Arcadia

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Capítulo 17

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17

En los años sombríos que siguieron después de que se topara con Callan Perelson y con el joven estudiante en las calles de Ossenfud, Pamarchon recordaba a menudo ese día, en la práctica la última vez que se sintió a salvo y libre de preocupaciones. En el plazo de tres meses se convirtió en un fugitivo, al que perseguían por el asesinato de su propio tío.

De un motivo de orgullo, su nombre pasó a ser una sentencia de muerte, y no tuvo más remedio que transformarse en un nómada, una persona sin nombre. Viajó buscando la seguridad, y la encontró, pero nunca halló la paz. Su caída era una carga pesada. Poco a poco, otros proscritos, hombres y mujeres con motivos para quejarse o aquellos que no podían establecerse, fueron uniéndose a él. En todas las sociedades hay injusticias y personas que no aceptan esas injusticias. De modo que alrededor de Pamarchon se reunieron los hombres que se habían visto obligados a delinquir, los jóvenes y los exaltados, los osados y los aventureros, las mujeres que ansiaban algo distinto, aunque rara vez sabían qué.

No podían vivir entre otros hombres, de manera que se desplazaban en grupos y habitaban en los bosques, ocupando parte de la vasta desolación que cubría el paisaje. Eran pocos los que les prestaban atención, y los que lo hacían no podían encontrarlos. Muchos no querían seguir escondiéndose y teniendo miedo, o se veían forzados a desplazarse cada cierto tiempo. Otros deseaban estar siempre en movimiento.

Pamarchon se convirtió en su líder porque entendía todas las posturas y simpatizaba con ellas, aunque se planteaba cuánto más podría durar ese precario estado. Él podía dirimir sus discusiones, convencerlos de que permanecieran unidos y de que aprendieran a ayudarse mutuamente. Confiaban en él, y él también acabó confiando en ellos. En esas personas descubrió una camaradería que no había sentido nunca en sus días de riqueza y desahogo. Al final su deambular los devolvió casi al punto en el que se había iniciado su largo viaje, al lugar de su caída. Se instalaron en los bosques del sur de Willdon, donde levantaron el campamento, despejaron zonas, dispusieron las áreas destinadas a cocinar, enviaron a exploradores a montar vigilancia y a cazadores a buscar comida. Luego, como era su costumbre, se escondieron entre los árboles y esperaron a ver si alguien se había percatado de su llegada. No llegó nadie. Era como si no estuviesen allí. Empezaron a relajarse y a vivir de nuevo su vida.

Pamarchon permaneció ocupado esos primeros días supervisando los campamentos, asegurándose de que todo el mundo tenía las necesidades cubiertas, intercambiando opiniones sobre cuáles eran los mejores sitios para mantener vigilancia, estableciendo turnos para los distintos cometidos. Luego, una bonita mañana, se dio cuenta de que no tenía nada más que hacer. Podía dejar el campamento en manos de Antros, su mejor amigo, y alejarse para pensar y reflexionar a solas.

Siempre fue su mayor placer caminar entre los grandiosos árboles, escuchando el canto interminable de los pájaros. Sin embargo, sabía que estaba ocultando sus intenciones, se las estaba escondiendo incluso a sí mismo. Iba a volver a Willdon. Iría al Sepulcro de Esilio a dirigir una plegaria. Iría al círculo con la esperanza de que tuviera un sueño que se lo aclarara todo, de forma que, de una vez por todas, supiera qué hacer.

Tardó varias horas, ya que fue dando una vuelta, pero al final llegó al claro, rodeado de piedras cubiertas de plantas, todas ellas en flor. Estaba desierto. De manera que se irguió, cruzó el cerco de piedra y se aproximó al monumento. Sabía que había que pasar los dedos por las marcas del costado mientras pedía el deseo. «Concédenos la paz y la seguridad, y no permitas que nazca el mal de mis deseos —dijo en voz baja mientras se inclinaba y realizaba el sencillo ritual—. Sabes lo que soy, lo que he hecho y lo que no he hecho. Concédeme lo que merezco, sea lo que fuere. Ven a ayudarme ahora, en esta hora aciaga».

