Arcadia

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Segunda parte Leche y miel » 1

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No había habido otras sillas de cumpleaños en la vida de Victor, aparte de la que Rook le había preparado cuando era viejo, aparte de aquella en la que se había sentado sin verla. Victor era un hombre de ciudad casi al ciento por ciento. No era tan del terruño como él afirmaba. Había escapado del campo cuando tenía tres semanas, cuando este brusco y gimnástico siglo estaba también en su primera infancia. Su padre había muerto. Una epidemia de fiebres se lo había llevado antes de que naciera su hijo. Su aldea natal no podía salir adelante con la repentina sobrecarga de viudas, ancianos chochos y huérfanos, todos prematuramente caídos del árbol, todos pidiendo caridad al mismo tiempo. Un viudo podía trabajar y ganarse el pan. Pero ¿quién se quitaría de lo suyo para alimentar y vestir a la esposa del guarnicionero y a su criatura, cuando naciese? La pericia de su marido había muerto con él. No había dejado tierras ni cosechas que ella pudiese vender. La casita, el taller y el patio eran alquilados. El administrador del propietario le permitió quedarse hasta que naciera el niño y luego —¿qué remedio quedaba?— le pidió el pago atrasado de muchas semanas. El dinero que ella había sacado de la venta del cuero sin trabajar, las herramientas y el caballo de su marido, no era suficiente para saldar los meses de deuda y vivir. La madre y el crío arrugado eran tan pobres como gusanos.

Por lo menos el diminuto estómago de Victor estaba lleno. Los pechos de su madre eran independientes de todas las penalidades de su vida. Pero ella estaba débil por la pérdida de sangre y de leche y por la falta de alimento. Todo lo que tenía para comer era un bocado de aire y dos saltos a la puerta de la despensa.

Pero ¿qué hay de los alimentos gratuitos del campo? ¿Las setas y las nueces? ¿El grano que dejan los segadores y los trilladores entre los rastrojos? ¿Las bayas y las aves? ¿La miel y los peces? La vida no es así, salvo en los libros infantiles. Los alimentos gratuitos del campo están pasados y agusanados antes de estar maduros; o bien son más rápidos que la mano humana y no se pueden atrapar. Lo que es gratis y está sano se lo comen los perros más fieros y los pájaros. Lo que queda sirve de sustento a las moscas y los ratones.

Así que la madre de Victor no tuvo más remedio que preparar su bolsa de lona —una bolsa que su marido le había cosido antes de que se casaran— y emprender el camino a la ciudad con su criatura. Tenía una hermana con la que se relacionaba poco, más joven, que servía en casa de un hombre rico. Su dirección era un número de la lista de correos. La madre de Victor le pidió al administrador del casero que le escribiese una nota. Decía: «Hermana, mi marido ha muerto con menos de veintitrés años. Tengo un niño. Se llama Victor. Así que tenemos que acudir a ti porque eres todo lo que tenemos, y estaremos pronto contigo en busca de cariño y ayuda. Hoy es lunes, 26 de junio. Dios te guarde. Firmado afectuosamente, tu hermana Em». Rogó que le dieran un sello y dejó la carta en manos del empleado de correos del pueblo. Había un tren correo un día sí otro no. La carta estaría pronto en la ciudad. Su hermana haría los preparativos para acoger a la viuda y al huérfano, sin duda, y les conseguiría comida y trabajo.

Em hizo un cabestrillo para Victor y lo sujetó a su pecho con el mantón. Se ató la bolsa de lona a la espalda. Arrojó unos granos de maíz —como gracias y despedida— en la entrada de su casa. Encendió una vela. Debía llevar una luz de su antigua casa a la nueva, dondequiera que estuviese ésta. La luz es suerte. Tienes que llevarla contigo cuando te mudas. La levantó y la bajó de nuevo. Una vez, dos. La llama se inclinó, se agachó y se encogió. La luz tendría que quedarse. No era tan tonta como para pensar que podría mantener viva la llama en medio del viento de la noche.

