Arcadia

Arcadia


Capítulo 18

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18

Todos los acontecimientos se desplazan en las dos direcciones temporales igual y de forma simultánea. La magnitud del desplazamiento es directamente proporcional a la masa del acontecimiento: segunda ley de Meerson.

Esto lo formulé en 1949, en la biblioteca Mazarine de París, un lugar bastante agradable para sentarse a leer. Había resuelto algunos cálculos antes de marcharme, pero se trataba de algo bastante especulativo y no tenía mucho sentido, ni siquiera para mí. Mientras seguía en la complicada situación en la que me había metido tenía poco que hacer, de manera que pasé muchos años leyendo; leyendo de verdad, me refiero a ir a las bibliotecas y sentarme a una mesa de madera o hacerme un ovillo en un sofá con algo de luz, el libro en las manos, pasando las páginas, una copa de brandy, un buen fuego, esa clase de cosas. En cualquier caso, estaba leyendo La prima Bette, de Balzac (que, dicho sea de paso, siempre recomiendo), y me sorprendió lo convincentes que resultaban tanto los personajes como las situaciones que describía. Me pregunté si Balzac los habría creado a partir de la observación personal y se habría limitado a enmendar a personas y circunstancias reales para sus fines.

Entonces caí en la cuenta, en un momento de tal exaltación que todavía hoy lo recuerdo a la perfección. Claro que había hecho eso: trasladó la realidad a su imaginación. Sin embargo —y éste fue mi gran descubrimiento—, al mismo tiempo debió de trasladar su imaginación a la realidad. Es evidente que en un universo infinito han de existir todas las posibilidades, incluida la de Balzac. Imaginar a la prima Bette dio vida a éste, aunque sólo en potencia. El universo no es más que una cantidad de información; imaginar un personaje de ficción no incrementa esa cantidad —no lo puede hacer por definición—, pero sí la reorganiza un poco. El universo de Bette carece de existencia material, pero la idea inicial en el cerebro de Balzac empapado de brandy va de dentro afuera: no sólo hasta los que leen sus libros, sino también por implicación hacia atrás y hacia delante. Imaginar a la prima Bette también crea, en potencia, a sus predecesores y a sus descendientes; a amigos, a enemigos y a conocidos; sus pensamientos y sus actos, y los de todos los demás que pueblan su universo.

Me puse cómoda, dispuesta a pasar una larga noche de LSD casero y (en homenaje a Balzac) café y brandy. Una mezcla increíble, y el resultado fue pura dicha, aunque el precio que pagué fue un dolor de cabeza monumental cuando los efectos desaparecieron. Así de sencillo. Fue una mera cuestión de volcar mis percepciones a las matemáticas y a gran parte de lo que ya existía, sólo que sin coherencia. Cuando terminé, al cabo de cinco días de delirio, estaba consumida y exhausta, pero más satisfecha que en ningún otro momento de mi vida.

Era magnífico. Elegante, con estilo y evidentemente tan correcto que mi único pesar era no poder contárselo a nadie. Nadie podría entenderlo. Muchas generaciones de físicos y matemáticos tendrían que hacer su trabajo para que alguien pudiera tan siquiera empezar a entender lo que yo había logrado. Habría sido como si Einstein hubiese presentado su labor en la Edad Media. Fuera de contexto, sin los conocimientos de otro par de siglos de trabajo de otros, incluso la notación carecía de sentido. Era una lástima, ya que se habrían agradecido unos aplausos y un poco de admiración.

Esa revelación marcó el punto en que la ortodoxia y yo nos separamos para siempre. El modelo estándar, que llevaba empleándose varios siglos en mi época, da por sentado que todos los pasados, presentes y futuros existen, al igual que existe el tiempo; de ahí que Hanslip insistiera en que viajar en el tiempo es imposible. Si cambiamos acontecimientos del pasado, y el pasado es fijo, no podemos cambiar el pasado, sino que debemos movernos hacia el universo en el que lo que hacemos se lleva a cabo. Quod erat demonstrandum, QED.[5] Incluso me robó mi frase: «Lo que era, es».

