Arcadia

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Capítulo 51

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Esa vez, para variar, los libros no lograron distraerlo. Lytten se desconcentraba, su cabeza volvía a ocuparse de las dudas que había sembrado Sam Wind. ¿Y si había pasado algo por alto? ¿Y si Angela se la había pegado a base de bien, desde hacía tiempo? ¿Tenían alguna enjundia las repentinas sospechas de Wind?

Desde luego podían tenerla. No había más que pensar en el viejo Sowerby, el profesor de literatura clásica. A los cuarenta años de casado, descubrió que su esposa tenía no uno, sino tres amantes a la vez, y se había acostado con casi todo Oxford a lo largo de varias décadas. ¿Sospechó algo alguna vez el pobre hombre? Nada. Sowerby pasaba más tiempo con su esposa del que Lytten había pasado con Angela. Sin embargo, ¿de dónde sacaría la energía…? Era una mujer tan tranquila…

Es fácil engañar a la gente. Cuesta más decirle la verdad. Pensó en Angela, en todas sus rarezas, en las que, por algún motivo, nunca había prestado atención. Lo raro que fue cuando la conoció. El hecho de que lo acribillara a preguntas sobre Inglaterra y la vida en general, como si no supiera nada de ella. Las habituales meteduras de pata cuando a todas luces era incapaz de percibir señales sencillas, como saludar como era debido a la gente, no darse cuenta de cuándo alguien estaba siendo amable o despectivo o interesado. Equivocarse constantemente. Las extrañas opiniones que manifestaba a veces. Su extraordinaria ignorancia: como cuando se puso de manifiesto que no era consciente de que la mayoría de la gente permanecía casada hasta que moría, o que le dejaba sus bienes a sus hijos.

Siempre parecía estar fuera de lugar, estuviera donde estuviese. Nunca se encontraba en casa, siempre desaparecía durante largos períodos de tiempo. Él nunca prestó mucha atención, sólo pensaba que Angela era maravillosamente rara. Se sentía fascinado por ella. Él no se preocupaba, no tenía responsabilidades. Aunque le hubiese dicho que era una espía comunista, le habría dado lo mismo. Por aquel entonces habría sido un atractivo más. Todo el que tenía sentido común o humanidad se hacía cargo. Había que elegir: Rusia o Alemania. Pero ¿podía seguir siendo esa clase de persona? ¿Dispuesta a hacer que le pegaran un tiro a alguien para proteger su secreto? ¿De verdad podía haber estado fingiendo casi treinta años, sirviendo a su país de forma discreta, persistente, anónima, traicionando a todos los que la rodeaban?

Bobadas, repitió. Angela quizá fuera la persona menos disciplinada y menos organizada que había conocido. Su incapacidad de controlar sus emociones era casi absoluta. Sus conocimientos de tecnología, y su interés en ella, eran inexistentes. ¿Ni siquiera sabía utilizar un teléfono y se suponía que estaba dirigiendo el robo de nuestros mayores secretos? Además, de una cosa estaba seguro: Angela era incapaz de guardar un secreto, aunque de ello dependiera su vida.

Sólo tuvo que decir en voz alta la idea que barajaba para saber que era absurda. Había asumido la tarea de dar con el espía que había en la organización y allí estaba Sam Wind apuntando con el dedo a Angela, sembrando la confusión al concebir teorías oscuras imposibles.

Sam Wind era el último candidato de la lista de Portmore. Alguien sabía lo de Volkov. Alguien había ordenado que lo siguieran hasta París. Alguien había estado vigilando su casa. Alguien había disparado a ese pobre hombre.

Si se sumaba todo eso, la conclusión, fuera la que fuese, estaba cada vez más cerca.

Para apartarlo de su cabeza, Lytten se refugió en Anterwold, o, mejor dicho, en sus cuadernos, y se centró en cuestiones relativas a la imperfección. Como le dijo a Persimmon, la naturaleza humana es inmutable. ¿Sería Anterwold lo bastante fuerte para abordar la pereza, el engaño, la violencia, el egoísmo y todas las demás rarezas que componen la humanidad? Según su opinión, Persimmon se ocupaba del problema matando sin más a todo el que se convertía en un fastidio. Aquéllos a los que ponía al frente de su mundo ideal simplemente podían decir que actuaban teniendo en cuenta lo mejor para la humanidad y eliminaban a todo el que disentía. Lytten quería algo un poco mejor que eso.

Años atrás había esbozado un código de justicia y un sistema penal que funcionaría igual de bien que lo había hecho en la Inglaterra del siglo XVIII, antes de que el anonimato de las grandes ciudades hiciera necesario un cuerpo de policía profesional. Para él no había Maltbys que valieran. Los oradores se especializaban en defensores, y las leyes se integraban en la trama, igual que los precedentes se hallaban disimulados en antiguas sentencias judiciales inglesas.