Cerró los ojos para concentrarse y para que, de ese modo, sus palabras tuviesen más fuerza, y entonces, de pronto, se detuvo. Oyó un ruido a su espalda. Había bajado la guardia y había pagado el precio. No podía hacer nada: tenía un cuchillo, pero ninguna otra arma para defenderse. Respiró hondo, se enderezó y se volvió para hacer frente a su enemigo.

Ante él había una muchacha, boquiabierta y sorprendida, que lo miraba con una intensidad que resultó inquietante en el acto. Vestía de forma extraña, nunca había visto a alguien así. Pero su rostro era bello. Mágico. Sintió que el corazón le estallaría con sólo contemplarla.

No sabía qué hacer. La ropa de la muchacha era exótica y turbadora, al igual que su mirada de perplejidad mientras lo escudriñaba con idéntica vehemencia. Luego ella se movió, pero sólo porque una mosca revoloteaba alrededor de su cabeza; hizo un gesto instintivo para intentar apartarla de un manotazo.

El gesto rompió el encantamiento: después de todo, un hada u otro ser sobrenatural no se inmutaría por tener una mosca en la oreja. El insecto tornó a una aparición en algo real en una décima de segundo, y Pamarchon notó que se relajaba, aunque sólo un poco. Se separó de la piedra y fue hacia ella. La muchacha seguía como petrificada, aunque ella no sabía por qué. No estaba aterrorizada, sólo confusa.

Se estuvieron estudiando mutuamente un buen rato. La muchacha se mordía el labio con nerviosismo. Él se apartó el cabello de la frente; ella entrelazó los dedos, luego dejó caer los brazos a los lados. Él soltó el cuchillo, dejándolo caer al suelo sin fijarse siquiera dónde caía.

Se acercó y ella levantó la cabeza y lo miró a la cara.

—Hola. —No era un gran comienzo, pero al menos rompía el silencio.

Él se sintió asustado durante un instante, pero luego contestó:

—Hola.

A continuación ambos guardaron silencio de nuevo, como si el esfuerzo hubiese agotado sus dotes para la conversación.

—¿Quién eres? —Aunque le costaba hablar con un desconocido a medio vestir, mucho mayor que ella, era más sencillo de lo que le resultaba a él dirigirse a ella.

—Me llamo Pamarchon —replicó—. ¿Quién sois vos? —Hablaba despacio, como si no estuviera seguro de lo que decía.

—Rosie. Me llamo Rosie. Rosalind. Wilson.

—No os parecéis al hijo de nadie —apuntó él con gravedad.

—¿Cómo?

El joven alargó un brazo y le tocó la mejilla. Rosie reculó asustada.

—Perdonadme.

Ella siguió su ejemplo y asimismo le tocó la mejilla. El joven se estremeció cuando ella lo acarició con el dedo.

—Conque los dos somos reales —musitó Rosie, un tanto para sí—. Es un alivio. —No sabía si lo decía para tranquilizarse o para tranquilizarlo a él—. O al menos parece que lo eres —añadió—. Aunque podría ser un sueño muy retorcido. Creo que me quedé dormida. Fue un día largo. Tuvimos un montón de clases, ¿sabes? Y hockey. Y llovía. Odio el hockey. ¿Alguna vez has jugado?

Él no sabía de qué le hablaba.

—¿Sois una mensajera? ¿Tenéis alguna queja?

La pregunta era razonable, puesto que resultaba de lo más normal que los espíritus de los muertos que habían dejado asuntos sin resolver en la tierra volvieran para quejarse, o para dar información, aunque las ropas y la solidez de la muchacha difícilmente casaban con las de una aparición. Y menos sus palabras.

Tampoco es que Rosie lo entendiera a él.

