Arcadia

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Primera parte El Mercado del Jabón » 3

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Cuando Rook llegó al respiro soleado del Jardín del Jabón, no había asientos. Los bares estaban llenos. El césped estaba abarrotado de mozos de cuerda y de las mal pagadas mujeres que pesaban, envolvían y vendían las compras de la ciudad. Sus jefes ocupaban las sillas a la sombra. Atender un puesto de fruta o de verdura no es una tarea incesante. Hay tiempo libre.

A esa hora de la mañana, los jaboneros iban a tomar un café y una copa y a fijar y escribir con tiza los precios del día. Algunos se volvían de espaldas o se hundían en sus asientos al ver a Rook. Otros le miraban inexpresivos. Uno o dos —los más viejos, los más importantes, los que estaban invitados al almuerzo de cumpleaños de Victor— se ponían de pie y le hacían señas para indicarle que se sentara a su mesa, que se sentirían honrados si se tomaba una copa con ellos. Pero Rook tenía que decorar la silla de Victor y comprar los pasteles de Anna. Se uniría a ellos más tarde, cuando hubiese hecho sus recados. Fue primero a la caseta donde vendían café y pasteles y eligió una docena de tartas de las que tenían en exposición, cuatro de fruta, cuatro de nata, cuatro de chocolate. Rook se apoyó contra la caseta y examinó a todas las vendedoras que estaban en el césped y luego el follaje del jardín mientras le envolvían las tartas para regalo en una pirámide de cartón atada con una cinta roja y plata.

De todos los árboles y arbustos del jardín, los laureles parecían los mejores para la silla de cumpleaños de Victor. Sus hojas eran elásticas, brillantes, lavables. Además, sus ramas estaban al alcance y, al contrario que las rosas y los árboles de hojas dentadas que bordeaban el césped, no planteaban problemas para la mano desnuda. Rook eligió un laurel que crecía contra la reja que rodeaba el lavadero medieval y arrojaba su sombra sobre las gastadas piletas de piedra, las flacas gárgolas de las fuentes, el grupo de figuras grotescas que hocicaba en el borde de la pila. Rook, a quien el paso por el mercado había vuelto temerario, no estaba de humor para amilanarse por reglas o inhibiciones. Sencillamente, agarró una esbelta rama de laurel y tiró de ella como si esperase que se partiera igual que el apio. Sus manos resbalaron, corrieron a lo largo de la rama y arrancaron las hojas, junto con los brotes que crecían en cada nudo. ¿Qué era aquel olor?

Tuvo más cuidado con la segunda ramita. La dobló hacia abajo por su base y trató de retorcerla y partirla. Se quebró, pero estaba demasiado verde y fibrosa para separarse limpiamente. Tuvo que arrancarla. La sostuvo por el tallo roto, convencido de que serviría para la silla de Victor. Pronto tuvo un abundante ramo de laurel descansando sobre el brazo.

Rook se quedó pensativo, no por la terquedad del laurel, sino por el olor de la madera desnuda, un olor a cocina y a guiso, a la vez desconcertante y familiar. Se olió los dedos y luego acercó la nariz a la rama fracturada. «¿Qué es?», se preguntó, y estornudó. Caminó sobre la hierba hasta reunirse con el grupo de comerciantes que estaba en la terraza de un bar. Los conocía a todos por su nombre, y eran más o menos de su edad, no lo bastante viejos ni ricos como para comer el pescado de Victor. Habían crecido juntos en el mercado, jugando a la pelota con nabos entre las hojas de lechuga, y se habían hecho astutos y duros antes de tiempo trabajando para papá. Todos habían sido camaradas en la huelga del mercado de doce años antes. Los dos más alborotadores eran hermanos; vendían plátanos. El que estaba medio calvo era Spuds, un hombre informe y perezoso con una mujer y unos niños a juego. El otro era el hombre llamado Con, cuyo sobre de dinero duramente ganado estaba en el bolsillo de la chaqueta de Rook, y que ahora atraía la atención de todos con su relato de cómo, aquella madrugada, habían estado a punto de robarle. Se detuvo en mitad de una frase cuando vio a Rook. Ya había visto a aquel tipo una vez de más aquel día, mil veces de más en una vida. Ese Rook era el hombre que había traicionado a los jaboneros, que había encabezado la huelga de vendedores de frutas y verduras y luego la había abandonado por la paga y el privilegio de estar a los pies de Victor, como si los buenos sentimientos no fuesen tan buenos como el dinero. «Ese hombre vendería hasta el último diente de su boca», pensó, pero dijo:

