Arcadia

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Primera parte El Mercado del Jabón » 4

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El haragán de Rook se llamaba Joseph. Unas uñas rotas y unas manos y un cuello curtidos eran lo único que le había quedado de sus tres años de trabajo en una de las granjas de Victor. Había comprado el arrugado traje crema por catálogo. Su estilo ligero y veraniego se anunciaba como

De parranda. El modelo del catálogo estaba sentado en el taburete de un bar con las gafas de sol colgando del bolsillo superior de la chaqueta. Una mano —la que llevaba un solo anillo reluciente— descansaba sobre su rodilla, con la palma hacia arriba. La otra cogía a la camarera por la muñeca. El reloj de oro señalaba que faltaban cinco minutos para la medianoche, o para el mediodía. Había una botella de moscatel encima de la barra y misteriosa, sugerentemente, tres copas, como si otra mujer acabara de marcharse o estuviese a punto de llegar. O, tal vez, la copa estaba allí esperando a Joseph. Cuando llegó el paquete con el traje, Joseph recortó la fotografía del catálogo y la puso en el bolsillo del pecho como para dar a su atuendo un pedigrí y, más que eso, una aspiración. La mano vacía y vuelta hacia arriba del modelo, el dramatismo de la muñeca de la camarera cogida por la fuerte mano del hombre, concordaban exactamente con la noción que tenía Joseph de la desenfadada espontaneidad de la vida en la ciudad, donde el día y la noche eran lo mismo, donde la bebida, la riqueza y las mujeres estaban siempre al alcance. ¿Qué otra cosa tenía para llenar su mente todos los días? Labrar las plantaciones de frutales, conducir tractores, abonar campos, cortar repollos, meter ciruelas en cajas no era un trabajo que satisficiera a un joven como Joseph. Los músculos que se habían endurecido en los campos le habían hecho vanidoso. Y en el campo la vanidad se ahoga: la lluvia, el mono, el trabajo solitario por un jornal corto se encargan de eso.

La única oportunidad de pavonearse se la ofrecía la estación los días de embarque, cuando iba a cargar los productos agrícolas en los trenes. Principalmente eran trenes de mercancías que pasaban lentamente poco después del amanecer o ya tarde por la noche, y la vanidad de Joseph apenas se veía en la oscuridad. Pero una vez a la semana, a las 7.10 de la tarde de los jueves, el Expreso de la Ensaladera, como le llamaban, se detenía en la estación con pasajeros que iban a pasar el fin de semana en la ciudad, para hacer compras, tener una aventura amorosa, correrse una juerga o, simplemente, hacer turismo. Los jueves por la tarde las mujeres ricas y sus hijas apretaban la frente y la nariz contra el cristal de los coches cama para ver a los hombres cargar las cajas de fresas, berros o endivias destinadas al ajetreo de los fines de semana en los hoteles y restaurantes. Algunos pasajeros bajaban las ventanillas del Pullman para comprar fruta en cucuruchos de hojas de las manos de jóvenes campesinas cuyo fin de semana no comenzaba hasta que salía la luna el sábado.

Ésta era la oportunidad para Joseph, con sombras y ambiente teatral servidos por las gélidas neblinas del crepúsculo que hacían piruetas en los andenes con los sudorosos vapores del tren, de quitarse la camisa y desfilar ante aquellas mujeres a lo largo de la estación como un boxeador, desnudo, musculoso y joven. Se colocaba las cajas sobre la cabeza y las sujetaba con los brazos levantados. Le parecía que su cuerpo lucía más de esta manera, los músculos tensos, el estómago tan plano y desprovisto de vello como una pizarra. Además, en esta pose, su cara quedaba oculta por sus brazos, y es que Joseph sabía que su cara no estaba bien hecha. Las narices y las frentes apoyadas en el cristal estaban empolvadas, pintadas y perfumadas. Sus formas eran hermosas, simétricas, todas las orejas adornadas con pendientes, el pelo arreglado para un fin de semana en la ciudad. La nariz y la frente de Joseph no resultaban tan agradables, tampoco feas, pero sí toscas por el trabajo y la pobreza y la inocencia. Las comisuras de su boca estaban agrietadas por el sol y el sudor. Su nariz tenía las marcas de las costras que se había arrancado. Le faltaba uno de los incisivos. En una mejilla tenía una mancha de nacimiento, del color y el tamaño de una cereza. Su barbilla era demasiado pesada y su cara demasiado delgada para beneficiarse del fino bigote que se estaba dejando crecer. Tenía cara de campesino. Pero su cuerpo, a pesar de una cicatriz o dos, era lo bastante elegante para la ciudad. Soñaba con el día en que apoyaría su propia nariz en el cristal empañado y se alejaría en el Expreso de la Ensaladera. Trabajó, ahorró su jornal, encargó su traje

