Annabelle

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La comisaría de Gullspång la constituían unas cuantas salas situadas en la planta baja de un edificio de apartamentos ubicado en la calle principal del pueblo. Unos grandes ventanales daban a una pequeña plaza. Charlie había estado allí en una ocasión. Fue cuando arrestaron a Betty por escándalo público.

«¡Joder! ¿Qué es lo que os parece tan escandaloso? —había gritado Betty en esa ocasión—. ¿Qué coño queréis decir con “escandaloso”?». Y luego empezó a darle patadas a una silla hasta que un agente la agarró y le explicó que si no se calmaba, no volvería a casa con su hija. Es que no le parecía muy apropiado, dijo el agente, que tuviera a su cargo a la niña en el estado en el que se hallaba. Aquella vez estuvieron retenidas varias horas, porque el policía no tenía prisa por terminar su jornada, y su intención era esperar a que Betty se encontrara sobria. No pensaba mandar a casa a una niña tan pequeña con una madre tan borracha y alterada.

El hombre que los recibió en la entrada iba de uniforme. Les dio la mano con un aire serio y se presentó como Olof Jansson. Llevaba dieciséis años trabajando en esa comisaría y nunca habían tenido un caso de desaparición de un menor de edad. «Aquí, en el pueblo, todo el mundo controla a todo el mundo», les explicó.

En una sala de reuniones, otros dos agentes uniformados fumaban sentados en torno a una mesa. Anders le lanzó una mirada a Charlie como queriendo decir: «Esto es como volver atrás en el tiempo».

—Quizá habría que presentarse —dijo el más joven de los dos—. Soy Adnan Noor. —Le tendió la mano a Charlie—. Creía que eran dos hombres los que venían —continuó—; lo digo por el nombre, pensaba que…

—Espero que no estés decepcionado —respondió Charlie.

No, no lo estaba, aseguró Adnan. ¿Por qué iba a estarlo?

Su compañero los interrumpió y se presentó. Se llamaba Micke Andersson y llevaba trabajando en Gullspång desde… A Charlie le dio pereza escuchar su historia; se limitó a sentir alivio por no reconocer a ninguno de los dos y también porque ninguno de ellos hubiera reaccionado al oír su apellido. «Lager…, una vez hubo una familia Lager viviendo aquí». Lo único que deseaba era ponerse manos a la obra. Olof comentó que en los años noventa trabajó en la Brigada de Homicidios de Gotemburgo, así que no le importaba seguir como jefe de la operación. Bueno, y además conocía el lugar, de modo que quizá fuera lo más lógico.

—Porque supongo que alguno de vosotros dirigirá los interrogatorios… —Miró a Charlie.

Ella asintió con la cabeza. De acuerdo.

—Yo puedo ayudar a Charlie en esa tarea —se ofreció Anders.

En una pizarra blanca habían trazado una línea cronológica. Por encima de ella había una imagen de Annabelle, y, por debajo, unas cuantas fotos y los nombres de los sitios en los que ella estuvo durante las horas previas a su desaparición. Primero en casa de su mejor amiga, Rebecka Gahm, luego en la fiesta, y después… ni rastro.

Les ofrecieron café, pero no tenían leche, comunicó Olof. No, tampoco leche de soja, respondiendo a la pregunta de Anders. Pero azúcar sí, tanto terrones como esas cosas para diabéticos.

—No, gracias —dijo Anders—. Azúcar no.

—Cómo se nota que sois de Estocolmo —comentó Micke.

Anders quiso saber lo que quería decir con eso. Micke sonrió y explicó que a todos los estocolmenses les costaba mucho adaptarse a otros lugares, eso de donde fueres, haz lo que vieres.

—¿Estás diciendo que todos los de Estocolmo somos iguales?

Y Micke se rió y respondió que sí, al menos los que él había conocido.

—Quizá no hayas conocido a muchos.

—Los suficientes —zanjó Micke mientras se echaba tres terrones de azúcar en el café.

En cuanto todo el mundo tuvo su café, Olof repasó lo acontecido. Annabelle Roos había acudido a una fiesta en Valls, una antigua tienda de comestibles, actualmente abandonada.

