Arcadia

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Capítulo 5

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La ceremonia propiamente dicha empezó al atardecer. Durante todo el día los ancianos de la aldea presentaron sus respetos al visitante, le entregaron tablillas de madera con marcas que llevaban la cuenta de lo que habían producido y lo que debían. Cada cifra había sido anotada con meticulosidad, y en caso de discrepancia llamaban a los ancianos para que explicaran el problema. El visitante llegó esa tarde; el espacio que rodeaba la gran encina donde se celebraba siempre la ceremonia había sido dispuesto con cuidado, y los ancianos de la aldea se habían vestido con sus mejores ropas antes de dirigirse a los límites del territorio de la aldea, indicados mediante una gran piedra a un lado del camino.

Allí se habían quedado esperando para recibir al visitante. No era una procesión solemne, aunque sí lo más formal que había visto nunca la aldea. Un hombre iba a caballo, y el animal sacudió la cabeza y relinchó cuando el jinete se detuvo. Tenía unos cuarenta años, el pelo rubio y ralo, y los ojos brillantes; estaba un poco gordo y llevaba una capa de lana marrón clara, y en los pies, sandalias de cuero, otro lujo. Había normas y había leyes, y se podían aplicar con severidad o con clemencia. El hombre no parecía en especial clemente, y los aldeanos se preocuparon cuando lo vieron.

Curiosamente no fue él quien respondió a las palabras de bienvenida. Un hombre mucho más joven, que iba detrás de él a lomos de un burro, desmontó y se adelantó. Vacilaba, se lo veía un poco nervioso, como si no estuviera acostumbrado a hacer aquello. Eso tampoco los tranquilizó; no querían que un inexperto infringiera las normas. Con todo, tenía un rostro franco, con unos ojos que no paraban de moverse y una sonrisa leve que jugueteaba en su cara; no parecía muy impresionado consigo mismo, pero todo el mundo sabía que era tan consciente de la presencia del hombre de mayor edad como lo eran ellos.

—Os doy las gracias por la bienvenida —dijo, pronunciando cada palabra con cuidado—, y declaro que soy el visitante que esperabais. ¿Alguno de los presentes pone en duda esta afirmación?

Nadie dijo nada.

—En tal caso se da por aceptada. —Dio un paso adelante y cruzó el límite entre la aldea y el gran mundo exterior.

Ese paso puso en marcha la ley. Había sido reconocido como el visitante, había sido recibido y había entrado en la aldea. Ahora, hasta que se marchara, sería el señor de todos ellos. Todo y todos, cada hombre y cada niño, cada animal, cada herramienta y cada haz de trigo le pertenecían. Podía tomar lo que se le antojara, dejarles lo mucho o lo poco que quisiera, rigiéndose únicamente por la costumbre. Cuando escuchara las quejas y las disputas que se habían acumulado durante el año y aguardaban su resolución, podría castigar cualquier fechoría como estimara apropiado. Sus decisiones eran inapelables.

A quienes respetaban la edad, y consideraban que ésta difería poco de la sabiduría y la autoridad, les causó perplejidad que fuese ese hombre el que se adelantara, y no el mayor, el que iba a caballo. Había algo impropio en ello. Hacía que la ceremonia empezara con mal pie, y lo que mal empezaba, mal acababa.

Si el joven lo entendió así, no trató de acallar sus miedos. No presentó al otro hombre, ni tampoco les dijo cómo se llamaba él. Era el visitante, eso era todo cuanto necesitaban saber. Sin embargo, se puso firme cuando el de mayor edad se apeó del caballo, se estiró y se frotó la espalda, todavía dolorida.

—Me gustaría beber algo, visitante —afirmó con una voz agradable—. Estoy cubierto de polvo y cansado. ¿Crees que se podría hacer algo al respecto?

—Por supuesto, narrador —respondió el aludido, escandalizando a los aldeanos—. Enseguida.

Una vez que se terminaron los preparativos y los aldeanos se congregaron en la hondonada que se extendía junto a las encinas, donde siempre se celebraban las reuniones, el joven, llamado el visitante, se levantó, contempló con severidad a los allí presentes y comenzó a hablar con una voz seca, monótona. El mayor, llamado el narrador, cuya presencia había alarmado de tal modo a los asistentes, permanecía detrás, y no parecía estar interesado en el acto. Nadie sabía aún por qué estaba allí.