—No lo creo, aunque estoy algo perdida. —Hizo una pausa, aún fascinada—. Será mejor que me vaya —afirmó—. Llegaré tarde a la hora del té. Mi madre se enfada siempre que llego tarde. —Dio unos pasos y se volvió—. ¿Por qué no te vienes? Estoy segura de que mi pastel de carne daría para los dos, y de postre habrá pudín. Siempre lo hay.

—¡Alto! No os vayáis. Decidme, ¿sois miembro de la familia de la señora? —Una pregunta absurda, formulada sólo para asegurarse de que no lo dejaba.

Rosie soltó una risita.

—Que yo sepa, a mi madre nunca la ha llamado nadie señora, aunque es muy maja. Y supongo que se podría decir que soy miembro de la familia.

Cuanto más hablaban, menos se entendían, así que Pamarchon, que no quería que la chica se marchara, le dio alcance cuando ella empezó a retroceder sobre sus pasos por el bosque.

—Por aquí —dijo—, y luego habrá que cruzar la pagoda esa de la señora Meerson. Sólo serán unos minutos. Aunque no vas muy bien vestido para la ocasión, que se diga. Vas a pasar un frío espantoso, pero estoy segura de que podrás coger un abrigo viejo del profesor Lytten.

De pronto el joven se paró en seco.

—¿Habéis oído eso?

—¿Qué?

—Un ruido. Alguien se acerca. —Aguzó el oído—. ¿Es una trampa?

—¿Cómo? —Rosie supo que estaba abusando de esa palabra.

—Mujer pérfida —espetó él de pronto.

Y dio media vuelta y echó a correr hasta que desapareció en el bosque, como si nunca hubiera existido.

Rosie lo siguió con la mirada, estupefacta: el ágil joven se escabulló entre los árboles sin hacer ruido justo después de mostrarse muy grosero con ella. Ahora estaba muy afectada, no sólo por la experiencia en sí de hallarse en un bosque en el sótano del profesor Lytten —curiosamente eso casi era lo que menos la preocupaba—, sino más bien por los sentimientos que había experimentado al conocer al extraño joven. Su mano le había provocado una especie de descarga eléctrica en la piel; la de ella —se dio cuenta con perfecta claridad— le temblaba cuando la extendió para tocarlo. Estaba sin aliento, confusa, alterada y eufórica. Nunca había sentido nada igual.

Por un instante se planteó llamarlo, quizá ir tras él, pero se impuso el sentido común. Sólo le faltaba perderse. Había puesto mucho cuidado en asegurarse de que sabía con exactitud dónde estaba. Lo único que tenía que hacer era seguir la hilera de pastillitas y podría volver a casa. En una ocasión fue de excursión con la escuela a un bosque y se perdió. Recordaba la humillación de que la encontraran llorando y asustada. Le causó una fuerte impresión, y el recuerdo hizo que se le quitaran las ganas de continuar con la aventura. Era hora —más que de sobra— de regresar a casa.

Continuó andando, la vista fija en el suelo, siguiendo los Smarties, cogiéndolos y —por si las moscas— comiéndoselos a medida que los iba encontrando. El crujido que hacía la capa de azúcar al morderla y el sabor del chocolate de dentro le resultaban tranquilizadores. Ese sitio, fuera el que fuese, le había parecido inquietante. El contraste con los Smarties, familiares y conocidos, no podría haber sido mayor. Volvería, iría a la tiendecita de la esquina y compraría otro tubo. Y quizá unas pastillas de goma, para calmar los nervios. Un premio por no ser tan tonta. No regresaría a ese sitio. Sólo era un bosque, después de todo, por extraña que resultara su ubicación. Incluso empezaba a apetecerle ponerse con los deberes de inglés.

Vio el último Smartie, se lo metió en la boca y atravesó las zarzas para llegar al lugar donde la esperaba la luz. Supo que estaba en el sitio adecuado: divisó su abrigo, colgando de la rama en la que lo había dejado.

