Arcadia

Arcadia


Segunda parte Leche y miel » 2

Página 14 de 44

2

Para aquellos hombres a los cuales no conmovía la Maternidad, Em hacía el papel de Eva. Llevaba una máscara de estúpida inocencia que resultaba tan provocativa para ellos como los labios fruncidos y la pintura en las caras de las camareras que vendían sexualidad verdadera a cambio de dinero. Los comerciantes del mercado que pasaban con frecuencia por delante de ella y veían que su expresión parecía fluctuar al azar entre Eva y Maternidad pensaban —preferían pensar, en realidad— que Em no era demasiado lista. Decían que no tenía ni el sentido común que Dios le había dado a las lechugas. La apodaron «El Rábano». Ése era el mote que ponían a las muchachas coloradas y olorosas y terrenales como ella. Aquellos comerciantes tenían buen motivo para dudar de la agudeza de su inteligencia, aparte del de sus cambios de semblante. Le murmuraba a su pequeñuelo todo el día, con esa cadencia campesina lenta y bien conocida que alargaba las vocales y estrujaba las consonantes y hacía que el lenguaje sonara a morse. Sin embargo había astucia bajo la piel de la viuda. Al que da limosna le gusta la gratitud estúpida. No se la da a quien parece más listo que él, sea Eva o no lo sea. No, la madre de Victor no era tonta, a pesar de las apariencias. Una tonta habría tenido la palma vacía, pero la de Em estaba siempre ligeramente curvada y abotonada por el marrón cobrizo de las monedas.

Su físico, naturalmente, le ayudaba. Era un rábano con una cara redonda e infantil. Sus senos eran grandes y firmes a causa de la leche. Su cuello y sus hombros eran vulnerables y estaban desnudos. Separaba las rodillas para hacer de su regazo una cuna para el niño. Sus pies y la parte inferior de las piernas sobresalían de las faldas con la inconsciencia de una niña sentada a la sombra durante la siega. Cualquier hombre que se detuviera para dejar caer unas monedas sobre su palma estaba pagando el tiempo de contemplarla, aunque, si se acercaba demasiado, la sombrilla la ocultaba a su vista. Ella no levantaba la cara para mirar a aquellos hombres directamente a los ojos. Una mirada suya les haría vacilar, o devolver las monedas que habían encontrado para ella en los bolsillos de su chaqueta. Con las mujeres, sin embargo, el rábano levantaba la barbilla y las miraba a los ojos y sonreía. La mayoría de las mujeres que iban a la compra eran demasiado tímidas y demasiado sociables para dejar de devolver una sonrisa espontáneamente concedida. Y después de haberle sonreído a Em, ¿qué podían hacer? ¿Qué otra cosa sino murmurar unas frases acerca del tiempo y del niño y comprar su huida de las sonrisas y los lugares comunes con unas monedas en la palma de Em?

A veces las multitudes que caminaban entre el mercado y el jardín eran demasiado densas para que las sonrisas diesen resultado. Las compradoras, sencillamente, bajaban la vista y dejaban que las sonrisas de la mendiga resbalasen junto a ellas. Pero Em aprendió pronto a acompañar sus sonrisas con palabras. «Dios bendiga al alegre donante», decía. O «¡Señora, señora!», murmurado de modo apremiante como si hubiese visto algún peligro en la calle o hubiese reconocido a un amigo de la familia. Si Em lograba parar a la primera persona de una multitud y azorarla para que le diese, entonces podía contar con donativos a raudales. El primer pez guía al banco.

Así que Victor y su madre vivían bajo la sombrilla y dormían de noche donde podían encontrar un sitio entre los cestos adormilados o en la parte de atrás de los bares. No eran ricos. Por supuesto que no eran ricos. ¿Cómo podían serlo viviendo del espigueo? Pero sobrevivían, sostenidos por la caridad, por la perspectiva de que la hermana de Em pasara por allí por casualidad, por la certeza de que la ciudad proveería con abundancia, por la sensación de temor reverencial que sentían al ser el centro de tan tumultuosa telaraña, por el dislocado optimismo de aquellos cuyas vidas están llenas de anhelante esperanza.