De parranda y planeó su escapada.

No era muy listo. No podía decir exactamente qué era lo que buscaba en la ciudad. Pero era el

anonimato. En la ciudad se sentaría en un bar a mediodía, ahíto de bebida, con una mujer cogida de su brazo, levantaría el encendedor hasta el cigarrillo de su compañera, y nadie sabría su nombre, ni dónde vivía o trabajaba, ni cómo era su familia, ni cómo le había ido en el colegio cuando medía sólo un metro, ni que allí había tenido fama de urraca por robar. En la ciudad prosperaría en el anonimato de las multitudes, en las celdas monacales de las casas de vecindad, en las calles. Sus vecinos serían extraños. Apenas le saludarían. Sería un misterio para ellos. Sólo sabrían lo que él decidiera decirles. Y —sin peligro, sin temor a lo que la gente del pueblo dijera— podría contarles mentiras a sus vecinos de la ciudad. En cualquier caso, la verdad de Joseph no iba de acuerdo con su traje. Lo llevó por primera vez el jueves por la tarde —el día antes del cumpleaños de Victor—, encima de su camisa de trabajo caqui, con sus botas de campo negras, y ayudó a cargar las cajas de productos agrícolas en el Expreso de la Ensaladera. Las mujeres apretaron sus perfectas narices contra el cristal. Esta vez no se desnudó para mostrar sus músculos de trabajador. Su traje estaba en exhibición. Cuando sonó el silbato para indicar la salida del tren, Joseph levantó su última carga —un bidón de plástico marcado URGENTE: PECES VIVOS— y lo colocó en el rincón del vagón de mercancías que llevaba el nombre de Victor. Él también se quedó allí, tan calladamente como una babosa en la fruta, hasta que el Expreso de la Ensaladera partió hacia la ciudad. Con el traje tiznado, sin billete, ingenuo, el haragán de Rook emigró del mundo de las plantas y las estaciones del año al universo urbano de fabricar-transportar-vender.

Encontró un cigarrillo y tenía fruta para la cena. Su litera estaba formada por cuatro sacos de espinacas. No pudo mover la puerta corredera para orinar sobre las vías. Además no quería que un amigo chismoso de algún primo levantase la cabeza de la azada o la pala para ver pasar el tren y descubriese a Joseph regando el crepúsculo. Quería, sencillamente, desaparecer y que le olvidasen, no quería ser recordado —inmortalizado— en un chiste del pueblo como el meón de la locomotora. Pero los hombres tienen vejigas porosas y de poca capacidad, que les molestan y gotean. Un tren traqueteante es una tortura cuando desean orinar. Por qué sufrir, pensó Joseph. Se le pasó por la cabeza orinar sobre las manzanas o sobre las verduras. Pero había pasado demasiados años cuidándolas en los campos para tratar las cosechas de esa manera. Más divertido, más lógico, añadir un poco de agua a los peces. Desenroscó el tapón que sellaba el bidón, se bajó la cremallera de los pantalones y metió su hongo en el agujero. Las diez percas, acostumbradas a que las alimentasen a mano con galletas de proteínas en los criaderos de Victor, abrieron la boca y se lanzaron hacia la punta de su pene, pero cuando su vejiga empezó a funcionar huyeron a profundidades más frescas y más dulces.