—¿Era una actividad organizada? —preguntó Anders.

Micke se rió.

—¿Qué pasa? —Anders se volvió hacia él—. ¿He dicho algo gracioso?

Micke negó con la cabeza; era sólo la elección de palabras, explicó: escuchar «actividad organizada» y «la tienda de Valls» en la misma frase le resultaba cómico.

—Sólo intentaba hacerme una idea más clara. Espero que no te importe.

Olof continuó con el repaso de los hechos ignorando aquel intercambio verbal. A la fiesta habían asistido un total de quince jóvenes. Todos habían dicho más o menos lo mismo: que Annabelle estaba muy borracha, que se metió con varios de ellos y que anduvo de discusión en discusión. Armó más jaleo de lo habitual y bebió más de lo acostumbrado. Cuando su padre se presentó allí, quedaban seis personas en el edificio. Olof señaló las fotografías de los jóvenes que había en la pizarra: Svante Linder, Jonas Landell, Noel Karlsson, William Stark, Rebecka Gahm y Sara Larsson. Ninguno de ellos había podido decir el momento exacto en el que Annabelle abandonó el lugar, pero lo más probable es que fuera entre las doce y la una. Noel Karlsson, según su propio testimonio y el de los otros jóvenes, se desplomó poco después de que Annabelle y Rebecka llegaran a la fiesta, de modo que él quedaba descartado no sólo como posible autor de un eventual crimen, sino también como testigo.

—¿Jonas Landell? —se sorprendió Charlie—. ¿El que trabaja en el motel?

—Sí —respondió Micke—. ¿Qué pasa?

—Nada, tan sólo que he reconocido el nombre.

Olof se tiró de los dedos y los hizo crujir. Luego repasó el informe de los técnicos. Habían hallado sangre en la mesa de la cocina. No es que fuera una gran cantidad, pero aun así enviaron una muestra al Centro Forense Nacional de Linköping para analizarla. Y no, todavía no habían recibido ninguna respuesta. También habían encontrado restos de una plantación de cannabis en un cuarto de la planta superior que estaba cerrado con llave. De modo que había motivo para pensar que los jóvenes que solían montar fiestas allí no eran precisamente trigo limpio, aunque eso, por supuesto, no tenía por qué significar que estuvieran implicados en la desaparición de Annabelle.

—¿Habéis pedido una lista de llamadas? —preguntó Charlie.

Olof asintió con la cabeza. Había un número que se repetía y que pertenecía a un móvil con tarjeta prepago. Annabelle había llamado a ese número el viernes por la mañana. Lo habían confrontado con los teléfonos de los jóvenes de la fiesta y con muchos de los más allegados a Annabelle, y todos eran de contrato. Nadie dijo conocer ese número. Y sí, habían intentado llamar, pero el móvil estaba apagado.

—¿Y los mensajes? Los SMS —añadió Charlie viendo que el resto guardaba silencio.

—Cometimos un error —dijo Olof—. Contactamos con la compañía telefónica demasiado tarde, es que…

—Entonces ¿no se han podido recuperar los mensajes?

—No, el teléfono llevaba demasiado tiempo muerto. Es que no pensamos que… Bueno, nos centramos en encontrarla. Creímos que no tardaríamos en hacerlo.

—En fin, qué le vamos a hacer —concluyó Anders.

—Que los móviles de sus amigos sean de contrato no significa nada —explicó Charlie—. Se puede tener dos teléfonos. Suele pasar siempre que… se quiere ocultar algo. Y si consideramos lo del cultivo de cannabis…

—Sí, claro, ya hemos pensado en ello —contestó Olof—. En cualquier caso, de momento no podemos hacer gran cosa. Lo interesante es que Annabelle ha telefoneado a ese número, y también que, en los últimos meses, ha recibido varias llamadas desde él. También sabemos que la última actividad registrada fue una llamada saliente que tuvo lugar a las diez y media del mismo día en el que desapareció.

—Hay que encontrar a esa persona —sentenció Charlie.

—Sí, por supuesto; hasta ahí llegamos —dijo Micke—; la cuestión es cómo.

—Volviendo a hablar con sus amigos —comentó Charlie—. Hay que preguntarles si saben si alguien tiene dos teléfonos.