¿Era Victor feliz? Hasta entonces, sí. Se alimentaba con satisfacción, dormía. Sus dominios eran el regazo de su madre. Sus pezones eran sus juguetes. Pero luego los músculos de su cuello y de sus brazos se fortalecieron. Se aburrió de mamar. Quería levantar la cabeza y mirar a su alrededor todos los movimientos y los colores de las calles. Se apartaba del seno, sobresaltado, cuando oía a Em gritar: «¡Señora, señora!», o cuando el bullicio de la gente parecía más elocuente y apremiante que los latidos del corazón de su madre. Descubrió que los momentos que más le gustaban eran aquellos en que estaba erguido sobre las rodillas de su madre y ella le ayudaba a eructar, separando el oxígeno de la leche que había tragado y que estaba causando una confusa contienda en su estómago. Ella tenía una mano abierta sobre el pecho del niño, sosteniéndole. La otra daba golpecitos y tocaba suavemente el bongó sobre su espalda, entre sus frágiles omóplatos. Otras veces marcaba el compás de la melodía no con los dedos, sino con el cuarteado y grisáceo cabo de vela que sólo volvería a encender cuando tuviese un sitio que pudiera llamar su casa. El corto cuello de su hijo se arrugaba en ondas de grasa infantil. Su boca estaba abierta en espera de la tormenta de eructos calientes y lechosos. Algunos hombres al pasar chasqueaban la lengua para él o le lanzaban cómicos besos con los labios fruncidos. A veces pasaba un perro corriendo. O niños mayores. El mercado ofrecía siempre entretenimiento al chiquillo: un mozo de cuerda con vacilantes cajas de cebollas sobre su carro de madera, una discusión, un retazo de canción, unos empujones entre amigos y, casi constantemente durante el día, el casual y enmarañado flujo y reflujo de ciudadanos en busca de amores, fortuna, placer, comida. A veces la calle estaba tranquila y vacía alrededor de la sombrilla. Pero entonces Victor descubría una mariposa a la que observar, o la afilada luz del sol lanzando guiños sobre el cuello roto de una botella, o el movimiento de los dedos de sus propios pies, o el agua derramada, separándose y juntándose en su vacilante y bulboso progreso entre los adoquines.

Una vez que eructaba se habría quedado muy a gusto con la cabeza apoyada en el hombro de Em, las manos enfundadas en las de ella, un espectador adormilado. Pero había que ganar dinero. Los senos de su madre eran el torno de Victor, su banco de taller, la rueca de la familia. Em ponía a su hijito a sus senos. Le metía el pezón en la boca y le sostenía allí, murmurando y arrullándole al oído para que se quedara tranquilo. Era una tarea inútil. Un niño que está creciendo no se queda tranquilo y tumbado todo el día. Un niño viene a este mundo para levantar la cabeza, estirar las piernas y agarrar las cosas. Em le cantaba canciones de cuna. Le contaba cuentos campesinos. Le hablaba de su marido, el padre de Victor. Pero a Victor no le interesaba. El dócil niño de pecho era cada vez menos dócil. Su estómago estaba distendido y no se aliviaba con los eructos. Sus testículos y la parte interna de sus muslos estaban cubiertos con un doloroso salpullido, cuyas placas escamosas y lesiones se irritaban más a causa de la orina y las heces. El niño lloraba cuando estaba envuelto en sus pañales. Pataleaba y se daba golpes con los puños.

Em sabía lo que tenía que hacer. Un salpullido causado por los pañales no es la peste. Basta con un poco de aire, un poco de clara de huevo y paciencia para que el salpullido desaparezca. Pidió un huevo y lo partió sobre la mitad de una piel de naranja. Puso diminutas cataplasmas de zumo de naranja, brillando de albúmina, sobre los inflamados muslos y testículos de su hijo. Le abrió las piernas y le dejó tumbado, desnudo de cintura para abajo, sobre su regazo. El sol y la brisa penetraban y caracoleaban libremente entre sus piernas. El regazo del pequeño Victor —sus llameantes genitales cubiertos por parches de zumo de naranja— presentaba los tintes dorados y ocres de un fresco desconchado. Eva y Maternidad se habían acabado. Esta escultura no era un buen negocio. Ahora la mano extendida de Em apenas tenía que soportar el peso de las monedas. Nadie la miraba a los ojos. Los hombres melindrosos ya no pagaban por mirar a Victor agarrado al seno de Em.