Sonora, pero errónea. «Lo que era, es. Hasta que no es». No es tan elegante, lo admito, pero sí más precisa. El universo no es despilfarrador: ¿por qué tener montones de universos, cuando uno basta y sobra? Es más sencillo asumir un número infinito de posibles universos que un número infinito de universos reales. De manera que un universo que contara con la prima Bette podría existir, pero no existe. Si lo hiciera, un universo sin ella —como el nuestro— no podría existir. Uno o el otro. Hay que elegir.

Es más, lo demostré antes de marcharme, sólo que no entendí la prueba. Lo que dio en el clavo fue el experimento con las moscardas, un intento de analizar la cuestión de la manida paradoja del tiempo que tanto ha irritado a todo el que se ha ocupado de ella. No recibió financiación, puesto que nadie se lo tomó en serio, sólo se le asignó un investigador de segunda a modo de ejercicio formativo, así que, como es natural, nadie prestó atención al resultado.

¿Y si uno viajaba atrás en el tiempo y le pegaba un tiro a su abuela, de manera que dicho asesino no nacía y no le podía pegar un tiro? Abordar esta imposibilidad lógica dio origen a la teoría del universo alternativo: uno le puede pegar un tiro a su abuelita, pero no en su universo, de modo que en un universo esta persona existe y es un asesino, pero después no nace, y en el otro nace, pero desaparece cuando se desplaza a otro para cometer el crimen.

Se realizaron simulaciones experimentales para someter a prueba la hipótesis, pero ulteriormente se abandonaron debido a la gran cantidad de errores. La idea era sencilla: se convencía a una moscarda de que se comiera su propio huevo. Fue difícil, dado que se suponía que esto debía llevarse a cabo dentro de la máquina y los técnicos no paraban de equivocarse. Los resultados fueron confusos y carentes de sentido: unas veces la moscarda sencillamente se negaba a comerse su propio huevo, lo cual impedía la paradoja; otras, el programa de control modificaba el presente, de forma que si el insecto se comía el huevo que se le ofrecía, después se descubría que se había enviado el huevo equivocado, y una vez más no se daba la paradoja. Pero de cuando en cuando se enviaba el huevo adecuado y la moscarda se lo comía con tranquilidad sin que de ello se derivaran consecuencias.

Nadie entendía cómo algo tan simple se pudo manejar tan mal, y el resultado fue que despidieron al pobre investigador. Sin embargo, mucho más adelante empecé a preguntarme qué explicación se podía dar si se partía de la base de que en realidad todo se había hecho a la perfección. La respuesta fue que si todo se había hecho a la perfección, creando una paradoja, tanto el pasado como el futuro debían de cambiar de manera simultánea. Está claro que esto era difícil de demostrar, porque no sólo adoptarían una nueva forma todas las pruebas documentales, sino también todas las memorias: los investigadores no podrían recordar haber hecho bien el experimento porque en el instante en que la mosca clavaba sus desagradables y pequeñas trompas en su propio huevo todo cambiaba, de modo que, a decir verdad, no había sido. La cuestión era que esta nueva forma que adoptaban los acontecimientos era posterior a la paradoja; en ningún momento, pasado o futuro, se impedían las acciones paradójicas.

Digámoslo así: aceptamos con facilidad la idea de que el futuro es la consecuencia de acontecimientos ocurridos en el pasado. Si nos esforzamos un poco, podemos hacernos a la idea de que el pasado es la consecuencia de acontecimientos ocurridos en el futuro. Esto apuntaba a que ninguna de las dos cosas era del todo cierta: más bien ambas dependen la una de la otra. Un acontecimiento que situamos en el futuro no sucede después de acontecimientos ocurridos en el pasado, o como consecuencia exclusivamente de ellos. Si se elimina esa ilusión, todo se vuelve comprensible.

Por naturaleza la gente está tan encantada consigo misma que da por sentado que el pasado ha de llevar hasta ella. Su ego es tal que no se imagina que sea al revés. Un tanto como los biólogos del pasado, que creían que la evolución entera conducía al Homo sapiens, de manera que casi nos convertimos en el sentido de la evolución, o las personas religiosas cuando dan por hecho que el mundo se creó para darnos un lugar agradable en el que vivir, quienes se interesan por el tiempo suponen que el único propósito del pasado es generar el presente, con nosotros como actores principales. El deseo es tan fuerte que pasamos por alto deliberadamente toda prueba de lo contrario.

