Arabella

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Cuando Arabella se despidió del señor Beaumaris delante de la casa de lady Bridlington, el mayordomo que le abrió la puerta le informó que dos caballeros estaban esperándola en el saloncito. La noticia le produjo una considerable sorpresa. El mayordomo le explicó que uno de esos jóvenes caballeros había mostrado mucho interés por verla, porque era de Yorkshire y la conocía. Un temor espantoso se apoderó de Arabella: que todo Londres hubiera descubierto la verdad. Con mano temblorosa cogió la tarjeta de visita de la bandeja que sujetaba el mayordomo. Pero comprobó que no conocía el nombre elegantemente impreso en ella: no recordaba haber oído hablar de ningún Felix Scunthorpe, y mucho menos haberlo conocido.

—¿Dos caballeros?

—El otro joven, señorita, no ha revelado su nombre —respondió el mayordomo.

—Bien, supongo que tendré que recibirlos. Dígales que bajaré enseguida, por favor. ¿O está lady Bridlington en casa?

—No, milady todavía no ha regresado, señorita.

Arabella no supo si alegrarse o lamentarlo. Subió a su habitación a cambiarse el sucio vestido, unos minutos más tarde bajó con la esperanza de que su rostro no delatara el miedo que la atenazaba. Entró en el salón con aire majestuoso y decidido. Como le había prevenido el mayordomo, había dos jóvenes caballeros de pie junto a la ventana. Uno de ellos era un joven de aspecto ligeramente insulso e impecablemente vestido, que además de un alto sombrero llevaba un bastón de ébano y un elegante par de guantes. El otro era alto y esbelto, con cabello castaño y rizado y perfil aguileño. Al verlo, Arabella profirió un grito y cruzó corriendo la habitación para echarse en sus brazos.

—¡Bertram!

—¡Tranquila, Bella! —la reconvino su hermano retrocediendo—. ¡Ten cuidado con lo que haces, por amor de Dios! ¡Mi corbata!

—¡Ay, perdóname, es que me alegro tanto de verte…! Pero ¿a qué se debe tu visita? ¿Está papá en la ciudad?

—¡No, qué va!

—¡Gracias a Dios! —suspiró Arabella llevándose ambas palmas a las mejillas.

A su hermano no le extrañó en absoluto esa exclamación.

—Sí, menos mal que no está aquí —dijo mirándola con ojo crítico—, porque seguro que te regañaría por ir vestida así. ¡Estás muy guapa, Bella! Muy elegante, ¿verdad, Felix?

El señor Scunthorpe, turbado al requerirse su opinión, abrió y cerró la boca un par de veces, inclinó la cabeza y puso cara de desesperación.

—Opina que estás deslumbrante —explicó Bertram, interpretando esas señales—. Es un poco vergonzoso con las mujeres, pero un gran tipo, te lo aseguro. ¡En cualquier circunstancia!

Arabella miró con interés al señor Scunthorpe, que presentaba la apariencia de un joven muy afable; y aunque su elegante chaleco denotaba que seguía la moda, le pareció que le faltaba personalidad. Lo saludó con una cabezada, lo cual hizo que el joven se ruborizara intensamente y empezara a tartamudear. Bertram, pensando que su hermana agradecería algún tipo de presentación, dijo:

—No lo conoces. Estudiaba en Harrow conmigo. Es mayor que yo, pero tiene la cabeza llena de serrín: ¡jamás aprendió nada! Me lo encontré en el High.

—¿En el High?

—¡En Oxford, Bella! —explicó Bertram con altivez—. Maldita sea, ¿cómo puedes haberlo olvidado? ¡He ido a hacer los exámenes de ingreso!

—Claro que no lo he olvidado. Sophy me escribió que ibas a Oxford, y que el pobre James no podía acompañarte porque tenía ictericia. ¡Qué pena me dio! Pero ¿cómo te fue, Bertram? ¿Crees que habrás aprobado?

