Annabelle

Annabelle


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Nada más concluir el primer repaso de los hechos, Olof les mostró a Anders y Charlie dónde podían guardar sus pertenencias.

—No se ha usado en mucho tiempo —dijo Olof nada más abrir la puerta de un cuarto cuyas paredes se encontraban repletas de archivadores con el lomo negro—. Éstos están aquí desde los años ochenta. No es que el sitio nos haya hecho mucha falta. Le pediré a alguien que recoja todo esto un poco para que tengáis más espacio.

—Sólo necesitamos los escritorios —dijo Charlie señalando con la cabeza dos mesas de teca con sendas lámparas verdes que se hallaban situadas frente a frente junto a la ventana.

Olof recibió una llamada y desapareció. Anders se acercó a la ventana y empezó a levantar las persianas.

—¿Qué haces? —le preguntó Charlie.

—Pensé que estaría bien que entrara un poco de luz.

—Yo prefiero un poco de oscuridad.

—¿Por qué siempre te empeñas en llevar la contraria?

—Podría hacerte la misma pregunta.

—A la mayoría de las personas les gusta la luz —replicó Anders—, sobre todo ahora que por fin hay sol.

—No hay nada tan amenazador como un cielo azul claro.

Anders se echó a reír. ¿Qué quería decir con eso?

—Es una frase de Ingmar Bergman, así que mira con quién te metes…

Charlie sacó su ordenador y se puso a cargar el móvil.

—Estoy muerto de hambre —dijo Anders—. ¿Tú no?

Charlie negó con la cabeza. Ni pizca. Olof les había dado todos los informes de los interrogatorios, y ella prefería empezar a repasarlos antes que ir a comer.

Los hojeó. Se topó con exnovios, triángulos amorosos y rumores de ligues, y pensó en las palabras de Margareta: que nadie del pueblo quería hacerle daño a Annabelle. Quizá fuera hora de reconsiderar esa afirmación.

Adnan entró en el cuarto para preguntarles cómo iban.

—Me gustaría ver a los padres —comentó Charlie—; hoy mismo si fuera posible.

—Bueno, pues ve a su casa —propuso Adnan antes de pasarle la dirección—. El número no se distingue muy bien pero es una casa blanca con la puerta verde.

Charlie dejó que Anders condujera. Volvieron a pasar por el centro de Gullspång. Un grupo de jóvenes con ciclomotores se habían congregado en torno al pequeño quiosco.

—¿Era ahí a donde solías ir? —preguntó Anders.

—A veces —contestó Charlie.

Miró a una chica rubia recién entrada en la adolescencia que estaba fumando. Junto a ella había otra chica igual de joven y con el mismo corte de pelo, y, a su alrededor, una pandilla de chicos en moto. Pensó en todas las tardes que había pasado en ese lugar con Susanne. En las veces que subieron a la carretera soñando con hacer autostop y marcharse lejos de allí. Pero las historias sobre hombres que conducían coches blancos y que raptaban chicas, las asesinaban y las descuartizaban les hizo mantener las manos bien metidas en los bolsillos.

«Un día de éstos, muy pronto —le anunció Susanne una noche en la que habían bebido demasiadas cervezas—, un día de éstos me armaré de valor. Y me montaré en el primer coche que pare».

«¿Y si no para ninguno?».

«Siempre me quedarán los camiones».

«¿Y si los camiones tampoco paran?».

«Bueno, lo cierto es que creo que no me gustaría que pararan».

—Nunca he entendido —dijo Anders— qué es lo que hace la gente para pasar el tiempo en este tipo de sitios. Es que no hay nada.

Charlie pensó en los días de verano de Gullspång, en cuando tomaban el sol al pie del salto de agua, en las fiestas…

—Lo hay —contestó—. Hay mucho más de lo que ves.

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