La cuestión principal es que, si bien todas las variantes del universo existen en forma latente, sólo una es real. Bastará una sencilla metáfora: digamos que la realidad es una cuerda en una superficie plana, donde el nacimiento se sitúa en un extremo y la muerte en el otro. Del Big Bang al big crunch, si lo prefiere. El ahora se encuentra en algún punto entre ambos. La cuerda puede, en teoría, moverse por cualquier parte de la superficie, pero sólo puede estar en un sitio a la vez.

Ahora bien, si uno la empuja por cualquier sitio, la parte situada a ambos lados del dedo cambiará un poco de lugar: en términos temporales, tanto el antes como el después se ajustarán. Si luego mueve el final, creará un futuro distinto. Y una vez más el resto de la cuerda se moverá. Existe un número infinito de sitios donde puede estar la cuerda, pero sólo uno en el que está de verdad.

Añadamos otra ilustración. Digamos que la relación del futuro y el pasado es también como una balanza: los acontecimientos de un platillo equilibran los del otro; el ahora no es más que el reflejo del otro. Un cambio en la relación existente entre ambos altera el equilibrio. Cada uno de los lados puede fomentar esa modificación o ésta incluso puede proceder del exterior de la balanza, pero los lados responden de igual modo.

Cuanto más se imagina un mundo alternativo, tanto más se convierte éste en un candidato viable a sucesor de nuestro presente. Entonces, los acontecimientos pasan a ser meramente probabilísticos. La evolución histórica tenderá por naturaleza al destino más sencillo, algo parecido al hecho de que el agua siempre elegirá el camino más fácil al bajar por una ladera. El caso es que no hay nada especial en mi futuro, salvo en cuestiones de probabilidad. Ni (por extensión) hay nada especial en mi pasado. El problema fue que la simulación por ordenador ya había determinado que, desde el punto de vista de la probabilidad, mi propia historia era al mismo tiempo muy improbable y muy inestable. Si su curso se desviaba, con suma facilidad tendería a discurrir por otro lado. Tendría que haber prestado más atención de la que le presté.

En teoría, por tanto, lo único que tenía que hacer era dar con un algoritmo que volviese más probable que, pongamos por caso, Hanslip no existiera, y las leyes de la probabilidad se encargarían del resto. Pasado y presente adoptarían una nueva forma para fluir en una dirección nueva con el objeto de llegar al destino más fácil. La simulación por ordenador había demostrado (aunque por lo demás hubiese sido inútil) que esto es difícil: la historia se rige por normas definidas, aunque amplias. Cuanto más distinto es el futuro, más distinto ha de ser el pasado. Sin embargo, yo lo único que quería era un ligero cambio que solucionara mis pequeñas dificultades.

Viajar en el tiempo no tiene nada que ver ni con viajar ni con el tiempo. La frase es una suerte de reliquia inoportuna. Cuando fui a 1936, no viajé en el tiempo en sentido real; esto no tiene sentido. Más bien estaba realizando pequeños ajustes de toda la información que constituye el universo. Era como cortar un fragmento de texto de un libro e insertarlo en un punto anterior, lo que hace que todo lo demás se reorganice para darle cabida. Yo no soy más que un fragmento concreto de información dentro de un todo mucho mayor que, por lo que a mí respecta, parece un momento y un lugar distintos. La versión de 1936 sin mí desapareció, y cobró vida la versión conmigo. Moví la cuerda, por volver de nuevo a mi metáfora, o, si se prefiere, cambié algo la disposición de los acontecimientos en los platillos de la balanza.

Ahora quería experimentar con mayor deliberación para ver si sería posible reconstruir mi propio punto de origen, pero con ciertas mejoras. Si iba a regresar, no tenía sentido hacerlo sólo para que me arrestaran y me encerraran, como sin duda sucedería. Sin embargo, cómo realizar los cálculos necesarios para eso escapaba a mi capacidad actual. Quería experimentar con una estructura más burda primero para recabar datos. De manera que necesitaba un mundo tan extravagante que la probabilidad de que modificara seriamente mi realidad fuese lo bastante reducida como para que no valiera la pena preocuparse. No quería que sucediera un desagradable accidente.

Bastante simple, en teoría. Muy optimista, en la práctica.

