Arena

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Capítulo 8

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Zarel le abofeteó con tanta fuerza que Garth sintió que se le nublaba la visión.

Garth le contempló sin inmutarse, y escupió la sangre que le había llenado la boca sobre el rostro de Zarel.

—Me temes, ¿verdad? —murmuró Garth—. Incluso ahora, cuando estoy encadenado y en tus manos... Sí, me temes, y también temes lo que puedo ser.

—¡Debería matarte ahora mismo! —exclamó Zarel, y alzó una mano como si se dispusiera a asestar el golpe letal.

—Adelante. Hazlo, y entonces nunca podrás estar seguro. Nunca sabrás si hay más como yo, esperando y urdiendo planes...

—Eres de la Casa de Oor-tael, eso está claro.

Garth se limitó a sonreír.

—Nunca lo sabrás —repitió.

—Os destruí a todos... Acabé con todos vosotros. Lo que queda no son más que pobres perros patéticos a los que cazo para divertirme.

—Si eso es verdad, ¿por qué me temes incluso ahora, cuando estoy encadenado en tu mazmorra?

—No temo a ningún hombre o mujer.

—Dices eso para convencerte a ti mismo con meras palabras, pero no significan nada para mí porque puedo ver la verdad que ocultas dentro de ti.

Zarel bajó la mirada hacia Garth, y un fugaz destello de miedo ardió en sus ojos.

—Intentas llegar a la meta oscura, igual que hizo tu Maestre antes que tú, y estás corriendo en una carrera desesperada —dijo Garth—. Debes pagar el tributo de maná al Caminante cada año y al mismo tiempo te quedas una parte cada vez más grande para ti, porque así podrás ir acumulando el poder que te permitirá llegar a ser como él algún día no muy lejano.

—¿Cómo sabes todo eso?

—Todo el mundo lo sabe —murmuró Garth, y dejó escapar una carcajada helada—. ¿Acaso crees que los demás somos lo bastante estúpidos como para no verlo?

Zarel se removió nerviosamente.

—¿Y no se te ha ocurrido pensar que te temen por ello? —siguió diciendo Garth—. Se acuerdan de lo que le hiciste a la Casa de Oor-tael para servir a tu Maestre. Ahora se dan cuenta de que también se lo estás haciendo a ellos, y de que vas desangrando lentamente a las Casas mediante el Festival. Pero tú sobornas a los Maestres de las Casas año tras año y ellos cierran los ojos..., pero eso no durará siempre. Toda la estructura se está desmoronando. La rabia de los Maestres, la rabia de la turba... El Caminante no tardará en estar al corriente de todo.

—¿Es eso lo que deseas? —preguntó Zarel—. ¿Quieres llegar hasta el Caminante y contárselo?

Garth se rió.

—Tal vez —replicó.

Zarel recorrió la habitación con la mirada y dejó escapar una risita.

—¿Sabes cuántos han intentado acabar con mi poder? —preguntó—. Bien, pues todos y cada uno de ellos han terminado ahí arriba...

Alzó una mano y señaló las cadenas de la pared, más de una de las cuales sostenía cadáveres en avanzado estado de putrefacción y esqueletos.

Garth sonrió.

—Ya te he dicho que te temen, pero no eres capaz de ver lo que acabará produciendo ese miedo —replicó—. Piensas que mantendrá controlados a tus enemigos, pero también puede impulsarles a cometer actos surgidos de la desesperación. Pronto no habrá cadenas suficientes en todo el mundo para contenerles, y al final la turba o las Casas te harán pedazos con sus manos desnudas.

Garth rió, y su voz entrecortada y jadeante convirtió la carcajada en un cloqueo aterrador.

—¿Quién eres? —preguntó Zarel.

Garth le escupió a la cara.

Zarel dejó escapar un grito de rabia, y le abofeteó una otra vez sin que Garth dejara de reír ni un solo instante. En lo más profundo de su corazón, éste estaba rezando para que pudiera provocarle hasta el extremo de que Zarel acabara con él sin más tardanza, asestando el golpe mortal que le permitiría ir hacia las sombras, y que al menos serviría para dejar a Zarel atormentado por la incertidumbre y el miedo.

El diluvio de golpes cesó por fin y Garth volvió a alzar la mirada y vio al Gran Maestre inmóvil sobre él, jadeando para recuperar el aliento y con la capa manchada de sangre.

—No —murmuró Zarel—. No escaparás... No escaparás.