—Cuidado. Aquí viene el gusano de la manzana.

Con no era un tipo comprensivo. Con gusto habría estrangulado a Rook. Con gusto le habría arrancado todos los dientes de oro. Habría pagado a alguien para que lo hiciese.

Los otros eran más tolerantes. Tal vez hubieran sido aún amigos íntimos de Rook de no ser porque siempre estaban en deuda con él. Los pagos por «la plaza» le habían costado a Rook mil amigos. Sonrieron al verle aproximarse, pero no con generosidad ni dándole la bienvenida. Era, sencillamente, que su amigo de la infancia tenía un aspecto bastante ridículo a sus ojos masculinos y pragmáticos: un brazo enfundado en una chaqueta cargado de follaje; los dedos de la otra mano entrelazados en el delicado y cursi envoltorio de las tartas.

Rook se apoyó contra su mesa y estornudó de nuevo: un despeje de la nariz y un grito de igual fuerza y volumen.

—¿Qué es este olor? —preguntó, enjugándose los ojos con la manga y colocando el laurel entre las tazas y vasos.

Ellos se fueron pasando una rama partida y acercando la nariz a la madera. Se rascaron la cabeza. Sus narices conocían aquel olor muy bien, pero sus lenguas no podían dar con el nombre.

—Es como coco —dijo uno.

Otro pensó que olía a pastel. Llamaron a su camarera favorita para que les ayudara. Ella apenas tuvo que olerlo.

—Es marchapán —dijo, utilizando la palabra campesina para mazapán.

Le devolvió la rama de laurel a Rook. Una vez más, él la aproximó a su nariz. La chica tenía razón. Olió los huevos, el azúcar y la pasta de almendra tan perfectamente como cuando era niño y ayudaba a su madre a mezclar y dar forma a los dulces de cumpleaños, las bolas, las estrellas, las hojas de mazapán.

—¡Eso es! Es mazapán —dijo, traduciendo—. Me pregunto si sabrá igual.

Se metió un tallo de laurel partido en la boca. La camarera se rió y dijo:

—Eso es veneno, puro veneno. ¿No lo sabía? No lo chupe.

Señaló las gotas de savia que se estaban hinchando como ampollas de agua donde la madera se había quebrado.

—¿Cómo iba a saberlo? No soy un hombre del campo —dijo Rook. Y estornudó de nuevo. Alardeaba de que fuera de la ciudad se marchitaría. No duraría ni cinco minutos lejos de los humos del tráfico y las multitudes.

Aquella camarera era de esas que se quedan de pie charlando, tercamente sorda y ciega a las llamadas de otros hombres mayores y menos amigos de flirtear desde otras mesas.

—Esas hojas de madera de cuchara —dijo, usando una vez más la expresión campesina— son venenosas. Sacará por arriba y por abajo.

Animada por sus risas, se embarcó en una historia de cómo las mujeres de su pueblo solían hervir las hojas de laurel para extraerles el veneno. Empapaban pan en el veneno y lo ponían como cebo para ratas y ratones.

—Mi abuela conoció a una mujer —dijo— que hizo sopa de pollo con semillas y savia de laurel. La usaban como cebo para los zorros. O para matar cuervos. Se lo dio a su hombre por equivocación. Estuvo casi una semana con el culo y la boca encima del retrete, y luego se murió. La sopa le había envenenado. ¡Bonita forma de morirse!