Mi decisión de ir a Inglaterra en época de guerra no obedeció sólo a un deseo de supervivencia. Para entonces había dejado de preocuparme demasiado que me estuvieran buscando; di por sentado que Hanslip al menos trataría de enviar a alguien en mi busca, pero no apareció nadie. Era cierto que oculté mi destino y que en la máquina no quedaba mucha corriente, pero imaginé que él se las arreglaría para hacer algo. Que no lo hiciese dio a entender que era mucho más tonto incluso de lo que yo pensaba.

Empecé a relajarme. Había estado llevando más o menos la vida de un ermitaño. Sólo tenía conocidos, nadie que pudiera, por ejemplo, mencionarme en un diario, o una carta que pudiera perdurar, por si acaso. Evitaba a personas importantes o destacadas y me mantenía lejos de los círculos oficiales todo lo posible. Sin embargo, me vi obligada a quedarme con mi nombre. Los psiquiatras me lo sacaron cuando deliraba, y era demasiado tarde para cambiármelo.

No obstante, al cabo de dos años me sentía mucho más segura, y empecé a explorar los misterios de la amistad. El mundo tenía muchos atractivos, y me estaba perdiendo la mayoría de ellos. Además, me estaba volviendo un tanto confiada e imprudente. ¿A qué peligro podría enfrentarme en la Europa de 1939?

Un día de primavera de ese año, cuando me dirigía en coche a Colliure, paré en un pueblecito a echar gasolina y agua al radiador. Me encantaba esa parte del mundo, entre otras cosas porque la primera vez que la vi era un terreno baldío, árido, agostado. Verla en todo su esplendor —los pinos, la vegetación, los olivos, las vides, el mar aún azul y con vida— fue algo verdaderamente magnífico. Me instalé allí, sobre todo porque mi cabeza había grabado ese lugar como importante.

Esta vez, en lugar de observar con interés al hombre que llenaba despacio el depósito y el radiador, y lavaba el parabrisas, fui a tomar algo al bar de enfrente. Sólo tenía que cruzar la carretera desde la estación de ferrocarril.

Pedí una copa fría de vino blanco de la casa y un poco de pan, y, cuando me lo sirvieron, bebí un sorbo y miré a mi alrededor.

Allí, en la otra mesa del adormecido barecito, estaba Lucien Grange leyendo un periódico.

El grito de susto que di debió de ser bastante escandaloso; en caso contrario, es posible que lo que llamara la atención fuera el hecho de que me levanté deprisa, hice tambalear la silla y la mesa, y tiré al suelo el plato con aquellas salchichas tan sabrosas. Sea como fuere, él se fijó en mí. Vio mi desazón y se levantó.

—¿Le pasa algo, madame? —inquirió en un francés perfecto.

—No, muchas gracias —repuse, aún temblando.

Lo escudriñé con cuidado y empecé a relajarme. Se parecía mucho: la misma nariz, los mismos ojos, la misma boca. Pero no era él. En cuanto fui capaz de recomponerme un tanto y de tranquilizarme, supe que no era él. La voz era distinta; la silueta, similar, pero no lo bastante…

—Perdóneme —me disculpé cuando se acercó el camarero, que refunfuñó y se puso a enmendar el desaguisado—. Se parece usted mucho a alguien que conozco.

—Me temo que es imposible —replicó—. Si la hubiera conocido, no podría haberlo olvidado.

¿Cautivada? Pues claro que lo estaba. Había sido una forma muy bonita de decirlo, y yo no estaba acostumbrada a semejantes recursos retóricos.

—Pensará que soy una patosa.

—Al contrario. Me ha alegrado una espera tediosa hasta que llegue el tren. ¿Me permite que la invite a otro vino?

Claro que se lo permitía. Y así lo hizo.

—Ahora debería presentarme —añadió—. Me llamo Henry Lytten.