—La dejaremos aquí para él —le dijo a su hijo—. A tu padre siempre le encantó la mojiganga de las velas.

Pero Victor lloró cuando perdió de vista la llamita. Era su primer y único juguete. Lo quería. Entonces Em se arrodilló y la apagó con los dedos mojados en la lengua. Le dejó agarrar el extremo de la vela, un pezón y un dedo hechos de cera. Eso le mantuvo tranquilo mientras emprendía el viaje a la ciudad, atravesando valles que en esa época del año estaban tachonados de retazos azules a causa de los campos de judías de manac. El cielo y la campiña estaban hechos de la misma tela, y ésta era del color del mar Caribe.

Victor se contentaba con poco más que mamar y soplar. Le bastaba con agarrarse al extremo de la vela, dormir y alimentarse, mecido por el ritmo de los pasos de su madre, calentito y mimado por el cabestrillo y por sus pechos. Un niño de tres semanas está hecho para acurrucarse y estirarse y dormir pase lo que pase. Y más vale así, porque la caminata de su madre a la ciudad duró siete días y pasó por tormentas, bosques y vados que hubiesen asustado a niños mayores. Em temía a los lobos, al frío y a una pierna rota, pero Victor llenó su cabeza vacía con los latidos del corazón de su madre. Ella lavó sus sucios y pesados pañales en los arroyos y dejó que las telas mojadas se secasen y endureciesen extendidas sobre su espalda. Cuando llegaron a los puestos avanzados del mundo civilizado, los cementerios, los vertederos, los campamentos de gitanos, los hogares de los banqueros, los mataderos, los bulevares exteriores de la ciudad, Victor había recuperado el peso que tenía al nacer. Su madre, en cambio, estaba más pálida, más delgada y más fría que un proteo.

Dejaron atrás los campos. Llegaron a carreteras asfaltadas e hileras de casas con jardines y caminos para carruajes. Atravesaron bosques altos y encontraron un armónico paisaje urbano que se extendía ante ellos en grises, rojos y marrones, con un trémulo espejismo de humo que hacía que las colinas a lo lejos pareciesen producto de las chimeneas de las fábricas textiles de la ciudad y que el cielo estaba cubierto de pizarra líquida. Aquélla era una ciudad diferente de la que conocemos. Menos egoísta, más maligna.

Em llevó a Victor por la calzada de árboles y hierba que dividía el bulevar exterior de la ciudad en dos y llevaba los tranvías y el campo al interior de la ciudad. En aquellos tiempos los pies, las pezuñas y las ruedas batallaban por lograr el dominio de las ciudades, y las ruedas —porque los ricos tenían automóviles— estaban ganando todas las escaramuzas en las calles. Para tener paz y tranquilidad los peatones seguían las vías de los tranvías.

Le preguntó a un anciano por el edificio de correos.

—Está lejos. Tendrá que coger un tranvía —le dijo él, señalando la parte más alta de la ciudad.

Le indicó dónde paraba el tranvía y esperó hasta que ella se puso en la cola. Pero una vez que él siguió su camino sorteando los carromatos y los carruajes que abarrotaban la calzada, ella echó a andar una vez más a lo largo de las vías del tranvía, adentrándose en el interior de la ciudad. Le daban miedo los pasajeros. Le daban miedo los ruidosos tranvías, con sus escaleras exteriores de caracol y sus imperiales azotadas por el viento, que traqueteaban y refunfuñaban como el carro de heno del diablo. Temblaba por la calle. Y, sin embargo, debajo de sus plumas y sus lazos, debajo de sus faldas estrechas, aquellas mujeres eran como ella. ¿Qué esperaba? ¿Que la gente de la ciudad caminase a cuatro patas, como afirmaba la sabiduría campesina? Miraba a sus hermanas urbanas a la cara, pero no pudo encontrar unos ojos que le devolvieran la mirada. Todas parecían muchachas pudorosas —o pecadoras— que no podían levantar la vista, que no tenían la energía suficiente para sonreír. Em caminó y sonrió y buscó una bienvenida en todas las personas que pasaban. ¿Cómo podía saber lo extraña que parecía, lo desconcertantes que resultaban su cara levantada y su boca sonriente? Besó a Victor en la cabeza. Le murmuró al oído el estribillo de la canción infantil: «Ciudadanos, ceñudos, presumidos; las narices para arriba; las bocas para abajo».

