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Capítulo 67

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Castro caminaba de un lado al otro del despacho del comisario Rioseco como un león enjaulado.

—¿Cuánto va a tardar la juez Requena en hacernos llegar la orden de registro? —preguntó exasperado.

—Es sábado, inspector. —Rioseco miró el reloj, repantigado en la silla y con cara de resignación—. Y la hemos interrumpido en medio de una comida familiar. Da gracias que nos ha atendido.

—Lo teníamos delante de los ojos, comisario. ¡Y no fuimos capaces de verlo! —se maldijo Castro—. Podíamos haber evitado la muerte de Victoria Barreda. ¿Cómo no lo vimos?

—Porque no somos adivinos, Castro. Trabajamos con pruebas, con hechos… no con teorías de la conspiración. Además, no sabíamos que Mario Sarriá tenía un sobrino, ni sabíamos que se relacionaba con Ruiz a través de su hijo y, mucho menos, que podía ser una de sus víctimas.

—Lo hemos tenido pegado a nuestro culo toda la investigación y eso le ha dado la ventaja de ir siempre por delante. ¡Nos ha manejado como a marionetas! —Castro estaba furioso.

—¿Y Gutiérrez? —preguntó Rioseco, más por intentar cambiar el curso de los pensamientos de Castro que por verdadero interés.

—Con los de Delitos Tecnológicos. En cuanto acabe con ellos, bajará.

—¿Cómo llevan las diligencias?

Castro se dejó caer en la silla frente al comisario.

—Ellos, bien. Tienen el caso bien construido. La juez solo va a tener que firmar ingresos en prisión. Y por las implicaciones, va a tener que firmar mucho.

—Al menos, algo bueno se ha sacado de esto, ¿no crees? —dijo Rioseco complacido.

—Sí, un montón de mierda menos en la calle. En eso tienes razón, pero ¿a qué precio? —Castro pensó en Pablo, en Nicolás y en el enorme número de víctimas, pequeños cuerpecitos, aún sin nombre, que aparecían en los vídeos.

De repente, se abrió la puerta del despacho. Gutiérrez entró sin pedir permiso. Y fue a sentarse junto a Castro.

—El inspector que dirige la Operación Grimm ya está al tanto de lo de Pablo Ruiz y también le he puesto al corriente de lo de Mario. Además, uno de los nombres que apuntó Pablo en la lista que te dio, y que ya están cotejando, era el de Nicolás.

—¿Operación Grimm? —preguntó Rioseco perplejo.

—Es como la han llamado. Los hermanos Grimm fueron escritores de cuentos infantiles. Es una analogía un tanto macabra, pero dada la naturaleza de la investigación…

Unos golpes en la puerta interrumpieron la explicación de Gutiérrez. Los tres hombres se giraron.

—Adelante —indicó el comisario.

Un agente de uniforme entró en la estancia.

—Hay una mujer ahí fuera que pide hablar con el inspector Castro, señor. Dice que es urgente.

—¿Quién es? —replicó el inspector.

—Guadalupe Oliveira, señor.

«Mierda, se me había olvidado», pensó. Cuando regresaba de interrogar a Mario Sarriá le habían pasado una llamada de la comisaría de Pola de Siero. Una mujer se había presentado allí muy alterada, exigiendo hablar con Castro y solo con Castro. El policía de la Judicial le había dicho que se había negado a hablar con nadie más. La mujer aseguraba estar en posesión de una información crucial para la investigación.

—¿Le dijo el qué? —había preguntado Castro.

—No, señor. Solo que iba hacia ahí y que si hablaba con usted le dijera que había recordado. ¿Sabe a qué se refiere?

—Más o menos, agente. Muchas gracias.

El inspector había colgado y, con la mente puesta en hablar con el comisario y pedir la orden judicial para el domicilio de Sarriá, la información que le acababa de dar el agente de Pola de Siero había pasado al trastero de su cerebro, a la zona donde almacenaba, de forma inconsciente, todo aquello que no era prioritario en el momento. Y, en aquel instante, lo prioritario, urgente e importante era conseguir el mandato judicial para registrar el domicilio del fotógrafo.

—Dígale que ahora salgo, agente —pidió Castro.

El inspector se levantó y Gutiérrez hizo lo mismo. Rioseco se enderezó en la silla.

—En cuanto llegue la orden, os aviso —anunció el comisario, haciendo señas con una mano para que salieran del despacho. Volvió a mirar su reloj y suspiró con resignación. A esa hora tendría que estar durmiendo una buena siesta, que falta le hacía. A veces, deseaba que le llegara la hora de jubilarse para dedicarse a holgazanear hasta el aburrimiento. El único inconveniente era el tedio, un estado mental que nunca había llevado bien.