Zarel giró sobre sí mismo, fue hacia la puerta y la abrió. Después se detuvo en el umbral y se volvió hacia Garth.

—¿Sabes qué son los mil cortes? —preguntó.

Garth sintió que un escalofrío helado recorría todo su cuerpo.

—Piensa en ellos, pues dentro de una hora empezarán a ser practicados sobre tu cuerpo —siguió diciendo Zarel—. Pero mi torturador es un hombre de grandes habilidades, y para cuando seas llevado a rastras ante el Caminante no serás más que un despojo humano, ciego, sin dedos en las manos o en los pies..., y sin tu virilidad. Disfrutaré mucho viéndolo. ¡Drogadle!

Y Zarel salió escupiendo maldiciones.

Los dos torturadores volvieron a aparecer junto a Garth pasados unos momentos, y sonrieron mientras uno le obligaba a abrir la boca y el otro vertía por su garganta un bebedizo que sumió a Garth en un sueño febril donde era incapaz de controlar sus pensamientos, por lo que no podía ordenar a su corazón que dejara de latir.

Garth perdió el conocimiento y quedó plácidamente inmóvil sobre el potro, y los dos torturadores rieron mientras tensaban las cadenas para dejarle estirado sobre aquella mesa del dolor.

El Gran Maestre avanzó por el pasillo oscuro y húmedo que olía a moho. Estaba absorto en sus temores, y no prestaba ninguna atención a los gemidos y gritos de los otros visitantes del sótano de su palacio. El pasillo hedía con su pestilencia y con las emanaciones malolientes que brotaban de los agujeros de las cloacas abiertos en mitad del pasillo, que ofrecían una forma práctica y rápida de librarse de cadáveres y trozos de cadáveres.

—¡Uriah! —gritó de repente.

El enano giró sobre sí mismo con las facciones empalidecidas por el miedo.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Zarel.

—Me habéis mandado llamar, mi señor.

Zarel contempló en silencio al luchador deforme, y se preguntó si habría estado escondido escuchando su conversación.

Después permaneció inmóvil durante unos momentos, sintiéndose incapaz de controlar el torbellino de emociones que se agitaba dentro de él. El luchador tuerto tenía que ser de la Casa Turquesa. Sí, pero... ¿Cómo era posible? ¿Cómo podía habérselas arreglado para sobrevivir? Era demasiado joven, apenas un muchacho. El Gran Maestre hurgó entre sus pensamientos, pues oculto entre ellos se agazapaba un recuerdo a medio formar que no era capaz de ver con claridad, y eso resultaba todavía más inquietante.

Uriah tosió nerviosamente, y el sonido hizo que Zarel volviera a ser consciente de lo que había a su alrededor.

—¿Han encontrado a su sirviente? —preguntó.

—Todavía no, mi señor.

—Y Varnel... ¿Ha entregado la bolsa?

—Dice que no puede hacerlo.

—¡Maldición!

Zarel abofeteó a Uriah con tal fuerza que el enano chocó contra la pared y alzó la mirada hacia él, aturdido y aterrorizado.

—Dile a Varnel que quiero esa bolsa, y al infierno con el precio... —gruñó Zarel—. Pidió tres mil monedas de oro sólo por cerrar la puerta, ¿no? Pues hazle saber que si no me entrega la bolsa inmediatamente, es muy posible que su traición llegue a ser conocida. Si es necesario, ofrécele diez mil monedas de oro. Ah, y también quiero a ese sirviente... Debe de saber algo, y no tiene la mente de un luchador. No podrá resistirse tal como lo está haciendo el tuerto.

Uriah se había llevado una mano a la mejilla abofeteada, que estaba roja y empezaba a hincharse.

Zarel bajó la mirada hacia él.

—¿Alguna cosa más? —preguntó, en un tono que se había vuelto repentinamente gélido.

Uriah meneó la cabeza con los ojos llenos de lágrimas de dolor y miedo.

—¡Sal de mi vista, maldito seas!

Uriah se fue corriendo y Zarel siguió avanzando entre maldiciones ahogadas, y tuvo que reprimir un acceso de náuseas cuando el hedor pestilente de la mazmorra se agitó a su alrededor.

Tuvo la sensación momentánea de que algo no iba del todo bien y se quedó inmóvil con todos los sentidos alerta. Esperó sin moverse, pero un instante después oyó los sollozos ahogados de Uriah y esos gemidos quejumbrosos le distrajeron. Zarel salió de la mazmorra hecho una furia.

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