Joseph también encontró profundidades más dulces. Se quedó dormido hasta que la campiña desapareció y se despertó para encontrar los últimos posos de la noche aguados por las luces suburbanas. Se estremeció asomado a la ventanilla del vagón de mercancías y buscó señales de pobreza y desperdicios, de poder e indiferencia, de riqueza y sexo y violenta energía, señales de su destino. Sus ojos estaban preparados para edificios altos y optimistas, para chicas altas y optimistas, para luces de neón parpadeantes y coches de lujo. Los barrios de las afueras, sin embargo, estaban profundamente dormidos y, como cualquier otro lugar habitado a esa hora, mostraba poco apetito de luz. Circulaban unos pocos coches, obedeciendo a los semáforos y no a la lógica de las calles casi vacías. Un ciclista pedaleaba por el centro de una carretera. De vez en cuando, en casas y pisos, alguien medio dormido, recién levantado, que estaba haciendo el último pis de la noche o tomando el primer café del día, encendía una luz e iluminaba desde dentro el dibujo de una cortina. Las luces en hilera de las tiendas particulares formaban cuadrados sobre las aceras; sus artículos estaban expuestos para los gatos y los murciélagos.

A Joseph le impresionó aquella quietud de la noche ciudadana. En el campo hay tanto ajetreo de noche como de día, pero aquí no había árboles que el viento agitara. Los postes indicadores no se movían. Las nubes —si es que corrían por el cielo— lo hacían invisiblemente, oscurecidas por las farolas, borradas por la luz eléctrica. La lluvia caía igual que en el campo, pero iluminada desde abajo, como en el teatro. No empapaba la tierra. Resbalaba por las tejas. Bordeaba los ángulos de cada ladrillo. Corría por los canalones, bajaba por las tuberías, se perdía por los desagües, convertía las cunetas en arroyos donde los envases desechados parecían velas de embarcaciones de carreras. Se precipitaba por sumideros de hierro. Circulaba bajo las calles por atarjeas sin aire y se unía al tráfico arremolinado del agua bajo la ciudad, donde las alcantarillas vaciaban en las esclusas y éstas descargaban su corriente en arterias de agua más lentas y más musculosas. Y de ahí a la cloaca maestra. Y de ahí al embalse, la planta de tratamiento, el acueducto, la cañería, el grifo, la cafetera, y luego al fregadero como desperdicio.

Hacía falta una mente sencilla como la de Joseph para preguntarse por qué la lluvia de la ciudad estaba tan esclavizada. Él no era lo bastante listo como para preguntarse, a medida que las casas de pisos bajas y los bulevares adormilados daban paso a almacenes, apartaderos, bloques de oficinas altos y la luz cuajada de la mañana, cómo se las arreglaría para que el suelo de la ciudad le absorbiese, cómo se mantendría a flote sin ser esclavizado cuando tantos jóvenes como él habían sido arrastrados y precipitados a los desagües y alcantarillas por los incontrolables rápidos y las inundaciones implacables de la vida de la ciudad. No tenía tiempo ni temperamento para preocuparse por ello.

Su tren llegó al amanecer. Los mozos de cuerda abrieron las puertas de los vagones. Fue fácil para Joseph —muy acostumbrado a pasar desapercibido— mezclarse entre los trabajadores, con tres cajas de lechugas hábilmente colocadas en equilibrio sobre su cabeza, y hacer su entrada en la ciudad. ¿Y luego? ¿Qué hacer? Puso las cajas de lechugas con los otros productos agrícolas en un camión del mercado. Cuando éste se puso en marcha entre el tráfico de primeras horas de la mañana, más lento que un carro, más lento que un deshielo, lo siguió, por calles más vanas y absurdas incluso de lo que él había esperado, hasta el Mercado del Jabón. Por supuesto. ¿A qué otro sitio podía ir a parar un muchacho campesino tan curtido?

