Arcadia

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Capítulo 38

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Mientras caminaba por aquellos corredores en compañía de los dos hombres, a Jack se le pasó por la cabeza que si alguien como Emily hubiera estado allí, le habría endilgado un buen sermón sobre los ritos a través de los siglos. Podría haber descrito las distintas formas en que papas, emperadores, reyes y presidentes se habían servido del ritual para inspirar temor y respeto, convertir a los iguales en inferiores y a los valientes en suplicantes temblorosos. Ya se tratase de una sala del trono o de un despacho oval, de una cabalgata o de un convoy, el objetivo era ganar cualquier discusión por intimidación psicológica antes incluso de que empezara.

La gran élite de la ciencia no era distinta. La planta superior entera de la residencia estaba tomada: había personal de seguridad a cada pocos metros. Jack fue pasando por todas las habitaciones, siendo escudriñado o simplemente obviado por personas cuyo aspecto iba creciendo en importancia. Al final llegó al lugar más sagrado, al sanctasanctórum, de estilo anticuado, con sillas cómodas y sofás y enormes ventanas, las cortinas echadas para que no entrase la luz.

La puerta se cerró a sus espaldas, dejando a Jack en lo que en un primer momento pensó que era una habitación vacía. Sólo cuando sus ojos se acostumbraron a la tenue luz cayó en la cuenta de que se equivocaba. Un hombre menudo y frágil, que casi parecía un elfo, se hallaba encaramado a una silla. No se movía, estaba sentado con las manos unidas en el regazo, mirándolo con curiosidad, juzgando cómo reaccionaba ante tan extrañas circunstancias.

—Por favor, siéntese. Es usted el señor More, según tengo entendido.

Sorprendido, Jack se sobresaltó: se esperaba una voz acorde con el aspecto, tan aflautada y poca cosa como el cuerpo de aquel hombre, pero lo que escuchó fue a un barítono grave, claro y preciso.

—Sí. ¿Quién es usted?

El aludido puso cara de perplejidad.

—¿Es que no se lo han dicho? Vaya, cómo les gusta el misterio, ¿no? Perdóneme. Soy Zoffany Oldmanter. Siéntese, por favor. No me gusta tener que levantar la cabeza para mirar a la gente.

Tendría que haberlo sabido, pero Oldmanter era tan distinto de cualquier idea que se hubiera podido hacer que se sentó frente a ese hombre de fama tan temible y apariencia tan inofensiva y lo escrutó con renovado interés. No fue ninguna sorpresa que no lo hubiera reconocido, dado que no había fotografías suyas. Oldmanter no aparecía nunca en público; nadie que no formara parte de su círculo de personas más allegadas lo había visto desde hacía años, incluso décadas. Él era su reputación y su inimaginable poder. Era muy mayor. Se había pasado la vida acumulando recursos a partir de infinidad de empresas, grandes extensiones de terreno y cientos de millones de personas, todas las cuales abastecían sus laboratorios y se hallaban sometidas a un control férreo. Nunca había ocupado el lugar que le correspondía por derecho en ninguno de los consejos de gobierno, prefería obtener lo que quería por medios informales: una petición aquí, un ataque allá. Decían que su ejército era el que mejor equipado estaba del mundo, el más despiadado cuando le daban carta blanca para que actuara contra cualquiera que se opusiera a él.

Ahora estaba sentado allí, solo e indefenso, frente a él. Jack podría inclinarse y romperle el cuello con un sencillo movimiento.

—Pero no lo va a hacer —afirmó Oldmanter, casi en tono de disculpa.

—¿Cómo dice?

—Que no me va a romper el cuello, o lo que quiera que se le estuviera pasando por la cabeza.

—¿Es capaz de leer el pensamiento?

—No es preciso. Intuyo que sería muy tedioso. No, todo el mundo piensa lo mismo cuando me conoce. —Esbozó una débil sonrisa—. Antes me resultaba irritante.

—¿Para qué estoy aquí?

—No ha dicho usted lo honrado que se siente de hallarse en mi presencia —observó.

Jack se encogió de hombros.

—Bien. Detesto el servilismo. Es de lo más sencillo: quiero una explicación del lamentable caos que al parecer se ha apoderado de los laboratorios de Hanslip. Deje que enumere las cosas que me preocupan —dijo Oldmanter—: Uno de mis asesores ha desaparecido. El señor Hanslip se niega a responder a ninguno de mis mensajes. La semana pasada se produjo un accidente catastrófico que tuvo como consecuencia tumultos generalizados, y Hanslip monta un teatro para intentar culpar de todo a los renegados. Tengo entendido que además ha perdido a su matemática estrella. —Hizo una pausa—: Ninguna de esas cosas me importa demasiado, pero sí me preocupa, y mucho, el estado en que se encuentra el proyecto del señor Hanslip.