—No lo sé. Uno de los exámenes era muy difícil. ¡Pero no hablemos de eso ahora! El caso es que allí me encontré a mi amigo Felix, que es justamente el hombre que necesitaba.

—Ah, ¿sí? —inquirió Arabella, y añadió con una educada sonrisa—: ¿Usted también fue a examinarse, señor Scunthorpe?

Éste pareció estremecerse ante aquella posibilidad; negó con la cabeza y emitió un sonido que Arabella interpretó como una negación.

—¡Pues claro que no! —intervino Bertram—. ¿No te digo que tiene la cabeza llena de serrín? Había ido a visitar a unos amigos suyos que estudian en Oxford. El pobre lo pasó muy mal, ¿verdad, Felix? Lo llevaban a reuniones donde se veía rodeado de profesores y eruditos, y no entendía ni una palabra de lo que decían. No sé cómo se les ocurrió hacerle eso, porque era evidente que en esa compañía se pondría en ridículo. En fin, no es de eso de lo que deseaba hablarte. El caso es, Bella, que Felix va a enseñarme todos los lugares interesantes de Londres. Conoce la ciudad como la palma de la mano, porque vive aquí desde que lo echaron de Harrow.

—¿Y padre te ha dado permiso? —se extrañó Arabella.

—La verdad es que no sabe que estoy aquí —contestó Bertram con displicencia.

—¿Que no sabe que estás aquí? —exclamó Arabella, alarmada.

Scunthorpe carraspeó y dijo:

—Lo hemos engañado. No podíamos hacer otra cosa.

Arabella miró con incredulidad a su hermano.

—No, decir que lo hemos engañado no es exacto —puntualizó Bertram un poco arrepentido.

—Lo hemos embaucado —se corrigió Scunthorpe.

Bertram iba a protestar también al respecto, pero se interrumpió y dijo:

—Bueno, supongo que en cierto modo es verdad.

—¡Bertram! ¿Te has vuelto loco? —exclamó Arabella, consternada—. Cuando padre se entere de que estás en la ciudad y sin permiso…

—Es que no va a enterarse —la cortó Bertram—. Le escribí una carta a madre diciéndole que me había encontrado a mi amigo Felix y que me había invitado a pasar unos días en su casa. Así no se preocuparán si ven que tardo un poco en volver, y no sabrán dónde estoy, porque no les di mi dirección. Y eso me recuerda otro detalle del que quería prevenirte, Bella. Mientras me halle en la ciudad, me haré llamar Anstey, y aunque no me importa que le digas a tu madrina que soy amigo tuyo, no debes revelarle que soy tu hermano. Ella escribiría a madre, y se iba a armar un buen lío.

—¡Pero Bertram! ¿Cómo te atreves? —exclamó Arabella, sobrecogida—. ¡Nuestro padre se va a enfadar mucho!

—Sí, lo sé. Me va a regañar de lo lindo, pero antes me lo habré pasado en grande, y no me importa que luego me den un par de bofetadas —admitió Bertram alegremente—. Ya estaba decidido a ello antes de que tú vinieras a la ciudad. ¿Recuerdas que te dije que quizá te llevarías una sorpresa? ¡Seguro que no te imaginaste que me refería a esto!

—¡No, te aseguro que no! —contestó Arabella, y se desplomó en una butaca—. ¡Ay, Bertram, estoy muy preocupada! ¡No entiendo nada! ¿De qué vives mientras estás en la ciudad? ¿Eres el invitado del señor Scunthorpe?

—¡No, no! ¡No le he impuesto esa obligación al pobre Felix! ¡Es que me ha tocado la lotería! ¡Imagínate, Bella! ¡Cien libras!

—¡La lotería! ¡Dios mío! ¿Qué diría padre si se enterara?