Eran las seis y cuarto. El bullicio del mercado mientras los vendedores montaban sus puestos para el día no era el mundo de los catálogos. Pero la misión de Joseph estaba muy clara. La gente de la ciudad era una presa fácil. Ricos y descuidados. Débiles. Aquellas narices engreídas pegadas a las ventanillas de los vagones estornudaban billetes de banco. Aquellos oficinistas y secretarias en sus coches tenían carteras y monederos entreabiertos, dinero de sobra. Hasta entonces nunca había tenido la oportunidad de robar a extraños. Sería fácil, lo sabía. No le cogerían. No tendría que volver sus rústicos bolsillos del revés para restituir cada moneda ciudadana que se hubiese perdido. No tenía rostro. No tenía nombre. No tenía reputación. Era su día de suerte.

Había conocido multitudes igual de despreocupadas en las fiestas y las subastas de los pueblos, así que los empujones y el ajetreo del Mercado del Jabón no eran nada nuevo para él. No se sentía perdido ni asustado. Los puestos y las calles del mercado tenían lógica. Aquel distante edificio de oficinas a su derecha le permitía orientarse. Sabía que las carretillas vacías empujadas por los mozos de cuerda llevaban a las calles de los alrededores, donde estaban aparcados los camiones que traían el género. Un muchacho campesino está acostumbrado a trazar rutas, en plantaciones de lúpulo, en bosques, en los pliegues de los campos, en los laberintos formados por surcos, cercas y acequias. Así que Joseph almacenaba y seleccionaba señales —el puesto que vendía chalotas, la música de una radio, el vendedor que tenía la barba de varios colores, el Hombre de Celofán, la diadema de luces de colores, la brisa— para saber en todo momento dónde estaba, hacia dónde tendría que correr, dónde esconderse, si se decidía a tentar la suerte.

Le sorprendió, eso sí, el paisaje urbano, hecho de repetición y conformidad, con edificios y calles semejantes y gente vestida igual. Le sorprendió que no hubiese pendientes, ni mar, ni arroyos, ni tierra fértil. Algún imbécil había construido aquella ciudad en la llanura entre el guijarro y la gleba, donde nada crecía excepto el apetito. Algún imbécil, de hecho, había construido aquella ciudad en el peor sitio. ¿Dónde estaba el estuario lleno de peces, el puente sobre el río, el puerto resguardado, el paso entre dos colinas, el cruce de caminos natural en la tierra donde se suponía que se levantaban los antiguos poblados? ¿Dónde estaba la veta de carbón que haría rica a la ciudad? ¿Dónde estaban los montecillos y las escarpas que la harían segura? ¿Dónde estaba la vista panorámica que haría a la ciudad espiritual, un lugar sagrado? ¿Qué hacía aquella ciudad sedienta y mal situada —demasiado al sur para beneficiarse del lúpulo, demasiado al norte para la uva— tan rica y grande? La respuesta le agobiaba a cada paso. Le golpeaba en las espinillas. Le empujaba de un lado a otro. ¡El mercado! Una ciudad sin ninguna virtud natural se ve reducida al comercio. Los mares, los ríos, las colinas, las vetas de carbón, hacen ciudades pesqueras, agrícolas, metalúrgicas, turísticas. Pero las ciudades como la nuestra ofrecen poca elección, salvo comprar y vender y negociar, salvo hacer lo que Joseph pensaba hacer, ganarse la vida robando.

Si hubiera sido más sensato, habría esperado un rato antes de emprender el oficio elegido. Era demasiado temprano para los compradores descuidados. Las únicas personas que había en el mercado a esa hora eran los vendedores. Aquél era su hábitat. Aquella telaraña era la suya. Le vieron enseguida, no como a un ladrón, pero sí como a un robaperas, uno de esos que acuden a desayunar fruta gratis. No dejaron de observarle, y por ello su suerte se esfumó. Había visto su oportunidad. El jabonero Con se había pasado un sobre con la palabra «Rook» escrita en letras rojas al bolsillo trasero de los pantalones para poder agacharse y levantar pesos más fácilmente. El sobre se movió incitante cuando su dueño abrazó un saco de zanahorias. Joseph fue rápido y hábil, pero visible. Sus dedos se cerraron en torno a «Rook». Asió el sobre, pero no antes de que tres voces gritaran un aviso.