—Yo he comido una sopa como ésa aquí —dijo Con, y guiñó un ojo.

Esta vez las risas fueron prolongadas. Sabían que aquella camarera tenía un segundo trabajo. Era la pinche de cocina.

—Ya has perdido tu oportunidad de desayunar algún día conmigo —le dijo a Con, y luego continuó con lo que tenía que decir acerca del laurel—: Mi tía tenía un vecino que quería heredar un manzanar cuando su abuela se muriese. Pero no se moría. Cuanto más vieja se hacía, más sana estaba. Así que este hombre y su mujer invitaron a cenar a la abuelita. Le dieron sopa de laurel. Se puso a temblar como una vaca con perlesía antes de haberse tomado la mitad del cuenco. Pero era dura. Su corazón y su estómago estaban hechos de madera. Tuvieron que apretarle la nariz y meterle por la garganta a la fuerza un segundo cuenco. Luego se acabó. La vieja la palmó. Él se quedó con sus manzanos.

La camarera hizo una pausa para que el sentido de lo que había dicho no se perdiera o se debilitara a causa de las risas que había provocado o del ruido de los estornudos de Rook. Luego añadió:

—Y nadie supo nunca la causa de la muerte. Aunque se llevaron el cadáver a un hospital y los expertos cortaron a la vieja para ver qué encontraban. La razón es que la madera de cuchara no deja ninguna huella. Excepto un sarpullido dentro de la boca. —Se volvió a Rook—. Más vale que se vigile —le dijo.

Rook no la oía. Volvió a estornudar. Estaba tan blanco como la tiza. Parecía que su lengua y su boca estaban más secas y más embotadas de lo que deberían estar, aunque no sabía si esto se debía a la savia del laurel o al zumo de la naranja. Se sirvió agua de una jarra que había en la mesa de los comerciantes y se enjuagó las manos. Aceptó la copa que le ofrecían, hizo gárgaras con la bebida alcohólica y la escupió en un desagüe. Se frotó las comisuras de la boca, que le escocían. Se enjugó la lengua en el puño de la chaqueta. Su boca era ahora la parte más sensible. Rook maldijo su suerte. Conocía los síntomas del asma en cuanto aparecían. Le fallaba el sentido del olfato. Las uñas, clavadas en las palmas, dejaban profundos verdugones rojos que no desaparecían.

—Vivirá —le dijo la camarera—. Hace falta más que un chupetón de madera de cuchara para dañar a un hombre de su tamaño.

Rook puso su pirámide de tartas a su lado en el suelo. Esta vez el estornudo se condensó en la parte superior de la nariz y chisporroteó, pero no detonó. Hizo profundas inspiraciones por la nariz tratando de reventar la burbuja que se estaba formando en su cabeza. Empezó a respirar por la boca. Aspiró el aire. Se golpeó el pecho como si hubiese comido demasiado queso y los gases del estómago estuviesen en guerra con su corazón. Cuanto más trataba de soltar el estornudo, más ahondaba dentro de él y se extendía. Sus esputos eran como manteca. Éstas eran las ocasiones en que más echaba de menos a sus padres. Ellos sabían tratarle cuando era pequeño. Encendían papelillo contra el asma sobre la mesa y le hacían inhalar el humo, la cabeza encapuchada en una manta o una toalla. Le daban masajes. Aliviaban su pecho con un bálsamo hecho de clavo, enebro y menta. Hacía quince años que habían muerto.

Al principio, los hombres del mercado no se preocuparon, les divertía que Rook hiciera tantos aspavientos. No comprendían lo que era el asma ni que la savia y el olor del laurel hubiesen alarmado de tal modo los pulmones de Rook. Su respiración era ahora asustadiza y espasmódica. El árbol de pasadizos, las ramas y ramitas que llevaban el aire a sus pulmones estaban hinchados, casi bloqueados. Tenía que toser. Su pecho se había encogido. No entendía lo que le preguntaban.

