Arabella

Arabella


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A finales de semana, el señor Swindon, a requerimiento de Scunthorpe, entregó la ropa nueva. Tras comprarse un largo bastón, una leontina y un chaleco Marseilles, Bertram decidió exhibirse en el parque a las cinco de la tarde, la hora de mayor afluencia. Allí tuvo el placer de ver a lord Coleraine paseando por Rotten Row con su fogoso corcel; a lord Morton, con su rucio de larga cola; y, entre los coches, admirar el carrocín de Tommy Onslow; varios espléndidos tílburis y calesas; los elegantes birlochos de las damas, y el faetón amarillo del señor Beaumaris, tirado por cuatro caballos, que al parecer sabía conducir por espacios reducidísimos por los que cualquier otro menos diestro no habría sabido pasar. Acto seguido, Bertram no pudo contener el impulso de dirigirse al establo más cercano y alquilar un ostentoso zaino. Pese a tener ciertos defectos en la postura y el estilo, propios de un joven del campo, Bertram sabía que era un excelente jinete, y de esa guisa decidió presentarse ante la sociedad con que su hermana ya se codeaba.

Quiso la suerte que Bertram se encontrara a su hermana el mismo día que salía por primera vez montado en su caballo de alquiler. Arabella se hallaba sentada al lado del señor Beaumaris en su espléndido faetón, describiéndole con todo detalle la recepción en la corte a la que había sido invitada. Ese acontecimiento la había tenido tan ocupada la semana anterior que apenas había dispuesto de tiempo para pensar en las actividades de su temerario hermano. Sin embargo, cuando lo vio montado en su zaino, no pudo evitar exclamar:

—¡Oh! ¡Pero si es… el señor Anstey! Pare, se lo ruego, señor Beaumaris.

Éste detuvo los caballos, mientras Arabella saludaba con la mano a Bertram. Su hermano se acercó al faetón e inclinó educadamente la cabeza, lanzando con disimulo una mirada inquisitiva a su hermana. El señor Beaumaris, mirándolo con indiferencia, reparó en ese gesto de complicidad, se percató de una ligera tensión en la menuda figura que iba a su lado y miró a los dos hermanos.

—¿Cómo está usted? ¿Cómo le va? —preguntó Arabella tendiendo una mano enfundada en un guante de cabritilla blanca.

—¡Estupendamente! —contestó Bertram tras realizar una encomiable reverencia—. Pensaba ir a visitarla una mañana, señorita Tallant.

—¡Hágalo, por favor! —Arabella miró a su acompañante, se sonrojó y balbuceó—: Le presento al señor… Anstey, señor Beaumaris. Es… un viejo amigo mío.

—¿Cómo está usted? —repuso Beaumaris educadamente—. ¿Es usted de Yorkshire, señor Anstey?

—Sí, claro. Conozco a la señorita Tallant desde que éramos críos —dijo Bertram, sonriente.

—En ese caso, va a causar usted mucha envidia entre los numerosos admiradores de la señorita —comentó Beaumaris—. ¿Está pasando una temporada en la ciudad?

—Sólo estoy de paso. —Bertram desvió la mirada hacia los cuatro caballos que iban enganchados al faetón, que no se estaban quietos—. ¡Qué caballos tan espléndidos lleva usted, señor! —observó con la misma impetuosidad que su hermana—. ¡Oh, no se fije en mi montura! Es bonito, pero jamás había montado semejante jamelgo.

—¿Caza usted, señor Anstey?

—Sí, con la partida de mi tío, en Yorkshire. No se puede comparar con las partidas de Quorn, desde luego, ni con las de Pytchley, pero le aseguro que no les envidiamos nada.

—Señor Anstey —interrumpió Arabella dirigiéndole una persuasiva mirada—, me parece que lady Bridlington le ha enviado una invitación para su baile. ¡Espero que asista!

—Verá, Be… señorita Tallant —dijo Bertram con una desastrosa falta de galantería—, esa clase de espectáculos no me atraen en absoluto. —Al advertir en la angustiada mirada de su hermana, se apresuró a añadir—: Quiero decir que… ¡iré encantado, desde luego! ¡Sí, sí, le prometo que iré! Y espero tener el honor de bailar con usted —añadió.

Aunque Beaumaris tuvo que ocuparse de los caballos, no le pasó inadvertido el deje amenazador en la voz de Arabella cuando dijo:

—Si no he entendido mal, mañana tendremos el placer de recibirlo en la casa, ¿no es así, señor Anstey?

—¡Sí, por supuesto! De hecho quería pasar por Tattersall’s, pero… Sí, desde luego. Iré a visitarla mañana.

Entonces Bertram se quitó el sombrero nuevo, dio una cabezada y se alejó a medio galope. Arabella pensó que el señor Beaumaris merecía una explicación, así que dijo con displicencia:

—El señor Anstey y yo crecimos casi como… como hermanos.

—Me lo había parecido —replicó él con gravedad.

Arabella escudriñó el perfil de su acompañante, que parecía muy concentrado en la tarea de maniobrar con el faetón entre un landolet y un elegante birlocho con un escudo en la caja. Se tranquilizó pensando que si bien ella se parecía mucho a su madre, Bertram era, según la opinión general, la viva imagen del párroco cuando tenía su edad.

—Pero estaba hablándole de la velada en la corte y de lo amable que se mostró la princesa Mary conmigo. Llevaba un vestido y un peinado espectaculares. Lady Bridlington dice que de joven la consideraban la más hermosa de las princesas. A mí me pareció muy cordial.