—Le aseguro que no sé de qué…

—Y yo le aseguro que sí lo sabe.

—Presté un juramento de confidencialidad.

—Soy perfectamente consciente de dónde están sus lealtades, y eso es algo que lo honra. Sin embargo, las circunstancias han cambiado. Muy pronto el centro de Hanslip será nuestro, al igual que toda la información que posee.

—En cuyo caso está claro que lo mejor sería esperar hasta entonces.

—Así lo haría si supiera a ciencia cierta que la situación no va a seguir degenerando. ¿Qué está buscando usted?

Jack vaciló un instante.

—¿Por qué cree que estoy buscando algo?

—En mitad de una crisis se marcha usted de repente y se dirige al sur. Intenta asegurarse de que nadie pueda seguir su rastro desde que pisa el continente hasta que llega aquí. Como es natural, tenemos vigilado su instituto, un procedimiento estándar cuando entablamos negociaciones para adquirir algo.

Puesto que el hombre parecía saber bastantes cosas, no iba a ganar mucho haciéndose el tonto.

—Hemos sido objeto de tentativas de sabotaje y robo. Me han enviado a hacer averiguaciones. Mi principal objetivo es localizar a Angela Meerson, que como usted bien dice ha desaparecido.

—¿Robo de…?

—Datos.

—¿Lo ha conseguido?

—Acabo de empezar.

—Comprendo. Sabrá usted que con los recursos de que dispongo podría localizar a Meerson mucho antes que usted.

—Eso lo dudo. Haría usted mucho ruido y la pondría sobre aviso. Como quizá sepa usted, es muy inteligente, y casi paranoica en lo que respecta a su falta de confianza en los demás.

—No tiene en muy buen concepto nuestro nivel de competencia.

—Cierto. Con los años he aprendido que cuanto más grande es la organización, tanto más torpe es. La encontraré más deprisa y con mayor eficiencia que usted.

Oldmanter sopesó el comentario un instante y repuso:

—Como es lógico, no me está usted diciendo toda la verdad.

—Como es lógico, no —replicó Jack con una sonrisa—. Pero aun así todo es verdad.

—Muy bien. Tenga en cuenta que deseo hacerme con el control de esta tecnología por el bien de la humanidad. Hanslip no tiene ni la visión ni los recursos necesarios para desarrollarla debidamente. Su ayuda será apreciada y recompensada, siempre y cuando sea buena.

—En este momento no tengo nada útil que ofrecerle.

—En ese caso le instaría a que recordara mis palabras cuando tenga algo.

Jack se movió deprisa cuando salió de las dependencias de Oldmanter. Su primer cometido fue abandonar la residencia sin que nadie se diese cuenta. Para llevarlo a cabo supuso que contaba con ventaja: si Oldmanter de verdad pensaba que era un científico de alto rango, y la educación con que le había hablado así parecía indicarlo, nadie daría por sentado que poseía las destrezas necesarias para zafarse de ellos. Con suerte podría desaparecer del mapa antes incluso de que se percataran de que se había ido.

Decidió que no era preciso que firmara el registro al salir. Prefirió franquear las puertas de acceso a la zona de servicio, repleta de la clase de personas de cuya existencia Oldmanter apenas sabía, los cocineros y los limpiadores que trabajaban con ahínco, invisibles en las entrañas del edificio. Agachó la cabeza y se fue abriendo paso por los corredores, tomando prestados por el camino la bata y la gorra marrones de un barredor de planta, que encontró colgados de un gancho junto a un armario. Después fue al área de carga y descarga, donde entraban los alimentos y salía la basura. No le resultó difícil conseguir que lo llevara uno de los camiones, y estaba seguro de que podía confiar en que el recelo y la hosquedad de esas personas lo amparasen. «¿Ha visto usted a alguien que le llamara la atención esta mañana?». «No. A nadie…». Más de una vez se había topado con esa clase de obstrucción. Era la primera y a menudo la última respuesta a cualquier pregunta.