—¡Cuidado, Con!

La mano de Con voló hacia atrás y cogió a Joseph por la pernera del pantalón. Joseph se cayó. En unos segundos estaba clavado en el suelo. Se formó un corrillo. Su traje estaba manchado de polvo, fruta y hojas. Recibió la primera patada del día.

—Tendrás que pagar por esto —dijo Con, viendo ya su oportunidad de sacar provecho de la desgracia de aquel joven idiota.

Así que allí estaba Joseph, unas horas más tarde, encargándose, para pagar por su breve y chapucera vida de pequeño delincuente, del «robo por contrato» de un hombre llamado Rook. ¿Era aquélla la gran oportunidad con la que había soñado? ¿Era aquélla —tan pronto— su oportunidad dorada? Obedeciendo instrucciones, primero había seguido a Rook por la galería comercial para llegar a conocer su cara. Y ahora esperaba su regreso en el paso subterráneo bajo la Autopista de Enlace Roja. Se puso en cuclillas, fumando y estudiando la fotografía que Con le había dado. Una instantánea de un puesto en el mercado. El hombre que estaba entre las verduras y las frutas era un Rook más joven, sonriente, con la bufanda colgando alrededor del cuello, vestido de negro. Aquél era el hombre a quien tenía que tender una emboscada, asustar y robar. La promesa de Con, cuando despachó al joven Joseph para que hiciese su trabajo en la galería comercial, fue que Rook —cuando volviese del Mercado del Jabón al Gran Vic, y no antes— llevaría dinero, escondido tal vez, pero serían grandes sumas en metálico y billetes. También habría un sobre, el que Joseph no había conseguido robar. Marrón, sellado con cinta adhesiva y con el nombre de Rook escrito en rojo. Con le enseñó el sobre de nuevo.

—Recuérdalo —dijo—. El hombre al que buscas llevará esto encima cuando regrese a su trabajo.

Lo único que Joseph tenía que hacer era amenazar a Rook con la navaja y luego llevar el sobre, sin abrir, al puesto de Con en el mercado. Cualquier otra cosa que le encontrara encima podría quedársela. Si hacía su tarea con eficacia, no intervendría la policía. El intento de robo en el mercado quedaría olvidado. El carné de identidad de Joseph, que Con se había quedado como medida de seguridad, le sería devuelto. Quizá habría también un verdadero trabajo para él. ¿Qué trabajo? Con sólo le dijo «un trabajo en el mercado, un trabajo en el que unos músculos como los que tú tienes no te vendrán mal».

Joseph, que se había quedado ya sin cigarrillos y tenía más hambre en el paso subterráneo de la que había tenido en las calles, fijó una vez más en su memoria la cara del Rook joven y luego se puso a examinar con más interés una segunda foto a la luz oscilante: la ilustración del catálogo de ropa. Ahora él y el modelo, con sus trajes iguales, eran primos, por lo menos. Cuanto más miraba todos los apetecibles detalles —el traje, la mano vuelta hacia arriba, la tercera copa—, más seguro se sentía de que pronto estaría bebiendo en aquel bar.

Al poco tiempo Joseph estaba cansado de estar sentado sobre sus talones en la penumbra. Había humedad, tenía hambre y una desesperada necesidad de nicotina. Además, se sentía incómodo porque una mujer de edad que había pasado por delante de él en el paso lo hizo con tal nerviosismo y apresuramiento que no se fijó en la agradable sonrisa que él le dedicaba. Nunca se había encontrado con una mujer de esa edad que no conociera su nombre y a su familia, que no se detuviese para intercambiar una o dos palabras. La llamó. Primero un alegre saludo. Luego un insulto. Ella no se volvió. No parecía oírle. Tal vez era de esas personas que odian a los jóvenes.

