Animal

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Capítulo 8

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Agustín Castro y Jorge Gutiérrez abandonaron el despacho en silencio. Ambos iban analizando los pormenores de la reunión que acababan de mantener con la juez de instrucción. En la calle les sorprendió una temperatura agradable y un sol resplandeciente que, en contraste con la penumbra del interior de los juzgados, les obligó a entrecerrar los ojos. Gutiérrez se puso unas gafas de sol de aviador. Parecía más un universitario que un agente de Homicidios. Castro ya no se sorprendía de la coquetería de su compañero. Llevaban cuatro años trabajando codo con codo y sabía que detrás de aquella fachada de niño bien se ocultaba una mente lúcida, analítica y muy perspicaz.

Caminaron hasta el coche sin decir palabra. Agustín Castro encendió un cigarrillo.

—¿Por dónde empezamos? —preguntó el subinspector Gutiérrez.

—Por el Tijeras —respondió Castro mientras apuraba el Camel.

Habían acordado no fumar dentro del vehículo policial, así que el oficial tiró el cigarrillo antes de entrar en el coche. Castro siempre conducía. Esa era otra de sus normas y la cumplían a rajatabla.

—Germán es un pájaro de cuidado —explicó el más veterano—. Ha estado años entrando y saliendo de la cárcel. Posesión y tráfico de drogas, robo de vehículos, agresión sexual… Lleva una temporada bastante tranquilo, o, al menos, pasando desapercibido. Y no sé qué es peor. Los tipos como él no son capaces de permanecer mucho tiempo dentro de la ley. Cuando hacen ruido, como poco, sabes en qué andan metidos.

—¿Por qué lo llaman el Tijeras? —preguntó Gutiérrez mientras bajaba unos centímetros la ventanilla del coche.

—Cuando era un crío…, no debía de tener más de catorce años, le clavó unas tijeras en la cara al novio de su madre. Por lo visto, el tipo le daba a la botella y le gustaba usar a Casillas como saco de boxeo. Hasta que un día decidió defenderse. —Castro hizo una pausa—. Le desfiguró la cara y le sacó un ojo. Desde entonces, le llaman el Tijeras y ya no ha vuelto al buen camino.

Gutiérrez miró a su compañero y soltó un silbido.

—Joder con el mocoso.

—Ahora es propietario del mejor puticlub de la comarca. Pero lo tiene montado dentro de la legalidad. No hay por dónde agarrarlo. Oficialmente es un respetable restaurante que cumple con sus obligaciones fiscales en tiempo y forma. Y sus «empleadas» tienen papeles.

—Limpio, ¿no? —señaló Gutiérrez con sorna.

—Como una patena.

Castro conducía con suavidad. Llevaba casi treinta años en el cuerpo y tenía fama de hombre flemático. Su carácter pausado contrastaba notablemente con el de Gutiérrez, vivaz, impaciente e, incluso, más veces de las deseadas, irritable. Pero, a pesar de las diferencias de temperamento, empastaban mejor de lo que cabría suponer.

Pasaron lo que quedaba del trayecto hasta La Parada en silencio, cada uno perdido en sus propios pensamientos.

Para llegar al club de alterne había que tomar un desvío en la Nacional 634, a dos kilómetros de Pola de Siero, en dirección a la capital. La desviación no estaba indicada, de manera que, a la luz del día y sin el enorme cartel luminoso encendido, uno corría el riesgo de pasarse de largo.

El coche policial abandonó la Nacional y enfiló el camino que conducía a La Parada. De hecho, terminaba allí. El club era una enorme casona de piedra, rodeada por muros de casi tres metros de alto. Un gran portalón de hierro de dos hojas evitaba la entrada de extraños. Aunque por las noches la puerta permanecía abierta, de día quien quisiera entrar en los dominios de Germán Casillas se veía obligado a llamar al moderno videoportero instalado en uno de los pilares de piedra.

Gutiérrez se apeó del coche y apretó el timbre.

—No abrimos hasta las ocho de la tarde —contestó una voz atiplada desde el otro lado del telefonillo.

—Policía —informó Gutiérrez mostrando la placa. El objetivo de la cámara de vídeo que en ese momento le enfocaba emitió un zumbido e inmediatamente después se activó el motor de la puerta.

