle como diversión para el Caminante. Tanto si hacen una cosa como otra, sería mucho mejor que Garth se hubiera matado a sí mismo con su último hechizo.

—Arrojó su bolsa antes del final.

—¿Qué?

—¿Quién es Varena? —preguntó Norreen, y su voz sonó repentinamente más suave y afable.

Hammen dejó escapar una risita y meneó la cabeza.

—Un último placer.

—Oh.

Norreen guardó silencio durante un momento.

—Me has dicho que arrojó su bolsa, ¿no? —preguntó Hammen con visible curiosidad.

—Pronunció el nombre de esa mujer y después pidió santuario para sus hechizos. Vi cómo una mujer cogía la bolsa y desaparecía dentro de la Casa.

Hammen volvió a reír.

—Muy propio de él... —dijo—. ¿Y qué hicieron los hombres del Gran Maestre entonces?

—Ataron a Garth y se lo llevaron. Algunos fueron hasta la puerta y exigieron que les entregaran la bolsa como premio conquistado justamente, y los luchadores de la Casa Naranja cerraron la puerta. A la multitud le encantó, claro... Después metieron a Garth en un carro, y entonces fue cuando empezaron los disturbios.

Hammen lanzó una mirada expectante hacia el extremo del callejón y escuchó los sonidos de los alborotos que seguían creando ecos por toda la ciudad, y después empezó a salir de las sombras.

—Bien, ahora no podemos hacer nada... —suspiró Norreen—. Ahí fuera hay centenares de guerreros y casi todos los luchadores del Gran Maestre, y además nos están buscando. Asoma la cabeza y acabarás en la celda contigua a la de Garth.

—¿Qué quieres decir con eso de que nos están buscando, benalita?

—Justo lo que he dicho.

Hammen fue repentinamente consciente del peso de la bolsita de cuero que Garth le había arrojado por primera vez desde que la llevaba encima. La abrió, examinó su interior y vio un destello tan débil que apenas resultaba visible en la oscuridad.

Si Garth estaba vivo... Bien, entonces tal vez aún hubiera una forma.

—Ven. Tenemos cosas que hacer —dijo, y mientras hablaba extendió la mano hacia Norreen e intentó darle una palmadita en el trasero..., y se apresuró a retirarla lanzando un chillido de dolor.

—¡Exijo que me entregues la bolsa!

Varena contempló con expresión gélida a Varnel, Maestre de la Casa de Fentesk, y meneó la cabeza en un gesto lleno de desafío.

—Me declaró su heredera al gritar mi nombre cuando estaba en la Plaza, y también solicitó santuario para sus posesiones —replicó—. El combate en el que se le obligó a tomar parte no era un combate de desafío, e incluso suponiendo que lo hubiera sido, esos perros no se merecen repartirse lo que pertenecía a Garth.

—¿Y qué derecho tienes tú sobre sus posesiones?

—El que me da haber hecho el amor con él esta mañana.

Varnel le lanzó una mirada anhelante y se lamió los labios. Varena le devolvió la mirada con ojos impasibles y desafiantes y los labios curvados en una casi imperceptible sonrisa despectiva que iluminó sus facciones.

—Si pudiéramos establecer ese mismo tipo de acuerdo entre nosotros, entonces tal vez este incidente podría llegar a ser olvidado —acabó diciendo Varnel.

—Eres el Maestre de mi Casa, y según las reglas no hay nada que me obligue a ir más allá de esa relación. Lo dejé muy claro el día en que me uní a la Casa de Fentesk.

—Maldita seas...

Varnel se levantó como si se dispusiera a desafiarla.

—Lucha conmigo y tal vez ganes —replicó ella sin perder la calma—. Pero yo estaré muerta, y todo este lugar quedará convertido en un montón de ruinas. Ah, y además tendrás una rebelión que sofocar... Esta noche has traicionado a uno de los miembros de tu Casa. Vuelve a hacerlo, y cuando empiece el Festival no te quedará nada.

—Ah, vamos... ¿Acaso piensas que realmente les importa lo que le ha ocurrido al tuerto? La gran mayoría se alegra de que haya muerto. Les importa un comino el honor, y sólo piensan en su paga.

—Muy cierto. Y ahora casi todos se están preguntando si... Oh, de momento no es algo que les quite el sueño, desde luego, pero ya se están preguntando si quizá serías capaz de no protegerles con mucho entusiasmo en el caso de que la oferta del Gran Maestre llegara a ser lo suficientemente grande.

