Arcadia

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Capítulo 12

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Henry Lytten, el hombre que enseñaba con diligencia a sus alumnos y que debía su reputación, si es que se la podía llamar así, a un profundo conocimiento de la literatura pastoril en el período isabelino, en su día había tenido una vida más turbulenta. Después de todo era una de esas extrañas personas que tenían facilidad para los idiomas y el análisis de textos. Dominaba el francés y el italiano desde una edad temprana; otro logro de unos meses pasados en cama de pequeño fue tener conocimientos bastante aceptables de alemán, que aprendió por su cuenta, con la única ayuda de un diccionario, una gramática y el ejemplar de Schiller de su padre para practicar.

La escuela le enseñó poco, salvo el arte de la supervivencia, pero su padre, que gustaba de darle alas, lo envió al extranjero con regularidad cuando se hallaba cerca de su mayoría de edad para que viajara por Europa. De ese modo mejoró sus dotes para la conversación y aprendió muchas cosas sobre las gentes cuyas lenguas acabaría conociendo a la perfección.

Tales habilidades eran poco comunes, y en 1939 salvaron a Lytten de algunos de los males más obvios de la guerra. Dichas capacidades eran demasiado valiosas para que un tiro acabara con ellas: una vez fue llamado a filas, no tardaron en trasladarlo al servicio de inteligencia —un nombre un tanto inapropiado al inicio de las hostilidades—, donde en un primer momento pasó el tiempo interpretando comunicaciones interceptadas por radio. Al cabo empezó a realizar más, y lo enviaron a Francia, donde se lanzó en paracaídas sobre Corrèze para servir de enlace con grupos desperdigados de la Resistencia. Después, cuando su labor allí concluyó, se incorporó de nuevo al ejército al entrar éste en Alemania, donde permaneció varios años.

Dejó aquel servicio en cuanto pudo: lo que vio e hizo durante esos años confirmaron su desencanto con la realidad, y volvió con sus libros inmediatamente después de que se lo permitieran. Sin embargo, era demasiado valioso para dejarlo marchar del todo. No sólo conocía a muchas personas que seguían en el servicio secreto, sino que además conservaba un olfato extraordinario para los documentos: lo que decían, lo que querían decir y lo que daban a entender sobre sus autores y sus destinatarios. Fue parte de su pasado y siguió siendo parte de su presente. En varias ocasiones decidió no tener nada más que ver con ello, y en cada una de ellas recibía una llamada de Portmore, el actual director del servicio. «Todavía te necesitamos, Henry —aseguraba, con ese tono pesaroso tan suyo—. Es tu deber».

Él nunca podía negarse. Portmore era una de esas personas cuyo patriotismo y abnegación eran tan excepcionales que, en comparación, todos los demás parecían algo mezquinos. Le había sido asignada la más peligrosa de las misiones en la guerra, lo habían herido, capturado y torturado, y había vuelto por más. No era capaz de entender que alguien no quisiera dar su vida por su país, que no disfrutara jugando al gato y al ratón con adversarios dignos, ya fuesen alemanes, rusos o —tal como él lo veía— norteamericanos. Fue Portmore quien reclutó a Lytten, lo formó, lo aconsejó, lo guió y lo protegió. Era una figura paternal, un modelo y una inspiración. La única persona que intimidaba a Henry, si bien al menos estaba en buena compañía. Todo el mundo reconocía que era la persona más valiosa del servicio secreto, capaz de moverse con la misma destreza y gran éxito en Whitehall que en los Balcanes; la única preocupación era qué sucedería cuando se jubilara y los privase de su liderazgo. Sabía por antiguos contactos que otros se preguntaban lo mismo, y se posicionaban con discreción en consecuencia.

De manera que Henry nunca rehusaba una petición, siempre se mostraba dispuesto a colaborar: Portmore tenía la extraña habilidad de hacer sentir a todo el mundo que era indispensable, como si el futuro del imperio —o lo que quedaba de él— dependiese en exclusiva de ellos. De vez en cuando alguien llamaba a su puerta, o el teléfono sonaba y una voz familiar le pedía que fuese a almorzar a Londres. «Sólo un trabajito, si pudieras hacer el favor de ayudarnos…».