—Ya lo hemos hecho —aclaró Micke.

Charlie no se molestó en responder. Miró las fotos de los que asistieron a la fiesta aquella noche. Todos le parecían tan jóvenes…

—Esas discusiones de las que hablabas —intervino Charlie dirigiéndose a Olof—, ¿a qué se debieron?

—Según lo que nos han contado, hubo un poco de celos de por medio: William Stark, el exnovio —dijo Olof al tiempo que señalaba la foto de un chico moreno y con la sonrisa torcida—. Annabelle lo dejó hace un par de meses y ahora, por lo visto, el chico sale con Rebecka Gahm, la mejor amiga de Annabelle. —Olof señaló la foto de una chica rubia—. El viernes tuvieron una pequeña disputa sobre eso en el instituto, y también de camino a la fiesta. Annabelle estaba algo cabreada, aunque Rebecka dice que no se trataba de nada serio, que se le fue un poco la pelota de lo bebida que iba, de modo que no parece que esas discusiones tengan que ver con su desaparición.

—¿Y cómo lo sabéis? —inquirió Charlie.

—He dicho que no lo parece. No nos da la sensación de que la desaparición esté relacionada con las discusiones o con que su relación con William se hubiera acabado.

Charlie refrenó el impulso de comentar lo que decían las estadísticas en lo referente a mujeres asesinadas y exnovios.

—Cuéntanos más —pidió Anders—. ¿Cuánto tiempo estuvieron saliendo?

—Según William Stark, varios meses —dijo Olof—, pero los padres de Annabelle ni siquiera sabían que eran novios.

—¿Y eso? —preguntó Charlie.

—Ni idea. Por lo visto, Annabelle nunca les ha presentado a ningún novio. La madre es un poco… —Olof se rascó la frente—, bueno, un poco especial, por definirla de alguna manera. En una ocasión nos llamó para denunciar la desaparición de su hija, y luego resultó que la chica sólo había pasado la noche con una amiga. Tal vez por ello no me tomara esto muy en serio al principio.

—¿En qué trabaja? —se interesó Charlie—. La madre, quiero decir.

—Antes trabajaba en la residencia —contestó Olof—, en asistencia geriátrica —especificó—, pero ahora creo que no hace nada. Tanto ella como Fredrik son de fuera, no tienen familia aquí y no se relacionan mucho con la gente, de modo que no sé gran cosa de ellos. Lo que sí sé es que Fredrik trabaja en la fábrica de papel de Beckhammar.

—¿Y qué importan sus profesiones? —quiso saber Micke.

Charlie le echó una rápida mirada. El hombre masticaba un palillo con un aire de lo más provocador.

—Sólo intento hacerme una idea de la familia —explicó Charlie.

—¿Tiene William una buena coartada? —preguntó Anders.

—Sí —dijo Olof—. Se encontraba con Rebecka Gahm cuando Annabelle se marchó. Se quedaron en Valls hasta la madrugada. Además, Fredrik Roos, el padre, ha confirmado que habló con ellos cuando fue a buscar a Annabelle.

—¿Cómo es que no habéis conseguido sacarle más información a Rebecka Gahm? —se extrañó Charlie.

Olof le preguntó a qué se refería.

—Bueno, se trata de su mejor amiga; tiene que saber más de ella que lo que ha salido hasta ahora.

—¿Insinúas que no le hemos hecho las preguntas correctas? —intervino Micke—. Pero si lo ha dicho ella misma —continuó—, que estaba prácticamente inconsciente y que tiene grandes lagunas de memoria de aquella noche.

—Quizá ahora se acuerde de más cosas —comentó Charlie—. Ahora que ha comprendido la gravedad de la situación.

Olof asintió con la cabeza, era verdad. No tenían muchos más hilos de los que tirar: debían intentar encontrar al propietario del teléfono con la tarjeta prepago y seguir hablando con los amigos de Annabelle. Porque podría ser, prosiguió, que muchos empezaran a refrescarse la memoria ahora que se habían dado cuenta de que aquello era muy serio.

—También me gustaría saber algo más de Annabelle —agregó Charlie.