Ahora estaba impaciente por demostrar que era un ciudadano. Caminó hacia la luz del día que se derramaba por los escalones desde la calle con la esperanza de ver la cara de Rook entre la multitud. Sería mucho más fácil seguirle y robarle desde atrás. Pero cuando iba a subir las escaleras vio a Rook descendiendo, en su camino, tres escalones por encima de él. Su víctima no tenía buen aspecto. Se apretaba el pecho con una mano. La palidez de su cara sugería fiebre o ansiedad. Además estaba jadeante por haber andado deprisa y por haber transportado entre el gentío lo que parecían ramas de laurel y una caja con cintas, una pirámide que, pensó Joseph, prometía riquezas de alguna clase. Ése fue el momento en que Rook y Joseph se encontraron. Rook, reconociéndole, alarmado y sobresaltado, se echó a un lado para dejar que su haragán subiese. Pero Joseph no se movió. Dejó que Rook diese un paso o dos hacia el interior del hedor y el eco del paso subterráneo, luego puso su brazo izquierdo alrededor del delgado cuello de Rook y le sujetó —junto con una rama de laurel— con tanta fuerza como el modelo sujetaba la muñeca de la camarera.

—Tengo una navaja —dijo.

Y para demostrar que era sincero a su manera, sostuvo la navaja de muelle, que había utilizado por última vez para cortar las coronas de unos tomates, en la mano derecha y la abrió a poca distancia de la nariz de Rook.

—Tira la caja —dijo.

Rook dejó caer las tartas.

—Ahora vacía todos los bolsillos, uno por uno. La chaqueta primero.

Rook sacó los sobres con ambas manos, los rollos de billetes, todo el dinero de los puestos que había recibido ese día. Sostuvo el dinero en alto y hacia fuera, con los brazos extendidos, de la forma menos amenazadora que pudo y lo más lejos de la navaja que sus hombros le permitieron.

—Es tuyo —dijo.

Pero Joseph no tenía una mano libre para tomar posesión. Con un brazo apretaba la garganta de Rook. Con el otro sostenía la navaja.

—Tira eso también.

Rook soltó el dinero. Los sobres y los billetes, más dinero del que Joseph había visto nunca, cayeron sobre la pirámide de tartas. El sobre de Con estaba en la pila.

—Ahora los pantalones —dijo Joseph.

Rook vació ambos bolsillos y los volvió del revés como un colegial al que han pillado robando caramelos.

—Veamos que hay ahí.

Una vez más, Rook alargó las manos. Sostenía un pañuelo, su pase, sus llaves y un poco de cambio.

—Guárdate eso —dijo Joseph, y le gustó el sonido de las palabras, el estilo, la generosidad.

Soltó a Rook y se apartó. Las ramas de laurel cayeron entre el botín a sus pies.

—Date la vuelta. Retrocede.

Rook se volvió para enfrentarse al ladrón y su navaja. Dio dos pasos hacia atrás y esperó. El «guárdate eso» dicho por el muchacho le había indicado a Rook lo que había esperado, que la navaja era para exhibición y no para cortar gargantas o apuñalar pechos. El «guárdate eso» significaba «sigue viviendo». El miedo de Rook dio paso a la irritación y la vergüenza por haber permitido que aquel patán mal vestido le pusiese en ridículo precisamente aquel día, cuando él —sin ayuda, sin coacción— ya se había puesto en ridículo públicamente. Cerró los dedos en torno a sus llaves. Dejó que el extremo biselado de una llave larga asomara entre sus nudillos. Se mordió el labio inferior, no a causa del miedo, sino de la cólera. Se sintió un poco mareado, un poco borracho, un poco embrutecido. No fue difícil dar un paso largo hacia adelante mientras Joseph se agachaba para recoger los sobres y las tartas, fijar los ojos en aquella mancha de nacimiento color cereza y golpear a aquel joven en la cara con los nudillos y las llaves.