Gutiérrez volvió al vehículo.

—Tira —le dijo a su compañero.

Castro arrancó sin responder.

Entraron en una vasta explanada pavimentada que iba a morir a la entrada de la casa. A ambos lados, habían habilitado amplias plazas de aparcamiento que orillaban con un cuidado jardín de enormes proporciones, donde el protagonismo recaía en varios macizos de hortensias azules y rosadas. El muro trasero de la finca lindaba con el polígono industrial. Solo había un vehículo estacionado: un Mercedes todoterreno de color gris metalizado.

La puerta principal de la casa se abrió antes de que los policías salieran del coche.

Una muchacha espigada, que no aparentaba más de dieciocho años, les estaba esperando en la entrada. Los dos hombres se acercaron a la puerta. La joven era alta. Tenía un rostro hermoso —tez tostada por el sol y enormes ojos almendrados— enmarcado por una melena negra como el azabache, que le llegaba hasta la cintura. Vestía con elegancia, pero con sencillez. Un pantalón largo, ancho y de cintura alta de color gris y una blusa blanca de muselina de media manga.

—Buenos días —saludó la mujer con una mirada interrogante.

—Buenos días —contestó Castro mostrándole su placa—. Soy el inspector Agustín Castro y él es mi compañero, el subinspector Jorge Gutiérrez. ¿Está Germán Casillas en la casa?

Tras un minuto de indecisión, la mujer se retiró invitándoles a pasar al interior.

—Está en su despacho. Iré a avisarle.

Sin esperar respuesta, se dio la vuelta y desapareció tras la puerta de lo que parecía un enorme salón.

—Impresionante, ¿eh? —soltó Castro observando la lujosa entrada.

—¿La casa o la chica? —replicó Gutiérrez con intención.

—Ambas, pero ahora me refería a la casa.

El vestíbulo era amplio y cedía todo el protagonismo a una ancha escalera que se bifurcaba en dos en el piso superior.

Los suelos y las paredes eran de mármol claro. El recibidor estaba decorado con una elegante consola de madera blanca y cristal, coronada por un gran espejo. Justo enfrente, se encontraba la puerta de dos hojas de cristal biselado por donde había desaparecido la joven.

Gutiérrez estaba calculando mentalmente el precio de cuanto veían sus ojos. Castro, a su vez, se preguntaba de dónde habría sacado el capital para semejante inversión el delincuente de medio pelo que siempre había sido Casillas. En ese momento, se abrieron las puertas del salón.

—¡Inspector Castro! —exclamó un hombre corpulento, con los brazos extendidos en un gesto de bienvenida. Era carilleno y tenía los ojos saltones. Vestía ropa de sport, aunque saltaba a la vista que era de buena calidad, y se conducía con la seguridad de quien conoce de antemano los movimientos de su adversario. En ese caso, los dos policías.

—Hola, Germán —saludó el inspector Castro.

—No abrimos hasta las ocho. Como bien sabes, solo servimos «cenas» —indicó el hombre.

Germán sonrió dejando al descubierto unos dientes manchados de tabaco. No hizo ademán de invitarles a pasar más allá de la entrada, señal evidente de que no tenía intención de alargar aquella visita más de lo necesario.

Gutiérrez fue el primero en hablar:

—Anoche mataron a un hombre en el polígono, en una calle muy próxima al muro trasero de este establecimiento.

Germán Casillas se mantuvo impasible.

—¿No estaréis pensando que yo tengo algo que ver? —repuso sin perder la sonrisa.

—No, Germán. Para variar, necesitamos de tu colaboración en calidad de posible testigo. De momento, solo queremos saber si anoche tú o alguno de tus clientes pudo ver u oír algo —aclaró el inspector Castro con su habitual tono pausado.

—Nadie me comentó nada. Y yo estuve bastante ocupado toda la noche, pendiente de los detalles. No noté nada raro.

Gutiérrez sacó una fotografía. Se la mostró a Germán, acercándosela.

—¿Le conoces? —preguntó el subinspector.

—¿Es la víctima? —El Tijeras no mostró intención de tocar la fotografía, ni tan siquiera de dedicarle una mirada.

Ninguno de los agentes contestó, concentrados en la reacción de Casillas. Este permaneció durante unos segundos en silencio. Al final y al ver que los policías ganaban el pulso, cogió la fotografía y, tras echarle un vistazo rápido, se la devolvió a Gutiérrez.