El edificio de correos no era como lo imaginaba. En su mundo, los edificios eran mucho más pequeños. La oficina de correos de su pueblo era una modesta habitación. Pensaba que el edificio de correos de la ciudad sería muy parecido. Su hermana, idéntica a la jovencita que había emigrado tres años antes, estaría esperándola en la puerta. De no ser así, pensó Em, ella, sencillamente, daría el número de la lista de correos. Alguien apretaría un timbre o haría una llamada para que su hermana acudiese del trabajo. Si era sencillo encontrar a alguien en los pueblos, imagínate lo fácil que sería en ciudades como aquélla, donde todo se hacía tan rápidamente y tan bien. En lugar de eso se encontró un edificio de piedra arenisca con una gran escalinata y numerosas puertas. El camino de Em hasta allí estaba bloqueado por carros y tranvías. Ríos de gente que iba en direcciones opuestas competían por las aceras y la calzada. Nunca había visto tanta premura, ni oído tal agitación o encontrado tanta seguridad y vacilación al mismo tiempo. Nunca había visto tantos caballos, tan tranquilos y satisfechos, a pesar de la flagrante agresión de los automóviles.

Em cruzó con Victor la estela de dos hombres gordos de uniforme. Eligió la entrada central del edificio de correos y penetró en él, pasando por entre gigantescas columnas y grandes puertas de bronce. Enseguida se quitó el sombrero de la cabeza y lo sostuvo en la mano. Estuvo a punto de persignarse y caer de rodillas para rezar. Era una sala hinchada, oblonga, sepulcral e imponente. La poca luz que había venía de unas ventanas altas en la cúpula y de unas arañas de gas que siseaban como monjas y se reflejaban en los suelos de mármol veteado y pulido. Había una docena de mostradores de caoba y una veintena de rejas de metal, y delante de cada una de ellas una cola de personas que se daban codazos y empellones. Todos los hombres y mujeres que había allí llevaban impresos, dinero, paquetes o cartas en las manos y, aunque susurraban como si estuvieran en la iglesia, el bullicio del lugar era más fuerte y más sordo que el de la calle. Nadie parecía verla. Sus brazos chocaban con los de ella. Alargó el papel con el número de su hermana, pero nadie se detuvo a ayudarla. Gritó el nombré de su hermana. Su voz alzada perturbó a Victor, que había estado durmiendo la mayor parte del tiempo a pesar de la ciudad. Empujó la barbilla contra los pechos de su madre, molesto por algo. Gases, quizá, o el sabor de la desesperación en la leche de su madre. Ella le empujó de nuevo al pezón, pero él sólo lo mordió con las encías y lloró como lloran los viejos, la cara convertida en un mapa de arrugas, los ojos apretados. Una vez más Em gritó el nombre de su hermana. Pero nadie acudió excepto un conserje que le señaló su placa y luego la puerta y le dijo que tendría que marcharse o «parar el ruido». Se puso en una cola detrás de una hilera de personas, la mayoría de las cuales tenían sobres o tarjetas. Se apartaron de ella, de su desamparo, del llanto del niño, del olor a orina secándose en la ropa tendida en su espalda.

—¿Es aquí? —preguntó, y enseñó el número de su hermana.