Se apeó en un cruce transitado, donde sólo había múltiples carriles de transporte, pero ningún peatón. Nadie le prestó la menor atención cuando se bajó, dándole las gracias al conductor con una palmadita en la espalda cuando saltó al suelo. El hombre ni siquiera lo miró, se limitó a gruñir cuando él cerró la puerta. La siguiente hora la pasó cruzando la zona, un área comercial llena de fábricas y plantas de procesamiento, rodeadas de enormes torres de pisos para los obreros que las mantenían en funcionamiento, que entraban con la cabeza gacha en edificios y salían por la puerta de atrás, daban la vuelta y repetían la operación a la inversa. Dejó la cartera con la tarjeta monedero en un banco, donde sabía que alguien la encontraría y, sin duda, la robaría. Cuando la utilizara, su ubicación sería localizada allá adonde fuera, y sus perseguidores irían de la ceca a la meca, convencidos de que sabían con exactitud dónde se hallaba.

Cuando Hanslip justo antes de marcharse le advirtió que tuviera cuidado, no le hizo mucho caso, pero si el mismísimo Oldmanter estaba interviniendo, la cosa, en efecto, era seria: ése no era un hombre que se ocupara de las minucias. Tenía a decenas de miles de personas que podrían haber ido a interrogarlo. Ahora sabía que estaban vigilando el instituto, y Oldmanter estimaba que la tecnología de Angela era tan importante que era preciso que él se involucrara en persona. Ya no se trataba de arreglar el desaguisado tras un fallo en la seguridad y un accidente comprometido.

Ahora tenía toda la noche por delante antes de que pudiera ir al Depósito Nacional. El tiempo era frío y húmedo, y no tenía dinero. De pronto la vida era mucho menos placentera.

A la mañana siguiente, nada más llegar a las amedrentadoras puertas de acero que conducían a la entrada principal, Jack fue consciente de que si Emily no aparecía, él no sería capaz de encontrar nada por su cuenta. El sitio era enorme. Un edificio vasto, tan alto y alargado que los extremos se perdían en la niebla, las paredes de hormigón sucio sin ventanas, lúgubres y hostiles, rodeadas de alambre de púas. Sería como buscar un papel en una ciudad, aunque el sitio estuviese bien organizado, y él se temía muy mucho que no sería así.

Era justo lo que le faltaba. Tenía frío y estaba a disgusto tras haberse pasado la noche entera en las calles. No había ningún sitio donde sentarse junto a la carretera, que estaba repleta de basura y de porquería, ni ninguna parte donde poder comer o beber algo, aunque hubiese tenido dinero, tan sólo una carretera de múltiples carriles, ancha y desolada, que no llevaba a ninguna parte. Empezaba a notar que le flaqueaban los ánimos y a preguntarse qué haría si Emily Strang no se presentaba. Después de todo, ¿por qué iba a hacerlo?

Entonces oyó una voz a su espalda. Al volverse su corazón se levantó, y no sólo porque ahora quizá pudiese cumplir con éxito su cometido. Ver que llegaba caminando sola, con un grueso abrigo, el bolso al hombro, sonriendo al saludarlo con la mano, le elevó la moral. Con todo, tampoco es que la chica fuera para tanto, se recordó: tan sólo una renegada, que dejaba traslucir su naturaleza en su relajada forma de caminar, el ostentoso desaliño de su ropa.

—Llego tarde, lo siento —se disculpó alegre—. ¡Madre mía! ¿Qué le ha ocurrido? Tiene pinta de haberse pasado la noche durmiendo en un banco.

—Estuve en un banco, pero no dormí. La otra noche tuve un encuentro. Pensé que sería buena idea desaparecer del mapa.

—¿Por qué?

—Conocí al gran Zoffany Oldmanter. En persona.

—Vaya, así que es usted importante.

Incluso ella había oído hablar del hombre. Cómo no: Oldmanter era el instigador de la actual campaña en contra de los renegados.

—Si descubre que fui a su Refugio ayer, no tardará mucho en averiguar a quién fui a visitar.

—En ese caso es posible que yo también acabe conociéndolo, ¿no es así?

—A algunos de sus hombres más rudos, más bien.

—Entiendo. Empiezo a desear no haberlo conocido a usted, señor More.

—Lo mejor sería hacer que perdiese el interés en usted. ¿Está segura de que no ha tenido ningún contacto con su madre?

—Ya se lo he dicho, no la estoy protegiendo. No creo que le deba nada.

—¿Entramos? Me estoy congelando aquí fuera. ¿Conoce bien este sitio?