Supongo que fue en Henry en quien se concentró todo mi deseo de explorar la naturaleza de las interacciones humanas, y el hecho de que (según mis sospechas) fuese el antepasado de alguien a quien conocía hizo que me aferrara a él como nunca había hecho antes. No lo secuestré exactamente, pero casi: lo llevé a mi casita de las colinas y se quedó tres semanas conmigo. Al final nos hicimos grandes amigos. Era un hombre amable y dulce, y tenía mucho aguante conmigo, lo cual no era fácil considerando la profusión de emociones descontroladas y sin pulir que afloraban a mí por aquel entonces. Cuando estaba enfadada, me mostraba cruel; cuando estaba afectuosa, ningún ser humano había sentido nunca un amor así. Mi hambre y mi sed eran insaciables, y una vez me reí tanto que estuve en el hospital tres días porque tenía los músculos desgarrados. Aprendí a evitar cualquier contacto con los dibujos animados de Walt Disney, ya que la desesperación que sentí al ver la crueldad con que la horrible bruja trataba a Blancanieves fue tal que tardé semanas en recuperarme. En cuanto a Romeo y Julieta… Henry me llevó a verla a Stratford en 1941, con Margaretta Scott interpretando a Julieta: a punto estuve de morir de angustia. Para entonces ya me había refinado bastante, pero me costó lo mío no subirme al escenario, coger el cuchillo y clavármelo para que no muriera ella. Pensar que pondría en evidencia a Henry fue lo único que me detuvo.

Lo que quiero decir con esto es que necesité mucha práctica para controlar estas emociones, y Henry, mi querido Henry, me enseñó más que cualquiera, con paciencia y amabilidad. Incluso me planteé casarme con él, ¿saben? Pero ¿cómo podría haber hecho tal cosa? Seguía pensando en volver a casa algún día, y envejecíamos a un ritmo distinto. Yo tenía ciertos hábitos (beber, drogarme y trabajar, sobre todo) que él no entendía. Grandes amigos son malos esposos. Me resulta muy duro decir lo mucho que me arrepentí de no haberlo hecho. A punto estuve de abandonarlo todo por la felicidad. Era la primera vez en mi vida que amaba a alguien. Saber que era capaz de hacerlo, y el extraordinario impacto que ello tuvo en mí en comparación con las emociones inducidas químicamente a las que estaba acostumbrada, me hizo pensar mucho. ¿De verdad quería volver a un lugar donde esas cosas eran ilegales, donde la gente se comportaba dentro de un reducido marco de urbanidad eficiente?

Temo que herí al pobre Henry, pero creo que hasta él sabía que yo habría sido una compañera difícil. No cabía duda de que había visto bastante para saber que sería, en el mejor de los casos, una pareja inestable que no encajaría con facilidad en la vida tranquila y contemplativa que tenía en mente. Por otro lado, nunca encontró a nadie que ocupara mi lugar. Eso también lo lamento: si no hubiera entrado en su vida, tal vez no se hubiese convertido en el personaje un tanto solitario de años posteriores, aunque, teniendo en cuenta la corrección y la distancia con la que casi todos sus coetáneos abordaban la vida marital, no estoy segura de que se perdiera gran cosa.

Pasamos mucho tiempo haciéndonos compañía mutuamente hasta que estalló la guerra, y después, cuando volví a Francia, él acudía a visitarme casi siempre que tenía vacaciones. Recorrimos Francia e Italia, hospedándonos en hotelitos, comiendo en restaurantes, disfrutando mientras el mundo se recuperaba de su trauma. Me enseñó lo que había que hacer en Navidad y en los cumpleaños, es decir, dar regalos y decir cumplidos. Aún sonrío cuando recuerdo ese período de mi vida.

También era un gran conversador. Solíamos quedarnos despiertos hasta tarde, y yo le preguntaba de forma despiadada por todo: la vida, la familia, el trabajo, la educación. Su país, los libros que le gustaban y los que no le gustaban. Música, teatro, poesía y cine. Los franceses y los alemanes, los italianos, los norteamericanos y los españoles. Política y religión. Modales, costumbres, hábitos. Lo absorbía todo y volvía a por más. Me enseñó el arte de la conversación, de estar en compañía porque sí. El placer de perder el tiempo.

No es que no conociera los hechos en sí. Muchos los conocía mejor que él. Sólo que no sabía lo que significaban, cómo encajaban. Henry no me facilitó todas las respuestas, pero fue un buen comienzo, y su generosidad y su amabilidad fueron la mejor lección de todas. Me cambió por completo, sin duda para bien. Me temo que yo no logré hacer eso mismo con él. Pero, a partir de ese momento, empecé a cuestionar muchas cosas que antes daba por sentadas.