Vieron las palabras

lista de correos y le señalaron una antesala. Dentro había filas de cajas metálicas, todas con unas rendijas y cerradura, otro mostrador y otra cola. Cuando llegó su turno, Em levantó el nombre y el número de su hermana contra la reja. La mujer del mostrador miró el papel y desapareció en una habitación trasera cerrada sin decir una palabra de saludo. Regresó un momento después con una carta. Era la que Em había enviado —gracias a que el administrador de su casero sabía escribir— dos semanas antes.

—Esto es todo lo que hay —dijo la empleada—. Identificación, por favor.

Em estaba confusa.

—¿Mi hermana está aquí? —dijo.

Dio el nombre de su hermana de nuevo. Mantuvo una conversación que no tenía sentido y que impacientó y divirtió a la gente de la cola. La empleada dejó a un lado la carta de su hermana.

—No puedo ayudarla —dijo, y ya estaba atendiendo a otra persona.

Nuevamente fuera, Em no pudo encontrar un sitio donde descansar y reflexionar. «Así que ésta es mi vida ahora», pensó. «Estoy fastidiada, agotada y confusa… ¡Y lejos de casa!». Por lo menos Victor había vuelto a dormirse. Su madre hizo rodar el cabo de vela entre sus manos.

Em caminó sin rumbo mientras hubo luz. Esperaba ver a su hermana por la calle. Aquella primera noche durmieron en unos establos cerca del ferrocarril, pero por la mañana unos perros les olfatearon y asustaron a Victor con sus ladridos. Una vez más, Em caminó por las calles y miró todas las caras que pasaban. Si veía mujeres de la edad de su hermana y que tenían aspecto de criadas, las paraba, mencionando el nombre de su hermana y pidiendo ayuda, consejo o trabajo.

—No conseguirá trabajo con eso —le dijo una mujer, señalando la cabeza de Victor—. ¿Qué es? ¿Niño o niña? Hay gente en esta ciudad que pagaría buen dinero por una criatura como ésa. Yo puedo encontrarle a alguien que le daría a esa criatura una vida como Dios manda. —Cogió el brazo de Em—. Venga —le dijo—. La llevaré a un sitio donde pueda comer y dormir.

Em tuvo que gritar y forcejear para liberarse.

Esa segunda noche durmieron lo mejor que pudieron en unos bancos resguardados en la terminal de tranvías. Las luces eran fuertes y se oía el ruido de las cuadrillas que limpiaban los tranvías. El vigilante le dijo que tendría que irse, pero cuando vio al niño le permitió quedarse.

—Sólo por una noche —le advirtió—. Y luego más vale que se lleve al niño donde esté su familia. Una criaturita tan pequeña no durará ni cinco minutos si duerme al raso.

Em dijo que tenía una hermana que les ayudaría. Le dijo al hombre el nombre de su hermana y lo que le había pasado en el edificio de correos. Él meneó la cabeza.

—No tiene usted idea —le dijo—. Su hermana no es más que una haba del campo enterrada en el fondo del saco. No la encontrará metiendo la mano y sacando diez habas. Esta ciudad es grande. Ya habrá visto las multitudes. Su hermana es como si estuviera muerta a menos que tenga usted la dirección de una casa.

Más tarde volvió. Ella se despertó y le descubrió mirándola. Había traído algo de pescado frío y pan.

—Es usted una chica bastante bonita —dijo, mirando más a Victor y a los senos de Em que a su cara—. Más le vale encontrar un hombre que la recoja. Más le vale encontrar un padre adecuado para el niño.

Em negó con la cabeza y dijo que no quería el pan y el pescado. No tenía apetito. Temía que el vigilante quisiera algo a cambio de la comida. Sus ojos estaban encendidos e inquietos como los de un cerdo en celo. Parecía —por utilizar la expresión de la madre de Em— como si el corazón se le hubiera caído más abajo del cinturón. Ella cerró los ojos y se tapó el pecho con el mantón. Al fin oyó que el vigilante se marchaba. No había dejado el pan y el pescado.