Lytten aparcaba su vida de mala gana, jurando que sería la última vez. En ocasiones, además, sugería a un alumno prometedor que mantuviese una pequeña charla con un amigo suyo que trabajaba para el gobierno. Lo cierto es que no acababa de entender por qué daba en sacrificio a hombres jóvenes, ofreciéndoles una vida que él mismo odiaba tanto.

Nunca hablaba de ello con nadie, por supuesto. De los tres compañeros de farra que quedaban, con los que se reunía en el pub, todos ellos habían vivido lo que se denominaba «una guerra»; es decir, habían hecho y visto cosas que traumatizarían a la mayoría de las generaciones de hombres. Habían hecho lo que habían podido para relegar la experiencia a un rincón de la memoria y olvidarla. Ahora carecía de importancia en sus vidas, y, además, eran personas que habían sido educadas para controlar sus emociones, no para analizarlas. Lytten había ido a la guerra siendo un hombre alegre, extrovertido y optimista, y había vuelto de ella encerrado en sí mismo. Sólo unos cuantos se daban cuenta y nunca lo mencionaban. No era asunto suyo.

El pasado se puede ocultar, pero nunca olvidar del todo, Lytten también lo sabía. De hecho, su historia, su evolución, dependía de ello. «Somos nuestro pasado», le dijo a Rosie. Antes o después acaba volviendo. Por eso lo único inesperado del timbre que sonó a las diez de la noche unos días después de que mantuvieran esa conversación fue la hora. Desde luego Lytten no dio muestras de sorprenderse cuando abrió la puerta y vio a la figura embozada, envuelta en un gabán oscuro y con un sombrero echado sobre la cara a la luz sombría del porche.

—¿Qué haces aquí?

—Cena en la mesa principal. No soportaba la idea de quedarme a tomar el pudín, así que he pensado en pasarme un momento. Ponerme al día con un viejo amigo, ya sabes. Espero que no te estuvieras yendo a la cama.

—Ahí es precisamente adonde me disponía a ir —repuso Lytten—. Así que largo.

—Bien. No querría molestarte. Estoy empapado y muerto de frío. ¿Tienes brandy?

Sam Wind se quitó el abrigo, lo dejó en el brazo de Lytten, como si fuese un perchero, y entró con paso decidido en el estudio, directo a la mesita junto a la chimenea, donde había dos licoreras de cristal.

Se sirvió una generosa copa, apartó los trabajos sin corregir que Lytten tenía en una de las dos butacas y se sentó profiriendo un suspiro, estirando las piernas hacia el fuego y moviendo los dedos de los pies para entrar en calor. Era un hombre de rasgos angulosos, con el pelo canoso y un rostro melancólico que por esa época reflejaba siempre una expresión de decepción. Tenía unas manos delicadas, de dedos huesudos, que hacía sonar de manera alarmante, y su ropa era cara pero desaliñada, con zapatos hechos a mano que llevaban semanas sin ver el betún.

—Hace un tiempo de perros —comentó—. Se supone que aún no ha llegado el invierno. Odio este país.

—Creía que te dedicabas a amarlo, a venerarlo y a defenderlo en cuerpo y alma.

—Sólo de nueve a cinco de lunes a viernes. El resto del tiempo soy libre para detestar este lugar de mala muerte.

—Me alegro de verte, Sam —dijo Lytten—, pero de verdad que me iba a la cama.

—No me cabe la menor duda. Pero me conoces lo bastante para saber que no caminaría un kilómetro y medio en una noche tan fría sólo para hacerte una visita.

Cogió el estropeado maletín marrón, que había dejado junto a la butaca, sacó un sobre sellado y se lo entregó.

—¿Qué es esto?

—¿Cómo quieres que lo sepa? Es tu trabajo, por lo visto. Órdenes de arriba, del mismísimo Dios. Yo no soy más que el recadero.

—¿Qué tal le va a Portmore?

—Prosperando, prosperando. Lo que no sé es cómo lo hace. Tiene la irritante costumbre de parecer más joven y enérgico a medida que pasan los años, a diferencia de todos los demás. Te envía saludos y solicita que hagas lo que puedas: lee, descifra y dinos lo que piensas.

—¿Y si no quiero hacerlo?

Sam lo miró con recelo.

—Te agradeceríamos que fuera la semana que viene.

—Muy bien, Sam, como ordenes.

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