Annabelle

Annabelle


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—¿Qué coño te has hecho en la frente? —fue lo primero que Anders le dijo a Charlie al cruzarse con ella en la puerta de la Jefatura de Policía de Polhemsgatan.

—Me he dado un golpe.

—Sí, claro. Hasta ahí llego. Pero ¿cómo?

—¿Importa?

—Te va a dejar otra cicatriz.

—No creo. Tengo buena encarnadura.

Pasaron el control de la entrada; y, al llegar a los ascensores, sus caminos se separaron: Charlie siempre utilizaba la escalera. Le daba igual que sus colegas se cachondearan de su claustrofobia. «Lo peor que puede pasar es que se pare el ascensor —solían decirle—, y en ese caso tan sólo hay que llamar y pedir ayuda». Pero para Charlie la idea de quedarse atrapada entre dos plantas en un espacio tan pequeño le resultaba aterradora. Se volvería loca antes de que acudieran a socorrerla.

—Challe te espera en la sala de reuniones —le anunció Anders cuando volvieron a encontrarse frente a los ascensores de la tercera planta.

—¿Y tú adónde vas?

—A por un poco de té. He pasado una noche horrible.

«¿Y crees que el té va a servirle de algo?», pensó Charlie.

—Annabelle Roos —dijo Challe después de que Anders entrara con su taza de té y los tres estuvieran sentados en las mullidas sillas rojas de la sala de reuniones—. Desapareció la noche del viernes al sábado tras una fiesta a la que sus padres no le habían permitido acudir. Al parecer, el alcohol corrió a raudales, de modo que no se ha conseguido sacarles gran cosa a los jóvenes. En algún momento, probablemente entre las doce y la una, Annabelle abandonó la fiesta sola, y desde entonces… desde entonces no ha aparecido. No han dado con su teléfono, y en su cuenta corriente no se ha registrado ningún movimiento.

—Hace ya cuatro días —intervino Anders—. ¿Por qué no han empezado a buscarla antes?

—Tiene diecisiete años —dijo Challe—; y, por lo visto, no es la primera vez que desaparece. Según los policías del lugar, tiene fama de llevar una vida algo… algo disoluta.

—¿Disoluta? —preguntó Charlie—. ¿Y eso qué significa exactamente?

—Sólo repito lo que me han dicho. Sea como sea, necesitan refuerzos, eso está claro. Os he mandado toda la información por correo. El pueblo está a unos trescientos kilómetros de aquí, así que tendréis tiempo de echarle un vistazo al material antes de llegar.

Anders fue al baño. Charlie sacó su ordenador, lo encendió, abrió el correo y se puso a leer los documentos que Challe había enviado. Poco importaba que el texto referente a la desaparición estuviera redactado en un estilo muy frío y formal; a ella todo se le antojó lleno de vida y color.

—Tienes mala cara —le comentó Anders cuando se dirigían al coche.

—Sólo estoy un poco cansada —respondió Charlie—. Es el calor.

A ninguno de los dos les gustaba ir de copiloto, así que siempre solían empezar sus viajes discutiendo sobre quién iba a conducir. Pero con aquel aliento suyo apestando a noche de juerga y alcohol, a ella no le pareció muy oportuno hacerlo.

Charlie bajó el parasol y examinó su cara en el pequeño espejo. Anders tenía razón: le quedaría otra cicatriz. Justo al lado del ojo izquierdo aún podía verse la clara marca —en forma de ese invertida— que le había dejado aquel percance suyo con la botella. Betty le dijo que era el colmo de la mala suerte caer de manera tan desafortunada, pero que, aun así, había tenido suerte de salvar el ojo. Podría haber sido mucho peor.

—¿Una noche larga? —Anders la miró.

Charlie asintió con la cabeza.

—No entiendo cómo aguantas. Ni que nunca quieras irte a casa. Cada vez que sales te empeñas en echar el cierre a los bares.

—Oye, que tampoco hace tanto que se lo echábamos juntos, ¿eh?

Anders suspiró.

—Es como si eso hubiera sucedido en otra vida.

Charlie no dijo nada más. Le molestaba el cambio que había experimentado Anders desde que era padre. En los últimos meses casi siempre se había mostrado susceptible y estaba de mal humor. Charlie sabía que la mujer de Anders quería tener una relación de igualdad, lo que se traducía en que él asumiera la responsabilidad del bebé en noches alternas. Poco importaba que ella estuviera de baja maternal, solía quejarse Anders, porque, según su esposa, cuidar de un niño todo el día era un trabajo tan exigente como cualquier otro que se realizara fuera de casa. Anders acostumbraba a decir ese tipo de cosas para buscar apoyo en su compañera, pero Charlie no lo tenía tan claro; a ella más bien le parecía que eso dependía del tipo de trabajo y del tipo de niño de los que se hablara.

Anders subió el volumen de la radio. Sonaba una canción country.

—No, déjala —le pidió cuando Charlie se inclinó hacia delante para cambiar de emisora—; escucha.

I had a daughter, called her Annabelle.

She’s the apple of my eye.

—Quiero escuchar la letra. —Anders subió el volumen un poco más.

When I’m dead and buried I’ll take a hard life of tears

For every day I’ve ever known

Anna’s in the churchyard, she’s got no life at all.

—Da cosa que pongan esa canción precisamente ahora. Una chica muerta con el mismo nombre que la de nuestra investigación.

—No es más que una casualidad —comentó Charlie.

—¿Tú no decías que no creías en las casualidades?

—Me confundes con Challe. Yo en lo que no creo es en el destino.

—¿Y no es aburrido creer sólo en las casualidades? La mayoría de la gente que conozco cree, de una u otra manera, en el destino.

—Eso es porque son incapaces de separar el destino y el azar —repuso Charlie—; eso unido a una gran dosis de quiméricas esperanzas.

—Supongo que la mayoría de la gente quiere verles sentido a las cosas que pasan.

—Sí. Y por eso, precisamente, se convencen de que existe un destino. —Charlie bajó el volumen deseando que Anders dejara de hablar.

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