—Bueno, se pondría hecho un basilisco, por supuesto, pero no voy a decírselo. Y mira, una vez ganado ese dinero, lo único que podía hacer era gastármelo, porque, como comprenderás, tenía que librarme de él antes de que descubriera que lo tenía. —Vio que su hermana estaba horrorizada y añadió, indignado—: La verdad es que no sé por qué te molesta tanto. Por lo que veo, tú también te lo estás pasando en grande.

—No, no, Bertram. ¿Cómo puedes pensar que me molesta? Pero que estés en la ciudad, y tener que fingir que no somos hermanos y engañar a nuestros padres… —Se interrumpió, recordando su propia situación—. ¡Ay, Bertram, qué malos somos!

Scunthorpe se alarmó ante esa declaración, pero Bertram le restó importancia:

—¡No seas exagerada! No mencionar que me has visto cuando le escribas a mamá no es exactamente mentir.

—¡Sí, Bertram, es algo peor! —susurró Arabella—. Bertram, estoy en un apuro tremendo.

Su hermano la miró de hito en hito.

—¿En un apuro? ¿Qué pasa? —Vio que Arabella miraba a su amigo, y dijo—: No te preocupes por Felix: no es ningún charlatán.

A ella no le costó creerlo, pero, como es lógico, era reacia a revelarle su historia a un desconocido, aunque ya se había percatado de que era fiable, y que lo único que podía ocurrir era que él la delatara involuntariamente. Scunthorpe tiró de la manga a su amigo y dijo:

—Tienes que ayudar a tu hermana a salir de ese aprieto, amigo. ¡Puedes contar conmigo!

—Le estoy muy agradecida, señor Scunthorpe, pero nadie puede ayudarme —dijo Arabella con aire trágico—. Sólo le pido que tenga la amabilidad de no traicionarme.

—¡Claro que no te traicionará! —declaró Bertram—. ¿En qué lío te has metido, Bella?

—Bertram, todos creen que soy una gran heredera —explicó compungida.

Su hermano se quedó mirándola un momento, y acto seguido soltó una carcajada.

—¡Qué tonta eres! ¿Cómo van a pensar eso? ¡Si lady Bridlington sabe muy bien que provienes de una familia modesta! No irás a decirme que fue ella la que divulgó ese cuento.

Arabella negó con la cabeza.

—No. ¡Lo dije yo! —confesó.

—¿Tú? ¿Por qué hiciste algo así? Aunque supongo que nadie te creyó.

—Sí, se lo han creído. Lord Bridlington dice que me persiguen todos los cazafortunas de la ciudad, y… ¡ay, Bertram, es verdad! ¡Ya he rechazado cinco propuestas de matrimonio!

La idea de que pudiera haber cinco caballeros dispuestos a casarse con su hermana le resultó divertidísima, de modo que Bertram se carcajeó de nuevo. Arabella tuvo que confesárselo todo, porque él no se creía nada de cuanto le había contado. Su relato fue un tanto inconexo, porque él la interrumpía con preguntas; y también se produjo una importante digresión cuando Scunthorpe, tras mirar con fijeza a Arabella durante unos instantes, de pronto se volvió muy locuaz y dijo:

—Perdone, señorita Tallant, pero ¿ha mencionado al señor Beaumaris?

—Sí. Lord Fleetwood y él.

—¿El

Incomparable?

—Sí.

Scunthorpe sofocó un grito y, dirigiéndose a su amigo, dijo:

—¿Has oído eso, Bertram?

—¡Sí, por supuesto!

—Creía que no. ¿Ves la chaqueta que llevo? —Los dos hermanos miraron la chaqueta de Scunthorpe, desconcertados—. Hice que mi sastre le copiara las solapas a una que le habían hecho en Weston al

Incomparable —admitió el joven con orgullo.

—¿Qué tiene eso que ver? —preguntó Bertram.

—Pensé que te interesaría saberlo —se disculpó su amigo.