—¿Qué más quieres saber? —preguntó Micke—. Pensé que ya habíais estudiado el material que os enviamos. Lo que hemos hecho ahora ha sido repasar el resto.

—Quiero saber más de ella como persona —explicó Charlie—, no sólo información sobre la última vez que la vieron. Quiero saber quién es, qué es lo que le gusta hacer, sus sueños, deseos, miedos. ¿Qué? —añadió al ver cómo Micke ponía los ojos en blanco con un gesto burlón dirigido a Adnan.

—Nada —aclaró Micke—. Es que no va a ser fácil averiguar todo eso.

—Según los padres, es una adolescente normal a la que le gusta leer y que saca buenas notas en el colegio —dijo Adnan.

—Pues eso tampoco pega mucho con una adolescente normal —repuso Charlie.

—Todos los contactos que tiene en las redes sociales así lo confirman —arguyó Olof—. Su cuenta de Facebook está repleta de sugerencias de lecturas y mensajes de compañeros de clase que le piden ayuda con los deberes.

—Puede que tenga más cuentas —indicó Charlie—. Sí, muchos jóvenes tienen una cuenta en la que dejan entrar a padres, familiares y jefes, y luego otra secreta donde se muestran un poco más… abiertos.

—No sabía que también fueras experta en jóvenes —comentó Micke.

—No, no lo soy —se defendió Charlie—. Únicamente estoy diciendo que cabe esa posibilidad, no sería la primera vez que lo veo. Seguro que tiene una cara oculta, una que sólo enseña a ciertos elegidos.

—Eso ya lo sabemos. Pero de lo que se habla en la calle no es precisamente de sus resultados escolares.

Charlie se quedó mirándolo esperando a que continuara.

—Su reputación no es muy buena —prosiguió Micke—; se comenta que es una chica algo… ligona.

—¿Quién dice eso? —quiso saber Charlie.

—Es sólo un rumor pero…

—Pero ¿qué?

—La gente dice que le gustan mucho los chicos. —Micke miró a Olof—. Sí, eso es lo que se murmura —se defendió como si alguien hubiese protestado—. Yo os cuento lo que he oído.

—¿Tenemos el nombre de alguno de esos chicos que tanto le gustan? ¿O de alguno de los que dicen que es así? —preguntó Charlie.

Micke contestó que no, que se trataba, como ya había explicado, de simples rumores. Tan sólo quería que lo supieran.

—¿Algo más? —inquirió Charlie—. ¿Algún diario?

Olof negó con la cabeza. No habían encontrado ningún diario ni nada que se le pareciera cuando registraron su habitación.

—Entonces ¿qué creéis? —intervino Anders—. ¿Qué es lo que ha pasado?

—No lo sabemos —dijo Olof—. ¿Cómo podríamos saberlo?

—Pero partiendo de lo que tenéis, ¿cuál es vuestra primera impresión?

—Uno no puede dejar de pensar… —respondió Olof mientras recogía unos papeles—, uno no puede dejar de pensar en que podría haberse cruzado con un loco.

—¿Con qué frecuencia ocurre eso? —preguntó Anders.

—No con mucha, pero ocurre. La nacional veintiséis pasa justo por las afueras del pueblo. Muchas personas hacen una parada, se toman una cerveza en el motel y…

—¿Y buscan una vieja tienda de comestibles en medio de la noche para raptar a una chica de diecisiete años?

—Nos has preguntado por nuestra primera impresión —dijo Olof—. Únicamente respondo a tu pregunta.

Charlie tenía la garganta seca. Se disculpó y se fue a la pequeña cocina. El desorden que allí reinaba —por raro que pueda resultar— la alivió en cierto sentido: ninguna nota exigiendo que cada uno lavara sus cosas, tan sólo platos sin fregar, tuppers y vasos con cubiertos sucios dentro. La única taza que había limpia estaba decorada con el escudo del club local de fútbol. Charlie la llenó de agua y, tras darle unos grandes sorbos, sintió el familiar sabor del agua de grifo de Gullspång. La gente que venía de fuera siempre solía quejarse de la calidad del agua. Había algo raro en aquel sabor: ¿hierro?, ¿calcio?, ¿cañería? Hasta ese momento no entendió a qué se referían.

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