Arcadia

Arcadia


Capítulo 6

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Después de poner el punto final a lo que había escrito esa tarde, Lytten dejó la pluma y, con gran ceremonia, se retrepó en su asiento; una nota garabateada deprisa y corriendo o la vulgaridad de un bolígrafo no iban con él. Utilizaba una Parker antigua con plumín de oro que había heredado de su abuelo, con una peculiar tinta marrón púrpura que mezclaba él mismo. Su caligrafía era florida, casi ostentosa, los trazos descendentes los dibujaba anchos, y las letras, elegantes. Cada página era secada con cuidado antes de volverla. En pulcros montones en el sobre de piel de la mesa —que fue de su padre— estaban sus cuadernos, que recogían pensamientos e informaciones que se remontaban a su juventud. En ellos Anterwold había tomado forma en fragmentos, que ahora él estaba reuniendo para crear un mundo. Había enviado a Jay a Ossenfud e incorporado la vida en una aldea, la importancia de la Historia.

Mientras sopesaba la escena de la visita, que había escrito unos días antes, cayó en la cuenta de lo que había hecho. Había tomado una escena de Lewis y le había dado la vuelta: la había presentado desde el punto de vista de la persona que tiene la visión, no de la que es confundida con una. También había eliminado la irritante tendencia de Lewis a hacer que todo sonara tremendamente aburguesado.

Lytten pensaba que su enfoque era bastante mejor. Cualquiera que se topase con lo sobrenatural estaría aterrorizado, pasmado, angustiado. Bernadette de Lourdes reaccionó así, como lo hacía la mayoría de la gente que se mostraba predispuesta a creer en cosas que no había visto nunca, ya fuesen dioses o platillos volantes.

El problema era, como es natural, que Lewis se movía en un mundo sencillo, donde, por extraño que pudiera parecer, lo sobrenatural se hallaba desterrado, a no ser por ese león suyo, ese condenado pelmazo, quizá la creación con menos sentido del humor de toda la literatura. Todo resultaba muy poco satisfactorio. Si una rata empezaba a hablar (pese a unos arreglos vocales que dejaban mucho que desear y un cerebro que no permitía otra cosa que no fueran chillidos), sus personajes no parecían sorprendidos ni siquiera un instante. Si un castor le ofrecía a uno una taza de té, la única reacción era especificar cuántos terrones de azúcar quería. Lewis había tratado de inventar un mundo entero, y había creado sólo un barrio residencial inglés de clase media con unas cuantas espadas.

Sin embargo, si Lytten acababa de escribir acerca de una aparición para demostrar cómo reaccionaría una persona normal y corriente que se viera de pronto frente a una simple hada, debía admitir que había creado un problema. ¿Qué iba a hacer ahora con ella? Escribir algo porque se le pasaba a uno por la cabeza era una cosa, pero sospechaba que más adelante tendría que volver a salir en la historia. A menos que lo hiciera formar parte de una cuestión general sobre la religión y su lugar en las sociedades. Podía dejarla hasta que tomara una decisión, pero de una cosa estaba seguro: nada de hadas en su historia. Como mínimo no reales.

Caía la oscuridad de un otoño inglés; el verano se había resistido bastante ese año, pero ahora se rendía a lo inevitable. En la calle el frío de la noche ya estaba teñido de la gelidez del invierno; era esa hora del día y del año en que la gente de bien echa las cortinas y deja fuera el mundo hasta que vuelve de nuevo la mañana. Un momento de confort y de té, de los bizcochitos con los que se mimaba los sábados por la tarde, hechos en especial para él por la señora Morris, que por alguna razón había asumido esa labor hacía unos años.

Lo cierto es que le daban lo mismo los jugosos y esponjosos bizcochitos con la fina capa de mermelada de fresa en el centro, pero hacían feliz a la señora Morris, y él heriría sus sentimientos si no se los comiera, de modo que se tomaba su té en la destartalada butaca junto a la chimenea, y sólo de cuando en cuando cedía a la tentación de esconder los bizcochos debajo del sofá hasta que ella se iba y él podía deshacerse de ellos sin que la mujer lo viese.

Le sorprendía un tanto lo que había escrito hasta ese momento: sin duda no era su intención perderse en digresiones místicas, al menos no tan pronto. Había añadido una visión, y eso olía a religión. Si bien sabía que en un momento u otro tendría que lidiar con creencias, no quería que ello supusiera una parte importante de su narración.

Era consciente de su origen. Rosie había preguntado por las apariciones —con una extraña vehemencia, como si fuesen fundamentales—, y la pregunta de la niña lo había hecho reflexionar al respecto, puesto que ya había anotado un pasaje sobre una visión para sentar la idea de los estudiosos como figuras con autoridad. Todas las sociedades creían en lo sobrenatural, pero la naturaleza de las apariciones decía mucho de quienes las veían. Una sociedad mecánica temía cosas mecánicas; una sociedad espiritual temía cosas espirituales. Las creencias de Anterwold tendrían que ser esculpidas con sumo cuidado.

Rosie, bendita ella, se hallaba aún —justo— en ese estado inocente que hacía que fantasmas y hadas tuvieran cabida en su imaginación. No duraría mucho, sin duda. Pronto pasaría a preocuparse de la ropa y los novios. A decir verdad, ya había indicios alarmantes de eso.

Le caía bien la chica, que tenía un gran espíritu y unos padres tan sosos. Rosie se los había presentado en una ocasión, cuando se cruzaron en la calle. La madre era una mujer tonta, quisquillosa; el padre, aburrido y tradicional. Cómo diantres habían tenido una hija como ella era algo que escapaba a sus entendederas. Sólo podía suponer que se había producido una confusión en el hospital donde había nacido, y ellos se habían llevado a casa a una niña que no era suya. A esa edad todos eran bastante parecidos, o eso tenía entendido. Se podía haber cometido con facilidad un error.