—No te preocupes por él —dijo Bertram a su hermana—. Es muy propio de ti, Bella, ofenderte y salir con algo así de descabellado. No, no digo que te culpe. Y ese tal señor Beaumaris, ¿se lo ha contado a todo el mundo?

—Creo que el que lo ha hecho ha sido lord Fleetwood, porque en una ocasión el señor Beaumaris me dijo que sólo había hablado del asunto con él. A veces me he preguntado si… si conocerá la verdad, pero no puedo creer que la sepa, porque me despreciaría terriblemente, estoy segura, si supiera lo mal que me comporté, y no bailaría conmigo en todas las fiestas (¡precisamente él, que no baila casi nunca!), ni me llevaría a pasear en su carrocín.

Scunthorpe parecía profundamente impresionado.

—¿Hace todo eso? —preguntó.

—Sí, ya lo creo.

—¿Has oído eso, amigo mío? —Miró con solemnidad a Bertram—. ¡Sin duda tu hermana es toda una personalidad! Conoce a mucha gente importante. Se pasea en coche con el

Incomparable. Tuvo una gran idea al asegurar que era una rica heredera.

—¡Ay, no! ¡Lamento tanto haberlo dicho, porque ahora tengo muchos problemas!

—¡Mira, Bella, no me vengas con pamplinas! ¡Te conozco! No intentes convencerme de que no te gusta esta vida que llevas, porque no voy a creerte —le espetó Bertram.

Arabella reflexionó y compuso una tímida sonrisa.

—Bueno, sí, quizá me guste, pero cuando recuerdo la causa de mi éxito, lamento haber mentido. ¡Imagínate la situación en que me encuentro! Si se supiera la verdad, quedaría muy desprestigiada. Nadie me saludaría, y seguro que lady Bridlington me enviaría a casa. Y entonces se enteraría padre, y… ¡Ay, Bertram! ¡Casi prefiero arrojarme al río a que él se entere de algo así!

—Sí, te comprendo —admitió su hermano estremeciéndose—. ¡Pero eso no va a pasar! Si alguien me pregunta, diré que te conozco bien, y Felix hará lo mismo.

—Sí, pero eso no es todo. Ya no podré aceptar ninguna propuesta de matrimonio que me hagan, y madre me considerará tremendamente egoísta. Porque ella confiaba en que yo encontraría un buen partido, y lady Bridlington le dirá que… que muchos buenos partidos se han interesado por mí.

Bertram frunció el entrecejo, reflexionó un instante y dijo:

—A menos… No; tienes razón; ¡qué situación tan comprometida! Si aceptaras una propuesta de matrimonio, tendrías que confesarlo todo, y entonces tu pretendiente la retiraría. ¡Eres incorregible, Bella! ¡No sé qué podemos hacer! ¿Se te ocurre algo, Felix?

—Es una situación muy complicada, desde luego —dijo Scunthorpe sacudiendo la cabeza—. Sólo se me ocurre una solución.

—¿Cuál?

El joven carraspeó tímidamente.

—Seguro que te disgusta la idea. La verdad es que a mí tampoco me gusta, pero cuando una mujer se encuentra en un aprieto, no puedo quedarme de brazos cruzados.

—Pero ¿de qué se trata?

—¡No, si sólo es una ocurrencia! —le advirtió Scunthorpe—. Si no te gusta, sólo tienes que decir que no. A mí no me agrada, pero creo que debo proponértela. —Vio que los hermanos Tallant estaban muy intrigados, se ruborizó intensamente y dijo con voz estrangulada—: ¡Una boda!

Arabella lo miró con fijeza, y acto seguido soltó una carcajada.

—¡Pero cómo se te ocurre semejante disparate! —exclamó Bertram—. ¡Tú no quieres casarte con Bella!

—No —concedió el otro—. Pero acabo de prometer que la ayudaría a salir de este apuro.