—Bastante bien. He venido a menudo. ¿Seguro que no quiere algo de comer o alguna otra cosa? Está usted hecho unos zorros, la verdad.

—No es la primera vez.

—Mmm —repuso ella, con aire pensativo—. Es usted un científico muy raro, desde luego. Bueno, pues si está usted seguro, entremos. Ahí dentro hay un lío tremendo, y es muchísimo el material que se pierde o se destruye, pero lo que aún se conserva sigue ahí, en alguna parte. Si sé dónde buscar, es posible que encuentre lo que usted necesita. Tendrá que darme una pista.

—Hallamos una referencia electrónica a lo que supuestamente era un artículo que se publicó en 1959. La copia que conseguimos contenía un texto llamado «La letra del diablo». Escrito en algo llamado la notación tsou, que se inventó hace tan sólo medio siglo. Por lo visto, es un fragmento de la obra de su madre. Dicen que el documento entero se encuentra en los papeles de un estudioso que murió en 1979 y que éstos se conservan aquí.

—¿En serio?

—Sí —contestó, algo confundido por el tono de desdén de la chica—. ¿Por qué?

—Es sólo que es lo más ridículo que he oído en mi vida.

—Pues es lo que hay.

—Entonces está usted desesperado.

—¿Qué posibilidades hay de que los documentos de ese hombre estén aquí?

—No tengo ni idea —admitió ella—. Si de verdad existen, me figuro que nadie los habrá visto, y lo que destruyen son las cosas que se consultan: nadie se molesta en volver a ponerlas donde estaban. Puede que lleve algún tiempo localizarlos, pero la única manera de saberlo es yendo a echar una ojeada.

—En ese caso, adelante —propuso More.

Se pasaron todo el día allí, y, pese a la habilidad y los conocimientos de Emily, se fueron con las manos vacías. Jack dudaba que otro pudiera dar con el documento, aunque echara abajo el sitio. No sabía cómo lo hacía Emily, obedeciendo a qué lógica iba de un nivel subterráneo a otro, recorriendo lo que daba la impresión de ser kilómetros de hileras de archivos anónimos, iluminados a medias, de vez en cuando sacando una linterna, examinando un estante, gruñendo y continuando con otro. Aun así, daba la impresión de que la chica sabía lo que hacía, y cuanto más la seguía, más confiado se sentía. Había algo en su competencia que le resultaba tranquilizador.

Ni siquiera se desanimó cuando una sirena ensordecedora se disparó al cabo de muchas horas y ella lanzó una sonora imprecación.

—Tenemos que irnos, nos echan —resopló en señal de desaprobación—. Tendremos que dejarlo aquí y volver mañana.

—¿Ha encontrado algo?

—Veamos —repuso—, he logrado determinar que los documentos aún existían hace cincuenta años, y ésa es una señal bastante buena. Incluso he reducido los lugares donde podrían estar. Así que algún progreso hemos hecho. Sin embargo, hay una cosa que me desconcierta.

—¿Cuál?

Caminaban a buen paso hacia la salida, los pies martilleando en el frío pavimento de cemento. Jack tenía ganas de verse fuera de nuevo: no hacía buen tiempo, pero la sensación de frío y humedad que tenía dentro del edificio era incluso peor.

—No hay nada que indique que alguien los ha consultado. Para que alguien escondiera algo entre los papeles, primero tendría que encontrarlos, en cuyo caso habría constancia de que alguien los ha visto. Sería de gran ayuda saber más —concluyó.

—Me temo que…

—¿Grandes secretos que mis oídos de renegada no deben escuchar?

—Algo así. Además, cuanto menos sepa, más segura estará.

Se produjo una pausa larga, ambos ofendidos por la forma de hablar del otro. Jack fue el primero en ponerle remedio.

—¿Le apetece comer algo? ¿En algún sitio? Seguro que hay algo cerca.

—Creía que no tenía usted dinero —señaló ella.

—Es verdad.

—Podemos ofrecerle nuestra hospitalidad, si lo desea. No tendrá la comodidad o la higiene a las que está acostumbrado, pero a juzgar por su aspecto tampoco se puede permitir ser muy quisquilloso. Y además apesta un poco.

Aceptó la invitación: no tenía ninguna opción real, puesto que no le hacía la menor gracia pasarse otra noche durmiendo al raso. En verano quizá no le hubiera importado, pero en esa época del año hacía demasiado frío. Además, estaba cansado y preocupado. Se sentía medio muerto cuando lo acompañaron a un cuarto amueblado tan sólo con una cama tosca, tras disfrutar de una comida rápida pero sorprendentemente agradable. Se desplomó en la cama antes incluso de que Emily saliera de la habitación. Cuando se estaba quedando dormido, estuvo seguro de que oyó una risita. Le daba lo mismo mientras lo dejaran en paz.