Fui a Inglaterra por culpa de Henry, y de nuevo debido a él pasé gran parte de los cinco años siguientes aportando mi granito de arena al servicio de inteligencia británico, aunque mis funciones eran mucho más modestas que las suyas. Fue a rescatarme a Francia a principios de 1940, un gesto de lo más caballeroso por su parte, y me llevó a un lugar seguro. Yo ya había decidido que ésa era la mejor opción, pero la ayuda de Henry y su posterior recomendación fueron de utilidad para conseguir un empleo con el que pudiera pasar el tiempo. Si esto suena grandilocuente e inverosímil a un tiempo, no es así. El país necesitaba con desesperación conocimientos de todo tipo, y mi ciertamente extraordinaria aptitud para los idiomas resultó de utilidad. Sin embargo, mi talento un tanto mayor para las matemáticas no se destapó: incluso estando borracha como una cuba podría haber hecho todo el trabajo de Bletchley Park mientras me tomaba una taza de té, pero habría sido difícil de explicar. Además, la verdad es que no quería hacerlo, más bien pensaba que habría sido agradable ser una chica rural que arara los campos y cultivase hortalizas para contribuir al esfuerzo bélico. El amanecer, el aire puro, la nobleza del trabajo físico, todas esas cosas. La camaradería de compartir un objetivo común, emborracharse en los pubs los días libres. Mucho sexo. Tenía una idea en especial romántica de lo que sería trabajar en una fábrica, afiliarse a un sindicato, quejarse de la opresión del capitalismo.

Pero no, por causa de Henry trabajé para el servicio de inteligencia, leyendo textos polacos, alemanes, noruegos, suecos, búlgaros, serbios, griegos y rusos a una velocidad que mis superiores consideraban de lo más impresionante. Un trabajo aburrido, en su mayor parte. No me habría importado lanzarme en paracaídas sobre Francia y disparar a gente, como tenía que hacer Henry, puesto que sonaba bastante divertido, salvo por el hecho de que yo era ajena a la historia, de modo que no había ninguna garantía de que sobreviviera. Además, las consideraciones morales eran complejas: difícilmente estaría matando a nadie, dado que desde mi punto de vista esas personas estaban muertas hacía tiempo, pero sí acortando su vida, y habría tenido que calcular las posibles consecuencias para cada uno de los blancos. Demasiado trabajo. Sin embargo, aún pienso que se me habría dado bastante bien. Sí que me planteé ofrecerme como una suerte de Mata Hari, seduciendo a oficiales alemanes, combinando los negocios con el placer, pero el superior de Henry, el santurrón Portmore, era bastante gazmoño, y lo consideraba impropio de una señorita y poco inglés. Que le señalara que yo no era ni una señorita ni inglesa no lo convenció. Aun así, más adelante en la guerra esos escrúpulos cayeron en el olvido.

Tuvo sus momentos, aunque en mi caso el drama se echó un tanto a perder, puesto que sabía cuál sería el desenlace. No compartía el escalofrío de miedo que producía pensar en la posible derrota, ni tampoco la gran exaltación de considerar la posible supervivencia. Sólo bajé la guardia en una ocasión, en 1941, con Sam Wind, el amigo de Henry, un hombre que nunca me cayó demasiado bien.

Acababa de entender cómo eran las relaciones entre los sexos; la amistad entre hombres se me escapaba, al menos la peculiarísima variante inglesa. Me sentía optimista —«No te preocupes, estoy segura de que todo irá bien»—, y Wind espetó que no sabía de lo que hablaba. Cuando Alemania derrotara a la Unión Soviética y volviese a poner su mira en nosotros…

«No —aseguré, moviendo con alegría la mano para restar importancia al comentario. Nos encontrábamos en un pub y había estado probando el whisky—. Después de Pearl Harbor y Stalingrado…».

Entonces, claro está, recordé que sólo era octubre. Faltaba algún tiempo para que sucedieran esas dos cosas. Y en ese momento a los alemanes les iba estupendamente.

Sam, que era altanero y superior en el mejor de los casos, me dirigió una de sus miradas de desdén más estudiadas, pero cuando empezaron a llegar las noticias del ataque sorpresa japonés en diciembre, recuerdo que me contempló de manera extraña. Sólo puedo decir que fue la única vez que cometí un error tan grave.

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