—Es más —añadió Bertram con severidad—, tus tutores no te dejarían desposarte, porque todavía no eres mayor de edad.

—Podría convencerlos —aseguró Scunthorpe.

Sin embargo, Arabella le dio las gracias por su amable ofrecimiento y dijo que no creía que formaran una buena pareja. Scunthorpe no disimuló su alivio, y volvió a quedarse callado, que era como parecía sentirse más cómodo.

—Ya se me ocurrirá algo —dijo Bertram—. Lo pensaré, te lo prometo. ¿Quieres que me quede a saludar a tu madrina?

Arabella se mostró de acuerdo. La apenaba que su hermano tuviera que estar de incógnito en la ciudad, pero él le confesó con sinceridad que no le apetecía seguirla a todas las fiestas de la buena sociedad.

—¡Qué aburrimiento! Ya sé que te has aficionado mucho a las fiestas desde que viniste a Londres, pero a mí no me gustan.

Entonces Bertram enumeró los sitios que pensaba visitar, y como se trataba de distracciones inocuas como el Circo Astley’s, la colección de animales salvajes de la Torre, el museo de cera de Madame Tussaud, el coche de Napoleón, que estaba expuesto en el Museo Bullock’s, una visita a Tattersall’s, la salida de los coches de Brighton desde el White Horse Cellar y la próxima revista militar en Hyde Park, su angustiada hermana se tranquilizó. A primera vista, a Arabella le había parecido que su hermano había madurado, porque llevaba un chaleco muy sofisticado y un peinado nuevo; pero cuando le habló del cosmorama que había visto en Coventry Street y que tanto le había gustado, y expresó con juvenil entusiasmo sus deseos de asistir a «El incendio de Moscú», el maravilloso espectáculo con funámbulos y exhibiciones ecuestres, comprendió que Bertram todavía era lo bastante infantil para no interesarse por otras diversiones mucho más peligrosas que podían encontrarse en Londres. Pero, como Bertram informó confidencialmente a su amigo el señor Scunthorpe cuando salieron juntos de Park Street, las mujeres pensaban unas cosas tan ridículas que habría sido absurdo revelarle a Arabella que sentía deseos igual de apremiantes de ver un combate de boxeo en el Fives–court, de fumar con los sibaritas en el Daffy Club, de sondear los misterios del Royal Saloon y del Peerless Pool, y desde luego asistir a una representación de la Ópera —no, como se apresuró a asegurarle a su amigo, porque quisiera escuchar música, sino porque tenía entendido que pasear por el Fops’ Alley estaba muy de moda—. Ya que había decidido, con mucha prudencia, hospedarse en una de las posadas de la City, donde, si se le antojaba, podía cenar considerablemente bien en el Ordinary, de precios muy moderados, abrigaba esperanzas de poder permitirse todas esas diversiones. Sin embargo, cayó en la cuenta de que antes tenía que comprarse un sombrero más alto y de ala más elegante, unas botas con borlas, una leontina y quizá un sello, y, cómo no, un par de guantes amarillos. Sin esos complementos del atuendo masculino, parecería un pueblerino. El señor Scunthorpe le dio la razón y se aventuró a señalar que, en los círculos más modernos, se consideraba que el abrigo de viaje con sólo dos capillas sobre los hombros no estaba bien visto. Se ofreció al llevar a Bertram a su propio sastre, un individuo muy astuto, aunque no hubiera cobrado tanta fama como Weston o Stultz. Sin embargo, dado que la gran ventaja de ser cliente de aquel sastre en ciernes residía en la seguridad de que estaría dispuesto a equipar a cualquier amigo del señor Scunthorpe en un periquete, Bertram no puso ningún reparo en subir de inmediato a un coche de punto y ordenar al cochero que lo llevara a toda velocidad a Clifford Street. Scunthorpe le aseguró que la habilidad del señor Swindon conferiría a su amigo un nuevo aire, y como eso le pareció muy deseable a Bertram, se dijo que no podía invertir su dinero en nada más ventajoso. Scunthorpe procedió a darle algunos consejos útiles, sobre todo previniéndolo contra las extravagancias de estilo que pudieran hacer sospechar que pertenecía a ese grupo de exagerados dandis a quienes despreciaban los caballeros realmente refinados. Sin duda alguna, el modelo ideal que cualquier aspirante debía imitar era el

Incomparable, lo que recordó a Bertram algo que había estado inquietándolo ligeramente.