Ahora, en su tercer día en las calles, hizo lo que pudo por guardarse sus problemas. No trataba de encontrar la mirada de los hombres y mujeres que se cruzaban en su camino. Ya no buscaba ni confiaba en su bondad. Se sentó con Victor al sol en las escaleras del edificio de correos. Había intentado de nuevo hablar con los empleados de la lista de correos. Esta vez un hombre que estaba detrás de la reja le había pedido pruebas de quién era antes de comprobar el número que ella le daba. Los había mirado a ella y a Victor como si fuesen portadores de una enfermedad. Ella no pudo contener las lágrimas. No pudo evitar que corrieran por sus mejillas y cayeran sobre su mantón ni siquiera cuando huyó del edificio de correos y descansó al sol. ¿Qué podía hacer? ¿Buscar al vigilante? ¿Vender a Victor por la suma más alta? ¿Salir de la ciudad y encontrar el camino de vuelta al pueblo de su marido, más allá de los campos azul mar? Tal vez debería tirarse debajo de un tranvía. O probar suerte bajo los cascos y las ruedas de algún carro rápido. Era demasiado fuerte para tomar estos caminos fáciles. En aquellos tiempos la vida era dura. Toda vida era dura. Te criaban con trabajo, deudas, hambre, frío. Tres días y tres noches sin una cama en la ciudad eran mejor que los siete días que había pasado andando por los campos y los bosques. Así que las cosas estaban mejorando y mejorarían cada día.

Alimentaba el sueño de encontrarse con su hermana alguna vez, pero fijaba sus objetivos cotidianos a un nivel bajo. La primera tarea era encontrar un lugar seguro. Luego encontrar un lugar donde pudiesen dormir sin miedo a los hombres ni a los ladrones. Y luego un poco de comida, quizá. Una buena manzana crujiente, dulce por el sol, era lo que más deseaba. Éste era el obsequio campesino para las niñas que habían llorado y los niños que habían sido buenos. «Anímate, querida Em», solía decirle su madre. «Anda, ve al cobertizo y cógete una buena manzana madura del barril». Em sonrió ante el recuerdo de su madre y de los obsequios. Debió de ser la sonrisa y el encanto de Victor acurrucado en su pecho lo que causó que dos mujeres que pasaban se detuvieran y le devolvieran la sonrisa. Echaron unas cuantas monedas pequeñas en el regazo extendido de Em, le sonrieron de nuevo y se alejaron. Parecían hermanas, chicas rollizas y modestas, con sombreritos sujetos con alfileres al pelo y zapatos de tacón bajo. Los cestos que llevaban —de estilo campesino, tejidos con corteza trenzada— estaban vacíos. Parecían criadas de hombres ricos, chicas de pueblo que habían hecho su vida en la ciudad. Em las siguió. Parecía lo más sensato. La llevaron por calles estrechas, pasando por delante de callejones y callejuelas, cruzando las puertas medievales de madera, hasta llegar a la alegría del Mercado del Jabón, donde ellas —y la propia Em— se perdieron pronto entre la multitud. Si su hermana era la criada de un hombre rico, seguramente compraría sus vituallas allí, pensó Em. Además, se sentía a gusto y segura en medio de los productos y los olores del campo. ¿Qué podía ser más inocente que comprar comida en el mercado? Diez, veinte veces, creyó ver a las hermanas rollizas nuevamente. Pero todas las mujeres se parecían. Parecían vestir igual y caminar en parejas. Eran la clase de mujeres, según había descubierto Em, que le daban monedas a una viuda con un niño de pecho. Supo que era allí donde haría su fortuna.

Esa noche se unió a las otras personas sin hogar, buscando fruta y monedas entre los sacos y las canastas del mercado. Chupó las raíces de ruibarbo desechadas, que son laxantes. Cenó dátiles y tomates verdes, mientras Victor cenaba leche. Supo lo que tenía que hacer. Al amanecer se despertó, mojada por la orina de Victor y perturbada por el frío y el ruido de los mozos de cuerda, las carretillas y las chicas del mercado. Tendió la mano con la palma hacia arriba pidiendo compasión y dinero. Un vendedor del mercado a quien le gustaban los niños puso una manzana perfecta en su palma.