Guadalupe Oliveira era presa de una gran excitación. En cuanto vio a Castro y a Gutiérrez, se acercó a ellos con paso rápido. Sacó su móvil y abrió la galería de fotos, poniéndola delante de las narices de los dos policías sin dar explicaciones.

—Este es el coche —espetó, sin más preámbulos.

—¿Qué coche? —preguntó un desconcertado Castro cogiendo el teléfono de la mujer.

—El que vi huyendo de la escena del crimen.

—¿No decía que no recordaba el vehículo? —La incredulidad se dejó ver en el rostro del inspector.

—Dije que no entendía de coches para decirles marca y modelo —aclaró ella con contundencia—. Y que no recordaba algo que me llamó la atención de este en concreto.

Guadalupe amplió la imagen y señaló la pegatina.

—Este era el detalle que no conseguía recordar.

—¿Una pegatina de un indalo? —se sorprendió el inspector.

—Exacto —confirmó ella mientras minimizaba la imagen—. Y este es el coche.

En la imagen se veía la parte trasera de un Ibiza blanco, con una pegatina encima del faro derecho trasero.

—¿Dónde hizo la foto, Guadalupe?

—Eso es lo más extraño —contestó ella cada vez más nerviosa—. Delante de la comisaría de Pola de Siero. Hace una hora.

Gutiérrez cogió el móvil de las manos de Castro. Observó la imagen con detenimiento y con un gesto apartó a su compañero.

—Este coche es de Mario Sarriá —susurró.

—Eso es imposible, Jorge. Sarriá tiene un Renault de color negro. Comprobé la matrícula en la base esta mañana —desmintió Castro convencido.

—Te digo que es el coche del fotógrafo. Al menos, el que conducía cuando llegó hoy a la comisaría.

Castro miró a Gutiérrez y después a Guadalupe.

—Comprueba la matrícula, Jorge. Yo bajo a hablar con Mario —se dirigió a Guadalupe—. Señorita Oliveira, voy a necesitar que me deje su teléfono unos minutos y que espere aquí.

El inspector se dirigió a las escaleras para bajar a los calabozos. De repente, le sonó el móvil. Era Olivia. Estuvo tentado de no contestar. No le apetecía hablar con ella teniendo a su compañero entre rejas. No quería mentirle si preguntaba por Mario. Pero tampoco podía ponerla en antecedentes de lo que estaba ocurriendo. Dejó sonar el teléfono mientras bajaba. Pero, en el último momento, algo en su interior le dijo que tenía que contestar.

—Olivia, dime —respondió en el tono más aséptico que pudo.

—Agustín, estoy tratando de localizar a Mario. ¿Sigue en comisaría? —quiso saber la periodista.

Castro no contestó. Ahí estaba la pregunta que estaba intentando evitar.

—Sí, sigue aquí, Olivia —contestó sin dar explicaciones. De hecho, así era. No estaba mintiendo. Solo omitía los detalles que, en esos momentos, no era conveniente que ella supiera.

—Mira, ahora no puedo hablar. He descubierto algo importante. —La notó sofocada, como si estuviera corriendo—. Dile a Mario que mire el WhatsApp. Necesito hablar con él. Ya.

—Oye, ¿pasa algo? ¿Dónde estás? —Castro preguntó con inquietud, pero la comunicación se cortó antes de que ella pudiera responder.

Se quedó mirando su móvil con expresión perpleja. Luego la llamaría. Ahora tenía temas más importantes de los que ocuparse.

Esta vez no hizo amago de entrar en el calabozo. Mario seguía en la misma posición: sentado en el camastro, con la cabeza baja y las manos sobre ella.

—Mario, necesito que te acerques —pidió el inspector agarrando los barrotes, desde el otro lado.

El aludido levantó el rostro hacia el inspector, con la mirada perdida, como si no lo viera.

—Esta mañana me dijiste que tu coche era un Renault negro.

—Así es —confirmó Mario con gesto cansado y sin mucho interés.

—En cambio, hoy llegaste a la comisaría en un Seat Ibiza blanco —afirmó el inspector con impaciencia.

—Cierto.

—¿De quién es el coche, Mario?

Este pareció comprender la importancia de aquella pregunta tan sencilla y, en apariencia, inofensiva.

—¿Por qué? —El fotógrafo tensó el cuerpo y recobró la atención.

—Mario… es importante. ¿De quién es el coche?

—De mi hermana, Carmen —contestó muy lentamente—. ¿Qué importancia tiene el coche? —preguntó con nerviosismo. Se acercó a los barrotes y los agarró con fuerza—. Dejad a mi hermana en paz —siseó con rabia.