Rook pretendía darle en la nariz o en la barbilla, pero falló. Le golpeó en la frente, justo encima del ojo izquierdo. La punta afilada de la llave penetró. Rompió la piel y dejó un agujero carnoso como los que dejan los picos de los grajos en las peras. Rook golpeó de nuevo. Esta vez su puño pegó en la oreja de Joseph. Nuevamente el grajo había dejado su marca, pero más irregular esta vez. Un desgarrón. Sangriento. El tercer golpe vino del pie derecho de Rook y dejó una huella de la calle en el traje de Joseph y un cardenal en forma de medialuna en su pecho. El joven cayó hacia adelante, sin aliento, conmocionado. Aplastó la pirámide de cartón. Su cara quedó pegada a las hojas de laurel, aunque no había olor a mazapán que perfumara su caída. Los tallos de laurel ya no olían. No hay nada permanente en las plantas. Sus savias, sus olores y colores se disipan y se dispersan. El único olor era el de la suciedad del paso de peatones. El sabor era de sangre, y lágrimas. Pronto se despertaría. Descubriría que la sangre venía de una herida en la frente. La sangre le corría por la cara. Las lágrimas eran sangre. Las líneas de la risa en torno a sus ojos, sus labios, el nacimiento del pelo a uno de los lados de su cabeza, la solapa y el hombro de su traje tenían manchas de sangre. La fotografía del catálogo y la de Rook se le cayeron del bolsillo, con las caras hacia arriba.

El golpe final de Rook fue a la mano de Joseph. Le dio una patada para alejar la navaja. Esa patada fue asestada con una tos. La garganta y el pecho de Rook subían y bajaban como los de un planco. Joseph se levantó y, con las manos vacías, subió corriendo la escalera y salió a la luz y la seguridad de la calle. ¡Bendita sea la calle!

Rook recogió las cosas que había dejado caer: los billetes de banco, los sobres, su pase, la caja aplastada con las tartas aplastadas. Recogió también la navaja de Joseph. Cerró la hoja y se la metió en el bolsillo con las llaves. Las ramas del laurel estaban ahora demasiado estropeadas para la silla de Victor. Las lanzó contra la pared del paso subterráneo de una patada. Le sorprendió lo tranquilo que se sentía, a pesar de su dificultad para respirar. Primero, el alivio de su inhalador. Luego, champán.

No sentía ira contra el muchacho campesino. Aquella trifulca con él había sido demasiado breve y poco dramática como para provocar una animosidad duradera. El ataque de asma que Rook había sufrido en la mesa del Jardín del Jabón le había hecho más daño que la pelea. Las burlas le habían herido más. Ojalá sus viejos amigos —los verduleros con los que había crecido— hubiesen visto la refriega del paso y cómo la calle que Rook llevaba dentro había hecho huir al asaltante de la navaja. Ojalá hubiesen presenciado lo que había hecho. La violencia es la réplica perfecta, pensó. Más digna, más elocuente que las palabras. Se sentía en contacto de nuevo con la juventud, con las calles, con la ciudad, con el universo del trabajo manual. Se sentía excitado, entusiasmado. Se sentía tan duro y sentimental como una estrella de cine. Estaba impaciente por compartir un pastel con Anna, impaciente por usar sus puños otra vez.

Rook se agachó para recuperar un último billete tirado en el suelo. Estaba mojado por la sangre de Joseph. A su lado estaba el recorte del catálogo tapado con la fotografía que Con le había dado a Joseph. Rook miró a Rook, perplejo. No había visto aquella fotografía desde hacía años. ¿Cómo había podido caer allí con su dinero? Quizás alguno de los comerciantes que le había pagado el dinero «de la plaza» ese día había metido la foto con los billetes. ¿Por qué? Algún arcano reproche a Rook, sin duda. Alguna acusación del pasado. Era la clase de mezquino desaire que se podía esperar de hombres amargados e implacables como Con. Rook recogió la foto. El traje, el modelo y la camarera que habían quedado ocultos debajo estaban ahora a la vista. Los miró más atentamente. ¿Reconoció el bar quizás? ¿La cara del modelo? Se metió ambas fotos en un bolsillo con la navaja. Se sacudió los restos de laurel de la chaqueta y los pantalones y se dirigió hacia la escalera.

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