—Dime, Felix, ¿crees que mi hermana hace bien paseándose con él por la ciudad? Te confieso que no me agrada en absoluto.

Scunthorpe disipó rápidamente sus temores: no había ningún inconveniente en que una dama paseara en un carrocín o un faetón con un postillón en la parte trasera.

—En cambio, no estaría bien visto que paseara en un tílburi, desde luego —añadió.

Aliviadas sus fraternales preocupaciones, Bertram olvidó la cuestión y se limitó a comentar que daría cualquier cosa por contemplar la cara de su padre si viera lo elegante que se había vuelto Bella.

Cuando llegaron a Clifford Street, el señor Swindon los atendió inmediatamente; le presentó enseguida su tarjeta a su nuevo cliente, y le mencionó los respectivos méritos de las telas con que trabajaba. Pensaba que seis capas serían suficientes para un abrigo de viaje ligero, una opinión con la que coincidió Scunthorpe, explicándole a Bertram que no le convenía imitar a los Goldfinch, con su profusión de capas superpuestas. A menos que uno fuera impecable con las riendas, o uno de esos admirados cazadores de Melton, aseguró que era más recomendable buscar la pulcritud y el decoro que seguir las últimas tendencias. A continuación se concentró en la selección de la tela para confeccionar una chaqueta, y aunque Bertram no tuviera intención de encargar una chaqueta nueva, acabó solicitándola, alentado por la afirmación del señor Swindon de que una prenda de una sola fila de botones, negra, con solapas anchas y botones de plata lo favorecería mucho, así como por las tranquilizadoras palabras que le susurró su amigo, según el cual aquel sastre siempre daba amplio crédito a sus clientes. En efecto, Scunthorpe raramente se preocupaba por la cuenta de su sastre, porque el astuto empresario sabía muy bien que, como era huérfano de padre y menor de edad, su considerable fortuna la custodiaban unos estrictos tutores que sólo le pasaban una asignación miserable. Durante la sesión en Clifford Street nadie cometió la vulgaridad de mencionar el precio o el pago, así que Bertram salió del local debatiéndose entre el alivio y el temor a haberse comprometido a pagar más dinero del que tenía. Pero la novedad y la emoción de una primera visita a la metrópolis pronto apartaron esos pensamientos tan inoportunos, y una apuesta afortunada en el Fives-court demostró al novato lo fácil que resultaba juntar algo de dinero.