Varnel guardó silencio durante unos momentos, como si estuviera sopesando las posibilidades de éxito que tendría si intentaba obtener la bolsa y algo más de Varena.

—Confórmate con cuerpos y mentes más débiles —se burló ella, y señaló la parte de atrás de la habitación donde había varias mujeres desnudas reclinadas en un sofá de seda que estaban contemplando su enfrentamiento con distraído aburrimiento—. Resulta mucho menos peligroso.

Después dejó escapar una gélida carcajada y cerró la puerta con un golpe seco detrás de ella mientras se daba cuenta de que casi compadecía a las concubinas de Varnel, que aquella noche conocerían el lado más oscuro de su pasión.

La medianoche ya había quedado muy atrás y el agotamiento estaba empezando a adueñarse de su cuerpo, y Varena fue a los baños calientes para eliminar la tensión. Entró en la sala llena de vapores, que estaba vacía, y sintió una fugaz punzada de tristeza nostálgica. Después de todo, su relación con Garth sólo había sido un encuentro pasajero que quizá incluso pudiera considerarse como un mero juego de poder y control, pero eso no había impedido que resultara bastante agradable.

Se desnudó y dejó su bolsa y la de Garth sobre una pequeña repisa al lado de la bañera. Después se metió en el agua burbujeante y se estiró.

En cuanto empezó a pensarlo comprendió que había llegado el momento de irse de la Casa. Varnel no se atrevería a hacer nada en vísperas del Festival, por supuesto, y además tendría que organizar toda una exhibición de desafío dirigida al Gran Maestre negándose a devolverle la bolsa. Después de haber actuado como un miserable al ordenar que cerraran la puerta, cualquier otro comportamiento indicaría una sumisión completa a los deseos del Gran Maestre. Pero en cuanto el Festival hubiera terminado y la mayor parte de los luchadores se hubiera ido a sus casas capitulares y a cumplir sus contratos anuales, llegaría el momento de que Varnel pudiera vengarse de la humillación que Varena le había infligido delante de su harén y de los otros luchadores.

Al igual que los otros Maestres de Casa, Varnel era lo bastante retorcido como para llegar a preparar un «accidente» que le librase de un luchador recalcitrante, como por ejemplo un contrato en el que un príncipe aceptaba la cláusula secreta de que se le devolvería lo que había pagado en el caso de que el luchador muriese. Mientras flotaba en el agua caliente, Varena lamentó durante un momento haber aceptado la petición de santuario hecha por Garth y haber cogido la bolsa. «¿Por qué lo hice? ¿Por los poderes que contiene esa bolsa..., o por algún otro motivo?»

¡Maldición!

Alargó la mano hacia la pequeña repisa sobre la que había dejado las bolsas y sintió la tentación de abrir la bolsa de Garth y averiguar qué poderes había controlado. Pero Varena sabía que Garth aún no había muerto, por lo que el hacerlo supondría una violación de las leyes.

Las leyes... ¿Acaso había alguien a quien siguieran importándole en lo más mínimo? Varena ya tenía la experiencia suficiente para comprender las simples reglas de la supervivencia, pero eso era algo que aún no había llegado a digerir del todo. Los poderes lo habían pervertido todo, convirtiendo lo que por lo menos había sido una profesión honrosa en un mero venderse a quien pagara más dinero y a las ansias de espectáculo del populacho. Ya no quedaba ningún vestigio del

sessan, aquel complejo conjunto de reglas y códigos que en tiempos lejanos había regido las vidas de todos aquellos que podían controlar el maná. El luchar por el

sessan, combatiendo con el único objetivo de obtener poderes, honor y una reputación, era algo que pertenecía al pasado. Ya sólo se luchaba para matar y para satisfacer el deseo de matar.

Para Varnel era un medio de proporcionarse sus cada vez más perversos placeres. En cuanto a los luchadores de la Casa, había muy pocos que todavía recordaran y apreciaran la alegría intrínseca de la disciplina exigida para controlar el maná, y la inmensa mayoría sólo pensaba en lo que podía proporcionarles dentro de aquel plano de existencia.

Pensar en todo aquello hizo que empezara a sentirse inquieta, pues se preguntó qué podía pensar el Caminante de ello. Después de todo, era el habitante más poderoso de aquel plano, el único que había obtenido tanto maná que se había vuelto capaz de pasar de un plano de existencia a otro. Lo más probable era que las contiendas de aquel reino debiesen de resultarle tan triviales como los combates librados por unos insectos bajo el talón de un niño que podía aplastarlos en cualquier momento.

