Annabelle

Annabelle


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—¿Has leído algo sobre el lugar? —preguntó Anders.

Habían enfilado la autopista y Charlie se estaba irritando por la forma de conducir que él tenía. Negó con la cabeza mientras intentaba controlar el creciente mareo que sentía fijando la mirada en la carretera y evitando pensar en lo que había bebido la noche anterior, y eso que se había prometido tomar únicamente cerveza (siempre empezaba con una promesa así). Había quedado con un antiguo compañero de trabajo, y aquello pintaba bien, pero, a las doce, su compañero se despidió porque al día siguiente debía madrugar para irse de viaje. Y fue entonces cuando ese Martin apareció y todo se desmadró. Charlie pensó en los combinados dulces y se tragó un eructo ácido. A su mente acudieron cada vez más imágenes. Se había manchado al echarse una copa de vino encima. Martin la llevó en brazos hasta la ducha y allí… allí la acorraló contra la pared y la poseyó mientras el agua caía sobre ellos. «Casi como en una película», pensó; si no hubieran estado tan borrachos, si ella no se hubiera dado ese golpe en la frente al resbalarse y él no hubiera tenido que llevarla hasta la cama y… ¡Joder! ¿Por qué coño no aprendía nunca de sus errores?

Anders empezó a informarla de lo que había leído sobre Gullspång en internet. Se trataba de una pequeña población industrial de seis mil habitantes que contaba con las madres más jóvenes del país, con un elevado índice de paro y con una mala salud dental. «Qué sitio tan simpático», sentenció.

—Es que tú eres tan de Estocolmo… —suspiró Charlie—, tan despectivo y sarcástico con todo lo que no sea de la capital…

—Mmm, aquí hay alguien de muy mal humor.

—¿Cómo quieres que esté cuando, de la noche a la mañana, me quitan de un caso y me asignan otro?

—Por lo general, eso no suele molestarte. ¿No eres tú la que siempre dice que juegas en la posición en la que te coloca el entrenador?

—No cuando me castiga.

Anders no lo entendió. ¿De qué castigo hablaba? Challe no era rencoroso. Y si Charlie se refería a la última fiesta de la brigada, seguro que él la tenía ya más que olvidada.

«Lo sabe —pensó Charlie—. Lo sabe todo».

—¿Qué es lo que te han contado? —le espetó Charlie volviéndose hacia él.

—¿A qué te refieres? Sólo estaba pensando en que en la última fiesta ibas un poco… un poco demasiado entonada quizá. ¿Por qué me miras así?

—Porque de repente me ha dado la sensación de que sabes cosas de mí que yo no te he contado.

—¡Pero si nunca me cuentas nada…!

—¿Quién se ha ido de la lengua? —insistió Charlie—. ¿Challe? ¿Hugo?

—Ninguno de los dos. Sé que tuvisteis una relación porque os vi en una ocasión. Cuando a lo mejor creíais que todo el mundo se había marchado. En la sala de reuniones…

Charlie se sonrojó. Se acordó del instante en el que le dijo a Hugo que no, que allí no, que se fueran a su casa. No es que se considerara pudorosa, pero para ella el trabajo lo era todo y no le apetecía nada que la pillaran con los pantalones bajados encima de una mesa de reuniones. Ella intentó detenerlo en su empeño, pero Hugo insistió. Quería hacerlo allí mismo. Y luego tocó sus puntos débiles, hasta que ella se rindió olvidándose de dónde estaban. Y ahora resultaba que Anders aún no se había ido y andaba cerca de ellos. ¿Qué había visto?

—No mucho —la tranquilizó Anders—. Al principio ni siquiera vi de quién se trataba, pero luego deduje que teníais que ser vosotros, porque todos los demás ya se habían marchado.

—¿Por qué no me dijiste nada?

—¿Qué querías que te dijera? —Anders la miró.

—Ya, me refiero a después; que me dijeras que lo sabías.

—Supongo que pensé que ya me lo contarías tú si querías.

—Sea como sea, aquello ya se acabó.

—Mejor —sentenció Anders.

—¿Mejor? ¿Por qué?

—Bueno…, me refiero a que él está casado y…

—Decía que no era feliz —concluyó Charlie; luego no pudo reprimir soltar una carcajada, porque hasta ese momento, cuando lo verbalizó, no se había dado cuenta de lo previsible que resultaba todo: un hombre casado con una mujer que no lo entendía. ¿Cómo podía habérselo tragado?

—Además, ese tío no me cae muy bien —continuó Anders—. Entre tú y yo, me parece… me parece un auténtico creído. Es como si estuviera convencido de que es mejor que nadie.

Charlie no podía estar más de acuerdo. Recordó aquella vez en la casa que él tenía en el archipiélago. Se encontraban en la cama. Él intentaba hacer que ella «se abriera» y le hablara de su infancia. Cómo y dónde la había pasado. Porque no sabía absolutamente nada de su vida.

«¿Tiene alguna importancia?», le había preguntado Charlie.

No, no tenía ninguna importancia.

«Pues ya está», le contestó ella.

Pero aun así podía contarle…, podía contarle algo.

¿Como qué?

Quizá algún secreto.

Charlie le dijo que lo haría si él lo hacía primero.

