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Capítulo 66

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Olivia estaba harta de llamar a Mario. «Apagado o fuera de cobertura». Estaba delante del edificio donde vivía Ángela Pascual, la mujer que había trabajado como profesora en el colegio de Pola de Siero. Mario le había dicho que en cuanto saliera de comisaría se reuniría con ella en esa dirección. Necesitaba fotografías de la mujer. Volvió a intentarlo. Nada. Aquella voz insulsa y mecánica le informaba que Mario seguía «apagado o fuera de cobertura».

Se dio por vencida. Si aquella mujer accedía a posar, ella misma le haría las fotografías con su teléfono móvil.

Ángela Pascual era una mujer menuda y de apariencia engañosamente frágil. Tenía el aspecto de una abuelita de cuento: pelo blanco, cuidadosamente recogido en un moño; chaqueta de punto hecha a mano, probablemente por ella misma, encima de un vestido floreado de algodón y zapatos de salón de tacón bajo increíblemente bruñidos. Tenía la tez muy blanca, de manera que dos venas oscuras se dejaban ver bajo la piel a la altura de las sienes, y unos ojos inquisitivos y francos, de un intenso color azul. Según le había comentado Mario, llevaba una década jubilada, así que rondaría los setenta y cinco años. Aparentaba esa edad. «Una abuelita de cuento», se repitió Olivia.

Aquella mujer era vigorosa y enérgica. La recibió con una gran sonrisa y ademanes suaves, pero resueltos.

—Señorita Marassa, estoy encantada de recibirla —dijo invitándola a pasar al salón, una estancia amplia y luminosa. Olivia se fijó en un moderno ordenador portátil que descansaba encima de una mesa auxiliar que hacía las veces de escritorio. La anciana siguió la dirección de su mirada y sonrió—. Hay que ir con los tiempos, querida. ¿Le apetece un café?

—Me encantaría un café, señora Pascual.

—Oh, querida, ¿qué tal si nos tuteamos? —preguntó con voz cantarina la mujer—. Ponte cómoda mientras lo preparo —la invitó, señalando el sofá.

Olivia clavó la mirada en una estantería repleta de libros que ocupaba una de las paredes. Se acercó y pasó los dedos por el lomo de algunos de ellos. Ángela Pascual tenía una colección impresionante, en su mayoría clásicos: Cervantes, Emily Brontë, James Joyce, Harper Lee, Truman Capote, Alejandro Casona, Miguel Delibes, Hemingway…

—Es una de mis pasiones. —Olivia se sobresaltó. La mujer estaba detrás de ella con una bandeja. No la había oído acercarse—. La lectura. Algo que no me gusta de las nuevas tecnologías es que se empeñan en terminar con el libro. No hay nada como el olor de las páginas. ¿Nos sentamos?

Olivia la siguió hasta el sofá en donde tomaron asiento. Ángela sirvió el café en silencio y, solo cuando ambas estuvieron acomodadas y con sendas tazas en la mano, habló.

—Estás aquí porque sabes que conocí a Guzmán Ruiz y quieres que te hable de él —afirmó la anciana de manera perspicaz.

Olivia asintió en silencio mientras daba un sorbo al café.

—Entonces, imagino que sabes que desde que se fue de Pola de Siero, y de eso hace ya más de treinta años, no he vuelto a saber de él.

—En realidad, me interesa que me hables del colegio en aquella época, en la época en la que Guzmán Ruiz daba clases —pidió Olivia.

Los ojillos de la mujer brillaron. Dejó la taza sobre la mesita auxiliar y colocó las manos, una sobre la otra, encima de las rodillas.

—Querida, ¿qué quieres saber en realidad? —replicó con intención—. Porque dudo mucho que al periódico para el que trabajas le interese cómo funcionaba el colegio en los años ochenta.

—¿Cómo era Guzmán Ruiz en aquella época? —preguntó Olivia yendo al grano. Su intuición le decía que con Ángela Pascual era mejor no andarse con rodeos.

—Era un joven impetuoso y muy pagado de sí mismo. Pero también era un magnífico profesor de matemáticas —respondió la anciana entrelazando los dedos de las manos—. Tenía un gran potencial como maestro.

—Y ¿como persona?

—Como persona no me gustaba —confesó la mujer sin rodeos—. Era un encantador de serpientes. Era de estas personas con el don de la palabra, que te manipulaban sin que te dieras cuenta. Y él lo sabía. Pero yo nunca me dejé engatusar. Lo calé desde el primer día y traté de no relacionarme con él, salvo cuando las circunstancias profesionales lo requerían. Pero hubo quien sí lo hizo.