Así que Victor vivió bajo una sombrilla del mercado durante ocho o nueve meses. Su madre la encontró tirada. Algún vendedor de flores, es de suponer, había renunciado a ella y se había comprado otra. El palo de madera estaba partido en dos. La lona verde y amarilla estaba rasgada. La reparó lo mejor que pudo sin materiales ni herramientas. Sacó el mejor partido de nada. Entonces las mujeres tenían que hacerlo. Un trozo de lona y un palo roto eran mejor alojamiento que las trincheras que sus hombres ocuparían cuando estallase la guerra. Em colocó su sombrilla en el centro del mercado, entre dos bares y cerca de las piedras del lavadero. Tenía el tronco liso y mojado de un árbol para apoyar la espalda. Tenía los desperdicios del mercado y el estiércol con paja para ablandar los adoquines. Su puesto de mendiga estaba bien elegido. Borrachos, mujeres trastornadas, desdichados, inocentes visionarios, desheredados y cínicos se reunían en las escaleras de las iglesias y mendigaban monedas, limosnas, santa caridad a los feligreses, a los penitentes y a los invitados a las bodas. Los que tenían silbatos o hacían trucos con fuego o pelotas se quedaban en las calles concurridas y entretenían a los paseantes, las colas de los tranvías, y las colas de los cafés a cambio de unas monedas. El tipo de mendiga que era Em, que es el modelo de lo que podría ocurrirnos a todos, debe estar limpia, y en el Jardín del Jabón había agua corriente todo el día. También había multitudes con tiempo libre. Allí los transeúntes eran variados: vendedores del mercado, camareras, sus clientes, las mujeres con su colada, los hombres que acudían a beber y charlar. Nadie iba allí sin un poco de dinero. Los bares, las camareras, los puestos del mercado no eran instituciones de beneficencia. La gratitud no era lo que buscaban.

Así que la madre de Victor hacía algo más que pedir. Vendía sonrisas y paz de espíritu. Lo hacía bien. Tenía una criatura que mantener. La sombrilla rota de colores era el toque perfecto. Era lo que las mujeres campesinas usaban para protegerse de la lluvia y el sol cuando iban a la ciudad para vender sus flores o sus cabezas de ajos. Los transeúntes miraban hacia abajo para ver qué vendía aquella mujer. La cara de Em estaba oculta por la sombrilla. Sus senos estaban expuestos, con Victor trabajando afanoso. El niño necesitado. Una mano —la que llevaba la alianza— descansaba sobre la rodilla con la palma hacia arriba. La otra apretaba a la criatura contra su pecho. Se vendía a sí misma. No sentía vergüenza. La vergüenza es una cosa de familia, del pueblo. No cuenta mucho entre extraños. Su único temor —y esperanza— era que su hermana pasase por allí casualmente y mirase debajo de la sombrilla. Hacía lo que podía por mendigar con orgullo. No era el pecado, como la bebida o la cama, lo que la había llevado allí. Clavó con un alfiler una foto amarillenta de su marido a la lona de la sombrilla con una escarapela de seda negra. Significaba: He aquí a una viuda y su hijo. Miren a su hombre. Su muerte les ha dejado en la pobreza y sin hogar.

¿Cómo le iba a Victor en aquella época? ¿Son los niños de menos de cinco semanas tan ensimismados e inocentes que nada del mundo exterior hace impacto en sus vidas siempre y cuando estén alimentados y abrigados y no tengan gases? La verdad es que sí. El único vínculo que hay se produce entre los pezones y los labios. Victor era de esos niños que se pegan al pecho de su madre con la tenacidad y decisión de una lapa a una piedra. Si estaba mamando, estaba bien. Si desprendías sus encías, si le soltabas con un dedo suavísimo, imitaría a una gaviota picoteando en busca de gambas, su diminuta llamada —aún no una voz— tan quejumbrosa y displicente como una endecha.