Los Wilson vivían en la calle contigua, al otro lado de una de esas líneas divisorias invisibles pero poderosas que entrecruzan la mayoría de las poblaciones inglesas. Lytten residía en una desvencijada casa victoriana con un jardincito delantero, situada en una calle cuya acera estaba repleta de árboles. La familia de Rosie habitaba una desvencijada casa victoriana con ninguna de esas dos cosas. Una calle era del dominio de docentes, abogados y hombres de negocios; en la otra se encontraban tenderos y empleados de banco en abundancia. A ninguno se le ocurriría pasar a vivir en el territorio del otro. Eso no se hacía, e Inglaterra era un lugar donde lo que no se hacía tenía más fuerza que cualquier estatuto.

De vez en cuando un grupo de chicos pasaba por delante de la casa de Lytten cuando iba camino del parque para jugar al fútbol, y en una ocasión el hermano mayor de Rosie, un muchacho que no se interesaba por nada, le dio una patada al balón y éste acabó en el jardín de Lytten. Le dio mucho miedo entrar en aquel recinto, así que envió a Rosie a recuperarlo. Lytten se lo devolvió, y ambos estuvieron un rato hablando del tiempo, por el simple gusto de hacer esperar a los chavales.

Unos días después se saludaron en la calle y volvieron a hablar; ella vio a Profesor Jenkins tumbado junto a una ventana abierta —una rara concesión por su parte al aire fresco— y lo acarició. Lytten le advirtió que el gato podía ponerse agresivo, pero Jenkins se levantó y casi se puso a flirtear. Poco a poco ella empezó a dejarse caer por allí, y con el tiempo se hicieron todo lo buenos amigos que pueden llegar a ser una chica de quince años y un hombre de cincuenta que tienen pocas cosas en común. De vez en cuando Rosie se hacía cargo de Jenkins, y Lytten se lo agradecía con algún dinero. Sabía que en su casa no le daban paga.

Cuando él escribió el episodio de la aparición en su relato, al hada le otorgó el rostro de la muchacha. Era una chica guapa, y su cara bien podía ser la de un hada, excepto por el ridículo corte de pelo que tenía. Y el abrigo era espantoso. De plástico rojo y brillante. La moda adolescente.

La especialidad de Lytten era sir Philip Sidney, favorito de la reina Isabel, cortesano, erudito, poeta y hombre de acción. De hecho, murió luchando contra los españoles en 1586. Una figura romántica: gallardo, apuesto, bien relacionado, aun cuando sus habilidades no fueron nunca tan grandes como él pensaba. Deseaba desempeñar un papel importante en el gobierno, pero Isabel, sabia como era, lo mantuvo a distancia. La gran reina desconfiaba sobremanera de la extravagancia en cualquiera que no fuese ella.

Él se resarció escribiendo (o al menos empezando a hacerlo, ya que nunca terminó nada) la novela más grande en lengua inglesa. Hoy en día casi nadie ha oído hablar de ella, lo cual es una pena porque, si se dejan a un lado susceptibilidades modernas —si a uno no le importan el argumento, la acción, los acontecimientos, la moralidad, la estructura o el ritmo, si no le molestan las coincidencias absurdas o las motivaciones poco probables, si las digresiones irrelevantes sumamente extensas no le hartan—, su Arcadia tiene muchas buenas cualidades. Sus personajes no hacen gran cosa, hay que admitirlo; el único acontecimiento digno de mención de todo el libro es una seducción, pero en una versión posterior Sidney lo suprimió por miedo de que lo considerasen vulgar.

Lo que queda es una trama rudimentaria tan absurda que es mejor pasarla por alto: aristócratas disfrazados de campesinos cuando no lo hacen de mujeres, que se enamoran de otros campesinos que asimismo son aristócratas también disfrazados, pero por motivos que a decir verdad no importan en absoluto. Muchos de los argumentos de Shakespeare son parecidos, aunque algo más cortos.

Además, para Sidney el argumento no es más que un vehículo para charlar. En lugar de hacer algo, los personajes hablan en una lengua tan hermosa que es difícil resistirse. Las palabras crean un paisaje imaginario de perfección, un dulce sueño de tardes cálidas con arroyos risueños y luz moteada jugueteando entre las hojas de un bosque.

La muerte y la amenaza están presentes, pero sólo para realzar la perfección del momento. Otros han creado un efecto similar: la escena de El gran Meaulnes en la que Meaulnes deambula por una fiesta parecida a un cuadro de Watteau y se pasea aturdido por una elegante mansión, repleta de mujeres hermosas vestidas de seda y hombres disfrazados de Pierrot. El carnaval de Venecia, cuando la realidad se suspende y los sueños se apoderan de la ciudad entera. Todas esas imágenes e impresiones se habían alojado en la joven mente de Lytten, un refugio para ocultarse de la realidad de un paisaje industrial gris, lleno de conflictos y rodeado de los nubarrones de otra guerra.

Lytten nunca permitía que lo que imaginaba arrollase la realidad. Sidney era un hombre al que estudiaba; Meaulnes, el personaje de una novela; Venecia, una ciudad que visitaba. Aun así, con los años sus recuerdos y sus estudios poco a poco se fueron reorganizando en su cabeza hasta que empezó a tomar forma el paisaje de Anterwold, en concreto el dominio de Willdon, que era el eje del que partía toda la historia, igual que el mundo de Sidney se originaba en las posesiones de su hermana, la condesa de Pembroke.

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