Pero la luz no estaba. Movió la mano en el lugar exacto en que estaba segura de que debía de encontrarse, dio unos pasos, corrió adelante y atrás intentando hallarla, invocó su presencia. No había nada, y ella estaba atrapada: no tenía manera de volver a casa.

Se detuvo, sin dar crédito, incapaz de creer lo que había sucedido o incluso de pararse a pensar en lo que eso significaba.

Estaba tan absorta que ni siquiera oyó el suave silbido que salía de la maleza, a unos cien metros. Tampoco prestó atención a los pasos que se avecinaban estrepitosamente por el bosque, en su dirección.

Los hombres armados que se asomaron de forma ruidosa entre los árboles, con las espadas en ristre, dieron por sentado que el arresto se llevaría a cabo con la misma facilidad que el anterior. A fin de cuentas, no era más que una muchacha, que sin duda estaría aterrorizada. No tardaron en salir de su error. Lejos de rendirse dócil a su fuerza y autoridad superiores, la nueva víctima no les hizo el menor caso. Después, cuando uno le gritó, ella salió de su ensimismamiento y se volvió hacia ellos hecha una furia.

—¿Qué habéis hecho? —exigió, estampando un pie contra el suelo para dar más firmeza a la pregunta—. ¿Dónde está? —Nadie le respondió—. ¿Qué? —continuó—, ¿es que no tenéis lengua? Contestadme, ¿qué habéis hecho?

La cara de susto —y de lo que podría pasar fácilmente por miedo— de los soldados casi la hizo reír. Dadas las circunstancias, a nadie le pareció extraño que el único que consiguió decir algo fuese el muchacho al que habían capturado y que llevaban atado con una soga al cuello.

—Perdonadnos, mi señora, pero ¿a qué os referís?

Los otros estaban impresionados y agradecidos en igual medida de que fuese capaz de dirigirle la palabra a la muchacha. Ellos no habían entendido nada de lo que les había dicho.

Los dos se miraron.

—¡Tú! ¡Vos! —exclamaron a la vez.

—¿Qué te ha pasado? Pareces mayor. ¿O es que tienes un hermano pequeño? Porque eres tú, ¿no?

Él asintió con cautela.

—Vos no habéis cambiado lo más mínimo, aunque hace más de cinco años que os vi. Debéis de ser un hada.

—No soy un hada. No seas estúpido. Soy Rosie. Y fue la semana pasada, no hace cinco años. ¿Quién eres? ¿Y quiénes son estos idiotas? —añadió, señalando con un gesto desdeñoso a los soldados.

—Me llamo Jay. Y éstos son soldados que…

—Muy bien —lo interrumpió Rosie—. ¿Qué has hecho con mi luz, Jay?

Jay entendía las palabras, pero no su significado. Por lo visto, su hada estaba un poco loca.

El sargento decidió que ya era hora de reafirmar su menguante autoridad, aunque se sentía por completo empequeñecido por la reacción de la muchacha.

—¿Qué está diciendo? —preguntó Rosie—. ¿Quién es esta gente?

—Está diciendo que estáis bajo arresto por intrusa.

—Desde luego que no. Y les puedes decir de mi parte que, si me quieren arrestar, que lo hagan en inglés.

Otro intercambio de palabras.

—Tienen órdenes de llevaros ante su señora, y estáis bajo arresto. Como lo estoy yo, dicho sea de paso.

—Eso ya lo veremos —aseguró Rosie—. ¡Ni se os ocurra tocarme! —exclamó, moviendo un dedo con aire de desaprobación cuando un soldado se le acercó—. Conozco mis derechos. Si me tocas, se lo haré saber por escrito a la autoridad competente.

—Creo que los habéis asustado, que es más de lo que he logrado yo. Pero están decididos a obedecer sus órdenes, y será mejor que hagamos lo que dicen. Los que tienen las espadas son ellos.

Rosie resopló. Escudriñó una vez más a los soldados —empezaban a recuperar la confianza tras el susto inicial— y cogió aire con fuerza.

—Muy bien, si no hay más remedio… —gruñó.