Hugo se acomodó en la cama y le habló con un orgullo mal disimulado de las pintadas que solía hacer cuando era joven. Y, al echarse ella a reír, se ofendió. ¿Qué le resultaba tan divertido?

«Nada», respondió ella, tan sólo que eso era algo que, más o menos, hacían todos los jóvenes. No se trataba precisamente de un pecado mortal.

Entonces, si eso le parecía tan normal, ¿qué cosas había hecho ella?, quiso saber Hugo.

Y por un instante ella pensó confesarle: «En una ocasión dejé morir a una persona», pero luego se lo pensó mejor y dijo que nunca había hecho nada ilegal.

«Mentira —repuso Hugo—. Todo el mundo ha hecho algo ilegal». Se colocó a horcajadas encima de ella y le inmovilizó las muñecas con las manos. «Anda, cuéntamelo».

«Nada ilegal, pero he estado con unos cuantos hombres», le soltó ella.

«¿Cuántos?». Él le agarró las muñecas con más fuerza y ella vio cómo el deseo se despertó en sus ojos.

«Cien, doscientos… ¿Qué sé yo?».

Y entonces Hugo se rió. Por eso le gustaba tanto estar con ella. Le encantaban las mujeres que le hacían reír.

Charlie se acordó de que ella solía pensar que Hugo estaba muy equivocado con respecto a lo que siempre decía de sí mismo: que era un hacha calando a las personas. Ahora que la pasión que sentía por él había disminuido lo veía claramente; Hugo era una persona que en realidad no le gustaba: falso y con una intuición y un autoconocimiento pésimos. Entonces ¿por qué no lo dejaba y seguía su camino?

Llevaban veinte minutos en el coche cuando Charlie se dio cuenta de que se había olvidado la sertralina en casa. Ni siquiera recordaba si se la había tomado esa mañana. Lo primero que haría cuando Anders no pudiera oírla sería llamar al médico para que se la recetara. En una ocasión llegó a cometer el error de dejarla de golpe, pensando que lo del síndrome de abstinencia era una exageración; y entonces comenzó a tener sudores fríos, mareos y angustia, algo que no quería volver a experimentar, sobre todo ahora, teniendo en cuenta adónde se dirigía. Era posible, incluso, que necesitara aumentar la dosis.

—¿Qué piensas de la chica? —le preguntó Anders.

—Aún es muy pronto para decir algo.

—Ya, ya lo sé. Pero parece obedecer a esa clase de personas capaces de desaparecer voluntariamente durante un tiempo.

Luego, Anders se puso a hablar de lo que habían oído comentar sobre Annabelle: ya había desaparecido con anterioridad. Quizá fuera una de esas chicas a las que no se las empezaba a buscar hasta pasado un tiempo.

—Es la primera vez que desaparece —comentó Charlie.

—Pues Challe dijo que…

—He repasado la documentación, y lo que consta en la denuncia es sólo que no llegó a casa a su hora. Pasó la noche en casa de una amiga, donde la madre la encontró al día siguiente por la mañana. De lo más normal.

—¿Cuándo has tenido tiempo de leerla?

—Le eché un vistazo mientras estabas en el baño.

—Estuve, como mucho, cinco minutos.

—Soy rápida leyendo.

—Eres rápida en todo —respondió Anders—. Joder, lo haces todo tan rápido…

Charlie pensó en la cantidad de comentarios que había oído acerca de su rapidez, una rapidez sobre la que ella no solía reflexionar. Sólo cuando debía leer algo con otra persona, caminar al lado de alguien, o cuando le decían que hablaba a demasiada velocidad se paraba a pensar en que estaba desfasada con respecto a su entorno para luego acabar concluyendo que en realidad el problema residía en que los demás eran muy lentos.

—¿Has visto alguna otra cosa interesante? —quiso saber Anders.

—No fue en una casa vacía. La fiesta, quiero decir; fue en una vieja tienda abandonada.

¿Tenía alguna importancia?, preguntó Anders. ¿Tenía alguna importancia el tipo de construcción?

No para alguien de fuera, pensó Charlie. No para alguien que no se hubiera tomado su primer cubata allí, que no se hubiera morreado allí, que no se hubiera caído por la escalera, que no hubiera vomitado sobre el suelo. Para alguien que hubiera crecido en cualquier otra parte del mundo carecía de importancia. Pero para ella…, para ella cada detalle significaba algo.

—Joder, ¿puedes intentar conducir de una forma menos brusca? —se quejó ella.

—¿A qué te refieres? —Anders le echó una mirada sin parecer entender nada.

—A que frenas y aceleras en lugar de mantener un ritmo regular.

—Bueno, me adapto al tráfico.

—No, no es verdad. Siempre conduces dando tirones aunque no haya tráfico. Por eso prefiero conducir yo.

—En tal caso —dijo Anders—, quizá sea mejor que no te emborraches por las noches.

—Corta el rollo.

—Te lo digo en serio.

Permanecieron callados durante varios kilómetros. Charlie pensó que estaba cansada, que debería haberse quedado en la cama con su sertralina, dos Treo y un Sobril en el cuerpo; y, sin embargo, muy a su pesar, ahí estaba ella, mareada y algo aturdida, de camino al lugar al que había prometido no volver en su vida.

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