Y sin embargo, ¿no debería saberlo e importarle? Si este mundo había perdido su honor, ¿qué se podía pensar del sentido del

sessan en el caso del mismo Caminante? Faltaban menos de dos días para que empezara el Festival, y al final el ganador se iría con el Caminante para servirle como su nuevo acólito en los misterios más profundos.

«Si gano, ¿qué descubriré entonces?», se preguntó Varena.

No hubiese podido explicar por qué, pero aquellos pensamientos hicieron que se sintiera llena de una vaga inquietud..., por primera vez.

Un olor nada agradable surgió de repente y se agitó a su alrededor. Varena abrió los ojos, sobresaltada, y se irguió dentro del agua.

—Ah, justo lo que albergaba la esperanza de ver...

Hammen estaba acuclillado junto a su bañera como una rana sentada sobre un nenúfar, y sus ojos sobresalían de sus órbitas y estaban llenos de un placer que no hacía el más mínimo esfuerzo por ocultar.

—En nombre de todos los demonios, ¿qué estás haciendo aquí? —siseó Varena.

Estaba sorprendida no sólo por la pestilente presencia de Hammen, sino también por el hecho de que su desnudez la hiciera sentirse tan incómoda. Extendió la mano hacia un estante y buscó a tientas una toalla para taparse.

—No necesitas una toalla —gimoteó Hammen con voz quejumbrosa.

—¡Hammen! —exclamó de repente una nueva voz.

Una mano surgió de las sombras y golpeó a Hammen en la nuca haciendo que dejara escapar un leve chillido de dolor.

Varena salió de la bañera y se apresuró a coger su bolsa en cuanto vio a la desconocida que acababa de aparecer detrás del sirviente de Garth.

—¿Una benalita? —preguntó.

La mujer asintió.

—Los dos apestáis como una cloaca —dijo Varena.

—Porque hemos llegado hasta aquí gracias a una cloaca —dijo Hammen—, y debo confesar que me resultó muy excitante pensar que estábamos avanzando a través de unas aguas en las que tal vez te hubieras bañado.

Norreen volvió a darle un bofetón en la nuca.

—Si os encuentran aquí, los dos moriréis —siseó Varena—. Salid ahora mismo, o tendré que ocuparme de vosotros.

La mano de Norreen bajó hacia la empuñadura de su espada y Varena dejó caer su toalla, quedando con una mano libre mientras se colgaba la bolsa del hombro para poder pelear.

Hammen la contempló con los ojos muy abiertos y sonrió, y después acabó arrojándole la bolsita que Garth le había entregado.

Varena la pilló al vuelo sin apartar la mirada de Norreen.

—Hemos pensado que tal vez te gustaría tomar parte en el juego que vamos a proponerte —dijo Hammen, y volvió a sonreír.

El dolor era tan terrible que Garth tenía que hacer grandes esfuerzos para no gritar. La agonía venía acompañada por una extraña sensación que casi parecía de distanciamiento, como si se estuviera contemplando desde un lugar muy lejano mientras flotaba por encima de su cuerpo, que se debatía y se contorsionaba frenéticamente sobre el potro de tortura.

Acabó gritando y dejó en libertad un salvaje aullido que contenía más rabia que angustia, pues su adiestramiento le había enseñado hacía ya mucho tiempo cómo desviar el dolor hacia aquellos lugares en los que no oscurecería su cuerpo y su mente. Pero el hombre que le estaba infligiendo aquella tortura también conocía la existencia y el paradero de aquellos lugares, y sus dedos invisibles no paraban de sondear el alma de Garth, desgarrando sus pensamientos y azotándole implacablemente, abriéndose paso por su mente para hacerla añicos y tratar de volver a juntar los fragmentos después.

Ya no había hechizos curativos, bloqueos ni forma alguna de devolver el ataque, sólo la ofensiva continua e implacable que pretendía sondear el mismísimo núcleo de la existencia de Garth. Al final sólo le quedaron dos caminos: ceder y revelarlo todo, o descender y hundirse en los senderos de la oscuridad para llegar hasta la luz que se encontraba más allá de ellos. Garth se recogió en sí mismo y fue hacia el segundo camino.