—Se llama Guzmán. Es un cliente habitual —respondió a regañadientes.

Castro y Gutiérrez intercambiaron una mirada. «Por fin, algo», pensaron al unísono. Y como si el Tijeras les leyera el pensamiento, se apresuró a responder:

—Pero ayer no vino. No lo vi.

—¿Cuándo fue la última vez que lo viste? —preguntó Castro, mientras Gutiérrez tomaba nota.

—Veamos… hoy es jueves… creo que el martes. Sí, el martes estuvo aquí. Cenó, se tomó una copa…

—¿Solo o acompañado? —interrumpió Gutiérrez.

—Cenó solo.

—¿Y después?

—¿Cómo que «y después»?

—¿Con cuál de tus chicas estuvo? —inquirió Castro empezando a perder la paciencia.

—Vamos, inspector… yo no tengo «chicas». Esto es un establecimiento legal y honrado, un restaurante de categoría sin restricciones de admisión. Lo que hagan los clientes, hombres o mujeres, después de cenar, no es asunto mío.

—Ya… tú solo les alquilas las habitaciones —apuntilló con sorna Castro.

—Sí, tenemos a disposición de nuestros clientes habitaciones… ya sabe usted cómo está el patio con esto de los controles de alcoholemia… Los hay que prefieren descansar o dormir la mona, si lo prefiere, antes de coger el coche —continuó Germán Casillas sin perder la sonrisa ni el aplomo.

—A ver, Tijeras. —El hombre, al oír que el inspector lo llamaba por su apodo, dejó de sonreír—. Puedes envolver la mierda en papel de regalo, pero seguirá siendo mierda y olerá igual de mal. Del mismo modo que esto seguirá siendo un putiferio, tus clientes, puteros, aunque vistan trajes de Armani, y tus chicas, putas, de las caras, pero putas al fin y al cabo. Así que déjate de chorradas y contesta de una vez: ¿con quién tomó el «postre» Guzmán Ruiz la última vez que estuvo aquí?

Castro había elevado el tono de voz y Casillas mostró inquietud por primera vez desde la llegada de los policías.

—Se tomó un par de copas con Alina, una de nuestras relaciones públicas —aclaró Germán mientras sacaba un pañuelo del pantalón y se lo pasaba por la frente—. Después subió a una de las habitaciones. Ya no lo volví a ver.

—Tendremos que hablar con esa Alina. Y quizá tengas que facilitarnos un listado de los clientes que estuvieron aquí ayer por la noche.

—No llevamos control de nuestros clientes, inspector. El éxito de este negocio se basa en nuestra discreción. Aquí se paga en metálico y no se hacen preguntas.

—¿Dónde estuviste entre las once de la noche y las tres de la madrugada? —Gutiérrez tomó la palabra.

—Os lo acabo de decir. Aquí, atendiendo el negocio. —Casillas empezaba a mostrar signos de nerviosismo.

—¿Puede confirmarlo alguien? —Gutiérrez estaba convencido de que aquel tipo con cuerpo de luchador escondía algo.

—¿He pasado de ser un posible testigo a ser sospechoso, Castro? —preguntó Casillas dirigiéndose al inspector y obviando la pregunta de su compañero. Intentaba aparentar tranquilidad, pero las gotas de sudor en su frente le delataban.

—Es pura rutina. Ya deberías estar familiarizado con el procedimiento, Casillas. Contesta, ¿te vio alguien?

—Sí. Una media docena de personas. No me moví de La Parada en toda la noche.

Castro enarcó las cejas en un gesto de escepticismo que no pasó desapercibido para el dueño del establecimiento. El inspector volvió a preguntar, esta vez sin alterar el tono de voz.

—¿Qué nos puedes contar de Guadalupe Oliveira?

—¿Qué pasa con ella? —preguntó un asombrado Casillas.

—Las preguntas las hago yo, Casillas.

—Es una de mis empleadas.

—¿A qué hora se marchó ayer?

—No podría precisarlo. Pero no antes de las dos de la madrugada. Atiende las mesas hasta que se cierra el turno de las cenas y después…

—… ejerce de relaciones públicas, ¿no? —concluyó Gutiérrez con retintín.