—¿Por ejemplo?

—El director del centro y algún que otro profesor. —Ángela Pascual cogió la taza y le dio un pequeño sorbo—. Además, estaba muy arropado. Era hijo de uno de los profesores más antiguos del centro, toda una institución: don Pascasio Ruiz —suspiró con añoranza—. Sí, toda una institución.

—¿Se llevaba bien con su padre? —inquirió Olivia sorprendida, pues lo que sabía era que no había existido relación.

—Sí, muy bien. Don Pascasio estaba muy orgulloso de su hijo. Hasta el escándalo. —A la anciana se le ensombreció el semblante—. Eso lo cambió todo. De hecho, creo que nos cambió un poco a todos.

—¿Qué pasó? —Olivia se enderezó. Al fin había llegado al meollo de la cuestión. «El escándalo», el primer desliz de Guzmán Ruiz.

—Acusaron a Guzmán de algo muy grave. Nunca se pudo probar y el centro… —dudó si continuar. Habían pasado demasiados años y remover aquello solo le producía desazón— digamos que el centro echó tierra encima, más por don Pascasio que por Guzmán.

—¿Qué fue tan grave como para que tuviera que dejar el colegio y huir de Pola de Siero? ¿Robó? ¿Estafó al colegio? —insistió Olivia recordando el desfalco al banco.

Ángela Pascual la miró como si no entendiera la pregunta o como si tuviera delante a un niño que acaba de hacer una pregunta ingenua.

—¿Robar? No, querida. Algo mucho peor, me temo —contestó con mirada triste—. Fue acusado de violar a una alumna.

«¡Bingo!», pensó Olivia alborozada. Ahí estaba la historia y el titular del día.

—Hubo mucho revuelo —prosiguió la anciana, más para sí misma que para la periodista—. La chiquilla no pudo demostrar la acusación y me avergüenza decir que el colegio tampoco puso de su parte para esclarecer los hechos. Eran otros tiempos. Por aquel entonces, los maestros tenían… —carraspeó— teníamos mucha autoridad. Demasiada, quizá. Y nadie se atrevía a cuestionarnos.

—¿No se denunció? —Olivia no podía dar crédito a lo que oía.

—No. A Guzmán le invitaron a irse y a la chica la mandaron para casa con el curso aprobado.

—Un arreglo perfecto, sobre todo para Guzmán Ruiz y para el colegio —espetó Olivia con sarcasmo.

La mujer no la contradijo, ni siquiera trató de justificar la decisión tomada hacía tantos años. Se limitó a mirar a la periodista con pesar.

—Yo sí la creí —confesó, de repente, con voz nerviosa—. Siempre creí a la chiquilla. Pero soy tan culpable como los demás porque no hice nada.

—¿Te acuerdas del nombre de la alumna? —inquirió Olivia con dureza en el tono de voz.

—Sí. Era una de mis alumnas del último curso de la EGB. Una de las más brillantes, por cierto. —El rostro de la mujer volvió a animarse—. Lo único que me consuela es que, afortunadamente, pudo rehacer su vida. Sigue viviendo en Pola de Siero, ¿sabes?

—¿De veras? —Olivia parpadeó sorprendida y se llevó la taza a los labios. Se imaginó rápidamente lo que podía dar de sí la historia. Una entrevista a dos páginas. Casi pudo imaginar el titular: «La primera víctima de Guzmán Ruiz». Probablemente, no sería fácil convencerla para que accediera a una entrevista, pero podía prometerle pixelar su rostro e incluso utilizar un nombre ficticio. Podía proteger su anonimato.

—… una estupenda enfermera.

—¿Cómo dices? —La voz de la anciana la trajo de vuelta a aquel salón luminoso e impregnado por el olor del café recién hecho.

—Digo que es una estupenda enfermera. Trabaja en el ambulatorio de Pola de Siero, querida.

La mano de Olivia comenzó a temblar y una terrible idea empezó a cobrar forma en su cabeza. Pero no podía ser. Era demasiado horrible.

—¿Cómo se llama, Ángela? —preguntó con temor.

Cuando la anciana le dijo el nombre de la alumna, Olivia dejó caer la taza, que fue a estrellarse contra el suelo. Ella no oyó el estruendo de la loza al hacerse añicos, ni la voz preocupada de Ángela Pascual preguntándole si estaba bien. Solo oía su corazón latir como si quisiera salírsele del pecho.

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