Castro lo miró a los ojos y vio que él comprendía. Como si estuvieran en una película a cámara lenta, advirtió cómo se le dilataban las pupilas y el rostro se le tornaba en una máscara de miedo, cómo su cuerpo se distendía y las piernas se le aflojaban hasta hacerle perder el equilibrio. Se agarró con fuerza a los barrotes para no caer desplomado al suelo.

—¿En qué trabaja tu hermana? —dijo Castro con lentitud.

Mario tardó en contestar. Le costaba respirar. Notaba cómo su mente se nublaba. No podía concentrarse en lo que le preguntaba aquel policía. Era incapaz de pensar con claridad. Nico, Carmen. Carmen, Nico. El coche.

—Es enfermera —respondió como un autómata.

—¡Dios mío! —Castro salió corriendo de los calabozos y mientras subía las escaleras marcó el número de Delitos Tecnológicos. Al segundo tono alguien descolgó—. Necesito que miréis el móvil de Mario Sarriá. Pues encendedlo, coño. ¡Ahora! —ordenó Castro con ímpetu.

Esperó mientras el agente encendía el teléfono móvil del fotógrafo. Los segundos se hacían eternos. Siguió subiendo a la primera planta con el teléfono pegado a la oreja y el corazón martilleándole en la garganta. Cuando llegó, buscó con la mirada a Gutiérrez, que estaba concentrado en la pantalla de su ordenador con el ceño fruncido; Guadalupe Oliveira esperaba sentada frente al subinspector con gesto grave y ademanes nerviosos; los agentes de Homicidios y de la Policía Judicial se movían con rapidez de un lado para otro, o se hallaban concentrados en informes o tras el ordenador; el comisario Rioseco salía en ese momento de su despacho con unos papeles en la mano… Castro lo vio todo a cámara lenta. El ruido de la planta, bullicioso y normalmente molesto, le llegaba amortiguado.

—Ya está, inspector —informó el agente—. Hay unos cuantos mensajes de Olivia Marassa. Se ve que ha estado llamando a este teléfono.

—Mire el WhatsApp —le ordenó con urgencia—. Hay uno de Olivia Marassa. ¿Qué dice?

Silencio. Tictac, tictac. Le iba a estallar la cabeza.

—¡Rápido, por el amor de Dios! —urgió el inspector levantando la voz.

—Dice, textualmente: «Voy a casa de Carmen. Llámame, Mario. Es urgente».

—¿Cuánto hace que envió ese wasap?

—Unos quince minutos, inspector.

—¡Mierda! —exclamó Castro cortando la llamada. Se acercó corriendo a su mesa. Abrió su cuaderno de notas y leyó, con angustia, los dos nombres que Pablo Ruiz le había facilitado aquella mañana. El de la madre que había hablado con Victoria Barreda a la puerta del colegio, Carmen («de la madre no me acuerdo del apellido», había dicho Pablo), y el de su hijo, que era amigo de Pablo, Nicolás Ortiz. No había visto la relación, pues el apellido era el del padre, no el de la madre. Castro comenzó a temblar. Y recordó las palabras de Pablo cuando le preguntó de qué había hablado Victoria con aquella madre con tal nitidez como si se las estuviera susurrando al oído en ese momento: «De nada en realidad. Una conversación típica de mayores. Qué tal estás y esas cosas. Y de quedar a tomar algo». De quedar a tomar algo.

Delante de las narices. Lo había tenido delante de las narices, pero estaba demasiado centrado en meter al fotógrafo entre rejas. Se giró y se dirigió al comisario, que caminaba hacia él con la cara sonriente y blandiendo una hoja en el aire. Castro se imaginó que era la orden de registro. Casi le dieron ganas de gritar.

—Nos hemos equivocado, comisario. ¡Nos hemos equivocado de hermano! —chilló salpicando de saliva a Rioseco y haciendo que a este se le congelara la sonrisa—. Es la hermana del fotógrafo. Es Carmen Sarriá. Necesito un operativo. ¡Lo necesito ya!

En menos de diez minutos estaban en la carretera. Tres zetas y un K[10] sobrepasando los límites de velocidad, con los rotativos encendidos y las sirenas aullando.

Castro conducía en silencio, apretando el volante como si con ello pudiera conseguir que el vehículo volara en vez de rodar por la autovía. Gutiérrez miraba al frente con gesto serio y sin atreverse a abrir la boca.

Mientras avanzaba solo se escuchaba el bramido de los tres coches patrulla que les seguían a poca distancia.

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