—El cómputo se efectuó el quinto día de otoño, y éstos son los resultados. A lo largo de las cuatro últimas estaciones la aldea ha criado cuarenta y dos cabras, sesenta y siete ovejas, ha cosechado ciento veinte fanegas de trigo y sesenta y dos de cebada. Además, había veinticuatro cerdos, ciento veintidós gallinas, quince gansos y ocho bueyes. —Miró a su alrededor—. Un resultado mucho mejor que el del pasado año; os felicito a todos. Es una bendición del cielo. El diezmo, pues, será de cuatro cabras, seis ovejas, doce fanegas de trigo y seis de cebada. Además, durante la sequía de los últimos años se renunció a una parte del diezmo. Dicha parte asciende a doce cabras…

Los allí reunidos dejaron escapar un gemido quedo. Sabían lo que los esperaba, desde luego. Era la ley, y era justo. Los visitantes se habían mostrado clementes durante la sequía; podrían haber exigido fácilmente sus derechos y dejar que pasaran hambre. Sin embargo, durante tres años habían tomado menos de lo que les correspondía, y la deuda se había acumulado. Ahora la cosecha había sido abundante, y no había razón para que no se cobraran lo que se les debía.

La aldea podría haber cargado en carros el excedente —tras reservar lo necesario para pasar el invierno— para llevarlo al mercado e intercambiarlo, y haber comprado paños y cacerolas y herramientas con lo que obtuvieran. Algunos lujos. Pero no sería ese año. La pesadumbre se instaló en ellos, y miraron al visitante, que esperaba a que se acallaran los murmullos.

No parecía enfadado, y eso que tenía derecho a estarlo: al visitante no se lo interrumpía. Entonces se percataron de que, aunque no había esbozado una sonrisa, al menos sí parecía un tanto risueño.

—Se ha decidido, para dar las debidas gracias a las estaciones y a nuestra buena fortuna compartida, recaudar esto sumando una cuarta parte del diezmo en los próximos cuatro años. Eso ascenderá, este año y los tres años siguientes, a tres cabras, nueve ovejas…

Más murmullos, pero esta vez no de desesperación. En el rostro de los que escuchaban se extendió una ancha sonrisa. Era mejor de lo que esperaban. Sí, tendrían que pagar la deuda, pero también les quedaría algo para llevar al mercado. El visitante había sido generoso; no era la primera vez que muchos de los aldeanos se consideraban afortunados. Habían oído hablar a menudo de cómo era la vida en otros lugares donde los visitantes no resultaban tan flexibles.

Su visitante —que hacía cuanto podía para mantener una expresión seria— extendió los brazos.

—Se ha dictado sentencia —declaró—. Se preparará el diezmo para que esté listo para partir después de que el narrador haya hablado y de que haya terminado el banquete.

Incluso a las nueve el aire seguía siendo caliente y estaba lleno de insectos que revoloteaban con furia alrededor de las lámparas que se habían colocado para marcar los límites de la asamblea.

Sólo unos pocos recordaban la última vez que había acudido un narrador. Si sus poco frecuentes apariciones obedecían a algún motivo, nadie podría decir cuál era. Pero sí sabían que el narrador lo conocía todo: cómo era el mundo, cómo funcionaba, las leyes de los hombres y de la naturaleza y de Dios. Lo que estaba bien y lo que estaba mal. Por qué los hombres caminaban por la faz de la tierra, su pasado y su futuro. Los narradores sabían todo esto y lo mantenían a salvo.

Entonces el narrador se adelantó y esperó hasta que el visitante —ahora considerado un personaje de mucha menor importancia— se hizo a un lado.

Nadie sabía qué pasaría a continuación. ¿Se trataría de una ceremonia aterradora, magnífica? ¿Se esperaba de ellos que escucharan arrodillados, con la cabeza inclinada en señal de reverencia? ¿Podía escuchar todo el mundo o se suponía que debían despachar a los niños?

—En primer lugar —comenzó el anciano—, debo daros las gracias por la buena labor que habéis hecho a lo largo del pasado año y deciros lo mucho que me complace estar aquí esta magnífica tarde, cuando el mundo nos ha sonreído con tanta generosidad.

Tenía una voz suave, melodiosa, y hablaba como una persona normal; bueno, con menos tosquedad, claro estaba, pero no había palabras que no entendieran.