Beaumaris coincidió en esa opinión, sin dejar entrever lo divertida que le resultaba esa inocente descripción de la más admirada de las hermanas del regente. Y ella, embelesándolo con uno de sus momentos de ingenuidad, procedió a hablarle de la elegante invitación de bordes dorados que había llegado ese mismo día a Park Street de nada menos que el chambelán, en la que se informaba a lady Bridlington que su alteza real el Príncipe Regente le había pedido que las invitara a ella y a la señorita Tallant a una fiesta de gala en Carlton House, el jueves siguiente, a la que asistiría su majestad la reina. Beaumaris dijo que la vería en Carlton House, y se abstuvo de comentar que las fiestas del regente, organizadas por todo lo alto, con un lujo que ofendía el buen gusto de los guardianes de la verdadera elegancia como él, se contaban entre las más tumultuosas de la ciudad, y que en ocasiones incluían vulgaridades como una fuente en medio de la mesa de la cena.

Beaumaris compartió el interés de Arabella por ese acontecimiento mucho más de lo que lo hizo Bertram al día siguiente, cuando se presentó en Park Street. Lady Bridlington se había retirado, como de costumbre, a su sofá; necesitaba recuperar energías, pues esa noche debía asistir a cuatro fiestas diferentes, y Arabella pudo permitirse el lujo de mantener un

tête–à–tête con su hermano favorito. Aunque admitió que se alegraba de pensar que la habían invitado a Carlton House, Bertram dijo que suponía que acudiría gran número de personajes famosos, y que él prefería pasar la noche de una forma más sencilla. A continuación le suplicó que no le obsequiara con una descripción del vestido que pensaba ponerse. Arabella comprendió que a su hermano no le interesaban mucho sus triunfos sociales, y desvió la conversación hacia los entretenimientos que el joven prefería. Bertram fue un poco evasivo sobre ese asunto, y respondió con generalidades. Su experiencia con las mujeres le había enseñado que ni siquiera una hermana adorable aprobaría que disfrutara visitando el Cribb’s Parlour, donde había tenido en sus manos la famosa copa de plata del Campeón, que Cribb había ganado después de su último combate, unos años atrás, contra Molyneux

el Negro; el Daffy Club, frecuentado por jóvenes promesas del boxeo y por veteranos del ring, y decorado con retratos de anteriores campeones cuya sola mención ya despertaban la admiración del joven; o pasando un rato en el famoso Salón de Covent Garden, donde las descaradas y seductoras miradas de las cortesanas que tenían allí su terreno de caza lo impresionaban y aterraban. Tampoco le mencionó la cita que tenía con un nuevo conocido suyo, al que se había encontrado en Tattersall’s esa misma mañana. Bertram se había percatado enseguida de que el señor Jack Carnaby era un tipo estupendo —casi un dandi, a juzgar por su atuendo—, pero algo le decía que a Arabella le horrorizaría su inminente introducción en una pequeña casa de juego bajo los auspicios de ese caballero. De nada habría servido asegurarle que sólo quería ir allí para satisfacer su curiosidad y que no tenía la menor intención de gastarse su precioso dinero en apuestas. Hasta su experimentado cicerone había sacudido la cabeza al enterarse de sus planes y pronunciado crípticas advertencias contra los tahúres y los fulleros, añadiendo que su tío y principal tutor afirmaba que la mejor apuesta era la que nunca llegaba a hacerse. Afirmaba que él mismo había comprobado la veracidad de esa excelente máxima. Sin embargo, como admitió, cuando Bertram se lo preguntó, que nunca había oído hablar mal del señor Carnaby, Bertram hizo caso omiso de sus consejos. Carnaby lo llevó a una discreta casa de Pall Mall, donde, tras llamar a la puerta de determinada manera, los inspeccionaron a través de una mirilla y les franquearon la entrada entrar. Nada más lejos de lo que Bertram esperaba encontrar en un garito que el decoroso establecimiento en que se halló. Todos los sirvientes eran personas muy respetables y de suaves modales, y habría resultado difícil encontrar a un anfitrión más cortés y obsequioso que el propietario del local. Bertram, que nunca había participado en ningún juego de cartas más arriesgado que el

whist, se limitó, al principio, a observar; pero cuando juzgó que había entendido las normas que regían el juego de dados del

hazard, se aventuró a participar en esa mesa, provisto de un modesto cartucho de monedas. Pronto comprendió que Scunthorpe se había equivocado al hablar de dados cargados y de mesas trucadas, porque disfrutó de una excelente racha y se levantó con el bolsillo tan lleno de guineas que ya no tendría que preocuparse más por sus gastos. Al día siguiente, una apuesta afortunada en Tattersall’s lo puso en situación de considerarse un entendido tanto en las mesas como en el turf, de modo que ya no era de esperar que prestara mucha atención a Scunthorpe y a sus funestas profecías de que, tras haber mordido el anzuelo, acabarían arrestándolo por no pagar sus deudas de juego.

—¿Sabes qué dice mi tío? —le preguntó Scunthorpe—. Que siempre permiten que un principiante gane la primera vez que va a una casa de juego. ¡Olvídalo, amigo mío! ¡Van a desplumarte!

—¡Bah, eso son bobadas! —replicó Bertram—. No soy tan tonto como para dejarme llevar en exceso. Mira, Felix, me gustaría jugar sólo una vez en Watier’s, si tú pudieras arreglarlo.

—¿Qué? Querido amigo, nunca te dejarían entrar en el Great–Go, te lo digo por mi honor. ¡Ni siquiera yo he jugado allí! Es mucho mejor que vayas a los jardines de Vauxhall. Allí podrías encontrarte a tu hermana. Ver la Gran Cascada. Escuchar a la banda de zampoñas. Es el no va más.

—¡Bah, menudo aburrimiento! ¡Prefiero probar suerte en una mesa de

faro!

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