El remedio era más simple que los huevos. El problema era que Em comía demasiada fruta. Su dieta la constituían las naranjas, la uva, los pomelos, los tomates y las manzanas que los compradores y vendedores más conocidos le arrojaban al pasar. Ése era el almuerzo. Luego, para cenar, se alimentaba con lo que encontraba entre los adoquines, la fruta desechada, machucada y extraviada en el Mercado del Jabón. Se alimentaba de cítricos, peptina y fructosa. Su orina era tan acerba como el rocío que se acumulaba en las turberas. Su leche también. Pasaba a través de Victor dejando un rastro acre. Le revolvía el estómago. Le irritaba y escaldaba la delicada piel. Cuando mamaba se ponía inquieto. Apretaba los pezones entre las encías. Trataba de morder. Y Em tenía su propio problema. Su hijo le había inflamado un pezón. Éste se agrietó y la acidez de la leche no contribuyó a que sanara. No dejaba que el niño se alimentara de ese lado. Sólo le permitía mamar del seno derecho. Pero él era mayor ahora y quería más. Un pecho no era suficiente. El niño tenía ya más de seis meses. Su boca y su estómago estaban preparados para el alimento sólido, plátanos machacados y mezclados con leche, guisantes, patatas, manzana cocida, cereales. Pero Em temía el día en que Victor renunciase al pecho. Le gustaba la forma en que se aferraba a ella para alimentarse. Así que estrechaba al niño contra el seno bueno y confiaba en que el salpullido de la criatura y sus propias grietas sanasen antes de que se secase la fuente del dinero.

La desnutrición de Em y su fatiga al tener que luchar sola con el niño redujeron el flujo de leche aún más. La criatura perdió interés nuevamente en el mundo exterior. Mamaba todo el día, pero no estaba satisfecho. Por las noches se mostraba cansado e inquieto. No dormía mucho rato seguido. Gimoteaba y se adormilaba. Los senos de su madre eran motivo de irritación para él. No le dejaba mamar de uno; el otro estaba casi seco. Em tenía dolores. El pezón agrietado se había infectado por la falta de cuidados. Tenía fiebre. Un absceso del tamaño de una nuez se había formado en los conductos de la leche de su seno. Estaba enrojecido y palpitante. El dolor era intenso.

—Se me acaban las fuerzas —dijo para sí mientras arrancaba capas de la pizarra fósil que eran sus uñas.

Em y Victor se mecían día y noche. Em abandonó la cuidadosa presentación de su niño y de sí misma. La cara de rábano se volvió de un blanco amarillento. La buena salud del campo no sobrevivió a las penalidades de la ciudad. No tenía ningún plan para escapar de nuevo. Se hundía bajo la sombra del parasol y gritaba por encima del llanto irritado de Victor: «Por favor, ayúdenme. Por favor, ayúdenme. Mi niño se muere». Lloraba. Trataba de agarrar las perneras del pantalón o las faldas de los transeúntes. Hacía gestos para indicar que tenía el estómago vacío. Se llevaba la mano al corazón. Probó a insultarles. Gritaba palabras que no conocía hasta que vino a la ciudad.

No le daba resultado. Los ricos eran ciegos a la pobreza ruidosa. La gente pasaba apresuradamente por delante de ella. La loca de la sombrilla no ganaría el corazón de nadie de esa manera. Había esperado anhelante. Ahora la muerte parecía volverse contra ellos. La ciudad estaba a punto de encerrarles en una celda de hambre, enfermedad y desesperación. Y entonces cambió su fortuna. La hermana de Em, la tía de Victor, fue enviada por la casualidad para salvarles.

Ir a la siguiente página

Report Page