Em pensó que aquel canto fúnebre le permitiría ganar dinero, que Victor cantando débilmente para pedir el pecho impulsaría al transeúnte de corazón más duro a desprenderse de unas cuantas monedas. Si su niño lloraba de esa manera tan fácilmente sólo tenía que liberar sus pezones cuando pasara la gente y ganaría una fortuna en monedas pequeñas. Nadie era tan mezquino, pensó, como para cerrar los oídos a un bebé angustiado. Pero se equivocaba. En esta ciudad somos sentimentales. No nos gusta la tragedia. Ésa es la razón de que el borracho que se ponía en la puerta de la estación de ferrocarril cantando fragmentos de ópera en falso italiano y francés y molestando a las mujeres con sus arias, ganase más pidiendo que el hombre del carrito que había perdido a su mujer, la cabeza y ambas piernas en alguna guerra olvidada. Echar una moneda en el viejo sombrero de ópera del viejo borracho era mostrar liberalidad, mundanidad, las sensación de que todo va bien. Darle dinero al hombre del carrito —que lo cogía sin una palabra ni una sonrisa— era poner precio a una vida, a una pierna, a una personalidad. ¿Qué precio? Menos de lo que uno podía permitirse. Las monedas sonaban al caer en el suelo del carrito. Suficientes monedas pequeñas como para comprar unas cortezas de cerdo, un trayecto de dos paradas en tranvía, una cinta para el pelo. Las monedas pagaban la posibilidad de que los donantes entraran libres de culpa en el andén y los trenes. Sólo que, naturalmente, la puerta donde esperaba el hombre del carrito era la menos utilizada. Sus muñones desnudos, su desesperanza desnuda, hacían que la gente cambiara de rumbo. El borracho operístico atraía a las multitudes.

Eso le pasaba a Em. Cuando apartaba a Victor de su seno, sus protestas despejaban un espacio en torno a su sombrilla. Los compradores no miraban para ver qué tenía en venta. Lo sabían. Oían los berridos de la criatura y apartaban sus ojos de aquel cuadro de dolor privado. No estaría bien mirar. O sonreír. O romper el momento con unas monedas en la palma de Em. Además, ¿de qué le serviría una moneda a alguien tan joven? Una moneda no cambiaría su vida. ¿Qué podían hacer entonces? ¿Rebuscar en sus bolsillos un poco de amor sólido? ¿Tender la mano y ofrecer a aquella pareja su cuarto de invitados gratis? ¿Un trabajo? ¿Una comida? ¿Un billete de vuelta a casa? No, las lágrimas de Victor —y, llegados a este punto, ¿quién no se detendrá para considerar la pesada franqueza de las palabras?— no tenían ningún valor. Pero ¿qué podía ser más atractivo que una criatura pegada al pezón de su madre, las dos formas naturales más amadas, la mejilla de un niño, el seno de una mujer? No era preciso apartar la vista de aquella desnudez. En las iglesias y en las galerías de arte se podían estudiar escenas más íntimas. Madona con niño. La infancia de Cristo. El primogénito. De hecho, en las monedas de plata de menor valor de esa época había grabada una figura. Una mujer, Concordia, sostenía a una criatura contra su seno, la túnica abierta hasta la cintura, sus muslos convirtiéndose en un tronco de árbol, el tronco de árbol convirtiéndose en maleza, ésta en la Madre Tierra. Ahí estaba, pues, la contrafigura sentimental de los borrachos cómicos y operísticos. Em y Victor formaban un cuadro moralmente reconfortante cuando Victor estaba dormido en su pecho. Las monedas echadas en la palma o en el chal de la madre eran un tributo a la vida familiar. Em lo entendía así. Para ganarse la compasión y el dinero de los ciudadanos tenía que parecer respetable y, más que eso, serena, una escultura viviente llamada Maternidad.

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