Cuando por fin despertó, estaba bañado en sudor, y en un primer momento no recordó dónde estaba, ni por qué estaba allí. Sólo el olor de la almohada, que sin duda habían utilizado muchos otros antes que él, y que ni siquiera tenía un almohadón esterilizado, lo devolvió a la realidad. Despacio, haciendo un esfuerzo supremo, se incorporó y se quedó sentado un rato en el borde de la cama antes de ir a ver dónde estaba la ducha.

Las instalaciones eran increíblemente primitivas: tan sólo una tubería con una boquilla de la que salía agua caliente. Al menos lo distrajo de sus pensamientos, que tomaban y perdían forma con descontrol mientras se secaba.

La ropa que le buscaron era harina de otro costal: le recordaba demasiado a su pasado. Se tuvo que vestir como una de las personas a las que solía vigilar y controlar. Unos pantalones de tergal, una camisa de color crema y una americana azul claro. En el cuarto de baño había un espejo, y se miró con atención cuando terminó. No se había afeitado, y con esa ropa parecía otro. Ya no era el elegante miembro de la élite, pero tampoco parecía ninguna otra cosa de un modo convincente. Estaba ridículo.

Emily no opinaba lo mismo.

—Mucho mejor. Así no parece tan engreído.

—Gracias. Lo tomaré como un cumplido.

Sólo eran las seis de la mañana, pero la vuelta al Depósito Nacional fue larga, sobre todo porque Jack insistió en ir dando un rodeo y caminar el último kilómetro y medio. Ni siquiera estaba por completo seguro de por qué se tomaba tantas molestias, pero Emily parecía bastante optimista y en ese momento él no tenía ninguna otra idea.

—Valía la pena intentarlo, ¿sabe? —comentó él mientras enfilaba tras Emily otro pasillo poco iluminado, con montones de cajas de cartón medio podridas.

—La emoción de la búsqueda —replicó ella, estirando el cuello para poder ver algo en aquella pared de cinco metros oscura—. Este sitio no me ha vencido todavía, y no me vencerá hoy.

Así que, cuando por fin lanzó un grito triunfal, se subió a una escalera y sacó una caja vieja que derramó una cascada de polvo sobre la cabeza de More. Éste se sorprendió y se sintió aliviado. Sobre todo lo enorgulleció haberse tomado las molestias de dar con la chica. Dudaba que cualquier otro hubiera podido abrirse camino por semejante infierno obsoleto con tanta eficiencia.

Emily bajó con delicadeza la caja y sopló para quitarle el polvo que quedaba en la parte superior.

—Mire.

Él distinguió a duras penas la letra de una etiqueta vieja, casi despegada y que el tiempo había hecho amarillear: «Lytten, Henry. Documentos. 1982/3346».

—¿Qué son los números?

—Un sistema de clasificación antiguo, que ahora no sirve para nada. Hemos tenido suerte: si se hubiese caído la etiqueta, no lo habría encontrado nunca.

—Buen trabajo. Echaremos una ojeada y nos iremos.

Ella se echó a reír.

—Me temo que no va a ser tan fácil.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Ahí arriba hay otras ocho cajas. Lo que busca podría estar en cualquiera de ellas. De todas formas, el viaje más largo empieza dando un primer paso —añadió alegre mientras lo llevaba a una mesa en un rincón oscuro—. Usted mirará en ésta y yo me pondré a bajar el resto. Y bien, ¿qué es lo que buscamos?

—Podría ser un dispositivo de almacenaje de datos electrónico. O una copia impresa en papel. Eso es lo más probable.

—Pues en marcha.

Hizo lo que le pidió Emily: fue sacando uno por uno los papeles de las cajas, se puso cómodo e intentó leer, aunque sólo fuera porque Emily había empezado a hacerlo. No quería que se diera cuenta de que le costaba leer, que había perdido la práctica hacía tiempo. Aquello sólo le resultaba soportable porque de vez en cuando miraba de soslayo a la joven que ahora tenía sentada enfrente haciendo lo mismo, el ceño fruncido en señal de concentración dotando de un curioso atractivo a su apagado rostro.