Casillas le dedicó una mirada cargada de ira.

—Sí. Es otra de mis relaciones públicas.

—¿Y no puedes precisar a qué hora se marchó?

—Con exactitud, no. El horario de mis empleadas es… flexible. —Casillas cambió el peso del cuerpo de un pie al otro—. ¿Puedo preguntar por qué ese interés por Guadalupe?

—Fue la persona que encontró el cuerpo de Guzmán Ruiz.

Germán Casillas no disimuló su asombro.

—¿Se conocían?

—Pu… pu… pues… —balbuceó Casillas. Tomó aire y tragó saliva. No era capaz de pensar. Transpiraba por debajo de la camisa—. Imagino que sí. Ya os dije que Guzmán era un habitual —respondió finalmente.

Los dos policías se miraron. Guadalupe olvidó mencionarlo cuando sus compañeros de la Judicial habían hablado con ella en la madrugada.

Castro carraspeó. No dejaba traslucir emoción alguna. Gutiérrez anotó algo en el bloc de notas.

—Hemos visto que en el muro trasero hay una puerta. ¿La usan los clientes?

Esta vez fue el subinspector el que preguntó. Usó un tono que hacía pensar, para quien no lo conociera bien, que la cuestión no revestía especial interés sino que se trataba de una forma de rebajar la tensión.

Ambos policías habían pasado por el lugar del crimen antes de reunirse con la juez Requena. En el muro que lindaba con el polígono había una puerta cerrada con llave y sin manilla exterior.

—No. Es una puerta de servicio que no se usa nunca. Está provista de un cierre eléctrico. Se acciona con un pulsador desde mi despacho. También se puede abrir manualmente con llave desde fuera.

—¿Quién tiene la llave para acceder desde fuera?

—Yo. Nadie más.

—¿Conocías bien a Guzmán Ruiz? —Gutiérrez volvía a cambiar de tema.

—No éramos íntimos, si se refiere a eso. Venía, pagaba y daba buenas propinas. Era agradable y no armaba follones. No sé si tenía enemigos. —Levantó las manos en actitud defensiva, como frenando una pregunta que no le habían formulado—. Ni si era o no tan hijo de puta como para merecer que lo mataran.

Castro y Gutiérrez se miraron. De momento no iban a conseguir nada más de él.

—¿Dónde podemos encontrar a Alina?

Germán Casillas se acercó a la consola, sacó una hoja de papel de uno de los cajones y escribió una dirección.

—Vive aquí —les dijo tendiéndosela con un ademán brusco.

—Está bien. Gracias por tu tiempo. No hace falta que te diga que si recuerdas algo o te enteras de algo me tomaré como algo personal que no me llames.

El inspector Castro le clavó la mirada, una mirada que decía «si me tomas el pelo, volveré y te patearé el culo».

—Vamos, Gutiérrez —dijo dirigiéndose a su compañero.

Los dos agentes abandonaron la casa. El calor empezaba a apretar. Entraron en el vehículo y pusieron el aire acondicionado.

—¿Son imaginaciones mías o el tipo se ha puesto nervioso? —planteó el subinspector.

—Se ha puesto nervioso. Habrá que comprobar si, como dice, no se movió de la casa —respondió Castro mientras ponía el coche en marcha—. Empezaremos por Alina. ¿Dónde vive?

—Hay que volver a Pola de Siero.

—Pues vamos allá.

—Por cierto, ¿ahora se llaman relaciones públicas? —preguntó Gutiérrez a la par que se le escapaba una carcajada.

—Bueno… relaciones hacen y son más o menos públicas, ¿no?

Ambos se rieron.

—Hay que comprobar si alguna de las llaves que se encontraron junto al cuerpo de la víctima abre esa puerta trasera —ordenó el inspector.

—Ahora llamo al laboratorio de pruebas. ¿Qué te apuestas a que no solo el Tijeras tenía llave de esa puerta?

—Apostaría, pero esta vez opino como tú. Llama a comisaría. Esta tarde quiero hablar con Guadalupe Oliveira, a ver qué más nos oculta.

El vehículo avanzó despacio por el camino pavimentado, mientras un preocupado y sudoroso Germán Casillas se dirigía con prisas a su despacho para realizar una llamada.

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