Sintió un gran remordimiento por todo lo que había soñado y por todo aquello para lo que había hecho planes, pues lo que le había impulsado y mantenido con vida a lo largo de los años acababa de esfumarse. Todos los años que había pasado escondiéndose y adiestrándose, planeando en secreto y en soledad lo que podía y lo que debía hacer sólo habían sido un terrible desperdicio de tiempo. La maravillosa complejidad de todo aquello se perdería para siempre. Tendría que comparecer con las manos vacías delante de las sombras a las que había hecho tantos juramentos, y la única esperanza que le quedaba era que lo comprendieran y le perdonasen.

—¡No, todavía no!

El castigo que estaba destrozando su alma cesó de repente y fue sustituido al instante por un calor reconfortante que tiró de Garth, alejándole de la puerta que ya estaba empezando a abrirse ante él. Garth anhelaba desesperadamente cruzar ese umbral, pero no podía hacerlo. El maná que estaba dentro de todo y de todos, el poder de la vida, se negaba a doblegarse mientras el cordón siguiera estando intacto.

Garth abrió los ojos.

Zarel Ewine, Gran Maestre de la Arena, estaba inmóvil ante él, y en sus ojos había una expresión que casi parecía de piedad. La sensación de que Zarel se estaba compadeciendo de él era tan intensa que Garth luchó para no sucumbir ante lo que sabía no era más que otra estratagema.

Zarel extendió la mano y le rozó la frente con las yemas de los dedos, y los últimos vestigios del dolor se disiparon al momento.

—¿No sería preferible que me hablaras ahora?

Su voz era suave y cálida, como la de una madre llena de amor que habla en susurros a un niño que ha enfermado de una extraña y terrible fiebre.

Zarel inclinó la cabeza, y unas manos invisibles aflojaron las cadenas que habían mantenido el cuerpo de Garth tenso e inmóvil sobre el potro de tortura. Las manos le ayudaron a incorporarse y llevaron un tónico hasta sus labios. Garth titubeó y se preguntó qué hierbas y pociones seductoras podía contener, pero acabó bebiéndolo. Si hubiesen querido probar suerte con ese truco, siempre podrían habérselo obligado a beber mientras yacía semiinconsciente sobre la mesa del dolor.

El tónico eliminó la terrible sequedad de su garganta en carne viva, y Garth se inclinó hacia adelante y tosió mientras intentaba contener el impulso de vomitar.

El tónico fue alzado nuevamente hasta sus labios y Garth lo apuró. Una sensación de frescor y ligereza recorrió rápidamente todo su cuerpo, y se sintió como si estuviera flotando en la paz más completa y absoluta imaginable. Garth volvió sus pensamientos hacia el interior de su ser, concentrando el escaso poder que le quedaba en un desesperado esfuerzo para despejar su mente.

—Puedes irte —oyó que le ordenaba Zarel a su esbirro, y una puerta se cerró detrás de él—. Esta situación es realmente lamentable, ¿sabes? —añadió Zarel un instante después con voz afable y tranquila.

Garth tosió y no dijo nada.

—Permíteme que sea franco contigo —siguió diciendo Zarel.

Garth oyó el sonido de una silla que era colocada junto al potro.

Abrió los párpados y vio el brillo helado que ardía en los ojos de su torturador, y pudo percibir hasta qué punto estaba disfrutando Zarel con lo que ocurría. Ya ni siquiera había auténtica rabia en él. Todo era frialdad y distanciamiento, y aquella tortura e interrogatorio habían pasado a ser un mero entretenimiento, un desafío del que gozar.

Garth le observó con recelosa cautela.

—Vas a morir —dijo Zarel—. Mentir a alguien que posee tus habilidades no tendría ningún sentido, ¿verdad? No has parado hasta que me has convertido en tu más implacable enemigo. Me has humillado, me has puesto en ridículo y me has hecho perder propiedades muy valiosas. Es algo que no puedo tolerar.

Zarel suspiró como si todo aquello fuese un peso terrible que le agobiaba.

—Esa escoria, esa turba pestilente de ahí fuera puede tener sus héroes, pero deben ser héroes que yo controle —Zarel alzó levemente la voz—. Y tú, tuerto, intentaste convertirte en un héroe que escapara a mi control. Oh, admito que fuiste muy listo al provocar esa pelea entre Kestha y Bolk, y que supiste burlarte de mis leyes. Sí, fue realmente magistral... Acabar contigo casi me entristece, porque supone un terrible desperdicio de grandes cualidades —Zarel meneó la cabeza como si se sintiera realmente triste—. Si te hubieras presentado delante de mi puerta y me hubieras pedido un empleo, me habría encantado poder otorgarte un nivel.