Ejercía un efecto casi hipnótico en él concentrarse por completo en algo. Incluso empezó a entender un poco a esas personas y su insistencia en las virtudes de la actividad sin sentido.

Al mismo tiempo, tenía una sensación de creciente frustración. ¿Qué era todo eso, esas cajas de cuadernos viejos, humedecidos y sobres arrugados? Todo estaba escrito a mano, y era la primera vez que veía algo así, salvo en un museo. Le impresionó el intento, pero sudaba tinta con cada palabra, y aun así le decían muy poco.

Había docenas de cuadernos, carpetas, paquetes de papel, algunos escritos por completo, otros con tan sólo unos garabatos ilegibles. Estuvo media hora con una hoja vieja, amarillenta, frágil, analizando cuidadosamente cada letra, sumándolas y construyendo la frase, pero no le dijo nada. «Veré al narrador el miércoles que viene» a esas alturas carecía de contexto y era imposible comprender su sentido, si es que lo había tenido alguna vez.

Otro fragmento, que se tecleó con una máquina de escribir primitiva y, por tanto, era mucho más fácil de leer, resultaba igual de problemático: «El trabajo del señor Williams a lo largo de los tres últimos años oscila entre lo incompetente y lo fatuo. Está en especial capacitado para hacer carrera en su banco».

Al cabo de tres horas Emily lo localizó, pero sólo porque desoyó las instrucciones que le dio More y lo revisó todo. El premio no era lo que él esperaba. No era un trocito de plástico o de metal. Ni unas hojas recién imprimidas con símbolos. No, aquello estaba enterrado en el fondo de una gran caja con papeles, y no parecía nuevo ni reciente. Era poco más grande que su mano y constaba de unas quince páginas encuadernadas en piel. El polvo que salió al abrirlo lo hizo estornudar. Dentro encontró, página tras página, los extraños signos que no le decían nada y que, según Hanslip, sólo podía entender una máquina.

Los estudió con atención. Estaban escritos a mano, con una tinta que no se había descolorido. Sólo la primera página tenía caracteres normales. Ponía: «La letra del diablo». Había un papel pegado que ponía «Tudmore Court» impreso en negro.

—Debe de ser esto —dedujo él—. ¡Bien hecho!

—¿No era lo que esperaba?

—No. Dígame, ¿usted cree que lo han puesto aquí recientemente?

Parecía una manera demasiado complicada de esconder algo. En efecto, la caja y su contenido daban la impresión de llevar mucho tiempo sin que nadie los tocara: el polvo, el olor a putrefacción, los excrementos de ratón apuntaban a que estaban intactos.

—De ser así, lo escondió alguien que sabía lo que hacía. Yo diría que lleva aquí algún tiempo. Mire —dijo Emily mientras cogía otro libro—. ¿Ve esta marca de aquí? Es la silueta del cuaderno. La tapa lo ha manchado un poco. Eso sólo pasa cuando transcurre un período de tiempo largo. Y estaba algo pegado a los papeles de encima. Por lo general eso tarda años. —Se lo quitó de las manos, lo examinó con atención y después lo sostuvo frente a la cara y lo olió—. En mi opinión, es auténtico. Sin duda data del siglo XVIII.

—¿Cómo que del siglo XVIII? —preguntó More con aspereza—. ¿No es del XX?

—No. El papel, la letra, el olor…

—No es posible.

—En ese caso, tendremos que revisar todo el lote. Ver si hay otras referencias, para enmarcarlo en un contexto. Falsificar un documento es complicado, pero falsificar varios sería casi imposible. Podemos realizar algunas comprobaciones del papel y de la tinta.

—Primero deje que pruebe con otra cosa. ¿Podría llamar a la persona que está a cargo de esto?

Emily subió la escalera y volvió minutos después con el conserje, el anciano que se limitó a saludarlos con la mano cuando llegaron y los permitió moverse a su antojo por el sitio.

—¿Ha preguntado alguien más por estos papeles alguna vez? —inquirió Jack—. Sé que no existen registros oficiales, pero ¿extraoficialmente?

—¿Por éstos? ¿Por qué lo pregunta?

—Usted responda a la pregunta.

—No ha venido nadie a verlos. Ni oficial ni extraoficialmente.

Miró de reojo, con mucha discreción, pero de un modo que bastó para poner a Jack sobre aviso. Cogió a Emily del brazo y la atrajo hacia él.

—Creo que deberíamos salir de aquí ahora mismo —afirmó—. No por la puerta principal. ¿Hay otra salida?

La joven asintió.

—Sígame.

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