—Muchos de vosotros sabéis poco del arte de narrar. Antes de que comience, permitid que os explique algo. La Historia es la Historia de todos nosotros. Si se entiende debidamente, posee un poder inmenso. Os dice quiénes sois, lo que podéis esperar de esta vida. Hay quien cree que puede predecir el futuro. Dominar la Historia es dominar la vida misma. La Historia encierra vestigios sagrados de la era de los gigantes que nos precedieron. Nos habla de nuestro ascenso, nuestros triunfos y nuestras esporádicas caídas. Nos habla de nuestros padres y abuelos, de los animales y de los árboles y los espíritus, encierra los conocimientos necesarios para que podáis complacerlos de manera que os ayuden y no os castiguen.

»Yo soy uno de los guardianes de esta gran Historia. Mi narración es veraz, con independencia de lo que os hayan contado vuestras abuelas en la cocina o vuestros abuelos mientras tomaban una pinta de cerveza o los viajeros que se ofrecen a entreteneros a cambio de comida y cobijo. Velo por la verdad, y se os ordena que, si habéis oído algo que difiera de mi narración, recordéis tan sólo lo que yo os diga.

»Empecemos, pues, y después os explicaré la importancia de lo que os he contado y lo que ello nos enseña. Mi historia no comienza por el principio, ni siquiera cuando Dios abandonó esta tierra, cuando la oscuridad cayó y la humanidad sufrió la opresión y suplicó ser liberada. Ni siquiera en los días del Exilio, cuando la crueldad acechaba en los campos. Ahora, para igualar la munificencia de nuestros días, contaré una historia del Retorno, cuando hombres guiados por Esilio volvieron a los lugares que un día habían sido suyos, y ahora lo vuelven a ser. Dejaron una tierra de privaciones, “de crueldad y hielo, de privaciones y desierto”, según se dice, y se dirigieron hacia un lugar de paz y abundancia…

—¿Cómo puede haber desierto y hielo al mismo tiempo?

A juzgar por la cara que puso el narrador, fue como si le hubiesen propinado una bofetada. Todos los asistentes contuvieron la respiración. Muchos sintieron que un escalofrío les recorría la espalda.

Alguien había interrumpido. Alguien había puesto en duda una historia. Eso nunca había sucedido. Nadie, ni siquiera un loco, era tan estúpido como para no saber que había que guardar silencio, un silencio absoluto. Incluso una tos era como una rebelión.

—¿Quién ha dicho eso? —inquirió con aspereza el narrador. Nadie se atrevió a contestar—. He formulado una pregunta, y quiero que se me responda. Alguien ha hablado. Exijo que se identifique de inmediato.

El narrador, cuya autoridad ahora era evidente a todo el mundo, se puso en pie y avanzó, escrutando a la multitud. Se mostraba apremiante, pero no enfadado. No parecía albergar dudas de que su orden sería obedecida.

—¿Y bien?

El narrador ya se dirigía hacia él. Sabía a la perfección quién había hablado. No había forma alguna de esconderse o negarlo. Se plantó frente al chiquillo hasta que éste se levantó de mala gana y adelantó el mentón con gesto desafiante.

—He sido yo —admitió con una voz clara, sin rastro de vacilación o temblor. Estaba muerto de miedo, pero al menos no se le notaba.

El anciano hizo una señal a los dos soldados, que avanzaron. A un nuevo gesto suyo, cogieron al muchacho cada uno por un brazo y lo llevaron hacia la puerta de la tienda de campaña.

Jay no puso objeciones ni se resistió. Sabía que era inútil. Su madre se quedó mirándolo, petrificada e impotente. En ese momento, lo peor que podía hacer era agravar el pecado que había cometido Jay efectuando algún ruido o protestando. Si lo hacía, caería la desgracia sobre la familia entera.

—Buena la has hecho, chico —musitó uno de los soldados—. Te van a dar una buena paliza. Eso si tienes suerte.

—Yo sólo quería saber…

Lo condujeron a la tienda que habían montado esa misma tarde para que durmieran el visitante y el narrador.

—Siéntate.

Jay se dispuso a obedecer.

—¡Ahí no! —exclamó el soldado cuando Jay agachó la cabeza para entrar en la tienda—. ¿Quién te has creído que eres? ¿No querrás dormir también en la cama del narrador? Estoy seguro de que él estaría encantado de pasar la noche en el suelo para que tú te sintieses cómodo.

—Perdonadme, por favor.

—¿No te apetece una copita de su vino? ¿O probarte su ropa?

Al ver la cara de infelicidad, y de susto, de Jay, el soldado se ablandó.

—Vamos a olvidarnos de esto, ¿quieres? Siéntate, cállate y no te muevas, ¿entendido?