Un hombre los estaba esperando cuando salieron del bosque y enfilaron un sendero recto que discurría por una loma baja a una distancia intermedia. Hacía calor, todo el mundo lo notaba, y los soldados se mostraban callados e indiferentes. El comportamiento de Rosie los había enervado. Se suponía que debía tener miedo, disculparse, suplicar clemencia. Unas lágrimas habrían estado bien. Pero, en lugar de eso, la chica les había echado un rapapolvo y se había expresado en la antigua lengua. No sabían qué había dicho con exactitud, pero habían entendido a la perfección lo que quería decir. La muchacha era mucho más importante de lo que les habían hecho saber.

Aminoraron la marcha al ver a un hombre, con una vara blanca en la mano derecha, en medio del camino. Se aproximó y les hizo una amplia reverencia.

—Es para mí un honor daros la bienvenida en nombre de lady Catherine, señora de este dominio. Entrad, os lo ruego, y disfrutad del lugar.

Era el saludo del máximo nivel en un lugar que clasificaba esas cosas meticulosamente; ni siquiera a un estudioso se le dispensaba una acogida mayor. Los soldados miraron al chambelán y después a sus prisioneros, y se preguntaron si habrían cometido un gran error. También se percataron, al igual que Jay, de que el saludo iba dirigido a una sola persona, la muchacha. Era a Rosie a quien se daba la bienvenida. A Jay no le hizo el menor caso. El rostro del chambelán no dio ninguna pista cuando tocó los pitos para despacharlos.

—Mi señora os da las gracias por vuestra ayuda —aseveró de un modo tranquilizador—. Podéis iros. Os lo ruego —añadió, volviéndose hacia Rosie y Jay—, ¿tendríais la bondad de acompañarme? Todo está listo para vuestro esparcimiento, y mi señora desea saludaros.

—No podemos… Me refiero a que no vamos vestidos para la ocasión —adujo Jay, que estaba más asustado en ese momento que cuando creía que estaba arrestado.

—No os preocupéis. Vuestro maestro os espera, y hay ropas y sendos baños preparados.

—¿Podremos comer algo? —quiso saber Rosie—. No he probado bocado desde el desayuno.

—Por supuesto —dijo el chambelán tras pararse a pensar—. Lo que deseéis. —Hablaba como si las palabras le fueran ajenas.

—Caray.

Acomodaron su paso al del chambelán, que caminaba con brío delante de ellos, golpeando el suelo con la vara a cada poco. El ruido alertaba a la gente que se encontraba cerca. Los hombres que trabajaban en los campos interrumpían lo que estaban haciendo y se quitaban la gorra. Las mujeres que pasaban dejaban en el suelo lo que llevaban y hacían una reverencia. Los niños clavaban la vista en ellos.

—Jay —susurró Rosie—. ¿Qué es esto? ¿Dónde estoy? ¿Qué está pasando?

—No lo sé —le contestó el muchacho—. Me estaban amenazando con recibir un castigo espantoso cuando de repente habéis aparecido. Así que creo que esto debe de tener algo que ver con vos.

—¿Por qué iba a hacer alguien esto por mí? ¿Cómo es que saben que estoy aquí? ¿Qué sitio es éste? ¿Quién es esa señora?

—Os lo diré más tarde. Pero será mejor que no la hagáis enfadar.

—¿Quién es ese maestro tuyo?

Jay la hizo callar.

—No lo sé. Yo no sé nada. Tendremos que esperar a ver.

Entraron en procesión en el lugar, atravesaron una serie de patios, primero pequeños, luego de mayor tamaño, y al cabo llegaron a la soberbia casa. En todas y cada una de las etapas, Rosie vio a personas —seguramente eran sirvientes— que inclinaron la cabeza ante los recién llegados. Jay saludó del mismo modo a cada grupo, y Rosie pensó que debía seguir su ejemplo. El gesto le valió un leve bufido de Jay.

—¿Qué ocurre?