Garth no dijo nada, pues sabía que en realidad Zarel no le estaba hablando a él, sino que sus palabras iban dirigidas a su propio orgullo.

—Un nivel de luchador que habría venido acompañado de poder, oro, mujeres... Con lo que desearas, fuera lo que fuese. Creo que eres lo suficientemente bueno como para haber podido llegar a ser mi segundo, porque el hombre que ocupa esa posición en la actualidad no es más que un perrito faldero.

Zarel guardó silencio y le contempló con expresión gélida.

—Pero tú no deseas eso, ¿verdad, tuerto? —preguntó.

Su voz había adquirido un tono de frío desprecio.

—Eres un luchador de la vieja escuela, y por eso me odias —siguió diciendo—. Qué estúpido eres, qué increíblemente estúpido...

Y su voz se fue debilitando poco a poco hasta que Zarel se calló, como si estuviera contemplando un lugar muy lejano.

—¿Quién eres?

Las palabras surgieron de la boca de Zarel como un latigazo y sobresaltaron a Garth, que retrocedió ante el poder encerrado en ellas. Volvió a haber una fugaz contienda alimentada por la esperanza de que Garth hubiera sido pillado por sorpresa, y faltó muy poco para que la barrera fuese atravesada.

Zarel sonrió.

—Te estás debilitando... —dijo—. Sabes que te venceré antes de que esto haya terminado, ¿verdad?

—Puedes intentarlo —murmuró Garth—. ¿Y después qué? Conocerás la verdad y yo estaré muerto. Lo que te atormenta es el misterio, ¿no? El misterio y el miedo...

Zarel se puso en pie y le dio la espalda durante un momento, y su capa polícroma despidió un sinfín de destellos bajo la claridad de las antorchas.

Zarel acabó volviéndose de nuevo hacia él, dejó escapar un suspiro y se sentó.

—Voy a tratar de que esto te resulte lo más sencillo posible —dijo—. El Caminante sabe que existes. El tormento que te he infligido es meramente momentáneo. Dime lo que quiero saber y habrá terminado, y podrás alejarte hacia el gran sueño. Calla, y entonces el Caminante podrá hacer que sufras de una manera espantosa durante muchísimo tiempo... Y créeme que no exagero en lo más mínimo cuando digo «muchísimo».

—Así que ése es el verdadero Caminante, ¿eh? —preguntó Garth—. ¿Acabas de revelarme el rostro que se oculta detrás de la máscara de su poder y del atractivo que ejerce sobre el populacho?

Zarel bajó la cabeza durante un momento, como si acabaran de sorprenderle profiriendo una blasfemia.

—Tú puedes controlar el maná —murmuró por fin—. Ya conoces el poder del maná rojo y del maná negro, y él lo posee en gran abundancia. Sólo un estúpido pensaría otra cosa. Ah, el Caminante es realmente terrible en su poderío, pues de lo contrario... Vamos, ¿cómo crees que podría controlar un poder semejante salvo siendo como es? Sólo responde ante el Eterno e incluso el Eterno deberá esperar hasta que llegue el

Ragalka, el día de la destrucción y las lamentaciones.

Zarel hablaba como si estuviera conversando con un igual sobre una verdad que resultaba muy desagradable, pero a la que era preciso enfrentarse de una manera calmada y racional.

—No te permitirá escapar a las tierras de los muertos —siguió diciendo—, sino que te retendrá en sus manos como un entretenimiento con el que jugar y divertirse. Podrían transcurrir eones antes de que el Caminante se hartara de ti y te concediera la liberación final, y ése es el destino que te ofrezco en el caso de que no cooperes conmigo.

—Y eso es lo que ha hecho a quienes han incurrido en su ira —dijo Garth con la voz endurecida por una rabia helada.

Zarel se removió y le contempló con obvia sorpresa.

—Veo que eso te preocupa mucho, ¿eh? —murmuró.

El momento de sondeo volvió a producirse.

Garth no dijo nada.

—Sí, no cabe duda de que eso te preocupa mucho, ¿verdad? —siguió diciendo Zarel—. ¿Tienes algún plan no sólo contra mí, sino contra el mismísimo Caminante?

Las palabras eran como latigazos implacables que caían sobre Garth.

Zarel asintió lentamente.

—¿Por qué has venido aquí, tuerto? —preguntó—. ¿Quién te ha enviado, y por qué lo ha hecho?

—Nunca lo sabrás.

—¡Maldito seas!

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