Jay asintió. Enterró el rostro en las manos y empezó a rezar a los espíritus de la aldea y a la familia pidiendo ayuda. Lo cierto es que estaba más preocupado por su madre, a la que había visto triste y atemorizada, y por lo que haría su padre que por lo que pudiera sucederle a él en esa tienda de campaña. Algo que ni siquiera se podía imaginar.

El visitante y el narrador estaban de pie, hablando, susurrando, a unos metros de donde el muchacho permanecía acuclillado en el suelo; tenía frío y hambre, y se sentía desdichado. Llevaba allí sentado, sin apenas moverse, más de dos horas. Estaba oscuro, y el frío empezaba a extenderse por su joven cuerpo. Al otro lado de la aldea, el banquete continuaba, pese a que él había hecho cuanto había podido por estropearlo; oía las risas y pensó con melancolía en la comida que se estaba perdiendo. La mejor comida del año, el banquete que todo el mundo esperaba: vino y cerveza, frutas y pan, cerdo y cordero, hortalizas recién arrancadas de la tierra. La gente comía como si no hubiera comido nunca, o como si no lo fuera a volver a hacer. A los niños les daban regalos, pequeños presentes, sin duda, pero los únicos que recibían. Después cantarían y bailarían…

Y él se lo estaba perdiendo todo. Su miedo empezó a desvanecerse y fue sustituido por el resentimiento. ¿Qué había hecho, aparte de formular una pregunta? Vale que fuera algo inaudito. Vale que fuera maleducado. Pero quedarse sin el banquete…

Uno de los soldados se acercó a él.

—Levanta —ordenó—. Ven conmigo.

Lo cogió del brazo y lo llevó hasta la tienda, en la que acababa de entrar el narrador.

—Escúchame bien —le dijo al oído—. Habla cuando te hablen. Responde las preguntas. No intentes hacerte el gracioso o el listo. ¿Lo has entendido?

El muchacho no había visto nada igual en su vida. La tienda era casi tan grande como su casa, y de unas varas habían dispuesto exquisitas colgaduras para ocultar el hecho de que no era un edificio de verdad. Habían encendido velas —de cera, no de sebo—, al menos una docena. Más colgaduras escondían lo que él supuso que era la zona de descanso.

Había un escritorio improvisado, cubierto de tela y lleno de papeles, tras el cual estaba sentado el narrador, que lo escudriñó con interés mientras permanecía de pie, nervioso junto al faldón de la tienda. Había hablado casi una hora, contando la Historia, tejiendo con ella un relato grandioso, ameno e instructivo, embelesándolos con el sonido de su voz, sacando a la luz las melodías y los sentidos ocultos en las palabras como sólo era posible tras muchos años de práctica. Una experiencia agotadora, extenuante, ya que revestía mucha importancia y no podían cometerse errores. La Historia debía ser contada sin vacilación o duda.

—En el rincón hay un asiento. Tráelo y siéntate.

El muchacho obedeció y se acomodó en silencio, tal como le habían ordenado, mientras el narrador lo miraba atentamente.

—¿Cómo te llamas? —preguntó al cabo. Su voz era queda, pero bronca debido al esfuerzo realizado.

—Jaramal, hijo de Antus y Antusa.

Al anciano casi pareció irritarle la respuesta. Arrojó un papel al escritorio.

—Muy bien —repuso un tanto tajante.

—Pero todo el mundo me llama Jay.

El narrador se tensó cuando él acabó de facilitar ese dato tan inútil. Jay se maldijo: «Habla cuando te den permiso. Responde las preguntas».

El narrador había estado a punto de levantarse y dejarlo marchar, Jay estaba seguro. Ahora lo notaba furioso, tal vez confuso.

O tal vez no. Su expresión era más bien de cautela, o de preocupación. No de ira. Jay deseaba preguntar; le costaba privarse de hacerlo.

—¿Trabajaste ayer en los campos, Jay?

Éste asintió, sin decir nada, por si acaso.

—¿Te alejaste de los campos en algún momento? ¿Para ir a buscar agua, por ejemplo?

Jay asintió una vez más, pero con suma cautela.

—Cuenta.

—Subí la colina, llené el odre y bajé.

Jay tenía miedo y sabía que se le notaba. No conocía nada del mundo, ni de sus leyes, pero, si podía meterse en un lío por haber hecho una pregunta, ¿qué le pasaría si decía la verdad? Sin embargo, no podía mentir. Era lo bastante listo para saber que, si lo descubrían, el castigo sería duro, sin ninguna duda.