¿Se juntarían siempre los pobres con los pobres? Era probable, pero, puesto que los ricos no serían muy ricos, pasarían más inadvertidos. Con todo, siempre habría personas con tendencia a delinquir, dementes y holgazanes, como también habría mentirosos y tramposos. ¿Debía tratar a esas personas con dureza o con generosidad? ¿Podía Anterwold permitirse esto último? Después de todo, la mayoría de las sociedades ejecutan a los delincuentes porque tenerlos encerrados resulta demasiado caro. Aunque se figuraba que podían apropiarse de las tierras de éstos para cubrir la encarcelación.

Sin embargo, ¿qué trato debían recibir los traidores? ¿Debían ser objeto de comprensión, perdón o duros castigos? ¿Cuál era el precio de la traición, en ese mundo o en Anterwold? Naturalmente, Sam era el candidato más probable. Ése era el motivo por el cual Lytten lo había dejado para el final, pues no quería averiguar la respuesta. ¿Qué traidor revelaría de forma tan abierta su aversión a su país, a su trabajo y a sus compañeros? ¿O diría a voz en grito lo mucho que admiraba a los enemigos y detestaba a los amigos? Al mismo tiempo, ¿qué traidor trabajaría con tanto desinterés por su país, arriesgando tan a menudo su vida? Uno muy bueno, tal vez.

Sin embargo, Lytten se sentó a su mesa y se volcó en medidas sociales para algo que no existía y nunca existiría. Se trataba de ocupar el tiempo, una confesión de su ineptitud y su impotencia. Ahora tenía que esperar para ver cómo se desarrollaba todo. Antes o después Sam se vería obligado a realizar el movimiento que haría que ese feo asunto tocara a su fin natural.

Estuvo leyendo hasta que amaneció, y sólo entonces disfrutó de unas horas de verdadera inconsciencia, antes de que pensamientos incesantes y confusos lo hicieran volver en sí.

De manera que se levantó, se puso el albornoz —uno largo, de franela roja, que Angela, por razones que sólo ella sabía, le regaló en Navidad— y llenó la bañera. Después, como el agua no estaba lo bastante caliente, fue a poner el hervidor para afeitarse como era debido.

Se preparó un café, se lo llevó al cuarto de baño y se abandonó al placer de sumergirse en el agua. Allí estuvo apaciblemente hasta que oyó un ruido procedente de abajo. Había alguien en casa. «Debe de haber vuelto Sam —pensó taciturno—. En fin. Que espere hasta que termine».

Permaneció en el agua quince minutos más, reacio a cambiar el calor y la comodidad por algo que con toda probabilidad fuese mucho menos placentero, hasta que sonó el timbre. Al principio no le hizo caso, pero no paraba de sonar. De manera que se secó, se puso de nuevo el albornoz y bajó a ver quién era. Otra vez.

La calle tenía un aspecto muy distinto de la última vez que la había visto. Había seis coches patrulla aparcados, para empezar. Alrededor de una docena de agentes uniformados había tomado posiciones de tal forma que sería muy complicado que alguien subiera o bajara por la calle con la idea de escapar. Dos furgonetas grandes, de las que Sam Wind utilizaba para transportar a sus ogros, esos trogloditas a los que, por algún motivo, permitía llevar armas, estaban atravesadas en la carretera, impidiendo el paso de coches, bicicletas e incluso transeúntes.

En el umbral estaban Sam Wind, el sargento Maltby y el joven de contraespionaje.

Henry echó un vistazo y a continuación se agachó y cogió la botella de leche que le habían dejado en la puerta.

—Buenos días, Sam. ¿En qué puedo ayudarte?

—Hemos venido a buscar a Angela Meerson.

—No está aquí.

—Sí que está. Ha llegado hace unos veinte minutos. Con una chica.

—¿En serio? Estaba en la bañera. No es de muy buena educación que hayan entrado sin llamar.

—Henry, vas a tener que apartarte y dejar que hagamos esto, ¿sabes? Tenemos que hablar con ella.

Lytten se rascó la cabeza, el cabello aún mojado.

—Muy bien, Sam. Haz lo que te venga en gana. —Abrió la puerta de par en par y vio cómo desfilaban los tres—. ¿Es todo? ¿No crees que también te hará falta el regimiento de Paracaidistas, ya sabes, por si las moscas? Límpiate los zapatos, te lo ruego. Están llenos de barro, y la señora de la limpieza no vendrá hasta mañana.

—¿Dónde está?

—¿Angela? No tengo ni idea. —Se acercó a la escalera y gritó—: ¡¿Angela? ¿Estás ahí abajo? ¿Te importaría subir un momento?!

Se oyó un ruido abajo y del sótano llegó una voz amortiguada:

—Un segundo. Ahora mismo subo.

Henry esbozó una sonrisa forzada.

—¿Lo ves? Sólo tienes que pedirlo.

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