—Haced una reverencia. O pensarán que os reís de ellos.

—No sé hacerla. No lo he hecho nunca. No estando enfadada, por así decirlo.

—Mirad a los demás. Flexionad las rodillas, abrid los brazos e inclinad la cabeza.

Rosie lo hizo lo mejor que pudo, y, al llegar al cuarto patio, en su opinión empezaba a dársele bastante bien. Jay, sin embargo, cada vez se sentía más incómodo.

—¿Lo estoy haciendo mal?

Él cabeceó y no dijo nada.

Los condujeron hasta el gran edificio, a una sala con las paredes por completo blancas y el suelo de piedra multicolor. Hacía fresco y la estancia estaba oscura en comparación con el exterior; las ventanas, con el marco azul, eran pequeñas y no permitían que entrara a raudales la viva luz del sol.

Más inclinaciones de cabeza, más saludos silentes; después se abrió una puerta de dos hojas, con gran ceremonia, y ellos la franquearon. Y después otra y otra más, cada sala con más mobiliario, con lámparas que colgaban del techo y tapices en las paredes. Rosie los miró: no supo qué representaban.

En la tercera estancia, Jay dejó escapar un gruñido de aflicción. Esta vez había cuatro sirvientes de pie en un lado de la habitación —que inclinaron la cabeza e hicieron la correspondiente reverencia—, y en el otro lado, un hombre solo, vestido con ropas de color crema.

—¡Profesor! —exclamó Rosie encantada—. ¡Cuánto me alegro de verlo! ¿Por qué lleva esa ropa tan ridícula? —Corrió hacia él para darle un abrazo.

La reacción fue extraordinaria. De pronto dos sirvientes se interpusieron en su camino, impidiéndole el paso; el hombre puso cara de susto, y Jay profirió un grito entrecortado de alarma.

—¿No deberías presentarnos?

Sobreponiéndose, Jay enseguida hizo varias reverencias, aunque de forma un tanto indiscriminada.

—Desde luego. Sin duda. Es un gran placer y un honor para mí y para mi familia presentar a estas dos distinguidas personas y ser el responsable de este encuentro. Os presento —en este punto hizo una reverencia a Rosie y a continuación se volvió— a Henary, hijo de Henary, estudioso de East College, en Ossenfud, narrador del primer nivel y mi maestro.

Henary, a su vez, hizo una reverencia a Jay y después a Rosie. Acto seguido Jay repitió el proceso a la inversa.

—Es un gran placer y un honor para mí y para mi familia presentaros a vos, maestro, a Rosie. —Entonces realizó una pausa, y a su rostro asomó una expresión de inquietud. La cara de Henary se ensombreció—. Rosie, hija de…, eh…

La boca de la muchacha se movía nerviosa, casi sin control, a punto de prorrumpir en una carcajada. Rosie consiguió contenerse, pero a duras penas.

—Me temo que no hemos tenido tiempo de presentarnos como es debido —adujo—, puesto que los soldados nos han arrestado y Jay tenía una soga alrededor del cuello. Algo así hace un poco de mella en las formalidades, ¿no cree?

Henary se quedó estupefacto a más no poder cuando la oyó hablar.

—Me llamo Rosalind Wilson. Es un placer conocerlo. O al menos eso creo.

Henary lanzó una mirada inquisitiva a Jay y a continuación hizo una reverencia a la muchacha.

—Es un gran placer conocer a una mujer de tal refinamiento y educación, lady Rosalind.

—Vaya, eso ha estado pero que muy bien —respondió Rosie.

—Creo que tú y yo tenemos que hablar, Jay. ¿No opinas lo mismo?

Jay asintió en silencio.

Rosie le vio escrito en la cara que no tenía muchas ganas. No sabía a ciencia cierta qué había hecho Jay —era una de las muchas cosas que desconocía—, pero debía de ser algo bastante malo.

Vio, sin poder hacer nada, cómo se lo llevaban. Después la procesión comenzó de nuevo.

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