Podía haberse muerto. La camarera le golpeó en la espalda. Le dio con el canto de la mano derecha entre los omóplatos. Pensó que tenía un pedazo de rama u hoja alojado en la garganta y que si no lo expulsaba se ahogaría. El golpe hizo que Rook cayera de rodillas. Le dejó una marca en la espalda. Tosió una flema rosa.

—Eso es —dijo ella.

Los labios, las uñas, la lengua, los pies de Rook se estaban poniendo violeta. Tenía la cara malva. Ella le golpeó de nuevo. Él tuvo el sentido común, la suerte, de dejarse caer de espaldas, de modo que, a menos que a ella se le ocurriese darle un puñetazo en el estómago o en las costillas, o patearle en el suelo, estaba más seguro. De hecho, le resultó más fácil respirar tumbado debajo de la mesa de los comerciantes. El aire entraba y salía más libremente. El flujo y reflujo aumentó. Se puso más sonrosado, jadeaba un poco menos, luego estornudó. Su mente se aclaró. Lo entendió todo. Había estado expuesto. La hierba. Algo de polen. El jugo de la naranja. Las hojas de laurel. Alguna sustancia irritante del campo había sobrecargado sus pulmones urbanos.

Se palpó los bolsillos con la esperanza de encontrar su inhalador. No lo llevaba. Lo había dejado en el cajón superior de su mesa de despacho. Era demasiado descuidado consigo mismo. Debería haberlo sabido. El jardín no era lugar para él. Estaba impaciente por llegar al Gran Vic y al vaho balsámico de su inhalador. Hubiese parado un taxi para su viaje de vuelta, pero no había ninguno. Ningún coche, ni taxi, ni ambulancia podía llegar al jardín durante las horas de comercio. El mercado era impenetrable salvo a pie o en carretilla de mano. Rook cogió una servilleta, secó las gotas de savia de los tallos de laurel y luego cogió las hojas de un periódico abandonado y envolvió el ramo con ellas. Lo sostuvo hacia abajo para no compartir su oxígeno.

—Las ramas son para la silla de cumpleaños de Victor —dijo—. Para decorarla.

Los comerciantes le miraron inexpresivos, sin cordialidad. Rook miró a la camarera, esperando que ella lo hubiese entendido. Después de todo, era una chica del campo. Pero no. Sus ojos eran igualmente inexpresivos. Nunca había oído hablar de decorar sillas de cumpleaños. Ahora la incomodidad de Rook, su sensación de ridículo, estaba pasando del azoramiento a la irritación y el pesar: irritación porque los hombres mostrasen tan abiertamente primero su regocijo y luego su frialdad a costa de él, pesar por no estar donde debería estar, sentado al lado de ellos y riéndose de algún otro chupatintas estirado que cumplía frívolos encargos de su jefe, al cual una gota de savia de laurel había puesto paranoico y jadeante. Porque ¿qué podía ser más estúpido o banal que aquellas diligencias de ir por follaje y tartas que antes habían parecido prometerle tanta libertad y diversión? ¿Y qué podía ser más degradante que la cara pública y aterrada del asma de un adulto?

Rook se llevó su follaje y sus tartas por entre el laberinto de los puestos del mercado. El camino de vuelta, para salir de las entrañas de la ciudad, parecía menos definido que la ruta que había seguido para entrar hacia el Jardín del Jabón. Se abrió paso zigzagueando torpemente entre el gentío que iba de compras, cargado con sus ramas y sus pasteles. Se sentía disgustado, y temeroso, además. Ya estaba en el límite del mercado. Los vendedores de plátanos y de nanjeas estaban listos con sus cuchillos. El Hombre del Celofán le hizo señas impacientes para que siguiera. Más allá estaba el barrio donde había nacido. Más allá aún, las boutiques de la calle de los Santos, la Autopista de Enlace, el haragán, el Gran Vic. Rook pasó, medio en sueños, de la ciudad vieja a la nueva.

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