Al fijarse en los figurines que frecuentaban el Fives-court, Bertram se alegró de haber encargado una chaqueta e incluso confesó a su amigo que no visitaría ningún lugar de moda hasta que le hubieran enviado la ropa nueva. Éste lo consideró una decisión sensata, y, como era absurdo pensar que Bertram se retiraría a la posada de la City donde se hospedaba, se ofreció para mostrarle lo divertida que podía ser una velada en ambientes menos elevados. Ese entretenimiento, que empezó en el Westminster Pit, donde el atónito Bertram comprobó que se habían reunido representantes de todos los estratos de la sociedad, desde los sibaritas hasta los basureros, para contemplar una pelea de perros, y que continuó con una visita a los negocios de Tothill Fields, donde unos intrépidos libertinos bebían vasitos de ginebra en compañía de boxeadores, mojigatos, carboneros, monjas, abadesas y verduleras, hasta llegar a una cafetería, terminó en el calabozo, pues el señor Scunthorpe se había vuelto belicoso a causa de la bebida. Bertram, que no estaba acostumbrado a ingerir tanta cantidad de licor, se hallaba demasiado aturdido para entender cuál era la causa de la excitación de su amigo, aunque tenía la vaga idea de que estaba relacionada con las insinuaciones que un caballero con pantalones Petersham estaba haciéndole a una dama que poco antes lo había dejado aterrado expresando sin reparos lo atraída que se sentía por él. Pero una vez iniciada la pelea, no le correspondía a Bertram preguntar por el motivo de la disputa, sino participar en la refriega para apoyar a su cicerone. Dado que Bertram no era, ni mucho menos, ignorante en el noble arte de la autodefensa, pudo prestarle valiosos servicios a Scunthorpe, que no era muy competente. Al disponerse a salir del local, los guardias, sacando sus porras, se abalanzaron sobre él y, tras un animado combate, redujeron a los dos alborotadores y se los llevaron al calabozo. Allí, tras una larga negociación, dirigida por parte de la defensa por el experimentado señor Scunthorpe, los pusieron en libertad bajo fianza, advirtiéndoles que al día siguiente tenían que presentarse en Bow Street antes de las doce del mediodía. Entonces el agente de policía que estaba de guardia los metió en un coche de punto, y se dirigieron al alojamiento del señor Scunthorpe en Clarges Street, donde Bertram pasó lo que quedaba de noche en el sofá del salón de su amigo. Despertó unas horas más tarde con un intenso dolor de cabeza, sin un recuerdo muy claro de cuanto había ocurrido, pero con gran temor por las hipotéticas consecuencias de lo que temía que había sido una velada muy agitada. Sin embargo, cuando el criado de Scunthorpe hubo reanimado a su amo, y éste salió de su dormitorio, no le costó mucho disipar esos temores.

—No debes preocuparte por nada, amigo mío. Me han llevado al calabozo infinidad de veces. El guardia de turno enseñará un farol roto como prueba (¡siempre hacen lo mismo!); das un nombre falso, pagas la multa y ya está.

Este vaticinio resultó cierto, pero la experiencia impresionó un poco al hijo del párroco. Eso, combinado con los desagradables efectos secundarios de la ingestión de innumerables tragos de ginebra, le hizo decidir ser más circunspecto en el futuro. Pasó varios días buscando diversiones inofensivas, como la colección de animales salvajes de Holborn, donde exhibían un tejón recientemente adquirido, enamorarse de la señorita O’Neill desde una posición segura en la platea o visitar, de la mano de su amigo, la exclusiva escuela de boxeo de Gentleman Jackson’s, en Bond Street. Lo impresionaron mucho los modales y dignidad del propietario (cuyas decisiones en todo tipo de deportes, como le informó Scunthorpe, siempre aceptaban sin titubear tanto los patricios como los plebeyos), y tuvo el placer de ver pelear a notables amateurs como el señor Beaumaris, lord Fleetwood, el joven señor Terrington y lord Withernsea. Practicó la esgrima con palos con uno de los ayudantes del gran Jackson y tuvo el honor de recibir un pequeño elogio por parte de éste en persona. Envidió la soltura con que los socios se movían por el club, bromeaban con Jackson (que los trataba con el mismo grado de cortesía que mostraba con sus menos elevados pupilos) y hasta peleaban un poco con el ex campeón. No tardó en percatarse de que ni el rango ni la importancia eran suficientes para inducir a Jackson a permitir que un cliente le pusiera la mano encima, a menos que su habilidad mereciera semejante recompensa; y aunque había entrado en el salón con un sentimiento de superioridad, enseguida se percató de que en el mundo de los sibaritas la excelencia valía más que el linaje. Oyó a Jackson recriminarle al

Incomparable (cuyo estilo era muy digno) que no estaba en forma; y desde ese momento combatir con aquel maestro sin igual se convirtió en su mayor ambición.

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