—Entiendo. ¿Algo más?

Jay no dijo nada.

—¿No te lavaste la cara en el agua, por casualidad?

—S… s… sí. Puede. —¿Cómo sabía eso? Si ni siquiera se lo había contado a su madre…

—Fue un día caluroso, es normal que lo hicieras. ¿Y no oíste nada? Eres un muchacho curioso; todas las personas con las que he hablado hace una hora han dicho que tu entrometimiento no conoce límites. Si hubieras oído un ruido, habrías ido a investigar, ¿verdad? No me mientas. He hablado con tu madre, y con otros. Ahora quiero que me lo cuentes tú. Tú fuiste el único que estuvo allí.

La vieja viuda, pensó Jay. Sabía que su madre mentiría para salvarlo, sabía que la vieja viuda diría la verdad para meterlo en un lío. Estaba atrapado. No sabía qué hacer. Seguía guardando silencio.

—Será mejor que me cuentes con exactitud lo que hiciste. Todas y cada una de las cosas. No estoy enfadado, Jay. No serás castigado por contarme la verdad. La verdad es sagrada, ya lo sabes. Hasta a los asesinos se les reduce el castigo si dicen la verdad.

Era extraño. Su tono no había cambiado. Su expresión continuaba siendo la misma. No se había movido, pero en él había algo tranquilizador. No mucho, pero lo suficiente. Jay empezó a hablar. Contó que, en efecto, oyó un ruido, que dio la vuelta a un afloramiento rocoso y vio una luz, y después al hada. El narrador escuchó pasivamente, sin decir nada hasta que Jay, balbuceando, se detuvo.

—Y ahora dices que debió de ser una ilusión. Que quizá te quedaste dormido y lo soñaste. ¿Estás dispuesto a admitir que te lo inventaste todo?

—No —negó él, de forma categórica—. No, no lo estoy. Estaba allí. De carne y hueso, como vos.

—Pero un poco más delgada, espero.

—Eso sí, mucho más. —Jay la había vuelto a fastidiar.

El narrador miró al techo y recitó en voz queda:

—«Ella sonrió una vez más, una sonrisa radiante, celestial, que hizo que el muchacho volviera a entrar en calor. Levantó las manos en lo que Jay interpretó como una señal de paz, dio un paso atrás y desapareció». ¿Sería un relato aceptable?

Jay cerró los ojos para evitar la mirada del hombre.

—¿Cómo sabéis eso?

—¿Que cómo lo sé? Una buena pregunta, aunque estoy seguro de que te han dicho que no plantearas preguntas. La obediencia y el silencio no son tus puntos fuertes. Y ahora, ¿qué hacemos contigo? ¿Eh?

—Habéis dicho que no me castigaríais. Lo habéis prometido.

—¿Ah, sí? —El anciano se levantó, fue hasta la entrada de la tienda y llamó al soldado que la guardaba—. Que el muchacho se quede aquí esta noche. Debo tratar ciertos asuntos con su familia. Asegúrate de que no sale de la tienda. Ah, ¿y podrías traerle algo de comer? Me figuro que tendrá hambre.

Jay se puso de pie, aturdido y desconcertado. Le había mentido. Había confiado en el narrador —en el sonido de su voz— y éste lo había traicionado.

—Jay.

Se volvió. El narrador estaba a su lado, pero ahora no le resultaba aterrador.

—¿Por qué me has interrumpido?

—Sólo… sólo quería saber la respuesta. Tenía que saberla.

—Has preguntado cómo algo podía ser hielo y desierto al mismo tiempo.

Jay asintió.

—Es una buena pregunta. ¿Quieres una respuesta correcta o una veraz? A veces esas dos cosas no son lo mismo.

—Quiero una respuesta veraz.

—En tal caso te la daré: no lo sé.

Jay lo miró fijamente, perplejo.

—En esta vida hay muchas preguntas y pocas respuestas. ¿Te gustaría ayudarme a encontrar algunas?

A la mañana siguiente, antes de que rayara el alba, a Jay —que había dormido en el suelo, envuelto en una manta gruesa que le dio el soldado— lo despertó con brusquedad la puntera de una bota.

—Levanta. Nos vamos. Así que no hagas ruido.

—¿Adónde vamos?

—No es asunto tuyo.

—¿Y mi madre? ¿Mi familia?

—No los volverás a ver. No hasta dentro de muchos años.

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